21-EL SISTEMA SOLAR
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"El astro
interior del hombre es igual al astro exterior en su condición, índole
y naturaleza, en su desarrollo y estado
y distinto únicamente en su forma y materia. Porque por naturaleza son un solo
ser en el éter y también en el Microcosmos, en el hombre... Como el sol brilla a
través de un cristal -por así decirlo sin cuerpo y sustancia-, así también
penetran las estrellas en el cuerpo...En el hombre están el Sol, la Luna y
todos los planetas, igual que las estrellas y el entero caos..."
Paracelso (1494-1541)
La elaboración de diversos
modelos más o menos coincidentes, de nuestro sistema planetario nos proporcionó
una visión del universo en el que la Tierra dejó de ser el centro, y nos permitió comprender que nuestro planeta gira sólo en torno a una de las incontables estrellas
similares que se arraciman en la galaxia. Por sorprendente que pueda parecer, hasta bien entrado el siglo XX nunca se había
atrevido nadie a afirmar, como lo hizo el astrónomo estadounidense Harlow Shapley, que nuestro sol no solo no era tampoco el "nuevo" centro, sino que ni siquiera era único o especial en cualquier
sentido que se considerase. Y es que cuantas más observaciones, mediciones y comprobaciones se
realizan más mediocre parece ser nuestra posición en el universo.
Pero
las cosas fueron muy distintas en el pasado. En la
primitiva teoría propuesta por Claudio Tolomeo (100-170) se
recopilaban tanto las mediciones de sus
predecesores griegos como babilonios, a la
par que realizaba algunas por su cuenta, a fin de elaborar un modelo de universo que pudiera explicar todo lo que había observado. Este
sabio, durante
el esplendor de la Alejandría del siglo II, concibió la idea de una Tierra esférica e inmóvil ocupando el centro del universo, mientras que una vasta esfera el primun mobile,
giraba alrededor de ese centro fijo, arrastrando consigo a todos los cuerpos celestes.
Esferas de cristal transparente giraban portando el Sol, la Luna y los planetas. Como también debía de explicar el movimiento respectivo de unos planetas con relación a los otros, y de todos ellos respecto de las estrellas, supuso
que cada esfera giraba a un ritmo diferente. La esfera exterior portaba las
estrellas y giraba a un ritmo de un poco más de una
vuelta diaria. Así daba cuenta de por qué las
estrellas cruzan el cielo cada noche y por qué se observan diferentes estrellas en el cielo en invierno y
en verano. La cosa se complicaba en el caso de los planetas,
pero lo resolvió imaginando que estos cuerpos
giraban alrededor de pequeños círculos, llamados epiciclos, que a su vez
rodaban sobre las esferas principales.
La vieja doctrina griega predominante del geocentrismo y la idea de que el movimiento de los cielos se hace en círculos
y esferas por ser
éstas figuras geométricas que denotan perfección e inmutabilidad, caló profundamente en el universo científico durante milenio y medio.
Solo cuando el sistema tolomeico
fue sometido a la prueba de las técnicas más depuradas de observación, éste empezó a cuartearse. Cuando Tolomeo calculó los tamaños y los ritmos rotacionales de las
esferas dentro de otras esferas, procuró que se ajustasen a las observaciones disponibles de su tiempo. Pero a
finales de la Edad Media, los astrónomos que calculasen con
las nuevas técnicas dónde debía estar un planeta, se encontraban con
que eran incapaces de localizarlo. Algunos, con más buena voluntad que otra cosa, trataron de hacer
pequeños ajustes en las esferas, pero la autoridad del antiguo saber
reforzado por las creencias religiosas vigentes era tan grande, que a
nadie se le ocurrió
ni por
asomo revisar por completo el sistema.
Explicar correctamente los movimientos de los planetas hacía necesario situar el Sol en el centro y pensar en la Tierra moviéndose en órbita a su alrededor.
En el siglo XVI el canónigo
polaco Nicolás Copérnico, que no era un astrónomo de observación y
al que, aparentemente, tampoco importaban los problemas que el sistema
de Tolomeo tenía para hacer coincidir la
teoría con las
observaciones, reconoció que desempolvando un viejo modelo
heliocéntrico (centrado en el Sol) del también astrónomo
griego, Aristarco de Samos ( 310 a.C.?-230 a. C) lograba reconstruir la armonía perdida de los intrincados modelos
geocéntricos (centrados en la Tierra) imaginados por los
griegos y los romanos y aceptados después generalizadamente. En el nuevo modelo
copernicano el centro
del universo lo pasó a ocupar el Sol, como no podría ser de otro modo, y se puntualiza que la Tierra es una esfera que gira en
torno a su eje una vez al día, al mismo tiempo que recorre una órbita circular en torno al Sol, lo mismo que los restantes planetas. La rotación de la Tierra sobre su eje explica las sucesiones del día y la noche y permite dar cuenta de la sensación de que el Sol se mueve entre las estrellas infiriendo el movimiento de nuestro planeta en su órbita alrededor del Sol a lo largo de un año. De análoga
manera, el movimiento
observado en los
distintos planetas se vio como originado por la combinación de su propio movimiento alrededor del Sol y con respecto a la Tierra.
Después de Copérnico, Kepler y Galileo con sus destacadas aportaciones de la idea de la órbita elíptica (el primero) y sus exploraciones telescópicas (el segundo), posibilitaron posteriormente la confirmación de la moderna visión del Sistema Solar.
A partir de entonces hubo que abandonar la reconfortante idea del universo medieval finito y
geocéntrico y
enfrentarse al hecho de que vivimos en otro que es, a todos los fines prácticos,
finito, ilimitado en extensión y sin centro definible.
El supuesto heliocéntrico
contradecía todas las teorías especulativas y las doctrinas religiosas
anteriores y pese al apoyo matemático de Kepler y Newton, no fue fácil que se impusiera por su evidencia.
La prueba de que
la Tierra
se mueve llegó relativamente tarde, pues hubo que esperar hasta principios del siglo XIX cuando el astrónomo y matemático alemán Friedrich Bessel fue capaz de realizar las primeras
observaciones de los paralajes estelares, que comportan un uso algo complicado de la geometría junto con medidas del movimiento aparente de
las
estrellas. El heliocentrismo
del Sistema
Solar ha sido verificado experimentalmente con los años, mediante pruebas que culminaron con las expediciones
científicas de muchísimas sondas espaciales automáticas, realizadas durante las últimas décadas del pasado siglo.
Pero a pesar de que reconocemos plenamente que aquellos
pensadores del Renacimiento tenían
razón, que la Tierra no es ya el centro del universo y que, en cambio, el Sol pasa a serlo del Sistema Solar, con ser todo ello muy importante, nada se
aclara sobre el
origen de éste último. La observación astronómica dispone de millares de
estrellas, pero
de un sólo
sistema solar accesible, al menos de momento. De esa pobreza de datos surgen las dificultades.
Podemos llegar a conocer dificultosamente el origen del Sistema Solar y a reconstruir los acontecimientos,
gracias a las
difusas huellas de las causas y los efectos cuyos resultados se encadenaron, interfirieron e interpenetraron hasta
manifestarse ante nosotros por la presencia de un Sol rodeado de planetas, que a su vez, están circundados
por satélites.
Hoy, y gracias al trabajo de muchos investigadores, nos vemos sumidos en una relativa confusión dada la vastedad del conjunto de modelos
propuestos. Cualquiera de ellos, que sea capaz de
dar cuenta del
origen y distribución
de los planetas,
los
satélites, los
cometas y
otras clases de objetos celestes debe también ajustarse adecuadamente a los hechos conocidos.
Precisamente su grado de flexibilidad hace que todos los modelos sean adaptables
fácilmente a las nuevas observaciones, lo que no facilita el poder de predicción. Lo
que si puede decirse con un grado elevado de seguridad, es que la arquitectura global del Sistema Solar es muy
perfecta y
elaborada, siendo las edades de sus miembros y su distribución espacial muy uniformes, circunstancias
ambas, que permitan descartar una formación casual del conjunto. Todos los indicios sugieren una formación unitaria en diversos aspectos y como resultado de un proceso antiguo y relativamente aislado.
Así, no parece una mera coincidencia, que casi todos los planetas se hallen en un mismo plano, que las órbitas de éstos
describan círculos casi perfectos (excepto Mercurio, por su cercanía al Sol, y Plutón, que parece
ser un
antiguo satélite que escapó al influjo de Neptuno). También parece haber una alta
sistematización entre las órbitas de los planetas y la rotación del Sol (momento angular del Sistema Solar) lo que sugiere una gran armonía entre los movimientos de sus componentes. Esa sensación de armonía
se acentúa si consideramos que la rotación axial de los planetas también es la misma que la del Sol, aunque haya dos excepciones notables en Venus, que
gira en dirección contraria, y en Urano cuyos polos, curiosamente, parecen situarse en el plano de la órbita del planeta. Así
mismo, es destacable que el Sistema Solar está muy
diferenciado en la distribución de sus masas materiales. A los planetas terrestres internos les caracteriza su
rotación lenta, atmósferas tenues, elevadas densidades y escasos satélites o carencia de ellos,
mientras que los externos o planetas jovianos son de rotación rápida, consistentes
atmósferas, bajas densidades y un gran cortejo de
satélites. En fin, nuestros conocimientos
han avanzado lentamente, debido a la enorme complejidad del tema, pues intervienen en él, en un momento u otro, todas las especialidades de la física y con frecuencia en
condiciones muy distintas a las que se pueden reproducir en el laboratorio.
La primera clase de teorías
está constituida por los modelos que adoptan como hipótesis de partida la generación conjunta del Sol y los planetas. Conocida como
hipótesis de la condensación, se
suele atribuir su origen a Kant, aunque en realidad se limitó a reproducir las propuestas de Descartes ya
realizadas en el siglo XVII. Quién
verdaderamente la desarrolló hasta las últimas consecuencias fue Laplace, que proporcionó a este
modelo una
base cuantitativa. La teoría de la "nebulosa
protosolar" tiene como fundamento el origen del Sistema Solar a partir
de una masa
de materiales en contracción. El momento angular de una masa en rotación que disminuye de tamaño, exige que deba
equilibrarse con un aumento en la velocidad de giro. Se supone que el fragmento se aplana
hasta convertirse en un primitivo Sistema Solar que por contracción continuada
originará desprendimientos de materia que irán disponiéndose en forma de
anillos concéntricos. Cerca del borde, la fuerza centrífuga puede exceder en ocasiones a la fuerza de la gravedad,
originándose un
anillo plano de materia más liviana que llegue a independizarse. En posteriores
contracciones del resto del sistema, nuevos anillos de materia pueden independizarse y así sucesivamente.
Progresando de esta manera, llegaría a quedar un astro central, que sería con el tiempo el origen de un protosol. Además, cada anillo debería condensarse
transcurridos largos intervalos de tiempo hasta convertirse en un planeta. La condensación de los elementos no volátiles
habría de realizarse en regiones relativamente frías, es decir, alejadas del centro de la nebulosa. De este
modo, varios planetas externos podrían desarrollarse mientras que en el interior del primitivo Sistema Solar
se sucederían los
procesos formativos de los otros planetas internos y el correspondiente sol que los alumbrase.
Actualmente la teoría cosmogónica de Laplace es insostenible en sus fundamentos,
pues deja sin explicar características esenciales de los astros y del sistema al que pertenecen; por ejemplo, la distinta inclinación del plano de las órbitas, el sentido de rotación de
algunos satélites, etc. Además, parece que los anillos tenderían más bien a dispersarse que a
concentrarse, debido a un exceso de calor y al déficit de masa
participante en cada uno de ellos.
La hipótesis de Laplace exige que si
realmente hubo una condensación, el Sol por su enorme
tamaño debería haberse quedado con la mayor parte del momento angular del Sistema Solar. Parece lógico pensar que si su masa excede
con mucho la de cualquier otro
objeto astronómico que se agrupa en torno a él, habría de tener la mayoría del momento. Cualquier
cuerpo en rotación que se contrae debe incrementar el ritmo de su rotación.
Es algo así como el clásico ejemplo de la bailarina que gira rápidamente en
torno a si misma cuando tiene los brazos extendidos, y que todavía lo hace más rápidamente si encoge sus brazos y los deja pegados a su cuerpo.
Pero el Sol gira sobre su eje una vez cada
treinta días, mucho más lentamente que la Tierra que lo hace cada venticuatro horas. En realidad es Júpiter, que aunque sea grande es sólo un planeta, el que inopinadamente,
posee más de la mitad del actual momento angular del Sistema Solar. Y no sólo eso, los cuatro planetas jovianos poseen en conjunto,
aproximadamente el noventa y ocho por cien del momento angular que actualmente exhibe el Sistema Solar. Los planetas terrestres tienen un momento angular
insignificante y el Sol un escaso dos por cien.
Definitivamente, estas y otras incompatibilidades entre la hipótesis y la contrastada realidad obligaron a los investigadores a desestimar el modelo de la condensación y a elaborar otros alternativos. Es significativo que todos los modelos matemáticos requieran que el Sol haya girado muy
deprisa en las primeras etapas del Sistema Solar. Por alguna razón debió frenarse el ritmo al que lo hacía, pero aún no
se ha llegado a ninguna explicación convincente sobre cómo ocurrió.
Existe cierto consenso en admitir que las fases formativas de un sistema planetario similar al nuestro requieren partir de
una nebulosa compuesta
de una porción de polvo
interestelar que mida, al menos, un año luz de diámetro. La nube engloba en su seno, además de los consabidos y abundantes átomos de
hidrógeno y helio, algunos
elementos pesados de gas y polvo, es decir, una acumulación de materia expelida por supernovas que explotaron en
el pasado. Las inestabilidades provocadas
por la gravedad hacen que la nube se contraiga hasta alcanzar
el tamaño de cien
unidades astronómicas, tras de los cuales fuertes remolinos protoplanetarios se forman de manera
espontánea. En este punto de la evolución del sistema las hipótesis divergen
ostensiblemente.
La hipótesis planetesimal de
Chamberlin y Moulton, por ejemplo,
supone que cerca de la masa solar pasó una estrella ejerciendo un fuerte poder de atracción, originando consiguientemente en él, una rotación que provocaría la formación de planetesimales
a los que además impartió el momento angular subsiguiente.
Los planetas serían así
productos condensados de fragmentos calientes expulsados de nuestro Sol
originario durante un acercamiento a otra estrella. Las extraordinarias mareas que sin duda acompañarían al conato de colisión de dos estrellas suponen una notable concordancia con la orientación común de las órbitas planetarias y la rotación solar, así como el alineamiento en el mismo plano de todos los planetas. Si bien este modelo es bastante antiguo (siglo VXIII)
modernamente ha tenido también sus adeptos cuando se observó que había fisuras
en la supuestamente
ordenada arquitectura de nuestro Sistema Solar.
Una variante de la teoría anterior se debe a
James H. Jeans y Harold Jeffreys y explica el movimiento angular de un modo parecido. Es de principios del siglo pasado, aunque posteriormente la defendió Woolfson.
En ella se establece que en épocas muy remotas, es decir, hace
muchos miles de millones de años se produjo una colisión de estrellas. Un astro de grandes dimensiones pasó
muy cerca del Sol, que entonces tenía un volumen y una masa muy superiores a las actuales. Por efectos de
la atracción, el
astro viajero que se había acercado por azar indujo en la superficie solar una
gran onda o
efecto de marea, que provocó desprendimientos de la masa solar, dado el elevado grado de
fluidez de dicha superficie. Después de seguir en su trayectoria de decenas de
millones de kilómetros al astro perturbador, los materiales arrancados se fraccionaron y esparcieron en
fragmentos proporcionales al volumen del desprendimiento que se había provocado. El material difundido por el
espacio comenzó a orbitar en torno al Sol y a continuación se originaron los diversos planetas. Este modelo deja claramente establecido
que la nebulosa se compone de materia
estelar pero no supone relacionados genéticamente al
Sol y al
cortejo de planetas acompañantes.
La aceptación actual, tanto de esta teoría
como de la anterior, está bastante
disminuida, ya que no proporcionan una
explicación convincente de la formación y rotación de los
satélites ni de la
composición de las atmósferas planetarias.
Tampoco serían capaces de dar a los planetas
suficiente momento angular, y además, quizás lo más importante es la
elevada improbabilidad de que dos estrellas colisionen o
lleguen a acercarse.
Ciertamente, la idea del origen planetario debido a aproximaciones o colisiones de cualquier clase
comporta bastantes dificultades. No sólo el momento angular que poseen los
distintos objetos que integran el Sistema Solar, es
un inconveniente casi
insuperable para la comprensión de lo que aconteció en el pasado, sino que también cuesta entender cómo podría haberse
contraído un material caliente
expulsado del Sol, puesto que los gases calientes suelen
dispersarse. La
condensación gravitatoria de materia interestelar, es bien conocida y se comporta de manera
muy previsible. Es relativamente fácil describir como se forman las estrellas porque,
no en vano, se parte de una ingente cantidad de materia inicial distribuida en una nube interestelar
normal. Pero esa asimilación de la imagen
formativa de las estrellas, a la condensación de un anillo caliente protoplanetario no
funciona de manera adecuada porque no hay masa crítica suficiente sobre la que
la gravedad pueda actuar, formando un globo del tamaño de un planeta. Estas
objeciones sirven tanto para la teoría de la condensación como para las colisiones o aproximaciones de astros.
Tratando
de superar esos problemas teóricos, a partir de una
indicación de Russell, Lyttelton en los años cuarenta del pasado siglo, propuso la idea de que el Sol primitivo, en el momento de su
nacimiento, formaba parte de un sistema binario, es decir, que tenía un
acompañante con el que se asociaba en una estrella doble. La
estrella gemela (o seguramente un poco menor en tamaño que el Sol) pudo recibir un impacto de una tercera estrella o simplemente se
desintegró por razones diversas y desconocidas. El choque desgajó material suficiente para la formación de
planetas y
el momento
angular derivado se explicaría como procedente del originario movimiento orbital de la estrella
desaparecida, en torno al centro de la gravedad del par. Se hace
necesario resaltar que la materia de la nebulosa era típicamente estelar pero transformada
profundamente por las reacciones nucleares habidas en la estrella antes de
su fragmentación, y también que existía una relación cogenética, puesto que las dos estrellas eran
de la
misma edad.
Por su parte, Hoyle en 1944 y Weizsäcker en 1945 supusieron que el origen del Sistema Solar se basó en la explosión de una estrella que tuvo
lugar en las cercanías del Sol. Con toda la energía que es capaz de difundir una supernova, arrojó
asimétricamente sobre aquél, materiales que se dispersaron por el espacio en parte, mientras que una porción
considerable restante tomaba la forma de un arrollamiento filiforme, que posteriormente fue retenida por la
atracción solar dando origen más tardíamente a los planetas.
Carl von Weizsäcker individualizó algo más tarde su propuesta
divulgando una versión nueva de la nebulosa primitiva, de forma
tal que partió del supuesto de que el Sol era el centro de una gran nube. La masa nubosa adquirió un aspecto
lenticular debido a la rotación que experimentaba en torno a aquél. Al mismo tiempo se formaban
vórtices responsables del origen de los planetas, de la distribución de los elementos
pesados y ligeros y del momento angular.
Los cuerpos
planetarios se formaron sólo con el uno por cien de la masa primitiva, mientras que la parte más
ligera de esa material se disipó por el espacio y la parte más cercana al Sol terminó por precipitarse sobre él. La materia que rotaba
en torno al Sol,
siguiendo órbitas circulares o elípticas se organizó en células cuyos componentes giraban alrededor de sus respectivos
centros gravitatorios dispuestos de forma anular y dando vueltas alrededor del astro
central. Calculó que, aproximadamente, los planetas se formaron por condensación de materiales en el plazo de unos cien millones de
años.
Con el propósito de explicar las diferencias de
composiciones y densidades en los dos grupos de planetas y la distribución asimétrica del momento angular en el Sistema Solar, Weizsäcker partió de una situación químicamente
homogénea desde el principio hasta el final del proceso. Es decir, estimó que tanto la nube original de gas y polvo a partir de la cual se formaron el Sol y los planetas, como la
nube oblonga más evolucionada de gas y polvo a partir de la cual se formaron únicamente los planetas, tenían las
mismas abundancias de hidrógeno y helio que el mismo protosol. Para
dar cuenta de la diferencia entre las composiciones químicas actuales de los planetas terrestres y los jovianos y también del disco actual con relación al disco inicial,
deberían considerarse tres aspectos importantes que, sin duda, influyeron en los procesos de
segregaciones y agregaciones químicas subsiguientes. Estos son: las diferencias de temperatura entre el disco interno y el externo, las diferencias entre las masas y las afinidades químicas de
los átomos de hidrógeno y helio, y las de las masas y afinidades químicas de los átomos más pesados como carbono,
magnesio y
silicio. A eso habría que añadir la acción
decisiva del
viento solar y
el campo
magnético del
Sol. Todos esos factores combinados produjeron migraciones de los átomos y moléculas ligeros que
componían el material
gaseoso de la parte interior del disco. Éstos
adquirieron velocidades mucho más altas que los mismos átomos en la parte exterior del disco. La mayoría de ellos escaparon de la parte interior ayudados por el flujo de las partículas solares y la presión de
radiación. Los elementos
más pesados, que no sufrieron esos avatares por la importancia de su masa se juntaron en granos de polvo que
por su tamaño aún mayor, dificultaba todavía más su desplazamiento. De esta
forma, las
zonas internas del disco nebuloso se fueron cargando progresivamente de elementos pesados
que al absorber
eficazmente la radiación solar, propiciaban el vaciamiento o escape de la mayor parte de los átomos de hidrógeno y helio. Eso permitiría explicar por que actualmente, esos
elementos constituyen el noventa y nueve por cien de la materia de los planetas terrestres.
En cuanto a la insólita distribución actual del momento angular del Sistema Solar debe destacarse que debido a la viscosidad del disco gaseoso, éste y su protosol asociado
tendían a girar casi como un cuerpo rígido. La enorme fricción entre las partes gaseosas casi indiferenciadas del protosol y el disco, propiciaba el mantenimiento acompasado del giro de ambos. Como el disco seguramente fue puesto en rotación a muy altas
velocidades, que Weizsäcker estimó en algunos miles de kilómetros por segundo,
a expensas del protosol, no es de
extrañar que se transfiriese la mayor parte del momento angular al sistema tal como lo posee ahora. Lo que ahora observamos es consecuencia de la dinámica emprendida por el sistema inicial. A medida que la velocidad del protosol en contracción aumentaba, el momento angular era constantemente transferido al disco planetario gracias a la viscosidad gaseosa que los mantenía ligados. Esa
herencia se mantuvo distribuida por todos los componentes del Sistema Solar hasta la actualidad sin modificaciones apreciables.
Las ideas de Alfvén y Arrhenius no son muy distintas
a las señaladas en último lugar. Para ambos investigadores el
Sol primitivo estaba completamente formado e individualizado. Un formidable campo
magnético y
su campo gravitatorio actuaron simultáneamente, atrayendo sobre sí la materia
interestelar circundante. La diferencia más
acusada en este modelo con relación a otros, estriba en que no hay una nebulosa masiva
presente, sino una lenta y gradual adicción de material interestelar. De una especie de inflamada gran
corona solar, por condensación y diferenciación progresiva de los átomos no volátiles,
surgieron los cuerpos planetarios en una forma de secuenciación más o menos parecida a la ya descrita.
Whipple sostiene la hipótesis de la existencia de una nube
gaseosa y polvo cósmico que, al contraerse y condensarse en una
nucleación, dio origen al Sol con su pequeño momento angular
característico. Al mismo tiempo tuvieron lugar corrientes turbulentas del material contiguo poco
denso, que al concentrarse en
varias nucleaciones dispersas, originaron los planetas. Belot, en su
teoría cosmogónica, parte de una nebulosa sin configuración definida o claramente amorfa que
recibe el impacto de una prolongación turbillonaria. Al atravesar la nebulosa, se
desarrollaron fuertes corrientes que terminaron por deshacerse en ondulaciones
cada vez más pequeñas que dieron origen sucesivo a los planetas del Sistema
Solar, cuyos ejes tienen una inclinación respecto de la
eclíptica en concordancia con la disposición de la materia condensada y previamente desprendida
del torbellino.
El hecho de que existan tales diferencias entre las teorías que se emiten pone
bien de manifiesto que no se dispone aún de una explicación satisfactoria sobre el origen del Sol y su cortejo de planetas. Es fácil imaginar un esquema global que tome como base los modernos sistemas de
detección de nebulosas. Por lo común se parte de una nube de polvo mezclada con la normal distribución de átomos de hidrógeno y helio y algún elemento
pesado, es decir, con un enriquecimiento de materia proveniente de supernovas más
antiguas. Inestabilidades gravitatorias harán que la acumulación de
gases y
polvo se contraiga hasta alcanzar el tamaño de unas cien unidades astronómicas, tras de lo cual habrán de
producirse remolinos que den origen a los cuerpos de un sistema solar. El origen de esas inestabilidades podría tener muchos
motivos y
eso es precisamente lo problemático. Un criterio extendido entre los astrónomos es que probablemente de una u otra forma
interviniera una supernova. Las anomalías detectadas en las distribuciones de elementos en meteoritos capturados sugieren que la formación de nuestro Sistema Solar pudo ser provocada
por la explosión
de una
supernova relativamente cercana hace unos cinco mil millones de años. La onda de choque de la explosión viajó a través de la nube interestelar
provocando la agrupación de materia en densos amontonamientos. Ha de tenerse en cuenta, que las ondas de choque pueden
causar la
compresión inicial de una nube interestelar casi por todos lados, tras de lo cual las correspondientes
inestabilidades gravitatorias provocan casi con seguridad la fragmentación en grandes pedazos que posteriormente
darán origen gradual a estrellas y planetas.
Una vez pasada la onda de choque, los astrónomos suponen que
aparece una relativa calma.
Aunque turbulentos remolinos de gas subsistan todavía en determinados puntos del primitivo sistema solar en
rotación, la mayor parte de éste
ya se habría condensado en un disco aplanado. Si alguno de esos activos remolinos que deben
su existencia a fluctuaciones internas en la densidad del gas, se llevasen consigo una fracción significativa de materia en su órbita alrededor del sol emergente, la acción de la gravedad por si sola
permitiría asegurar la formación de un planeta. Una acción lo suficientemente enérgica sobre el disco aplanado en toda su extensión, facilitaría mucho la comprensión de como se
generaron los demás planetas, en el caso concreto de nuestro
Sistema Solar. De manera análoga, con remolinos más pequeños, debería
justificarse la producción de lunas o satélites naturales
capaces de condensarse en la vecindad de los planetas que dependen.
El mayor inconveniente que tiene la hipótesis de las nebulosas es el (ya) crónico argumento del pequeño y anómalo momento angular del Sol, lo que es contradictorio con
todos los modelos matemáticos
que exigen que nuestra estrella girase a gran velocidad en los primeros tiempos del Sistema Solar. De alguna
forma, el momento del Sol tuvo que perderse en el transcurso del período evolutivo, pero no se ha llegado a conseguir unanimidad
sobre cómo sucedió.
Actualmente se admite para el Sol y todos los objetos que orbitan en torno a él un nacimiento casi simultáneo, pudiéndose determinar con bastante seguridad la edad del conjunto planetario. Los geoquímicos han hecho su
labor al respecto.
Midiendo la abundancia y escasez relativas de determinados átomos inestables de
larga vida, como el torio-232, el rubidio-97 y el uranio-238 en las rocas de orígenes lunar, meteórico y terrestre respectivamente
y tomando
como referencia su vida media, se comprueba fehacientemente que han
transcurrido alrededor de cuatro mil setecientos millones de años desde la consolidación del grupo planetario hasta
nuestros días. El margen de error es bastante pequeño, oscilando en torno a los cien millones de años.
Es mucho más difícil precisar la edad del Sol, pues las
estimaciones son indirectas y comparativas.
Si relacionamos la medida de la edad de la Tierra con las medidas de las difusiones de dos clases de átomos de período más corto, como el yodo-129 de vida media 16.10⁶(dieciséis por diez elevado a
seis) años y el plutonio-244 de vida media 8.10⁷(ocho por diez elevado a siete) años, vemos que hace mucho tiempo
que estas dos clases de átomos desaparecieron de los planetas, aunque estaban todavía presentes en el momento en que se solidificaron las rocas. Esto lo sabemos
porque los restos radiactivos de
su pasado (la radiactividad fósil) dejados
tras de sí, aún se pueden identificar en algunas particulares distribuciones de
ciertas clases de isótopos del elemento xenón.
El que existiera yodo-129 y plutonio-244 en el momento de la solidificación de las rocas indica que el lapso transcurrido desde que la materia protosolar quedó aislada individualmente y el
momento en que se formó la corte de planetas no debió
ser muy grande. Probablemente
el valor no
excediera mucho de los cien millones de años. Hubo una secuencia de
acontecimientos que se desarrollaron en el seno de la nebulosa protosolar, que enumerados en un orden cronológico
podrían ser: condensación por contracción paulatina, desprendimiento por
ruptura de la
masa primigenia de muchas nebulosas protosolares, reagrupamientos y nuevas condensaciones
individuales, acreciones y solidificación de los elementos menos volátiles. Lo que si parece bien conocido, pues así lo indican todos los estudios llevados a
cabo, es que el suceso
desencadenante de las condensaciones de masas nebulosas en forma de estrellas
sólo se produce en regiones muy determinadas de la galaxia; concretamente en el interior de las regiones situadas en sus brazos. Después de su génesis, las estrellas continúan
la
circunnavegación galáctica, que es la misma que seguían las nubes precursoras de su generación. Los análisis efectuados de
distribuciones de los átomos de plutonio-244 y
del yodo-129
son bastante ilustrativos al respecto y es bajo esa perspectiva como podemos asegurar con
bastante certeza que hay esa diferencia de edad mencionada de cien millones de
años.
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