martes, 10 de enero de 2012

23- Más precisiones sobre los planetas y su formación






23-MÁS PRECISIONES SOBRE LOS PLANETAS Y SU FORMACIÓN

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"...cómo la tierra, el sol y la luna, el éter
que es de todos, la vía láctea celeste y el Olimpo,
que es el más alto de los montes, y la cálida fuerza de las estrellas
fueron lanzados hacia el nacimiento."
                                                                                                 
Parménides (Elea, finales del siglo VI a.C.)


                   La apariencia de movimiento que poseen ciertos objetos astronómicos situados entre las llamadas estrellas fijas, desplazándose bien hacia adelante, bien hacia atrás, hizo que los antiguos griegos llamasen errantes a los planetas que entonces se conocían. Sin embargo, a dos de los astros errantes conocidos desde antaño ya no se les llama planetas (el Sol y la Luna) por lo inadecuado de esa denominación. Las órbitas de los planetas son elípticas y, salvo alguna excepción, de escasa excentricidad. Sus movimientos describiendo órbitas están regidos por las leyes de Kepler, y es así como su desplazamiento guarda la debida armonía en el seno del Sistema Solar.
                   En una forma de clasificación un poco burda, se les ha dividido en dos clases de cuerpos planetarios distintos. Se han llamado superiores a aquellos cuyas órbitas son envolventes de la órbita del planeta Tierra, y planetas inferiores a aquellos cuyos movimientos orbitales se desarrollan en el interior de la órbita terrestre. Son interiores, según esa clasificación, Mercurio y Venus. Se califican, como es lógico, de superiores a todos los demás, es decir, a Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Pero la cosa se puede complicar aún más, si se denominan terrestres o menores a aquellos cuyo volumen es inferior al de la propia Tierra, que también está incluida, porque es la que les da nombre. Estos son Mercurio, Venus, Marte y la Tierra (a los que habría que añadir Plutón, incluible por tamaño pero no por su distancia al Sol, ni por su clara diferenciación genética). Los planetas mayores, o gigantes, se caracterizan por tener un diámetro de cuatro a once veces superior al de la Tierra, y son los restantes.
                   Distribuidos entre todos los planetas, pero preferentemente entre Marte y Júpiter, hay una gran cantidad de cuerpos más pequeños, pues el diámetro de los mayores no llega a ochocientos kilómetros, y el de los menores se reduce a dos kilómetros. Se trata de los asteroides, con trayectorias orbitales parecidas a las de los planetas aunque algo más excéntricas y apartándose bastante del plano de la órbita terrestre. Además, los planetas aparecen en el firmamento dentro de los signos convencionales del Zodíaco, y los asteroides se observan sobre todo en constelaciones muy distantes de la franja zodiacal.
                   La distancia media de un planeta al Sol es aproximadamente la mitad del eje mayor de su órbita elíptica. Entre los ciclos más importantes perceptibles en sus movimientos orbitales podemos destacar dos. El ciclo sidéreo, que corresponde al tiempo que emplea el planeta en completar una revolución entre dos alineaciones con una estrella determinada y el Sol. El ciclo sinódico, en cambio, se refiere a la misma alineación, pero con el Sol y la Tierra.
                   Es interesante mencionar la teoría química de formación de los planetas del estadounidense Harold Clayton Urey. De acuerdo con el análisis de este científico, los planetas se formaron a temperaturas no muy altas (no difiere mucho de Brown, que estableció el umbral de deposición más temprano en los 1.500º K) por la acumulación de materiales. Las turbulencias que se desarrollaron en el seno de la masa indiferenciada primitiva provocaron la generación de pequeños planetesimales que giraban alrededor del Sol en órbitas distintas, distribuyéndose por tamaños y masas. Según cálculos de George W. Wetherill para el caso de la Tierra, transcurrieron unos cien millones de años entre la formación de un objeto con un diámetro de unos diez kilómetros y otro del tamaño de nuestro planeta. La evolución posterior de la Tierra ha venido condicionada por las consecuencias térmicas derivadas del proceso de acreción. El planeta, o bien sufrió la embestida de grandes cuerpos que provocaron la elevación de temperaturas en su interior al fundir el polvo cósmico que había allí, o hubo una condensación masiva en la que se desarrolló una gran onda de marea, que produjo análogos resultados. De este modo, se situó a una profundidad de doscientos a cuatrocientos kilómetros un océano magmático que estuvo activo durante muchos millones de años y dio lugar a erupciones volcánicas. Los planetesimales algunos de ellos enormes, siguieron bombardeando la joven Tierra y sumándose a la acción energética del vulcanismo y los ríos de lava procedentes del interior. Quizás algunos de los planetesimales tuvieran el tamaño de la Luna o de otro planeta parecido a la Tierra.
                   Aunque Urey habla de los planetesimales entendiendo por tales cosas los agregados elementales de materia, que por condensación posterior dieron lugar a la génesis de planetas, no debemos confundir ese concepto desprovisto de connotaciones genéticas, con la teoría de los también llamados planetesimales propuesta por Thomas Chrowder Chamberlin y Forest Ray Multon en 1905 (ya mencionada por nosotros) en la que explicaban el origen de los planetas como el resultado de una cuasicolisión entre el Sol y otra estrella. A resultas de ese encuentro la materia gaseosa de ambas estrellas debió desgajarse y desperdigarse por el espacio, recondensándose posteriormente en pequeños planetesimales, y éstos a su vez en planetas. Esta teoría semicatastrofista fue impugnada por Russell al demostrar que el acercamiento o cuasichoque entre las dos estrellas habría provocado unas posiciones de los planetas formados, a miles de veces más lejos que el Sol de lo que están en realidad.
                   Urey, en cambio, hace hincapié en la influencia perturbadora del Sol sobre los planetesimales ya formados. Sólo los suficientemente densos pudieron consolidarse de una manera efectiva, mientras que el resto quedó formando parte del material planetario, es decir, incluido en la fracción del material que no se incorporó a los actuales planetas. En realidad fue el condicionamiento impuesto por los elementos existentes en la nebulosa solar, el que determinó esa consolidación en forma de partículas sólidas a determinadas distancias; éstos fueron precisamente los silicatos y los metales, que componen fundamentalmente los planetas interiores. Las turbulencias y los remolinos que tuvieron lugar con posterioridad a la formación de los planetesimales lograron reunirlos en cuerpos materiales de mayor tamaño, o sea, en lo que conocemos por el nombre de "planetas". La acumulación se produjo al azar, como resultado de colisiones entre planetesimales de distintos tamaños. Los más pequeños se adhirieron o fundieron con los más grandes en el transcurso de los choques. Poco a poco los más grandes, dadas sus masas crecientes y por efecto gravitatorio, incorporaron a las partículas más pequeñas que giraban alrededor del Sol.
                   Una vez que los tamaños de los planetas alcanzaron aquellos que les eran propios, hubo un progresivo calentamiento de las entrañas en los denominados interiores. El resultado fue que los compuestos de hierro y níquel fluyeron (según las investigaciones de Tammann y Goldschmidt) hacia su interior, iniciándose así una primera distribución "zonal" de elementos. Es decir, de forma parecida a como se realiza la deposición en los altos hornos. Es una convergencia de procedimientos, que como ya dijimos, se puede verificar también por sus manifestaciones en las fases meteoríticas.
                   Algunos autores cuestionan el criterio general de la existencia de una fase silicatada que, a modo de escoria, habría flotado en la masa de ferroníquel, con posible segregación de sulfuros y óxidos. Así, para la formación del manto externo que está compuesto por abundantes capas silicatadas no tienen ningún inconveniente en admitir ese tipo de procesos, pero creen que la viscosidad del medio impidió que las corrientes convectivas llegasen al interior de los planetas, por lo que muy bien podrían estar constituidos sus núcleos de materia solar sin diferenciar. Por supuesto, estos autores no dan tanta importancia a los datos que aportan los enviados del espacio exterior, ya que consideran que la composición de los meteoritos metálicos no se puede extrapolar totalmente a la composición de los núcleos planetarios, por falta de evidencia experimental.
                   Un hecho cierto es que en 1953 Claire C. Patterson, mediante la geocronología isotópica del uranio-plomo, estableció una edad de cuatro mil quinientos cincuenta millones de años para la Tierra, siendo la misma para muchos de los meteoritos que contribuyeron a su formación. Quizá después, nuestro planeta siguió creciendo por bombardeo de planetesimales hasta después de transcurridos ciento veinte o ciento cincuenta millones de años más, período en el que empezó a constituirse la atmósfera y a consolidarse el núcleo.
                   El resto de los planetas interiores debió formarse, según se cree, de la misma manera que la Tierra. Probablemente primero se constituyeron los núcleos o fragmentos de roca de pequeñas dimensiones que chocaron entre sí destruyéndose y formando un cuerpo de mayor tamaño, justo en un punto del plano de simetría del sistema llamado eclíptica. A continuación sucedió lo inevitable, cuanto más grandes fueron los cuerpos formados, mayor y más rápidamente fue su crecimiento.   
                   Durante mucho tiempo hemos estado impedidos para conocer esas relaciones, por el hecho de que en la Tierra, que es el cuerpo que más a mano tenemos para su estudio, no hay indicios reveladores de los fenómenos sucedidos en los primeros cientos de millones de años del Sistema Solar. Es difícil localizar en nuestro planeta rocas que tengan más de dos mil ochocientos millones de años de antigüedad. Sólo en los lugares muy concretos, como en el oeste de Groenlandia (distrito de Isua), se han encontrado algunas más antiguas, ya que tienen casi tres mil ochocientos millones de años. Sin embargo, los datos radiogénicos proporcionados por las rocas lunares nos han ilustrado bastante en ese sentido. En las zonas oscuras del satélite son abundantes las rocas que tienen entre tres mil trescientos y tres mil ochocientos millones de años y en las zonas claras la edad se eleva todavía más, hasta los tres mil novecientos y cuatro mil millones de años. Los datos radiogénicos dan una idea muy precisa del tiempo que ha transcurrido desde el último depósito sólido de materiales hasta la actualidad. Si después de la primera condensación de las rocas, éstas se hubieran vuelto a fundir, el proceso de emisión radiactiva habría partido de nuevo de cero. Consiguientemente, todos esos datos quieren decir que las rocas más antiguas indican el momento de la última solidificación material. La Tierra no presenta ninguna prueba de sus primeros ochocientos millones de años por lo que suponemos que, entonces, solamente se trataba de una bola ígnea o semiincandescente. En cambio, la Luna, ya doscientos o trescientos millones de años tras su formación ya estuvo relativamente blanda, antes de solidificarse. Dado que la hipótesis sobre el origen de la Luna que más partidarios tiene en la actualidad, considera que ésta es contemporánea (causada por el desprendimiento de parte de la masa superficial de la Tierra, cuando aún no estaba lo bastante solidificada) o poco posterior a la formación de nuestro planeta, es lógico que a ambos cuerpos se les adjudique la misma edad. Por lo que sabemos, la última expedición lunar realizada en 1972 consiguió traer rocas selenitas cuya antigüedad resultó ser de unos cuatro mil seiscientos millones de años. Si a eso añadimos, que posteriormente se encontraron cristales de circón (con una antigüedad de cuatro mil doscientos setenta millones de años) incluidos en materiales sedimentarios terrestres mucho más modernos, vemos que las predicciones sobre la edad de la Tierra y su satélite van convergiendo hacia un pasado remoto común, que se confirma según todos los indicios.  
                   La composición de los isótopos de las rocas lunares más antiguas, nos permiten decir que estas rocas llegaron del exterior durante bombardeos intensos, que dieron forma a las zonas altas de la Luna, cubiertas de cráteres. El diluvio de rocas y meteoritos cesó de pronto hace unos tres mil novecientos millones de años. Por supuesto, la Tierra sufrió también esa clase de bombardeos pero apenas tiene cráteres divisables porque la corteza, además de solidificarse más tarde, cuando había menos impactos meteoríticos, ha sufrido muchas transformaciones posteriores. Es lógico suponer que todas los planetas terrestres experimentaron esas colisiones, pero es en la Tierra donde menos huellas hay por solidificarse más tarde que los demás.
                   En cuanto a los planetas exteriores, podemos decir que la masa y el radio de Júpiter y Saturno sólo se pueden explicar si se admite que ambos planetas están compuestos primordialmente de hidrógeno. La relación entre la masa y el radio es lo que determina la presión existente en el interior de un planeta. Si la presión no es excesiva, la materia se comporta con "normalidad" y el radio es aproximadamente proporcional a la raíz cúbica de la masa. Pero si la presión es muy alta los átomos se ven sometidos a tensiones muy fuertes y cambian las condiciones de su estado de cohesión. El escenario de formación de este tipo de planetas hay que trasladarlo a las regiones periféricas del Sistema Solar, en las que apenas habían iniciado su proceso de agregación. Esa región externa estaba todavía ocupada por una densa concentración de objetos cometarios que giraban en órbitas aproximadamente circulares. Los cuerpos condensados provenían en gran parte de los gases del disco planetario, se encontraban en estado de congelación y su tamaño podía alcanzar el de varios centenares de kilómetros. Eso no les impidió intercambiar cantidades significativas de polvo y moléculas más complejas con los jirones de nubes estelares que se desprendieron de la nebulosa solar. Ésta pudo presentar un movimiento oscilatorio con relación al primitivo gas que provocó una absorción de polvo errante y moléculas en las superficies de la multitud de cometas que pululaban entre las distancias orbitales de Urano y Neptuno. Es imaginable pensar que antes de completarse la fase final de agregación de los planetas más externos, dos objetos de tamaño mediano se situaron posiblemente en lo que ahora son las distancias orbitales de Saturno y Júpiter como resultado de desviaciones producidas meramente al azar y quedaron fijos permanentemente en las órbitas estables que conocemos. Posteriormente, absorbieron hidrógeno y helio en grandes cantidades procedentes de los gases expelidos por el disco planetario. A continuación se produjo una especie de amago de colapso gravitacional como de estrellas a "medio hacer" que permite explicar por qué la masa de esos dos planetas es tan grande. Se supone que Urano y Neptuno podrían ser el resultado de una condensación más tranquila. En su plano ecuatorial se segregaron discos gaseosos a partir de los cuales se condensaron las lunas.
                   La diferencia en las circunstancias de su generación, podrían explicar por qué los planetas interiores carecen de lunas, mientras que los grandes planetas tienen tantas. Parece que la Luna terrestre se formó debido a una situación muy particular e inusual, mientras que las lunas de Marte son simples asteroides. La relativa proximidad espacial de Júpiter y Marte y su potencial gravitatorio permitirían dar idea de la captura de esa clase de cuerpos espaciales. Las particularidades de Urano en relación con sus lunas se vieron influidas por la colisión de algún cuerpo que inclinó hasta noventa grados su eje de rotación. Después pudieron formarse sus satélites que se mueven alrededor del planeta en el sentido de su giro, con órbitas que fueron desplazadas hacia el plano ecuatorial por un efecto de marea al que pudieron sumarse otra clase de efectos electrodinámicos.
                   Todos los planetas y satélites del Sistema Solar se hallan en una fase evolutiva diferente, de la misma manera que las estrellas gigantes rojas y las enanas blancas representan diversas fases de la evolución estelar. Los planetas interiores de masa más bien pequeña, en general, han evolucionado mucho, produciendo superficies compactas y enrareciéndose de gases sus atmósferas y a veces incluso sus océanos. Al menos uno de ellos ha sido capaz de generar vida. En lo que respecta a los planetas jovianos, parecen fragmentos desgarrados de masas interestelares congelados en el tiempo. Su masa es demasiado reducida para convertirse en estrellas y demasiado grande como para poder solidificarse constituyendo rocas.
                   Como sabemos, uno de los factores evolutivos del universo más importantes es la masa. Según sea ella, todos los tipos de materia ya sean galaxias, estrellas, planetas o los principios de la vida se verán sujetos de manera decisiva a la evolución consiguiente que ha de imprimirles su carácter particular. Si únicamente son tres los materiales básicos que conforman la estructura del Sistema Solar, gas, hielo y roca, quiere decirse que la principal diferencia entre los planetas exteriores y los planetas terrestres estriba en que estos últimos que, por su menor masa, han perdido una gran parte de los gases volátiles, mientras que los planetas exteriores los retienen en gran parte. Sólo los elementos más frecuentes, silicio, magnesio, hierro, etc., forman las rocas. El carbono, el oxígeno y el nitrógeno son los elementos más importantes en la formación del hielo sucio (compuesto de agua, metano y amoníaco) mientras que el hidrógeno y los gases nobles son los únicos que no se condensan y forman las envolturas gaseosas de los planetas mayores.            
                                                   
















                                                                  

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