martes, 10 de enero de 2012

54- Determinismo evolutivo e impulso numénico





54-DETERMINISMO EVOLUTIVO E IMPULSO NUMÉNICO

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         "La diferencia entre el análisis y la observación es ésta: observar es ver directamente,  sin análisis; ver sin el observador, ver el traje rojo, el rosa o el negro tal como es, sin decir: <<No me gusta>>, ¿me entiende usted? En ver no hay observador. Veo el color rojo, y no hay sentimiento de agrado ni desagrado; hay observación. El análisis implica: <<No me gusta el rojo porque mi madre que se peleaba con mi padre...>>, retrocediendo hasta mi niñez. El análisis, pues, implica un analizador. Fíjense que hay una división entre el analizador y la cosa analizada. En la observación no hay división. Está la observación sin el censor, sin decir: <<me gusta>>, <<no me gusta>>, <<eso es hermoso>>, <<eso no lo es>>, <<esto es mío>>, <<esto no>>. Tienen que hacerlo, no simplemente teorizar. Así descubrirán."

Jiddu Krishnamurti  (Dialogo III de ¿La pregunta imposible?)


                   ¿Determinismo evolutivo implica ciega sumisión a la programación genética realizada por selección natural?  No hay por que caer atrapados en la rigidez de los conceptos. El surgimiento del hombre en la escena del universo, supuso la llegada evolutiva de una filogenia a un punto de independencia en relación con la inconsciencia (más bien, la poca consciencia) psíquica del pasado, que la capacidad de raciocinio fue definitoria de la nueva situación. Generalmente, se supone que si los seres humanos son capaces de actuar con libertad, en un sentido necesario que les hace moralmente responsables, eso ha de colisionar conceptualmente con un comportamiento que esté regido en su totalidad por leyes deterministas. De ahí, esa tendencia en muchos ambientes científicos y filosóficos a eliminar el problema, bien negando el determinismo, bien afirmando que lo importante es actuar sabiendo que la voluntad es libre. Parecería, como si en el fondo fuera psicológicamente necesaria la inexistencia de toda clase de determinismos a fin de sentirnos libres y poder utilizar nuestra razón de manera acorde con esa libertad.
                   Si diéramos pábulo a esas encarecidas sensaciones psicológicas, estaríamos admitiendo que la propia capacidad de raciocinio sería un determinismo nefasto, que habría de impulsar al hombre a seguir tendencias contradictorias con su naturaleza biológica, pero afortunadamente no es ése el caso, pues deben achacarse a las insuficiencias de la razón o al mal uso de la misma, sus indeseables resultados prácticos. Además, del hecho de que nuestra conducta pueda ser explicada de modo que esté incluida bajo una ley natural, no se sigue que actuemos bajo constricciones que están más allá de la estricta aplicación de esa misma ley, ni de que no seamos libres necesariamente. Para ello sería útil despojar de cualquier apostilla de arbitrariedad la libre decisión de asegurar cuando un individuo está necesitado de actuar de una manera, y no lo está cuando actúa de otra.
                   No sería justo en ningún caso reprochar al determinismo biológico el ser equivalente a una constricción de la conducta. Todos sabemos que no somos libres de elegir entre alimentarnos o no, si hemos de "seguir manteniendo" alguna actividad biológica en el futuro. La perentoria y creciente demanda de alimento según transcurren las horas, que determina la aparición del apetito, primero y del hambre, después, obedece a la existencia de ciertas leyes biológicas. Sin embargo, no es ése el sentido que tiene la palabra libertad cuando se pronuncia comúnmente. La mera y urgente demanda de alimento equivale a la causación de hambre, y dado que todas las causas son igualmente necesitantes, en cierto modo, planteamos una tautología. Pero el sentido determinista que convierte el suministro de alimento en una condición sine qua non para no producirse la inanición, aunque tiene mucho en común, es distinto del sentido compulsivo que tiene alimentarse para calmar el hambre. Porque lo que se necesita empíricamente para que un acontecimiento sea la causa del otro varía en los dos casos, y si bien en ambos se puede decir generalmente que los efectos no habrían ocurrido si no hubiera sido por la supresión alimenticia (que es un determinante biológico necesario), no estamos seguros de que se pueda decir lo mismo si dicha supresión es total, o si, por ejemplo, se practica un racionamiento limitado cuya escasez sea causa suficiente de la aparición del hambre, aunque no causa necesaria de un acontecimiento mortal.
                   Es claro que hay componentes biológicos deterministas en la pulsión en la ingesta de alimentos. Por ello se trata de asegurar un suministro regular de los mismos a fin de evitar los males derivados de su carencia. Pero a nadie se le ocurre proponer una supresión de los condicionantes biológicos que obligan a tener hambre e incluso a morir a muchas personas, porque las causas del hambre y sus secuelas se sitúan en un terreno totalmente ajeno al de la determinación biológica. Como dice Mario Bunge, "la falta de libertad no es por lo tanto el reino de la ley natural, sino la importante obstaculización o deformación de la autodeterminación por constricciones y perturbaciones externas; la libertad no es una violación del comportamiento legal, sino un tipo de éste, a saber, la autodeterminación". Otra cosa es que, fuera del ámbito biológico, no pueda plantearse la duda razonable de si realmente hay una voluntad libre, filosóficamente hablando, que nos permita decidir por nosotros mismos.
                   Bien, una vez que el campo del determinismo biológico queda circunscrito al ámbito común de los genes y sus interrelaciones, podemos centrar nuestra atención en el modo en que nuestra potencialidad biológica se expande con la acentuación de la capacidad de raciocinio en la especie humana. En un universo inteligible la capacidad de raciocinio es el espejo objetivado en que aquél se asoma, produciendo su propia contemplación. ¿Por qué nuestras mentes conscientes perciben el mundo concreto de una manera precisa y no de cualquier otra? Es más, ¿por qué el mundo se autopercibe por nuestra intermediación mental de la manera que lo hace?
                   Tanto si se acepta el principio relativo a las actividades inherentes a los objetos materiales concretos que componen el universo, como si se supone que dichas actividades son consecuencia de una determinación de origen impreciso podríamos decir que las causas eficientes son las "responsables" únicas de las determinaciones parciales. Porque mantener la tesis de un universo autoexistente es lo mismo que sostener que es una cadena de procesos automantenidos que perduran una vez que la causa que los provocó ha desaparecido. Así como también puede decirse que un universo de determinación inconcreta mantiene latente la causa de su formación, bien que dispersa y diluida entre las múltiples determinaciones que lo conforman, como una categoría de conexión genética y, por ende, del cambio.
                   De cualquier modo, es muy probable que la naturaleza precisa de la realidad requiera de la participación de observadores conscientes que den fe de la misma. De esa manera, se puede responsabilizar (esto no es muy científico, pero, como otras veces, recurrimos a la expresividad del término) a las mentes de la creación retroactiva de la realidad, incluso de la previa a su aparición en escena. Las mentes "recrean" la creación; por eso el hombre primitivo "estrenó" el pensamiento y lo hizo, dubitativamente, tanteando entre tendencias míticas y otras posibilidades racionales más depuradas y semejantes a las nuestras. No por ello estaba exento de una lógica cósmica impresa o inscrita en él, gracias a un determinismo físico-biológico que conectó con un futuro pleno de aspiraciones.
                   Las hipótesis que suponen que las tendencias humanas podrían haberse configurado de otra manera si las condiciones primarias de la evolución hubiesen sido diferentes, o si el ambiente cósmico reuniese otras cualidades no son dignas de ser tenidas en consideración. Los hechos fueron los hechos, y a ellos debemos remitirnos. Existe una forma de pensamiento muy extendida que no admite los impulsos primarios del ser humano como objeto de análisis serio; todo lo más, los contempla con una visión paternalista y condescendiente.
                   Cuando la capacidad de raciocinio en aquellos seres primitivos, se conjugó con su recién estrenada potencialidad biológica de carácter netamente humano, hubo de producirse una nueva toma de conciencia sobre la realidad circundante. Así nació un sentimiento de origen semiinstintivo y relacionado con la preocupación de aquellos hombres por sus muertos, y quizás por las supuestas propiedades sobrenaturales de los cadáveres, lo que les convirtió en objeto de veneración. El concepto que establecía una diferencia entre individuos vivos e individuos muertos o la idea de que algo pierde el individuo cuando muere, es decir, el alma, fue surgiendo gradualmente hasta asentarse y conectar con las ideas religiosas actuales ampliamente generalizadas.
                   Los enterramientos de Neanderthal no aportan pruebas irrebatibles de que nuestros antepasados tuviesen en aquella época preocupaciones religiosas o filorreligiosas. Pero el hecho de que sepultasen a los difuntos con cuidado puede constituir indicio de una de las fuentes que originaron más tarde tales prácticas. Parece que el periodo prerreligioso llegó hasta el fin del Paleolítico inferior o primera subdivisión de la antigua Edad de Piedra, abarcando también, como ya dijimos, la época musteriense de cien mil a cuarenta mil años atrás, en la que vivieron nuestros antepasados, los llamados hombres de Neanderthal, que se dedicaban a la caza de osos, bisontes y otras clases de animales.
                   El sentimiento prerreligioso degeneró en prácticas que hoy consideramos aberrantes, como zoolatrías, totemismos, sacrificios de animales o de personas, antropofagia, rituales mágicos, etc. Con razón dice Whitehead que "la religión se ha introducido en la esfera de la experiencia humana mezclada con las fantasías más toscas de la mentalidad bárbara". Pero ¿que otros aspectos de la vida humana no tuvieron comienzos vacilantes, groseros o toscos? ¿Fueron menos auténticos por ello? Lo mínimo en cualquier creencia religiosa que se precie son los seres animados, el alma, los espíritus desencarnados, los ángeles, los demonios, etc., pero seguramente lo que precede a todo eso fueron un conjunto de estados especiales que los hombres experimentan en condiciones de precariedad vital, los estados de sueño, las alucinaciones provocadas por la fatiga o el hambre, las narcosis, las mortificaciones ascéticas, las enfermedades, y sobre todo, la perspectiva en lontananza de la propia muerte.
                   Ese flujo nuevo y cambiante de la realidad inmediata percibida, provocó un fuerte impacto en la naturaleza humana y la dotó de una especial clarividencia hacia algo que trasciende en busca de la divinidad. Las dudas y vacilaciones del primitivo Homo Sapiens se pueden colegir fácilmente si nos damos cuenta de que éste, en una primera aproximación a la divinidad, se produjo de una forma enormemente imaginativa y coyunturalmente fantástica, es decir, siguiendo sus propias concepciones del mundo. El psicólogo y filósofo Lucien Lévy-Bruhl, creador de la teoría de la razón "prelógica" fundamentada en las ideas previas de Durkhein sobre las "concepciones colectivas", intentó demostrar que en el ámbito de las concepciones de los grupos sociales, concretamente las que se refieren a las creencias y a la mitología, no reinaban nuestras leyes lógicas, sino otras totalmente diferentes o prelógicas, según las cuales había una participación de los objetos en una doble naturaleza; por ejemplo, cada objeto podía ser simultáneamente él mismo y otra cosa, o estar al mismo tiempo en dos lugares diferentes. Hoy tendemos más a pensar (sin desdeñar las opiniones de Lévy-Bruhl) que no era tanto una razón prelógica la que guiaba a aquellos seres humanos primitivos, como una lógica difusa entremezclada con elementos emocionales de extracción instintiva.
                   Es razonable suponer, tal como hacía Jung, que, dado que el hombre siempre ha sido un ser social, una mentalidad "colectiva" que se remonta a la existencia de los seres humanos primitivos, influyó también en la constitución del estrato más profundo de la mente de cada individuo. El desarrollo de multitud de culturas milenarias puede servir de testimonio a ese respecto. Muy probablemente, nosotros seamos herederos directos de ese impulso, que transmitiremos de manera subsiguiente a las nuevas generaciones que nos sucedan.
                   Más problemático es establecer cómo se originó esa mentalidad colectiva. ¿Lo individual nutrió el acervo colectivo en sus comienzos? ¿El influjo colectivo grabó indeleblemente el psiquismo de los individuos con su rudimentaria impronta cultural? Nunca lo sabremos; es éste el reino de la conjetura. Pero lo que si es cierto es que "lo psíquico es un fenómeno total" como afirma Georges Gurvitch. Nos inclinamos por la idea de que una estrecha relación con influencias biunívocas in crescendo rigió el desarrollo evolutivo de las vivencias humanas en ese sentido. En ocasiones es exageradamente difícil comprender los procesos del pasado y cuanto más se explora en el mismo, más escasos son los indicios. A pesar de que los condicionantes de una cultura están dentro de la cultura misma, y aunque una creencia, una certeza, una costumbre o un idioma son el producto de procesos culturales concomitantes anteriores, los caracteres presentes en cualquier lugar y momento de la historia en los fenotipos orgánicos o en la propia cultura humana determinan en gran medida las direcciones y los ritmos posibles de los cambios subsiguientes. En consecuencia, a nadie se le ocurre pensar en la cultura con independencia de sus portadores humanos. A ese respecto un notable grado de "lamarckismo" presidiría esa evolución cultural, hasta llegar a nuestros días. El "testigo", como en una carrera de relevos, de las tendencias instintivas tamizadas y moduladas por el conjunto de sus creencias y su raciocinio, lo tomó el determinismo cultural en el punto (o mejor, en el lapso de solapamiento) en el que el sentido orientador de la evolución biológicamente "darwinista" se lo cedió. Pero ¿se lo cedió del todo? Esa es la notable cuestión. Huxley argumentó que los seres humanos, escapan de lo puramente biológico en aspectos importantes. Pasan a la dimensión cultural o intelectual. Por lo tanto, no hay nada imposible o siquiera improbable en su oposición a las fuerzas de la biología moderna. La ciencia no establece que los seres humanos siempre deban estar en armonía con aquello desde lo que evolucionaron. "Incluso en el mismo estado de naturaleza, ¿qué es la lucha por la existencia, sino el antagonismo de los resultados del proceso cósmico en la región de la vida?". Pero a nosotros nos parece que Huxley no se limitó a observar la conexión biológico-cultural como un sistema de gradaciones paulatinas, sino como una sustitución radical o incluso violentamente necesaria desde un punto de vista analíticamente subjetivo.   
                   Desde que el hombre descubrió la utilidad del fuego hasta la exploración espacial, una larga trayectoria de aprendizaje y adquisición de conocimientos han moldeado y consolidado un sumatorio cultural de marcado carácter "lamarckista", puesto que las culturas pueden hacer (eso es lo que Lamarck describió acertadamente) mucho por su autoperfeccionamiento. En el aspecto biológico, en cambio, es casi seguro que no nos distinguimos de (por ejemplo) el hombre de Cromagnon. De los estudios de sus restos óseos se desprende que tenía una constitución fuerte, una anatomía perfecta y una gran capacidad craneal, lo que da idea de un desarrollo cerebral similar al nuestro. La "liebre" cultural y la "tortuga" biológica, son, obviamente, de distintas velocidades. Es por eso que nuestros condicionantes biológicos y, consiguientemente, nuestras capacidades mentales no deben ser muy diferentes a las que poseían aquellos primitivos Homo Sapiens. Que esto es así, lo prueba que la existencia de lo que podemos llamar el impulso numénico de nuestros ancestros, ha sido capturado y asimilado de manera muy concreta por las grandes religiones de la humanidad; no se ha perdido su fuerza biológica a través de la historia, sino que se nos muestra como una realidad rica en matices. El impulso numénico no hace referencia al término numinoso, acuñado por Rudolf Otto, ni tampoco al noumena de Kant, sino a aquel que proviene directamente del latín numen que significa "fuerza divina", y da idea del importante componente psíquico que hay involucrado al arraigar fuertemente en la mentalidad humana ideas acerca de utopías terrenales, variados aspectos sobre supuestas cuestiones transvitales, o incluso otras temáticas referidas a lo sobrenatural.
                   Como sabemos, todas las religiones están caracterizadas por un tipo específico de historicidad que las particulariza y distingue entre sí y del resto de hechos de la historia. Tan singular es su historicidad y tan particular la forma de elaboración de su credo, que muchas veces pivota sobre fenómenos ideológicos esencialmente ahistóricos o acientíficos como son los dogmas. Un dogma es un cuerpo doctrinal de carácter ahistórico o acientífico que forma el núcleo central de muchas creencias religiosas. Un dogma es lo que no varía; lo que hay que preservar a toda costa de los embates del acontecer histórico y de la demostración científica. No hay amalgamiento religioso como lo hay en el plano cultural, porque los dogmas lo impiden con sus indudables principios. Su escasa evolución subjetiva permite identificarlos con una expresión cristalizada del impulso numénico del hombre que, por supuesto, no tiene nada que ver con el concepto "lamarckista" de evolución. El dogma, por así decirlo, axiomatiza o define implícitamente desde algunas verdades consideradas reveladas y propuestas como tales por algún cuerpo doctrinal, orientando las aspiraciones más íntimas de los individuos que se acogen a su ideario.
                   El pensamiento dogmático, como escribe Fichte, "quiere, es verdad, asegurar a la cosa en su realidad, es decir, la necesidad de ser pensada como fundamento de toda experiencia, y llegaría a ello si mostrase que la experiencia se puede demostrar realmente por ella, y sin ella no se puede explicar; pero justamente ésta es la cuestión, y no es lícito suponer lo que hay que demostrar." Para desesperación de los idealistas (kantianos), dogmáticos somos todos aunque a muy distintos niveles de integración unos de otros, pues todo depende del estadio evolutivo psicológico en que se encuentre cada individuo a nivel personal y sus convicciones más profundas.
                   Así, pues, el impulso numénico cae en la esfera de lo biológico o, mejor dicho, está enraizado en la tendencia a perseverar en la existencia de la conciencia humana, como la de la propia "cosa en sí", ya que, por añadidura, la consciencia es también autoconsciencia. Esa tendencia, que sabemos dimana de un deseo instintivo adquirido evolutivamente, participa en su contribución a los aspectos deterministas de la mente ¿Cómo y en qué medida? No lo sabemos exactamente dado que afecta de distintos modos a los componentes individuales de la sociedad, pero conocemos sus efectos que pueden llegar a alcanzar extremada intensidad, a juzgar por el ardor con que se defienden individual y colectivamente los dogmas religiosos.
                   En toda religiosidad se pretende reconocer y valorar algo valioso por encima de todos los conceptos. Cualquiera que sea el grado de desarrollo de aquella están implicadas obligaciones morales asociados a dogmas, que se presentan como exigencias de la divinidad. A ésta se le debe dar todo, puesto que todo se espera de ella. La adhesión incondicional a principios ciertos y a verdades irrefutables que suponen los dogmas son una exigencia necesaria a las mercedes que, sin duda, serán derramadas sobre el creyente, siendo la principal de ellas algún tipo de sobrevivencia ultraterrena.
                   Las disposiciones naturales que conlleva la aparición de la razón humana que es consustancial a la especie "hombre", se conectaron un día con el instinto, en parte por obra de los estímulos exteriores, y en parte, como consecuencia de los estímulos y urgencias interiores. El instinto prerreligioso tan astuto como poderoso, que quiere hacerse claro a si mismo por medio de movimientos de tanteo, se va consolidando históricamente gracias a la formación de representaciones, la nucleación doctrinal en torno a iniciativas dogmáticas y la producción de ideas cada vez más elaboradas, y al final lo consigue. Las oscuras ideas y las elementales imágenes naturales engendradas por la fantasía primitiva de nuestros antepasados prehistóricos, tras una evolución transformativa de carácter especial se convirtieron en la antesala de la historia de las religiones, se volvieron diáfanas y adquirieron el inmenso poder sobre las conciencias que la historia atestigua por doquier. En relación con nociones sobre la divinidad, lo esencial es que el hombre siempre se ha sentido involucrado en un proceso continuo por el que se trata de dotar de sentido a sus creencias, experiencias, etc. Al intentar dar a su vida un sentido coherente y consistente, algunos elementos son explicados o modificados en términos de otros; por ejemplo, la creencia en alguna divinidad en términos de su valor adaptativo, pues como dice Richard Alexander "en seguida se ponen de manifiesto las diferencias entre los procesos de cambio en las respectivas evoluciones, la genética y la cultural. Quizá la más profunda sea que las causas de mutación y selección en la evolución cultural, a diferencia de la genética, no son independientes. La mayoría de los focos de <<mutación cultural>> están, como mínimo, vinculados potencialmente a las razones de su supervivencia o fracaso". Dado que la convicción es un instrumento adaptativo, nada mejor que la existencia de un repertorio de inspiraciones dogmáticas prefijadas para que un número considerable de individuos acepten la entrada en el mundo del sentido común en el que las realidades se adaptan (evolutivamente) y persisten (culturalmente). En ese sentido, el mencionado Richard Alexander nos dice que "Cualquiera que sea la medida en que la utilización de la cultura por los individuos es aprendida, la regularidad de las situaciones de aprendizaje, o consistencia ambiental, es el vínculo entre las instrucciones génicas y las culturales, que hace de estas últimas no un replicador, sino, en términos históricos, un vehículo de los replicadores génicos".
                   Ese "vínculo entre las instrucciones génicas y las culturales" es lo que a nuestro modo de ver Rudolf Otto resalta particularmente y lo identifica con una síntesis "a priori" de diversos elementos racionales e irracionales que constituyen un criterio religioso de medida. En la religión, las oscuras instrucciones génicas arraigan, con raíces propias e independientes en las ignotas profundidades del espíritu. En el seno de una matriz cultural que generaliza el ámbito de acción, el sentimiento capta una necesidad íntima que se le hace evidente y palpable. En palabras de Otto: "¿Como deducir lógicamente que el ente grosero y semidemoníaco de un dios solar o lunar o de un numen local ha de ser también el que ampara los juramentos, la veracidad, la validez de los pactos, la hospitalidad, la santidad del matrimonio, los deberes de la estirpe y de la familia, y además un Dios que administra la felicidad y la infelicidad, que comparte los deseos de la raza, cuida de su bienestar y dirige el destino y la historia? ¿De dónde procede este hecho, el más sorprendente de la historia religiosa, que seres que notoriamente han nacido del terror y del espanto se nos conviertan en dioses; es decir, en seres a quienes rezamos y confiamos penas y dichas, seres en los que vemos el origen y sanción de la moral, de la ley, del derecho y de las normas jurídicas? Y ese nexo es tal, que allí donde una vez se han despertado estas ideas, aparece con una evidencia sencilla, palpable y obvia, que los dioses, en efecto, son así".
                   En razón de esos vínculos génico-culturales se suelen abrazar con tanta pasión los dogmas islámicos, como los cristianos o los marxistas. Porque el marxismo es (¿fue?) también una religión que tiende a la instauración primero, y la perdurabilidad después, de una determinada forma de orden social, mediante la fuerte apoyatura en algunos dogmas y un cuerpo doctrinal monolítico. La única e importante diferencia con el cristianismo y el islamismo, es que en éstas doctrinas trascienden las formas individuales y en el marxismo lo hace el sistema social que ampara a los individuos.   
                   En cambio, el budismo no es una religión; es más bien una "técnica" (otros lo llaman "arte") de liberación que puede calificarse sin exceso, de antivital. Los budistas son ciertamente adaptables, y no es infrecuente algún grado de eclecticismo (otros lo llamarán sincretismo) con diversas clases de incorporaciones a su credo tradicional de ideas teístas o politeístas. Porque dogmáticamente el hombre "adora" diversas versiones y/o variaciones de lo que es o debe ser perdurable. Digamos que los conservadores adoran la perseverancia en las tradiciones, y los progresistas rinden pleitesía a las utopías futuribles. La mente nos da así, en forma de acciones humanas, una vaga idea de su profunda aspiración a la permanencia, a lo "eterno".
                   ¿Serán, por ejemplo, el "deseo de poder" de Adler y la "voluntad de poder" de Nietzsche la misma cosa? ¿Coincidirán ambas expresiones con la aspiración inconfesadamente dogmática del hombre de convertir en una identidad la perseverancia y lo prevaleciente? En el fondo todo individuo sabe que en lo que hay que perseverar es por lo que debe prevalecer, o al menos merece prevalecer. La dificultad estriba, como apuntamos en su momento, en casar deseo instintivo y verdad mental. Según la verdad mental de cada uno, se estima que lo que merece prevalecer (y por tanto en lo que hay que perseverar) es esto, aquello o lo de más allá. En ese instante chocan los dogmas de contenidos incompatibles, es decir, de la única forma que suelen hacerlo: dialécticamente. El afán de instauración de sistemas culturales de orden prevalecientes, perseverando en conseguirlo y por su consolidación perdurable si se logra el propósito original, guía al hombre desde (y hasta) los dogmas religiosos. Eso forma parte de nuestra infraestructura mental. Decía lord Kelvin que no podía comprender un proceso de naturaleza, si no se conseguía antes fabricar un modelo. Este es un ejemplo de búsqueda de leyes según las cuales nada escapa a un orden que prevalece y permanece oculto bajo los vaivenes del cambio cósmico perpetuo. Y es que el misticismo de la razón aflora por doquier, mal que le pese a Ortega. El hombre es así para bien y para mal, y las culturas que elabora están repletas del sentido de la perseverancia en lo prevaleciente. Es algo a lo que no podemos renunciar. Por supuesto que las culturas, siguiendo esas poderosas tendencias, pueden autodestruirse, aunque de manera no prevista ni deseada por ellas.        
                 
                             

1 comentario:

  1. Soledad Alvear Carretero Núñez Lobato Mínguez Isla Calva de la Serena, lee: El que se cite al señor K, no quiere decir en absoluto que se esté de acuerdo con él

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