38-NECESIDAD
Y COMPULSIÓN
õ
"La razón de ser y la condición contingente pasan
a un nuevo estado inmediato en que lo que no estaba primero sino puesto, se
disipa absorbiéndose en la realidad y así la cosa entra en su unidad. En ese
regreso sobre si mismo lo necesario es la realidad que se ha libertado de toda
condición. Lo necesario es así mediatizado por un círculo de circunstancias; es
necesario porque las circunstancias lo son también y en la unidad es necesario
sin mediación: es necesario porque es.”
Georg W. F. Hegel (Lógica)
Todos los sucesos de la naturaleza se realizan con una gran sencillez, que a la larga acaba siendo
casi milagrosa. A modo de ejemplo, consideremos la formación de los elementos en una estrella. Allí se cocinan, se preparan los constituyentes de todo lo que nos rodea, incluso
de nosotros mismos. Aunque la Gran Creación,
ocurrida hace unos trece mil setecientos millones de años, fue un suceso singular que se
puede considerar a grandes rasgos, como acabado,
quedan flecos, creaciones menores, pero no
mermadas en su importancia. La gran operación alquimista de transmutar los elementos en oro, (además
de en muchas otras cosas) es algo que sucede habitualmente en el seno de las estrellas. Allí, a partir del hidrógeno (éste es más que la harina para el panadero o los ladrillos para el albañil, es la materia prima de todo lo
existente), en el proceso de combustión
nuclear se van formando sucesivamente los elementos de la Tabla Periódica. En
dicho proceso van quedando residuos o cenizas, que, a su vez, forman el material combustible de la siguiente generación
de elementos. Consecuentemente, la pauta de
distribuciones relativas de los elementos es muy expresiva a ese respecto. Las altísimas temperaturas de fusión permiten superar la repulsión eléctrica
entre los
núcleos, y
los sucesivos
estadios de fusión harían el resto.
Sin embargo, nuestros
problemas no se resuelven porque sepamos que la materia procede de una "destilación" del hidrógeno. La existencia de los protones, los neutrones, los electrones, también debería ser explicada y aún así quedarían
incógnitas, como la inmensidad de partículas subatómicas existentes.
Centenares de ellas componen el átomo, y complican enormemente la elaboración de modelos de universo con un principio absolutamente
definido.
Sabemos desde hace tiempo que la materia no es
permanente en su configuración, que puede ser creada y destruida; incluso es
algo rutinaria la creación de materia en el laboratorio concentrando energía en valor suficiente (en los aceleradores de
partículas), pero siempre será dentro de un marco preexistente, real y determinado. De manera que eso
no supone ningún misterio. Lo verdaderamente taumatúrgico del fenómeno de la creación es que la materia surgiera con esas propiedades troqueladas de manera
indeleble. Un restringido cuadro de
leyes naturales "codificadas", cuatro clases de fuerzas posiblemente
reducibles a
una, y sólo algunas
constantes básicas, la velocidad de la luz, la constante de acción de Planck, los niveles energéticos atómicos. Esas
virtualidades de la materia que nacieron con ella son las que posibilitan estadísticamente la presencia de todas las estructuras del universo.
El azar cuántico, en
particular, y el cosmológico, en general, como elementos enriquecedores y excluyentes de la arbitrariedad,
colaboradores fieles aunque insospechados del espacio-tiempo, contribuyen a que las potencialidades de la materia se manifiesten
de una manera
irrestricta. Éstas, que se concretan en una situación dada,
tienen unos
caracteres aditivos, no meramente acumulativos, sino que se encajan y se acoplan. Los elementos
constituyentes se entrelazan funcionalmente unos con otros y en relación con la totalidad. Esto es siempre así, y no es una excepción el tránsito del nivel prebiótico físico-químico al biológico. Lo mismo da que se
postulen ideas de aparición súbita de la vida o de gradualismo (como muy gráficamente explica Teilhard de
Chardin en el ejemplo
del
enrojecimiento progresivo del hierro que se va calentado al fuego). La instantaneidad o progresión relativa
sólo difieren en el establecimiento de la barrera entre lo animado y lo inanimado, siendo ostensible para unos y difuso para otros,
aunque en definitiva eso es sólo una cuestión de detalle difícilmente precisable (como lo demuestra la existencia de los extraños virus y las raras ricketssias, que no pueden
considerarse como típicos seres vivos ni tampoco admiten una definición que los incluya dentro de la materia inanimada).
Ahora bien, la materia en su
conjunto no tiene unas capacidades innatas (parafraseando a Descartes, en su
"innatismo" de las ideas) de evolución, sino inmanentes. Empezando en su
desarrollo elemental y continuando por sus posibilidades moleculares, la evolución se va
haciendo laberíntica al multiplicarse las interacciones. La materia manifiesta las
cualidades que la definen porque la concreción de sus
posibilidades se realiza en el seno de un ambiente material que ni
le confiere,
ni le transmite ninguna
propiedad especial para lo que ella, de por sí, no esté ya dotada. La materia y un medio ambiente material
son todo uno,
es decir materia sin más. Una cualidad manifestada de la materia, no dimana de ningún estado especial
preexistente y diferenciado, sino que dado un estado específico de la misma, ésta exhibe un conjunto de cualidades que le son inherentes,
propias, específicas. La sucesión de estados materiales está configurada en todo
momento por el complejo
entramado de causas y efectos que se cruzan, se influyen, se interfieren, se
anulan, etc., formando una densa maraña de acciones y
reacciones, en las que, a pesar de
todo, el hilo
conductor de su inteligibilidad nunca se pierde. Laberíntico no es sinónimo de
forzado ni
tampoco de caprichoso; es paradójicamente el más corto, precisamente por no ser optativo. En la complejificación del proceso, la inteligibilidad no se acentúa al llegar al rango de los seres vivos; sólo se
hace notoria a nuestros ojos.
Tampoco hay ninguna clase de estanqueidad. Paradas,
detenciones y demoras son otras
tantas respuestas coherentes a estímulos de carácter aleatorio, normativo o a una combinación de ambos.
Por su parte, el
fenómeno connatural o biogénico, para nosotros de carácter subjetivamente
"milagroso", debe desempeñar consecuentemente un papel a escala cósmica de una relativa normalidad y no algo insólito. La diferencia cualitativa existente entre la materia inorgánica y los seres vivos pudo ser superada en una serie de etapas de complejidad creciente, y no en un único salto. Ahora bien, hecha esa salvedad, si la expresión connatural puede parecer una variante del materialismo aplicado
a los seres
vivos o
cuando menos asimilable en sus resultados, hay que hacer la advertencia de que no es preciso adherirse a
una idea
pareja al necesitarismo materialista de Demócrito según el cual "los principios de todas las cosas son los átomos y el vacío" exclusivamente, sino
a la importante corrección efectuada por Epicuro que introdujo un principio general
de causalidad con la intención de dar cuenta
como los átomos
llegan a encontrarse, a agregarse e incluso a dispersarse por los
espacios infinitos construyendo mundos y seres vivos. Además también puede incluirse en él la teoría biológica de
Empédocles (que sufrió la critica de Aristóteles, pero fue rehabilitada mucho más tarde por Erasmus
Darwin) según la cual, la vida después de haber surgido espontáneamente,
comenzando por formas elementales, evolucionó mediante mutaciones casuales
insertas en el discurrir
de un proceso
de selección natural que opera siguiendo pautas de cambio no mecánicas.
Así pues el desarrollo teleonómico que experimentan los sistemas biológicos
está caracterizado en todos ellos preferentemente por la defensa del mantenimiento de su orden estructural, pero
con una gran diversificación y diferenciación en el establecimiento de
prioridades y
actividades
externas que garanticen precisamente la persistencia generacional de ese mismo orden
estructural.
Ahora bien, si no hay
prioridades definidas de antemano en el camino evolutivo que han de tomar los sistemas biológicos,
excepto el de la conservación de su
orden, ¿qué podemos decir del vectorialismo, que sin
duda es observable en la sucesión teleonómica? El aparato teleonómico (cualquier sistema biológico) al que le "llueven" copiosamente las oportunidades
azarosas (fluctuaciones estadísticas) de
cambio innovador repentino, dispone de mecanismos que permiten definir las condiciones iniciales
básicas de la admisión (temporal o definitiva) o del rechazo rotundo a la inserción dentro de
su acervo operante. ¿Cuando la innovación es
realmente aceptada o seleccionada? Cuando es
compatible con el conjunto de un sistema, entrelazado por muchas otras interacciones que
deciden la
ejecución de un
proyecto (nunca cuando éste pueda verse erosionado o menoscabado), o más
raramente (aquí aparece el sentido vectorial) si coadyuva a su reforzamiento. Una selección innovadora (o un rechazo de la misma) no obedece
realmente a una necesidad manifestada del sistema teleonómico,
sino a una posibilidad (de ahí la ventaja del método exploratorio
de carácter estadístico que habitualmente se da en la naturaleza) que en el universo no se
desaprovecha nunca si puede valer la pena.
Necesidad es un concepto cargado de psiquismo, no en balde la expresión necesidad,
en psicología, es sinónimo de motivación. Pensemos que si los sucesos naturales
carecen de finalidad, es irrelevante que los mismos se culminen o no. No hay propósitos en el alud de nieve que se despeña por la ladera de una montaña, ni cuando la nube descarga un aguacero, ni en el ciclón que arrasa cuanto
encuentra a su paso. La materia inerte sólo está sujeta a compulsiones, que
ampliamente pueden calificarse de cosmológicas. El azar, al provocar el advenimiento "casual" de la vida, no ensalzó lo necesario en
detrimento de lo compulsivo, pues esto último además de ser complementario
con aquello, es una modalidad de la causación (efficiens), a la que le fue fácil fluir o manifestarse a través de lo que la propia dinámica interna del organismo tuviera de necesitante. Si por necesidad entendemos que algo no puede ser de manera distinta a como
es, es porque se trata de una proposición a
posteriori. Pero hay que afirmar
que las necesidades
mecánicas de la materia no permiten definir necesidad absoluta alguna (a lo sumo, su
perentoriedad) sino solo un entrecruzamiento de causas y efectos de carácter aleatorio. En
ese sentido habría que decir que en la naturaleza se da la contingencia, es decir, lo que no es necesario. Por
tanto, creer que lo compulsivo sigue siendo fundamental en los procesos biológicos no
es un
subterfugio de astutos mecanicistas, si se admite con humildad que muchas
veces no se sabe en qué grado se puede hablar de determinantes. Compulsión hay por la sencilla razón de que los sistemas no solo se mantienen, sino que también se ven
obligados a evolucionar en respuesta a las variaciones del medio, pero eso no nos permite decir que, necesariamente
lo han de
hacer en tal sentido o en tal otro.
Sí
parece, en cambio, que hay peligro de perder el
horizonte en la inspección de los sucesos biológicos. Reconocer lo que es necesario en los
seres vivos es más difícil de lo que parece. ¿Tiene una planta necesidades
que cubrir para seguir existiendo, o son condiciones las que permiten que exista? Más bien parece lo segundo, ya que la planta no puede exigir la presencia de las determinaciones que
posibilitan su subsistencia, sino que se
amolda a ellas en todo momento. Puede que sea
perentorio el
riego de la
misma para que no se seque. Pero este "para
que no se seque" es de una
categoría mental subjetiva (es decir, desfigurada por una
perspectiva antropomórfica), que no dice nada de la
necesidad de pervivencia de la planta. La materia, sea cual sea la naturaleza de su organización estructural, implica
diversos modos de existencia, pero la única necesidad natural que la afecta es la condicional,
es decir, aquella según la cual resultan necesarios una serie de medios en
virtud de la presuposición
de un fin.
En este caso se habla de una determinación teleológica,
es decir, se trata de una finalidad determinada que requiere de una condición de los procesos que llevan a ella. La falta
de observancia de esas reglas, origina graves distorsiones epistémicas. Sin embargo, peores consecuencias en ese sentido acarrean todavía las diversas nociones
tradicionales de necesidad, cuando se confunden con la incondicionalidad (que
se concibe bajo cualquier circunstancia, inclusive aunque sea arbitraria y sin condiciones), el estado de sometimiento
(a un poder
externo que no reside en la naturaleza intrínseca de las cosas) o la carencia de un entorno apropiado (en un sentido parecido a las necesidades físicas y fisiológicas humanas) con sentido
antropomórfico
¿Por qué ha arraigado, pues, con tanta fortuna el término necesidad si se
basa en consideraciones factuales a posteriori? Cuando la conclusión de un razonamiento se revela como necesaria, la causa de tal
necesidad está fundamentada en las premisas. Justamente, éste es el sentido de la necesidad que se
manifiesta en la ciencia matemática. Pero
ni
siquiera la
necesidad matemática tiene un carácter absoluto porque
las premisas de su demostración son también simples
postulados o suposiciones. En geometría, que los ángulos de un triángulo sean iguales a
dos rectos depende de las definiciones euclidianas de la recta, de las paralelas, del ángulo recto y del triángulo, con lo que la necesidad de la consecuencia es puramente condicional y estática. En cambio, cuando
hablamos de las necesidades
funcionales de los seres vivos desvirtuamos en cierto modo el significado de lo que son condiciones funcionales optimizadas. Importa
menos la denominación
que se utiliza que el que comprendamos que la
evolución obedece a determinaciones de
las que las compulsiones no forman
un mundo aparte, sino
que es difícil disociarlas. Eso sí, la finalidad sigue siendo inobservable y la única necesidad natural definible es la derivada de la necesidad
condicional, según la cual los medios son necesarios
en virtud del
fin que se presupone. Podríamos decir, que la evolución se
alimenta a sí misma de determinaciones y posibilidades, no de
necesidades finalistas. Eso casa bien con la física más reciente,
que contempla la necesidad puramente mecánica como una combinación de
distintos tipos de azar que sólo cabe especificar como probabilidades.
Todo lo acontecido desde la Gran Explosión para acá, ha sido en condiciones de
suficiencia para realizar ciertas cosas e insuficiencia para realizar otras cosas. La historia de este
universo empezó por una causa efficiens que no puede generar compulsiones
que sobrepasen la propia capacidad de estimulación originaria, por lo que no se pueden
generar necesidades reales que superen las condiciones que el medio fija o impone. Por ejemplo,
los cangrejos ciegos de
algunas de las cuevas submarinas de las islas Canarias son conceptuados como ciegos no porque
necesiten ver, sino porque el medio no les permite ver. Impropiamente decimos que son ciegos cuando en
realidad es, sencillamente, que no ven porque el
medio convierte en inservible tal cualidad.
Consideremos, por otra parte, los organismos unicelulares. Éstos
no se unieron a otros, también unicelulares, para (necesariamente) constituir
organismos pluricelulares. Que no es así, lo demuestran la infinidad de seres
vivos que siguen siendo hoy en día unicelulares. La unión fue debida a la posibilidad de
delegación de funciones y asunción de especificidades.
La
necesidad en un
sentido empírico (y es el único que debe tener en ciencia) aboga por la ausencia de
excepciones.
La necesidad a la que aludieron Demócrito, Shakespeare, Lamarck, Monod,...es un concepto que Darwin no
consiguió desterrar, pero que en evolución biológica significa más bien poco; si acaso cumple su
papel en determinados aspectos del dominio de la zoología y, a juzgar por las apariencias, en el
aprendizaje y evolución intelectual
humanos.
Lamarck, en su Filosofía Zoológica de 1809, exponía que el medio
influía en los seres vivos creándoles nuevas necesidades a las que aquellos responderían
produciendo un órgano nuevo o modificándose de alguna manera el ya existente. Estas
modificaciones, adquiridas por influjo del medio, se transmitirían a la descendencia y así se originarían
especies nuevas. La idea básica era, pues, que el órgano usado al ser acusado por la necesidad experimentaría una "mejoría"
funcional, transmisible por herencia.
La realidad es muy otra, y Darwin lo aclara: el órgano experimenta variaciones azarosas. Las beneficiosas
o provechosas se
acumulan, o como mínimo se
acentúan por la selección. Un cúmulo de pequeñas variaciones así transmitidas de generación
en generación constituyen las "pequeñas modificaciones seleccionadas"
en una mejora perdurable, que produce por gradualidad la aparición de una
especie nueva.
Desengañémonos, la necesidad no crea el órgano. La evolución biológica actúa justamente al revés, permitiendo que aparezca el órgano o favoreciendo adaptativamente al que existe, acorde con las condiciones imperantes en cada momento. Nunca el tenista con brazo hipertrófico por su actividad en el deporte de la raqueta transmitirá a
su descendencia esa característica. Si los hijos emulan las
hazañas deportivas de su progenitor es muy posible, en cambio, que hayan
heredado sus aptitudes genéticas en ese sentido, cuyas claves son de más oscuro
desciframiento.
Si nos remontamos a las ideas al respecto que tenían los antiguos griegos, vemos que Aristóteles, reproduciendo las palabras de Eveno,
decía que "Toda necesidad es una cosa
aflictiva". Sin embargo, aquél no piensa exactamente así, al menos, cuando asegura que "La necesidad es, por consiguiente, a nuestros ojos aquello
en cuya virtud es imposible que una cosa sea de otra manera", lo cual supone ver las cosas con un notorio antropomorfismo
consciente. Una idea algo más aproximada
tiene Sófocles al poner el
acento en la
inevitabilidad de carácter extrínseco, que obliga a algo a ser necesario lo que no deja de ser una variante de la determinación
causal: "La fuerza es la que me obliga necesariamente a obrar así". Qué cosa sea una fuerza, no ha de venir al caso (él, desde luego, no lo aclara) siempre que no se tenga sobre ella un prejuicio sobre su
supuesta coactividad.
No hay que pasar por alto, que la generalización de las reglas (lo cual es una convención) sobre
cómo suceden las cosas, no presupone que no haya razón alguna de que no
puedan ser absolutamente diferentes a como suponemos deben ser necesariamente.
Si se siguen los presupuestos fundamentales de las matemáticas, como
se ha hecho con frecuencia en el pasado, las consecuencias se siguen infaliblemente, y por ello parecen dotadas de una "necesidad
eterna", cuando la conclusión lo único que hace es afirmar total o
parcialmente las premisas, aunque generalmente con diferentes palabras. Por
eso el pensamiento
físico de nuestros días habla, en cambio, de una "necesidad determinante" (no de una "necesidad eterna matemática"), en virtud de la cual, y por obra de una causalidad conforme a leyes naturales, las cosas producidas
tienen una
existencia temporal, sin dejar de ser por eso necesarias, es decir,
determinadas rigurosamente por causas que actúan precisa e ineluctablemente. Otra
cuestión es que la "necesidad determinante" es un término complejo, que a su vez, requiere de ciertas explicaciones.
Necesidad determinante
Cuando se visita el museo antropológico de la ciudad de México D. F.,
el viajero no puede por
menos que asombrarse, no solo de lo imponente del recinto, sino de la magnificencia y vastedad de las culturas
mesoamericanas prehispánicas que hay representadas en él. No deja de ser
curioso que las refinadas (en algunos
aspectos) civilizaciones mayas, zapotecas, aztecas, toltecas,
etc., no conocieran la rueda, y en cambio, elaborasen perfectos calendarios de formas
circulares que eran labrados primorosamente en piedra. En algunos casos, sus
dimensiones son enormes y, seguramente, durante su construcción siguieron ciertas
directrices de carácter religioso-geométrico, impuestas por los sacerdotes, que eran los intérpretes cualificados
de las supuestas voluntades
de los dioses. Es muy
posible también, que al desplazar los grandes bloques de piedra ya trabajados por los operarios, los hicieran rodar hasta
colocarlos
sobre algún ara o encajarlos en una hornacina. Sin
embargo, de esa capacidad de
"rodadura", derivada de la característica geométrica de su circularidad, no
sacaron las conclusiones suficientes para
llegar más lejos en su aplicación. Las
culturas antiguas eran muy observadoras de la
naturaleza, y ésta proporciona pocos ejemplos
sobre actividades de rodadura. Todo lo más que puede
distinguirse, es
geológicamente en el esbozo de dicha actividad en algunos desprendimientos de
rocas y
piedras de las laderas de las montañas y algo más desarrollado, en los aludes de nieve. Quizás, el ejemplo de los cantos rodados en muchos tramos de los ríos de todo el mundo, pudieran ser lo máximo que, en
autotransporte, nos recuerde de lejos el modo de desplazamiento que nos es tan familiar. Ocurre, sencillamente,
que la
naturaleza "no puede" inventar la rueda porque ésta es una máquina elemental cuya eficacia depende, sobre todo, de la composición de
"piezas" sueltas y los sistemas biológicos, como
ya sabemos, no se construyen de esa manera.
Es obvio, que la característica principal de la rueda es su
circularidad. Posiblemente, ninguna de las propiedades de
cualquier otro objeto inventado por el hombre se deriven de una utilización tan clara y directa de la "necesidad" geométrica que impone el circulo. En ese sentido,
antes de que se conociera la rueda, digamos que,
se encontraba en un estado de "posibilidad necesitante".
"Posibilidad" de aprovechamiento de su
configuración geométrica, y "necesitante" de
que alguien (el
hombre primitivo) se diera cuenta de que la fricción rodante era
de un valor
mucho menor que el de la fricción deslizante, y por tanto, de mucha mayor utilidad para acarrear materiales.
La ventaja
mecánica de la rueda reside en que la fuerza aplicada sobre su borde exterior queda multiplicada
por la
distancia en que actúa, es decir, por el radio. Hoy nos parecería
muy simple descubrir la rueda de nuevo si no se conociera, pero tal vez esta
presunción sería equivocada. Pensemos que los americanos
precolombinos, los cuales lograron tener grandes conocimientos astronómicos hasta
constituir magníficos calendarios, inventaron la metalurgia por su cuenta y
organizaron inmensos imperios sin llegar
nunca a conocer la rueda. Su invención no
debió ser sencilla y seguramente se produjo por etapas. Podrían haber ido
desde el
arrastre de un
tronco de árbol hasta la rueda libre de estilizados y firmes radios. El primer paso sería el invento del rodillo, y sobre rodillos
pudieron transportarse grandes pesos. Luego se perfeccionaría el rodillo hasta constituir
la rueda
maciza con
un eje de
sección cuadrada, o sea la rueda rígida, y más tarde ya, la que gira alrededor de su eje, es decir, libre, que puede
ser más o
menos maciza, con radios transversales, y por último, con radios radiales.
Bien, pues entre siete o diez mil años atrás, media
humanidad descubrió los beneficios de la utilización de la rueda. En efecto, se
cree que en las llanuras centroasiáticas comenzó a utilizarse este medio
de transporte y desplazamiento rápido y eficaz, que enseguida se propagó por Eurasia y en menor medida por
África. ¿Qué había ocurrido con este
hecho? Pues que mientras en América, la rueda seguía siendo una posibilidad necesitante (y lo siguió siendo
durante más de cuatro mil años) en otra gran parte del mundo ya había pasado a
ser una necesidad
posibilitante. ¿Cual es la diferencia? Pues
que, en el
segundo caso, el idealismo
(la
necesidad eterna) de la figura geométrica circular, se ha descargado en una concreción física de la realidad real. La necesidad de rodadura de los objetos circulares, posibilita
el
descubrimiento de nuevas aplicaciones: ruedas
de carro, ruedas de bicicleta, ruedas de automóvil, ruedas de molino, etc.,
incluso los
engranajes de la industria, las manillas de las puertas, los volantes de los automóviles y los vehículos espaciales
automáticos que exploran el planeta Marte, se basan en el principio de funcionamiento de la rueda.
En este ejemplo, es fácil desglosar a posteriori los dos componentes (lo necesario y lo posible) de la realidad conocida,
pero en la
realidad cognoscible, las cosas son mucho más enrevesadas. Einstein se pregunta asombrado
por qué razón, Poincaré y otros investigadores rechazan la evidente equivalencia
que hay entre los
cuerpos de la
geometría y los sólidos prácticamente
rígidos de la
experiencia. ¡Con lo fácil que es atenerse, por ejemplo, a la geometría euclidiana!
Ahí estaban Descartes y Spinoza para quienes el mundo físico era res
extensa, y la física, pura geometría. Además, la geometría es una ciencia de la naturaleza y puede ser considerada
perfectamente la rama más antigua de la física... Ocurre
sencillamente, y el mismo Einstein se rinde ante esta evidencia superior, que
si se observa con exactitud, los sólidos realmente rígidos de la naturaleza no son
rígidos y
su comportamiento geométrico derivado, es decir, sus posibilidades de
localización en el espacio dependen de otros factores como pueden ser la temperatura, las fuerzas exteriores,
etc. Así,
la relación originaria entre geometría y realidad se desvanece en gran parte y Einstein hace suyo el punto de vista (de Poincaré) que es resumido de la siguiente manera: "La geometría Ⓖ no dice nada acerca de los comportamientos de los objetos reales. Esto lo realiza únicamente la geometría, en unión con el contenido Ⓕ de las leyes de la física; simbólicamente podemos decir que sólo la suma Ⓖ + Ⓕ no resiste el control de la experiencia. Por tanto se puede
escoger a Ⓖ arbitrariamente, así como a partes de Ⓕ; todas
estas leyes son convencionales. Para evitar contradicciones sólo es necesario escoger el resto de Ⓕ de tal manera que Ⓖ junto a la totalidad de Ⓕ corresponda a la realidad."
En honor a la verdad hay que decir que fue Leibniz quien puso la idea de fuerza en primer
plano y convirtió la física de estática
(rueda = circulo = calendario azteca) en dinámica (rodadura: acción o efecto de rodar). De la res extensa se pasó a la vis o fuerza (tracción o empuje) como idea del mundo.
Y es que las relaciones
geométrico-matemáticas propias de la necesidad eterna, se entreveran con los productos derivados de la compulsividad general y del determinismo físico-químico
que se encuentran dispersos en multitud de órdenes y sucediéndose en muy
diversas formas, (mezclas y combinaciones) por el espacio-tiempo, constituyendo un conglomerado evolutivo con un conjunto de posibilidades mixtas por desarrollar.
La suposición de que una necesidad eterna gobierna
automáticamente los hechos del mundo, bastando para ello que lo fortuito incida en un plexus de relaciones que "están ahí" también
ya, dadas geométrica o matemáticamente, tal vez provenga de la inversión interpretativa
de la idea errónea de "causa
cesante, cessat effectus", que como dice Mario Bunge, es un simple escolasticismo no puesto al día. Fuera o más allá de toda consideración que podamos hacer
sobre transformaciones, permutaciones o sustituciones de efectos, hay una impronta indeleble de la causa que los origina, ya que de algún
modo, está eminentemente representada en las consecuencias subsiguientes derivativas.
La compulsión primaria, que para nosotros no es otra
cosa que la Gran Explosión,
dio origen a la necesidad determinante y es una "causa
cesante" sólo a medias, pues en realidad está subsumida en todos los procesos cosmológicos y naturalmente dentro de la microfísica y del ámbito general de los principios genéticos que rigen la vida. Por eso no hay dificultad
en admitir la necesidad
determinante como una novedad muy relativa dentro de los límites que el universo permite. Posiblemente, se adicionó a las demás leyes (además de
haber sido originada según ellas) existentes en una fase temprana del desarrollo cósmico, formando pautas para la materia inanimada, los seres vivos y el devenir de ambos.
Es cierto que algún filósofo (Spinoza) consideró la compulsión como un aspecto más de la necesidad; de hecho, la identificaba con ella,
y que otro
(Russell) por el contrario, aseguró que el concepto de compulsión
es antropomórfico por dar una idea de "coacción" de las causas sobre los efectos, e incluso de los efectos sobre las causas al obligarlos a aquéllos a
encajar con
el resultado
que estimamos pertinente. Pero a pesar de
todo, el
término es útil si conseguimos liberarnos de la
impresión subjetiva de una supuesta
coactividad entre causa y efecto. El concepto de necesidad es de origen (y ahí difiere del de compulsión) geométrico-matemático,
y en el no se contemplan las posibilidades de
acción y
reacción del
mundo real, sino que se descubre un mundo estático de axiomas, teoremas y postulados en el que las premisas confirman
las
conclusiones tanto como viceversa, por lo que es puramente tautológico.
Quien mejor ironiza sobre estas cuestiones es Chesterton, que en
su lógica del País de las Hadas dice lo siguiente:
"Podríamos exponerlo de la siguiente manera. Hay determinadas secuencias o desarrollos (casos en que una cosa sigue a otra)
que, en el sentido auténtico de la palabra, son razonables;
que en el sentido
auténtico de la palabra son necesarios. Tal es el caso de las secuencias matemáticas o meramente lógicas. En el País de las
Hadas (que son las más razonables de todas las criaturas) admitiríamos esa razón y esa necesidad. Por ejemplo,
si las hermanas feas son
mayores que Cenicienta, es preciso (en un sentido riguroso y tremendo) que ésta sea más joven que sus hermanas feas. No hay
salida posible. Haeckel puede achacar a ese hecho todo el fatalismo que quiera:
realmente ha de ser así. Si Juanito es el hijo del molinero, el molinero es su padre. La fría razón lo decreta desde su poderoso trono, y en el País de las Hadas nos sometemos a sus dictados. Si los tres hermanos cabalgan sendos corceles, tendremos seis
animales y
dieciocho extremidades entre piernas y patas; esto es puro
racionalismo, y el País de las
Hadas abunda en él. Pero cuando levanté la cabeza por encima del seto
de los trasgos y comencé
a cobrar conciencia del mundo natural observé
algo extraordinario. Me di cuenta de que los
hombres ilustrados que usaban gafas hablaban de acontecimientos reales: el alba, la muerte y cosas por el estilo,
como si fuesen racionales e inevitables. Hablaban como si el hecho de que los árboles dieran frutos fuera igual de necesario que el que dos árboles y un árbol sumaran tres.
Pero no es cierto. Si se hace la prueba del País
de las Hadas, que es la de la imaginación, la diferencia es enorme. Uno
no puede imaginarse que dos y uno no sean tres. Pero
es de lo más sencillo suponer que los
árboles no den frutos; podemos imaginarnos que lo que crece en ellos son candelabros de
oro o tigres colgados por el rabo"...., y
continúa su jugoso relato....:"Creemos en los milagros corporales, pero no en las imposibilidades mentales".
Evidentemente,
en el País de las
Hadas en el que nos quiere sumergir Chesterton, dos olmos y un olmo suman necesariamente tres olmos, y eso es absolutamente
normal, pero de ahí no podemos pasar. Dar un
valor a la
imaginación, sí, pero magnificarla es válido sólo en el País de las Hadas. La experiencia nos enseña que el olmo no da manzanas, aunque para
Chesterton no hay cosa más fácil de imaginar. Ahora
bien, si el olmo no da manzanas por empírica y aparente imposibilidad,
tampoco el manzano da manzanas por necesidad estricta. Primero, el manzano da manzanas, por una clase particular de
causalidad eficiente y por unas determinadas compulsiones externas, y aquél no podría
sobrevivir si alguna de estas últimas deja de tener las características
adecuadas. Por ejemplo, el manzano se extinguirá
indefectiblemente por falta de agua, si le corroe una plaga, si le destroza un rayo, si se quema en un incendio o simplemente, es talado. Y
segundo, los
principios, condiciones, impulsos, etc. de la propia naturaleza de ese ser vivo que componen una adición de
determinantes intrínsecos (tales como las tensiones internas) podrían contarse, entre las causas o compulsiones internas,
si no fuera porque convencionalmente y siguiendo la nomenclatura tradicional suelen describirse como no
causales. Esta actitud es correcta, dado que
la contravención
de tal costumbre permitiría sugerir que puede realizarse una extrapolación de la causalidad hasta
extenderla
a todo el espacio
útil de los tipos
de determinación. No obstante, la variabilidad en las relaciones de dichos
determinantes intrínsecos es tan considerable en sus manifestaciones que
el manzano puede dar, por ejemplo, muchas manzanas y pocas hojas, muchas hojas y pocas manzanas, muchas
manzanas pequeñas y pocas grandes, muchas manzanas ácidas y pocas dulces, muchas
manzanas de piel suave y pocas manzanas de piel áspera, etc. La extensión del término
geométrico-matemático necesidad a todos los componentes del mundo material es un simple intento de concreción de un ideal, un intento de volver a la situación psicológica anterior, caracterizada por la presencia de una abstracción
mentalmente construida con presupuestos exclusivamente racionalistas,
que son inaplicables a
lo que
constituyen las manifestaciones pragmáticas del mundo racional
empirista (realista).
Es muy duro para el filósofo (y no digamos para el hombre de la calle) admitir que es un ser compulsivo. Lógico, nadie quiere ser o parecer un autómata. Pero además de que la parte compulsiva de nuestra
corporeidad no tiene por qué invadir ningún área de nuestra capacidad volitiva,
habría que explicar cómo la moderna sociedad de consumo, es capaz de
descubrir nuevas necesidades, si éstas son verdades
eternas e inamovibles. La precaución con la que esta palabra debe tomarse,
es algo que ya Nietzsche sospechaba: "La necesidad que se siente de algo se tiene como la causa para que se origine.
En verdad, muchas veces no es más que el efecto de lo originado".
Todavía
alguien podría hacer la siguiente reflexión:
si en el mundo que llamamos real, no podemos considerar la necesidad más que
como un
elemento desprendido del estudio de las relaciones geométrico-matemáticas y disponemos de uno más apropiado al caso, cual es el de la perentoriedad (más
en un sentido
determinante, que de urgencia) de los fenómenos, ¿por qué traemos a colación el término compulsividad? La
respuesta debe contemplar dos matizaciones. En
primer lugar, la perentoriedad, además de tener un carácter más subjetivo todavía,
nos es sugerida empíricamente por una observación particular de carácter fenomenalista, mientras que si admitimos la presencia de las compulsiones en cualquier ámbito cósmico damos cobertura
teórica a las contingencias que
puedan presentarse, aunque no se disponga de antecedentes empíricos. En segundo lugar, porque si no acudimos en ayuda solícita del término perentoriedad
con otro
que describa el comportamiento
(mundo de los
hechos), inmediatamente se asociaría a la necesidad matemática recreando una y otra vez el dogma filosófico de la necesidad eterna (o necesidad absoluta de Leibniz), que
se hace extensivo a muchas otras ciencias con la expresión derivada de necesidad
condicional, que es un elemento imprescindible en la subjetiva idea de la presuposición de
fines.
Dar a la necesidad determinante su justo valor supone al mismo tiempo desdramatizar el concepto de lo necesario (en sentido amplio)
y contemplar la contingencia como algo que
está ahí, como una posibilidad no desdeñable de opción cósmica. Superar ambas
concepciones es, por ejemplo, la tarea que se ha impuesto Prigogine cuando en su descripción de las estructuras disipativas desestima la clásica diatriba entre
necesidad y contingencia.
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