54-DETERMINISMO EVOLUTIVO E IMPULSO NUMÉNICO
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"La diferencia entre el análisis y la observación
es ésta: observar es ver directamente, sin
análisis; ver sin el observador, ver el traje rojo, el rosa o el negro tal como
es, sin decir: <<No me gusta>>, ¿me entiende usted? En ver no hay
observador. Veo el color rojo, y no hay sentimiento de agrado ni desagrado; hay
observación. El análisis implica: <<No me gusta el rojo porque mi madre
que se peleaba con mi padre...>>, retrocediendo hasta mi niñez. El
análisis, pues, implica un analizador. Fíjense que hay una división entre el
analizador y la cosa analizada. En la observación no hay división. Está la
observación sin el censor, sin decir: <<me gusta>>, <<no me
gusta>>, <<eso es hermoso>>, <<eso no lo es>>,
<<esto es mío>>, <<esto no>>. Tienen que hacerlo, no
simplemente teorizar. Así descubrirán."
Jiddu Krishnamurti (Dialogo III de ¿La pregunta imposible?)
¿Determinismo evolutivo
implica ciega sumisión a la programación genética realizada por selección natural? No hay por que caer
atrapados en la rigidez de los conceptos. El surgimiento del hombre en la escena del universo, supuso la llegada
evolutiva de una filogenia a un punto de independencia en relación con la inconsciencia
(más bien, la poca consciencia) psíquica del pasado, que la capacidad de raciocinio fue definitoria de la nueva
situación. Generalmente,
se supone que si los seres humanos son capaces
de actuar con
libertad, en un sentido necesario que les hace moralmente
responsables, eso
ha de colisionar conceptualmente con un comportamiento que esté regido en su totalidad por leyes deterministas. De
ahí, esa tendencia en muchos ambientes científicos
y
filosóficos a eliminar el problema, bien negando el determinismo, bien
afirmando que lo importante es actuar sabiendo que la voluntad es libre. Parecería,
como si en el
fondo fuera psicológicamente necesaria la inexistencia de toda clase de determinismos a fin de
sentirnos libres y poder utilizar nuestra razón de manera acorde con esa libertad.
Si diéramos pábulo a esas encarecidas sensaciones
psicológicas, estaríamos admitiendo que la propia capacidad de raciocinio sería un determinismo nefasto, que habría de
impulsar al hombre a seguir tendencias contradictorias
con su naturaleza biológica, pero afortunadamente no es ése el caso, pues deben achacarse a las insuficiencias de la razón o al mal uso de la misma, sus indeseables resultados prácticos. Además, del hecho de que nuestra
conducta pueda ser explicada de modo que esté incluida bajo una ley natural, no se sigue que actuemos bajo constricciones que están más
allá de la
estricta aplicación de esa misma ley, ni de que no seamos libres necesariamente. Para ello sería útil despojar de cualquier apostilla de
arbitrariedad la libre
decisión de asegurar cuando un individuo está
necesitado de
actuar de una manera, y no lo está cuando actúa de
otra.
No sería justo en ningún caso reprochar al determinismo biológico el ser equivalente a una constricción de la conducta. Todos sabemos que
no somos libres de elegir entre alimentarnos o no, si hemos de
"seguir manteniendo" alguna actividad biológica en el futuro. La perentoria y creciente demanda de alimento según transcurren las horas, que determina la aparición del apetito, primero y del hambre, después, obedece a la existencia de ciertas leyes biológicas.
Sin embargo, no
es ése el sentido
que tiene la palabra libertad cuando se pronuncia comúnmente. La mera y urgente demanda de
alimento equivale a la causación de hambre, y dado que todas las causas son igualmente necesitantes, en cierto modo, planteamos una tautología. Pero el sentido determinista
que convierte el suministro de alimento en una condición sine qua non para no producirse la inanición, aunque
tiene mucho en común, es distinto del sentido compulsivo que tiene alimentarse para calmar el hambre. Porque lo que se necesita empíricamente para que un acontecimiento sea
la causa del
otro varía en los dos casos, y si bien en ambos se puede decir generalmente que
los efectos no habrían ocurrido si no hubiera sido por la supresión alimenticia
(que es un determinante biológico necesario), no
estamos seguros de que se pueda decir lo mismo si dicha supresión es total, o si, por ejemplo, se
practica un
racionamiento limitado cuya escasez sea causa suficiente de la aparición del hambre, aunque no
causa necesaria de un acontecimiento mortal.
Es claro que hay componentes biológicos deterministas en la pulsión en la ingesta de
alimentos. Por ello se trata de asegurar un suministro regular de los mismos a fin de evitar los males derivados de su
carencia. Pero a nadie se le ocurre proponer una supresión de los condicionantes
biológicos que obligan a tener hambre e incluso a morir a muchas personas, porque las causas del hambre y sus secuelas se
sitúan en un
terreno totalmente ajeno al de la determinación biológica. Como
dice Mario Bunge, "la falta de libertad no
es por lo tanto el reino de la ley natural, sino la importante
obstaculización o deformación de la autodeterminación por constricciones y perturbaciones externas; la libertad no es una
violación del
comportamiento legal, sino un tipo de éste, a saber, la autodeterminación". Otra
cosa es que, fuera del ámbito biológico, no pueda plantearse la duda razonable de si realmente hay una voluntad libre,
filosóficamente hablando, que nos permita decidir por nosotros mismos.
Bien, una vez que el campo del determinismo biológico
queda circunscrito al ámbito común de los genes y sus interrelaciones, podemos centrar nuestra atención en el modo en que nuestra
potencialidad biológica se expande con la acentuación de la capacidad de
raciocinio en la especie humana. En un universo inteligible la capacidad de raciocinio
es el espejo objetivado en que aquél se asoma,
produciendo su propia contemplación. ¿Por qué
nuestras mentes conscientes perciben el mundo concreto de una manera precisa y no de cualquier otra? Es más, ¿por qué el mundo se autopercibe por nuestra intermediación mental de la manera que lo hace?
Tanto si se acepta el principio relativo a las actividades inherentes a
los objetos materiales concretos que componen el universo, como si se supone que dichas actividades son consecuencia de una determinación de
origen impreciso podríamos decir que las causas eficientes son las "responsables" únicas de las determinaciones parciales.
Porque mantener la tesis de un universo autoexistente es lo mismo que sostener que es una cadena de procesos
automantenidos que perduran una vez que la causa que los provocó ha
desaparecido. Así como también puede decirse que un universo de determinación inconcreta
mantiene latente la causa de su formación, bien que dispersa y diluida entre las múltiples
determinaciones que lo conforman, como una categoría de conexión genética y, por ende, del cambio.
De cualquier modo, es muy
probable que la naturaleza precisa de la realidad requiera de la participación de observadores conscientes que den fe de la misma. De esa manera,
se puede responsabilizar (esto no es muy
científico, pero, como otras veces, recurrimos a la expresividad del término) a las mentes de la creación retroactiva
de la
realidad, incluso de la previa a su aparición en escena. Las mentes "recrean" la creación; por eso el hombre primitivo
"estrenó" el pensamiento y lo hizo, dubitativamente, tanteando entre tendencias míticas
y otras
posibilidades racionales más depuradas y semejantes a las nuestras. No por ello estaba exento de una lógica cósmica impresa o
inscrita en él, gracias a un determinismo físico-biológico que conectó con un futuro pleno de
aspiraciones.
Las hipótesis que suponen que las tendencias humanas
podrían haberse configurado de otra manera si las condiciones primarias de la
evolución hubiesen sido diferentes, o si el ambiente cósmico reuniese
otras cualidades no son dignas de ser tenidas en consideración. Los hechos fueron los hechos, y a ellos debemos remitirnos. Existe una forma de pensamiento muy extendida que no admite los impulsos primarios del ser humano como objeto de análisis serio; todo lo más, los contempla con una visión paternalista y condescendiente.
Cuando la capacidad de raciocinio en aquellos seres primitivos, se
conjugó con su
recién estrenada potencialidad biológica de carácter netamente humano, hubo de
producirse una nueva toma de conciencia sobre la realidad circundante.
Así nació un sentimiento de origen semiinstintivo y relacionado con la preocupación de
aquellos hombres por sus muertos, y quizás por las supuestas propiedades sobrenaturales de los cadáveres, lo que les convirtió en objeto de
veneración. El concepto
que establecía
una
diferencia entre individuos vivos e individuos muertos o la idea de que algo pierde el individuo cuando muere, es decir, el alma, fue surgiendo gradualmente
hasta asentarse y conectar con las ideas religiosas actuales ampliamente generalizadas.
Los enterramientos de Neanderthal
no aportan pruebas irrebatibles de que nuestros antepasados tuviesen en aquella
época preocupaciones religiosas o filorreligiosas. Pero el hecho de que sepultasen a los difuntos con cuidado puede constituir indicio de una de las fuentes que
originaron más tarde tales prácticas. Parece que el periodo
prerreligioso llegó hasta el fin del Paleolítico inferior o primera subdivisión
de la
antigua Edad de Piedra, abarcando también, como ya dijimos, la época musteriense
de cien mil a cuarenta mil años atrás, en la que vivieron nuestros antepasados, los llamados hombres de Neanderthal,
que se dedicaban a la caza de osos, bisontes y
otras clases de animales.
El sentimiento
prerreligioso degeneró en prácticas que hoy
consideramos aberrantes, como zoolatrías, totemismos, sacrificios de animales o de personas,
antropofagia, rituales mágicos, etc. Con razón dice Whitehead que "la religión se ha introducido en la esfera de la experiencia humana mezclada con las fantasías más toscas de
la
mentalidad bárbara". Pero ¿que otros aspectos de la vida humana no
tuvieron comienzos vacilantes, groseros o toscos? ¿Fueron menos auténticos por ello? Lo mínimo en cualquier
creencia religiosa que se precie son los seres animados, el alma, los espíritus desencarnados, los ángeles, los demonios, etc., pero seguramente lo que precede a todo
eso fueron un conjunto de estados especiales que los hombres experimentan en condiciones de precariedad
vital, los
estados de sueño, las alucinaciones provocadas por la fatiga o el hambre, las narcosis, las mortificaciones ascéticas, las enfermedades, y sobre todo, la perspectiva en
lontananza de la propia muerte.
Ese flujo nuevo y cambiante de la realidad inmediata
percibida, provocó un fuerte impacto en la naturaleza humana y la dotó de una especial clarividencia hacia algo que trasciende en busca de
la
divinidad. Las dudas y
vacilaciones del
primitivo Homo Sapiens se pueden colegir fácilmente si nos damos cuenta
de que éste, en una primera aproximación a la divinidad, se produjo de una forma enormemente imaginativa y coyunturalmente
fantástica, es decir, siguiendo sus propias concepciones del mundo. El psicólogo y filósofo Lucien
Lévy-Bruhl, creador de la teoría de la razón
"prelógica" fundamentada en las ideas previas de Durkhein sobre las "concepciones
colectivas", intentó demostrar que en el ámbito de las concepciones de los grupos sociales,
concretamente las que se refieren a las creencias y a la mitología, no reinaban nuestras leyes lógicas, sino otras
totalmente diferentes o prelógicas, según las cuales había una participación de los objetos en una doble naturaleza;
por ejemplo, cada objeto podía ser simultáneamente él mismo y otra cosa, o estar al mismo tiempo en dos
lugares diferentes. Hoy tendemos más a pensar (sin desdeñar las opiniones de Lévy-Bruhl)
que no era tanto una razón prelógica la que guiaba a aquellos seres humanos primitivos, como una lógica difusa
entremezclada con elementos emocionales de extracción instintiva.
Es razonable suponer, tal como hacía Jung, que, dado que el hombre siempre ha sido un ser social, una mentalidad
"colectiva" que se remonta a la existencia de los seres humanos primitivos,
influyó también en la constitución del estrato más profundo
de la
mente de cada individuo. El desarrollo de multitud
de culturas milenarias puede servir de testimonio a ese respecto. Muy probablemente, nosotros seamos
herederos directos de ese impulso, que
transmitiremos de manera subsiguiente a las nuevas generaciones que nos sucedan.
Más
problemático es establecer cómo se originó esa mentalidad colectiva. ¿Lo individual nutrió el acervo colectivo en sus comienzos? ¿El influjo colectivo grabó
indeleblemente el psiquismo de los individuos con su rudimentaria impronta cultural? Nunca lo sabremos; es éste el reino
de la conjetura. Pero
lo que si
es cierto es que "lo psíquico es un fenómeno total" como afirma Georges Gurvitch.
Nos inclinamos por la idea de que una
estrecha relación con influencias biunívocas in crescendo rigió el desarrollo evolutivo de
las
vivencias humanas en ese sentido. En ocasiones es exageradamente difícil
comprender los procesos del
pasado y cuanto más se explora en el mismo, más escasos son los
indicios. A pesar de que los condicionantes de una
cultura están dentro de la cultura misma, y aunque una creencia, una certeza, una costumbre o un idioma son el producto de procesos
culturales concomitantes anteriores, los
caracteres presentes en cualquier lugar y momento de la historia en los fenotipos orgánicos o en la propia cultura humana
determinan en gran medida las direcciones y los ritmos posibles de los cambios subsiguientes. En consecuencia, a
nadie se le
ocurre pensar en la cultura con independencia de sus portadores humanos. A ese respecto un notable grado de "lamarckismo" presidiría esa
evolución cultural, hasta llegar a
nuestros días. El "testigo", como en una carrera de relevos, de
las
tendencias instintivas tamizadas y moduladas por el conjunto de sus creencias y su raciocinio, lo tomó el determinismo
cultural en el punto
(o mejor,
en el lapso
de solapamiento) en el que el sentido orientador de la evolución biológicamente
"darwinista" se lo cedió. Pero ¿se lo
cedió del todo? Esa
es la
notable cuestión. Huxley argumentó que los seres humanos, escapan
de lo
puramente biológico en aspectos importantes. Pasan
a la
dimensión cultural o intelectual. Por lo tanto, no hay nada imposible o
siquiera improbable en su oposición a
las fuerzas de la biología moderna.
La ciencia no establece que los seres humanos siempre
deban estar en armonía con aquello desde lo que evolucionaron. "Incluso en el mismo estado de naturaleza, ¿qué es la lucha por la
existencia, sino el antagonismo de los
resultados del proceso cósmico en la región
de la vida?". Pero a nosotros nos
parece que Huxley no se limitó a observar la
conexión biológico-cultural como un sistema de gradaciones paulatinas, sino como una sustitución radical o incluso violentamente necesaria desde un punto de vista
analíticamente subjetivo.
Desde que el hombre descubrió la utilidad del fuego hasta la exploración espacial, una
larga trayectoria de aprendizaje y adquisición de
conocimientos han moldeado y consolidado un sumatorio cultural de marcado carácter
"lamarckista", puesto que las culturas pueden hacer (eso es lo que Lamarck describió
acertadamente) mucho por su autoperfeccionamiento. En el aspecto biológico, en cambio, es casi seguro que no nos distinguimos
de (por ejemplo) el hombre de Cromagnon. De los estudios de sus restos óseos se desprende que tenía una constitución
fuerte, una
anatomía perfecta y una gran capacidad craneal, lo que da idea de un desarrollo cerebral
similar al
nuestro. La
"liebre" cultural y la "tortuga" biológica, son, obviamente, de
distintas velocidades. Es por eso que
nuestros condicionantes biológicos y,
consiguientemente, nuestras capacidades
mentales no deben ser muy diferentes a las que poseían aquellos primitivos Homo Sapiens.
Que esto es así, lo prueba que la existencia de lo que
podemos llamar el
impulso numénico de nuestros ancestros, ha sido capturado y asimilado de manera
muy concreta por las grandes religiones de la
humanidad; no se ha perdido su fuerza
biológica a través de la historia, sino que se nos muestra como una realidad rica en
matices. El impulso numénico no
hace referencia al término numinoso,
acuñado por Rudolf Otto, ni tampoco al noumena de Kant, sino
a aquel que proviene directamente del latín numen que significa "fuerza
divina", y da idea del importante componente psíquico que hay involucrado al arraigar fuertemente en
la mentalidad
humana ideas acerca de utopías terrenales, variados
aspectos sobre supuestas cuestiones transvitales, o incluso otras temáticas
referidas a lo sobrenatural.
Como sabemos, todas las religiones están caracterizadas por un tipo específico de
historicidad que las particulariza y distingue entre sí y del resto de hechos de la historia. Tan singular es su historicidad y tan particular la forma de elaboración
de su credo, que muchas veces pivota sobre fenómenos ideológicos esencialmente
ahistóricos o acientíficos como son los dogmas. Un dogma es
un cuerpo doctrinal de carácter ahistórico o acientífico que forma el núcleo
central de muchas creencias religiosas. Un dogma
es lo que no varía; lo
que hay que preservar a toda costa de los
embates del acontecer histórico y de la
demostración científica. No hay amalgamiento religioso como lo hay en el plano
cultural, porque los dogmas lo impiden con
sus indudables principios. Su escasa evolución
subjetiva permite identificarlos con una expresión cristalizada del impulso numénico del hombre que, por
supuesto, no tiene nada que ver con el concepto "lamarckista" de evolución. El dogma, por así decirlo, axiomatiza o define implícitamente
desde algunas verdades consideradas reveladas y propuestas como tales por algún cuerpo doctrinal,
orientando las aspiraciones más íntimas de los individuos que se acogen a su ideario.
El pensamiento dogmático,
como escribe Fichte,
"quiere, es verdad, asegurar a la cosa en su realidad, es decir, la necesidad de ser
pensada como fundamento de toda experiencia, y
llegaría a ello si mostrase que la experiencia se puede demostrar realmente por ella, y sin ella no se puede
explicar; pero justamente ésta es la cuestión, y no es lícito suponer lo que hay que
demostrar." Para desesperación de los idealistas (kantianos),
dogmáticos somos todos aunque a muy distintos niveles de integración unos de otros, pues todo
depende del estadio evolutivo psicológico en que se encuentre cada individuo a nivel personal y sus convicciones más profundas.
Así, pues, el impulso numénico cae en la esfera de lo biológico o, mejor dicho, está enraizado en la tendencia a
perseverar en la existencia de la conciencia humana, como la de la propia "cosa en sí", ya que, por añadidura, la consciencia es
también autoconsciencia. Esa tendencia, que
sabemos dimana de un deseo instintivo adquirido evolutivamente, participa en su
contribución a los aspectos deterministas de la mente ¿Cómo y en qué
medida? No lo sabemos exactamente dado que
afecta de distintos modos a los componentes
individuales de la sociedad, pero conocemos sus efectos que pueden llegar a alcanzar
extremada intensidad, a juzgar por el ardor con que se defienden individual y colectivamente los dogmas religiosos.
En toda religiosidad se pretende reconocer y valorar algo valioso
por encima de todos los conceptos. Cualquiera
que sea el
grado de desarrollo de aquella están implicadas obligaciones morales asociados
a dogmas, que se presentan como exigencias
de la
divinidad. A ésta se le debe dar todo,
puesto que todo se espera de ella. La adhesión incondicional a principios ciertos y a verdades
irrefutables que suponen los dogmas son una exigencia necesaria a las mercedes que, sin
duda, serán derramadas sobre el creyente, siendo la principal de ellas algún tipo de
sobrevivencia ultraterrena.
Las disposiciones
naturales que conlleva la aparición de la razón humana que es consustancial a la especie
"hombre", se conectaron un día con el instinto, en parte por obra de los estímulos exteriores, y en parte, como consecuencia de
los estímulos y urgencias interiores.
El instinto
prerreligioso tan astuto como poderoso, que quiere hacerse claro a si mismo por
medio de movimientos de tanteo, se va consolidando históricamente gracias a la formación de representaciones, la nucleación doctrinal
en torno a iniciativas dogmáticas y la producción de ideas cada vez más elaboradas, y al final lo consigue. Las oscuras ideas y las elementales imágenes
naturales engendradas por la fantasía primitiva de nuestros antepasados
prehistóricos, tras una evolución
transformativa de carácter especial se convirtieron en la antesala de la historia de las religiones, se volvieron diáfanas y
adquirieron el inmenso poder sobre las conciencias que la historia atestigua por doquier. En relación con nociones sobre la divinidad, lo esencial es que el hombre siempre se ha sentido involucrado en un proceso continuo por el que se trata de dotar de
sentido a sus creencias, experiencias, etc. Al
intentar dar a su vida un sentido coherente y
consistente, algunos elementos son explicados o modificados en términos
de otros; por ejemplo, la creencia en alguna divinidad en términos de su valor
adaptativo, pues como dice Richard Alexander "en seguida se ponen de
manifiesto las diferencias entre los procesos de cambio en las respectivas evoluciones, la genética
y la
cultural. Quizá la más profunda sea que las causas de mutación y selección en la evolución cultural, a diferencia de la genética, no son
independientes. La mayoría de los focos de <<mutación cultural>> están, como mínimo, vinculados
potencialmente a las razones de su supervivencia o fracaso". Dado que
la
convicción es un
instrumento adaptativo, nada mejor que la existencia de un repertorio de
inspiraciones dogmáticas prefijadas para que un número considerable de individuos acepten la entrada en el mundo del sentido común en el que las realidades se adaptan
(evolutivamente) y persisten (culturalmente). En ese sentido, el mencionado Richard Alexander nos dice que "Cualquiera que sea la medida en que la utilización de la cultura por los individuos es aprendida, la regularidad de las situaciones de aprendizaje, o consistencia
ambiental, es el vínculo entre las instrucciones
génicas y las culturales, que hace de estas últimas no un replicador, sino, en
términos históricos, un vehículo de los replicadores génicos".
Ese "vínculo entre las
instrucciones génicas y las culturales" es lo que a nuestro modo
de ver Rudolf Otto resalta particularmente y lo identifica con una síntesis "a priori" de diversos
elementos racionales e irracionales que constituyen un criterio religioso de
medida. En la religión, las oscuras instrucciones
génicas arraigan, con raíces propias e independientes en las ignotas
profundidades del
espíritu. En el
seno de una
matriz cultural que generaliza el ámbito de acción, el sentimiento capta una necesidad íntima que se le hace evidente y palpable. En palabras de
Otto: "¿Como deducir lógicamente que
el ente grosero y semidemoníaco de un dios solar o lunar o de un numen local ha de ser
también el que
ampara los
juramentos, la veracidad, la validez de los pactos, la hospitalidad, la santidad del matrimonio, los deberes de la estirpe y de la familia, y además un Dios que administra la felicidad y la infelicidad, que comparte los deseos de la raza, cuida de su bienestar y dirige el destino y la historia? ¿De dónde
procede este hecho, el más sorprendente de la historia religiosa, que seres que notoriamente han
nacido del terror
y del espanto se nos
conviertan en dioses; es decir, en seres a quienes rezamos y confiamos penas y dichas, seres en los que vemos el origen y sanción de la moral, de la ley, del derecho y de las normas jurídicas?
Y ese nexo es tal,
que allí donde una vez se han despertado estas ideas, aparece con una evidencia sencilla,
palpable y obvia,
que los
dioses, en efecto, son así".
En razón de esos vínculos génico-culturales se suelen
abrazar con
tanta pasión los dogmas
islámicos, como los cristianos o los marxistas. Porque el marxismo es
(¿fue?) también una
religión que tiende a la instauración
primero, y la perdurabilidad
después, de una determinada forma de orden social, mediante la fuerte apoyatura en
algunos dogmas y un cuerpo doctrinal monolítico. La única e importante
diferencia con
el cristianismo
y el islamismo, es que en éstas
doctrinas trascienden las formas individuales
y en el marxismo lo hace el sistema social que
ampara a los individuos.
En cambio, el budismo no es una religión; es más bien una
"técnica" (otros lo llaman "arte") de liberación que puede
calificarse sin exceso, de antivital. Los budistas son ciertamente adaptables, y no es infrecuente algún
grado de eclecticismo (otros lo llamarán sincretismo) con diversas clases de incorporaciones a su credo tradicional de
ideas teístas o politeístas. Porque dogmáticamente el hombre "adora"
diversas versiones y/o variaciones de lo que es o debe ser perdurable. Digamos que los conservadores adoran la perseverancia en las tradiciones, y los progresistas rinden pleitesía a las utopías futuribles.
La mente nos da
así, en forma de acciones humanas, una
vaga idea de su profunda aspiración a la permanencia, a lo "eterno".
¿Serán,
por ejemplo, el "deseo
de poder" de Adler y la "voluntad de
poder" de Nietzsche la misma
cosa? ¿Coincidirán ambas expresiones con la aspiración inconfesadamente dogmática del hombre de convertir en una
identidad la perseverancia
y lo prevaleciente? En el fondo todo individuo
sabe que en lo
que hay que perseverar es por lo que debe prevalecer, o al menos merece prevalecer. La dificultad estriba,
como apuntamos en su momento, en casar deseo
instintivo y verdad
mental. Según la verdad mental de cada uno, se estima que lo que merece
prevalecer (y
por tanto en lo que hay que perseverar) es esto,
aquello o lo de más allá. En ese instante chocan los dogmas de contenidos incompatibles, es decir, de la
única forma que suelen hacerlo: dialécticamente.
El afán de
instauración de sistemas culturales de orden prevalecientes, perseverando en
conseguirlo y por
su consolidación perdurable si se logra el propósito original, guía
al hombre
desde (y
hasta) los
dogmas religiosos. Eso forma parte de nuestra
infraestructura mental. Decía lord Kelvin
que no podía comprender un proceso de naturaleza, si no se conseguía antes fabricar un modelo. Este es un ejemplo de búsqueda de leyes según las cuales nada escapa
a un orden que
prevalece y permanece
oculto bajo los
vaivenes del
cambio cósmico perpetuo. Y es que el misticismo de la razón aflora por doquier, mal que le pese a Ortega. El hombre es así para bien y para mal, y las culturas que elabora están repletas del sentido de la perseverancia en
lo prevaleciente. Es algo a lo que no
podemos renunciar. Por supuesto que las culturas,
siguiendo esas poderosas tendencias, pueden autodestruirse, aunque de
manera no prevista ni deseada por ellas.
Soledad Alvear Carretero Núñez Lobato Mínguez Isla Calva de la Serena, lee: El que se cite al señor K, no quiere decir en absoluto que se esté de acuerdo con él
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