martes, 10 de enero de 2012

21- El sistema solar





                                  21-EL SISTEMA SOLAR

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      "El astro interior del hombre es igual al astro exterior en su condición, índole y naturaleza, en  su desarrollo y estado y distinto únicamente en su forma y materia. Porque por naturaleza son un solo ser en el éter y también en el Microcosmos, en el hombre... Como el sol brilla a través de un cristal -por así decirlo sin cuerpo y sustancia-, así también penetran las estrellas en el cuerpo...En el hombre están el Sol, la Luna y todos los planetas, igual que las estrellas y el entero caos..."

Paracelso (1494-1541)


                         La elaboración de diversos modelos más o menos coincidentes, de nuestro sistema planetario nos proporcionó una visión del universo en el que la Tierra dejó de ser el centro, y nos permitió comprender que nuestro planeta gira sólo en torno a una de las incontables estrellas similares que se arraciman en la galaxia. Por sorprendente que pueda parecer, hasta bien entrado el siglo XX nunca se había atrevido nadie a afirmar, como lo hizo el astrónomo estadounidense Harlow Shapley, que nuestro sol no solo no era tampoco el "nuevo" centro, sino que ni siquiera era único o especial en cualquier sentido que se considerase. Y es que cuantas más observaciones, mediciones y comprobaciones se realizan más mediocre parece ser nuestra posición en el universo.
                   Pero las cosas fueron muy distintas en el pasado. En la primitiva teoría propuesta por Claudio Tolomeo (100-170) se recopilaban tanto las mediciones de sus predecesores griegos como babilonios, a la par que realizaba algunas por su cuenta, a fin de elaborar un modelo de universo que pudiera explicar todo lo que había observado. Este sabio, durante el esplendor de la Alejandría del siglo II, concibió la idea de una Tierra esférica e inmóvil ocupando el centro del universo, mientras que una vasta esfera el primun mobile, giraba alrededor de ese centro fijo, arrastrando consigo a todos los cuerpos celestes. Esferas de cristal transparente giraban portando el Sol, la Luna y los planetas. Como también debía de explicar el movimiento respectivo de unos planetas con relación a los otros, y de todos ellos respecto de las estrellas, supuso que cada esfera giraba a un ritmo diferente. La esfera exterior portaba las estrellas y giraba a un ritmo de un poco más de una vuelta diaria. Así daba cuenta de por qué las estrellas cruzan el cielo cada noche y por qué se observan diferentes estrellas en el cielo en invierno y en verano. La cosa se complicaba en el caso de los planetas, pero lo resolvió imaginando que estos cuerpos giraban alrededor de pequeños círculos, llamados epiciclos, que a su vez rodaban sobre las esferas principales. 
                   La vieja doctrina griega predominante del geocentrismo y la idea de que el movimiento de los cielos se hace en círculos y esferas por ser éstas figuras geométricas que denotan perfección e inmutabilidad, caló profundamente en el universo científico durante milenio y medio. Solo cuando el  sistema tolomeico fue sometido a la prueba de las técnicas más depuradas de observación, éste empezó a cuartearse. Cuando Tolomeo calculó los tamaños y los ritmos rotacionales de las esferas dentro de otras esferas, procuró que se ajustasen a las observaciones disponibles de su tiempo. Pero a finales de la Edad Media, los astrónomos que calculasen con las nuevas técnicas dónde debía estar un planeta, se encontraban con que eran incapaces de localizarlo. Algunos, con más buena voluntad que otra cosa, trataron de hacer pequeños ajustes en las esferas, pero la autoridad del antiguo saber reforzado por las creencias religiosas vigentes era tan grande, que a nadie se le ocurrió ni por asomo revisar por completo el sistema.
                   Explicar correctamente los movimientos de los planetas hacía necesario situar el Sol en el centro y pensar en la Tierra moviéndose en órbita a su alrededor. En el siglo XVI el canónigo polaco Nicolás Copérnico, que no era un astrónomo de observación y al que, aparentemente, tampoco importaban los problemas que el sistema de Tolomeo tenía para hacer coincidir la teoría con las observaciones, reconoció que desempolvando un viejo modelo heliocéntrico (centrado en el Sol) del también astrónomo griego, Aristarco de Samos ( 310 a.C.?-230 a. C) lograba reconstruir la armonía perdida de los intrincados modelos geocéntricos (centrados en la Tierra) imaginados por los griegos y los romanos y aceptados después generalizadamente. En el nuevo modelo copernicano el centro del universo lo pasó a ocupar el Sol, como no podría ser de otro modo, y se puntualiza que la Tierra es una esfera que gira en torno a su eje una vez al día, al mismo tiempo que recorre una órbita circular en torno al Sol, lo mismo que los restantes planetas. La rotación de la Tierra sobre su eje explica las sucesiones del día y la noche y permite dar cuenta de la sensación de que el Sol se mueve entre las estrellas infiriendo el movimiento de nuestro planeta en su órbita alrededor del Sol a lo largo de un año. De análoga manera, el movimiento observado en los distintos planetas se vio como originado por la combinación de su propio movimiento alrededor del Sol y con respecto a la Tierra.
                   Después de Copérnico, Kepler y Galileo con sus destacadas aportaciones de la idea de la órbita elíptica (el primero) y sus exploraciones telescópicas (el segundo), posibilitaron posteriormente la confirmación de la moderna visión del Sistema Solar. A partir de entonces hubo que abandonar la reconfortante idea del universo medieval finito y geocéntrico y enfrentarse al hecho de que vivimos en otro que es, a todos los fines prácticos, finito, ilimitado en extensión y sin centro definible.
                   El supuesto heliocéntrico contradecía todas las teorías especulativas y las doctrinas religiosas anteriores y pese al apoyo matemático de Kepler y Newton, no fue fácil que se impusiera por su evidencia. La prueba de que la Tierra se mueve llegó relativamente tarde, pues hubo que esperar hasta principios del siglo XIX cuando el astrónomo y matemático alemán Friedrich Bessel fue capaz de realizar las primeras observaciones de los paralajes estelares, que comportan un uso algo complicado de la geometría junto con medidas del movimiento aparente de las estrellas. El heliocentrismo del Sistema Solar ha sido verificado experimentalmente con los años, mediante pruebas que culminaron con las expediciones científicas de muchísimas sondas espaciales automáticas, realizadas durante las últimas décadas del pasado siglo.
                   Pero a pesar de que reconocemos plenamente que aquellos pensadores del Renacimiento tenían razón, que la Tierra no es ya el centro del universo y que, en cambio, el Sol pasa a serlo del Sistema Solar, con ser todo ello muy importante, nada se aclara sobre el origen de éste último. La observación astronómica dispone de millares de estrellas, pero de un sólo sistema solar accesible, al menos de momento. De esa pobreza de datos surgen las dificultades. Podemos llegar a conocer dificultosamente el origen del Sistema Solar y a reconstruir los acontecimientos, gracias a las difusas huellas de las causas y los efectos cuyos resultados se encadenaron, interfirieron e interpenetraron hasta manifestarse ante nosotros por la presencia de un Sol rodeado de planetas, que a su vez, están circundados por satélites.
                   Hoy, y gracias al trabajo de muchos investigadores, nos vemos sumidos en una relativa confusión dada la vastedad del conjunto de modelos propuestos. Cualquiera de ellos, que sea capaz de dar cuenta del origen y distribución de los planetas, los satélites, los cometas y otras clases de objetos celestes debe también ajustarse adecuadamente a los hechos conocidos. Precisamente su grado de flexibilidad hace que todos los modelos sean adaptables fácilmente a las nuevas observaciones, lo que no facilita el poder de predicción. Lo que si puede decirse con un grado elevado de seguridad, es que la arquitectura global del Sistema Solar es muy perfecta y elaborada, siendo las edades de sus miembros y su distribución espacial muy uniformes, circunstancias ambas, que permitan descartar una formación casual del conjunto. Todos los indicios sugieren una formación unitaria en diversos aspectos y como resultado de un proceso antiguo y relativamente aislado. Así, no parece una mera coincidencia, que casi todos los planetas se hallen en un mismo plano, que las órbitas de éstos describan círculos casi perfectos (excepto Mercurio, por su cercanía al Sol, y Plutón, que parece ser un antiguo satélite que escapó al influjo de Neptuno). También parece haber una alta sistematización entre las órbitas de los planetas y la rotación del Sol (momento angular del Sistema Solar) lo que sugiere una gran armonía entre los movimientos de sus componentes. Esa sensación de armonía se acentúa si consideramos que la rotación axial de los planetas también es la misma que la del Sol, aunque haya dos excepciones notables en Venus, que gira en dirección contraria, y en Urano cuyos polos, curiosamente, parecen situarse en el plano de la órbita del planeta. Así mismo, es destacable que el Sistema Solar está muy diferenciado en la distribución de sus masas materiales. A los planetas terrestres internos les caracteriza su rotación lenta, atmósferas tenues, elevadas densidades y escasos satélites o carencia de ellos, mientras que los externos o planetas jovianos son de rotación rápida, consistentes atmósferas, bajas densidades y un gran cortejo de satélites. En fin, nuestros conocimientos han avanzado lentamente, debido a la enorme complejidad del tema, pues intervienen en él, en un momento u otro, todas las especialidades de la física y con frecuencia en condiciones muy distintas a las que se pueden reproducir en el laboratorio.
                   La primera clase de teorías está constituida por los modelos que adoptan como hipótesis de partida la generación conjunta del Sol y los planetas. Conocida como hipótesis de la condensación, se suele atribuir su origen a Kant, aunque en realidad se limitó a reproducir las propuestas de Descartes ya realizadas en el siglo XVII. Quién verdaderamente la desarrolló hasta las últimas consecuencias fue Laplace, que proporcionó a este modelo una base cuantitativa. La teoría de la "nebulosa protosolar" tiene como fundamento el origen del Sistema Solar a partir de una masa de materiales en contracción. El momento angular de una masa en rotación que disminuye de tamaño, exige que deba equilibrarse con un aumento en la velocidad de giro. Se supone que el fragmento se aplana hasta convertirse en un primitivo Sistema Solar que por contracción continuada originará desprendimientos de materia que irán disponiéndose en forma de anillos concéntricos. Cerca del borde, la fuerza centrífuga puede exceder en ocasiones a la fuerza de la gravedad, originándose un anillo plano de materia más liviana que llegue a independizarse. En posteriores contracciones del resto del sistema, nuevos anillos de materia pueden independizarse y así sucesivamente. Progresando de esta manera, llegaría a quedar un astro central, que sería con el tiempo el origen de un protosol. Además, cada anillo debería condensarse transcurridos largos intervalos de tiempo hasta convertirse en un planeta. La condensación de los elementos no volátiles habría de realizarse en regiones relativamente frías, es decir, alejadas del centro de la nebulosa. De este modo, varios planetas externos podrían desarrollarse mientras que en el interior del primitivo Sistema Solar se sucederían los procesos formativos de los otros planetas internos y el correspondiente sol que los alumbrase.
                   Actualmente la teoría cosmogónica de Laplace es insostenible en sus fundamentos, pues deja sin explicar características esenciales de los astros y del sistema al que pertenecen; por ejemplo, la distinta inclinación del plano de las órbitas, el sentido de rotación de algunos satélites, etc. Además, parece que los anillos tenderían más bien a dispersarse que a concentrarse, debido a un exceso de calor y al déficit de masa participante en cada uno de ellos.
                   La hipótesis de Laplace exige que si realmente hubo una condensación, el Sol por su enorme tamaño debería haberse quedado con la mayor parte del momento angular del Sistema Solar. Parece lógico pensar que si su masa excede con mucho la de cualquier otro objeto astronómico que se agrupa en torno a él, habría de tener la mayoría del momento. Cualquier cuerpo en rotación que se contrae debe incrementar el ritmo de su rotación. Es algo así como el clásico ejemplo de la bailarina que gira rápidamente en torno a si misma cuando tiene los brazos extendidos, y que todavía lo hace más rápidamente si encoge sus brazos y los deja pegados a su cuerpo. Pero el Sol gira sobre su eje una vez cada treinta días, mucho más lentamente que la Tierra que lo hace cada venticuatro horas. En realidad es Júpiter, que aunque sea grande es sólo un planeta, el que inopinadamente, posee más de la mitad del actual momento angular del Sistema Solar. Y no sólo eso, los cuatro planetas jovianos poseen en conjunto, aproximadamente el noventa y ocho por cien del momento angular que actualmente exhibe el Sistema Solar. Los planetas terrestres tienen un momento angular insignificante y el Sol un escaso dos por cien.
                   Definitivamente, estas y otras incompatibilidades entre la hipótesis y la contrastada realidad obligaron a los investigadores a desestimar el modelo de la condensación y a elaborar otros alternativos. Es significativo que todos los modelos matemáticos requieran que el Sol haya girado muy deprisa en las primeras etapas del Sistema Solar. Por alguna razón debió frenarse el ritmo al que lo hacía, pero aún no se ha llegado a ninguna explicación convincente sobre cómo ocurrió.
                   Existe cierto consenso en admitir que las fases formativas de un sistema planetario similar al nuestro requieren partir de una nebulosa compuesta de una porción de polvo interestelar que mida, al menos, un año luz de diámetro. La nube engloba en su seno, además de los consabidos y abundantes átomos de hidrógeno y helio, algunos elementos pesados de gas y polvo, es decir, una acumulación de materia expelida por supernovas que explotaron en el pasado. Las inestabilidades provocadas por la gravedad hacen que la nube se contraiga hasta alcanzar el tamaño de cien unidades astronómicas, tras de los cuales fuertes remolinos protoplanetarios se forman de manera espontánea. En este punto de la evolución del sistema las hipótesis divergen ostensiblemente.
                   La hipótesis planetesimal de Chamberlin y Moulton, por ejemplo, supone que cerca de la masa solar pasó una estrella ejerciendo un fuerte poder de atracción, originando consiguientemente en él, una rotación que provocaría la formación de planetesimales a los que además impartió el momento angular subsiguiente. Los planetas serían así productos condensados de fragmentos calientes expulsados de nuestro Sol originario durante un acercamiento a otra estrella. Las extraordinarias mareas que sin duda acompañarían al conato de colisión de dos estrellas suponen una notable concordancia con la orientación común de las órbitas planetarias y la rotación solar, así como el alineamiento en el mismo plano de todos los planetas. Si bien este modelo es bastante antiguo (siglo VXIII) modernamente ha tenido también sus adeptos cuando se observó que había fisuras en la supuestamente ordenada arquitectura de nuestro Sistema Solar.
                   Una variante de la teoría anterior se debe a James H. Jeans y Harold Jeffreys y explica el movimiento angular de un modo parecido. Es de principios del siglo pasado, aunque posteriormente la defendió Woolfson. En ella se establece que en épocas muy remotas, es decir, hace muchos miles de millones de años se produjo una colisión de estrellas. Un astro de grandes dimensiones pasó muy cerca del Sol, que entonces tenía un volumen y una masa muy superiores a las actuales. Por efectos de la atracción, el astro viajero que se había acercado por azar indujo en la superficie solar una gran onda o efecto de marea, que provocó desprendimientos de la masa solar, dado el elevado grado de fluidez de dicha superficie. Después de seguir en su trayectoria de decenas de millones de kilómetros al astro perturbador, los materiales arrancados se fraccionaron y esparcieron en fragmentos proporcionales al volumen del desprendimiento que se había provocado. El material difundido por el espacio comenzó a orbitar en torno al Sol y a continuación se originaron los diversos planetas. Este modelo deja claramente establecido que la nebulosa se compone de materia estelar pero no supone relacionados genéticamente al Sol y al cortejo de planetas acompañantes.
                   La aceptación actual, tanto de esta teoría como de la anterior, está bastante disminuida, ya que no proporcionan una explicación convincente de la formación y rotación de los satélites ni de la composición de las atmósferas planetarias. Tampoco serían capaces de dar a los planetas suficiente momento angular, y además, quizás lo más importante es la elevada improbabilidad de que dos estrellas colisionen o lleguen a acercarse.
                   Ciertamente, la idea del origen planetario debido a aproximaciones o colisiones de cualquier clase comporta bastantes dificultades. No sólo el momento angular que poseen los distintos objetos que integran el Sistema Solar, es un inconveniente casi insuperable para la comprensión de lo que aconteció en el pasado, sino que también cuesta entender cómo podría haberse contraído un material caliente expulsado del Sol, puesto que los gases calientes suelen dispersarse. La condensación gravitatoria de materia interestelar, es bien conocida y se comporta de manera muy previsible. Es relativamente fácil describir como se forman las estrellas porque, no en vano, se parte de una ingente cantidad de materia inicial distribuida en una nube interestelar normal. Pero esa asimilación de la imagen formativa de las estrellas, a la condensación de un anillo caliente protoplanetario no funciona de manera adecuada porque no hay masa crítica suficiente sobre la que la gravedad pueda actuar, formando un globo del tamaño de un planeta. Estas objeciones sirven tanto para la teoría de la condensación como para las colisiones o aproximaciones de astros.
                   Tratando de superar esos problemas teóricos, a partir de una indicación de Russell, Lyttelton en los años cuarenta del pasado siglo, propuso la idea de que el Sol primitivo, en el momento de su nacimiento, formaba parte de un sistema binario, es decir, que tenía un acompañante con el que se asociaba en una estrella doble. La estrella gemela (o seguramente un poco menor en tamaño que el Sol) pudo recibir un impacto de una tercera estrella o simplemente se desintegró por razones diversas y desconocidas. El choque desgajó material suficiente para la formación de planetas y el momento angular derivado se explicaría como procedente del originario movimiento orbital de la estrella desaparecida, en torno al centro de la gravedad del par. Se hace necesario resaltar que la materia de la nebulosa era típicamente estelar pero transformada profundamente por las reacciones nucleares habidas en la estrella antes de su fragmentación, y también que existía una relación cogenética, puesto que las dos estrellas eran de la misma edad.
                   Por su parte, Hoyle en 1944 y Weizsäcker en 1945 supusieron que el origen del Sistema Solar se basó en la explosión de una estrella que tuvo lugar en las cercanías del Sol. Con toda la energía que es capaz de difundir una supernova, arrojó asimétricamente sobre aquél, materiales que se dispersaron por el espacio en parte, mientras que una porción considerable restante tomaba la forma de un arrollamiento filiforme, que posteriormente fue retenida por la atracción solar dando origen más tardíamente a los planetas.
                   Carl von Weizsäcker individualizó algo más tarde su propuesta divulgando una versión nueva de la nebulosa primitiva, de forma tal que partió del supuesto de que el Sol era el centro de una gran nube. La masa nubosa adquirió un aspecto lenticular debido a la rotación que experimentaba en torno a aquél. Al mismo tiempo se formaban vórtices responsables del origen de los planetas, de la distribución de los elementos pesados y ligeros y del momento angular. Los cuerpos planetarios se formaron sólo con el uno por cien de la masa primitiva, mientras que la parte más ligera de esa material se disipó por el espacio y la parte más cercana al Sol terminó por precipitarse sobre él. La materia que rotaba en torno al Sol, siguiendo órbitas circulares o elípticas se organizó en células cuyos componentes giraban alrededor de sus respectivos centros gravitatorios dispuestos de forma anular y dando vueltas alrededor del astro central. Calculó que, aproximadamente, los planetas se formaron por condensación de materiales en el plazo de unos cien millones de años.
                   Con el propósito de explicar las diferencias de composiciones y densidades en los dos grupos de planetas y la distribución asimétrica del momento angular en el Sistema Solar, Weizsäcker partió de una situación químicamente homogénea desde el principio hasta el final del proceso. Es decir, estimó que tanto la nube original de gas y polvo a partir de la cual se formaron el Sol y los planetas, como la nube oblonga más evolucionada de gas y polvo a partir de la cual se formaron únicamente los planetas, tenían las mismas abundancias de hidrógeno y helio que el mismo protosol. Para dar cuenta de la diferencia entre las composiciones químicas actuales de los planetas terrestres y los jovianos y también del disco actual con relación al disco inicial, deberían considerarse tres aspectos importantes que, sin duda, influyeron en los procesos de segregaciones y agregaciones químicas subsiguientes. Estos son: las diferencias de temperatura entre el disco interno y el externo, las diferencias entre las masas y las afinidades químicas de los átomos de hidrógeno y helio, y las de las masas y afinidades químicas de los átomos más pesados como carbono, magnesio y silicio. A eso habría que añadir la acción decisiva del viento solar y el campo magnético del Sol. Todos esos factores combinados produjeron migraciones de los átomos y moléculas ligeros que componían el material gaseoso de la parte interior del disco. Éstos adquirieron velocidades mucho más altas que los mismos átomos en la parte exterior del disco. La mayoría de ellos escaparon de la parte interior ayudados por el flujo de las partículas solares y la presión de radiación. Los elementos más pesados, que no sufrieron esos avatares por la importancia de su masa se juntaron en granos de polvo que por su tamaño aún mayor, dificultaba todavía más su desplazamiento. De esta forma, las zonas internas del disco nebuloso se fueron cargando progresivamente de elementos pesados que al absorber eficazmente la radiación solar, propiciaban el vaciamiento o escape de la mayor parte de los átomos de hidrógeno y helio. Eso permitiría explicar por que actualmente, esos elementos constituyen el noventa y nueve por cien de la materia de los planetas terrestres.
                   En cuanto a la insólita distribución actual del momento angular del Sistema Solar debe destacarse que debido a la viscosidad del disco gaseoso, éste y su protosol asociado tendían a girar casi como un cuerpo rígido. La enorme fricción entre las partes gaseosas casi indiferenciadas del protosol y el disco, propiciaba el mantenimiento acompasado del giro de ambos. Como el disco seguramente fue puesto en rotación a muy altas velocidades, que Weizsäcker estimó en algunos miles de kilómetros por segundo, a expensas del protosol, no es de extrañar que se transfiriese la mayor parte del momento angular al sistema tal como lo posee ahora. Lo que ahora observamos es consecuencia de la dinámica emprendida por el sistema inicial. A medida que la velocidad del protosol en contracción aumentaba, el momento angular era constantemente transferido al disco planetario gracias a la viscosidad gaseosa que los mantenía ligados. Esa herencia se mantuvo distribuida por todos los componentes del Sistema Solar hasta la actualidad sin modificaciones apreciables.
                   Las ideas de Alfvén y Arrhenius no son muy distintas a las señaladas en último lugar. Para ambos investigadores el Sol primitivo estaba completamente formado e individualizado. Un formidable campo magnético y su campo gravitatorio actuaron simultáneamente, atrayendo sobre sí la materia interestelar circundante. La diferencia más acusada en este modelo con relación a otros, estriba en que no hay una nebulosa masiva presente, sino una lenta y gradual adicción de material interestelar. De una especie de inflamada gran corona solar, por condensación y diferenciación progresiva de los átomos no volátiles, surgieron los cuerpos planetarios en una forma de secuenciación más o menos parecida a la ya descrita.
                   Whipple sostiene la hipótesis de la existencia de una nube gaseosa y polvo cósmico que, al contraerse y condensarse en una nucleación, dio origen al Sol con su pequeño momento angular característico. Al mismo tiempo tuvieron lugar corrientes turbulentas del material contiguo poco denso, que al concentrarse en varias nucleaciones dispersas, originaron los planetas. Belot, en su teoría cosmogónica, parte de una nebulosa sin configuración definida o claramente amorfa que recibe el impacto de una prolongación turbillonaria. Al atravesar la nebulosa, se desarrollaron fuertes corrientes que terminaron por deshacerse en ondulaciones cada vez más pequeñas que dieron origen sucesivo a los planetas del Sistema Solar, cuyos ejes tienen una inclinación respecto de la eclíptica en concordancia con la disposición de la materia condensada y previamente desprendida del torbellino.
                   El hecho de que existan tales diferencias entre las teorías que se emiten pone bien de manifiesto que no se dispone aún de una explicación satisfactoria sobre el origen del Sol y su cortejo de planetas. Es fácil imaginar un esquema global que tome como base los modernos sistemas de detección de nebulosas. Por lo común se parte de una nube de polvo mezclada con la normal distribución de átomos de hidrógeno y helio y algún elemento pesado, es decir, con un enriquecimiento de materia proveniente de supernovas más antiguas. Inestabilidades gravitatorias harán que la acumulación de gases y polvo se contraiga hasta alcanzar el tamaño de unas cien unidades astronómicas, tras de lo cual habrán de producirse remolinos que den origen a los cuerpos de un sistema solar. El origen de esas inestabilidades podría tener muchos motivos y eso es precisamente lo problemático. Un criterio extendido entre los astrónomos es que probablemente de una u otra forma interviniera una supernova. Las anomalías detectadas en las distribuciones de elementos en meteoritos capturados sugieren que la formación de nuestro Sistema Solar pudo ser provocada por la explosión de una supernova relativamente cercana hace unos cinco mil millones de años. La onda de choque de la explosión viajó a través de la nube interestelar provocando la agrupación de materia en densos amontonamientos. Ha de tenerse en cuenta, que las ondas de choque pueden causar la compresión inicial de una nube interestelar casi por todos lados, tras de lo cual las correspondientes inestabilidades gravitatorias provocan casi con seguridad la fragmentación en grandes pedazos que posteriormente darán origen gradual a estrellas y planetas.
                   Una vez pasada la onda de choque, los astrónomos suponen que aparece una relativa calma. Aunque turbulentos remolinos de gas subsistan todavía en determinados puntos del primitivo sistema solar en rotación, la mayor parte de éste ya se habría condensado en un disco aplanado. Si alguno de esos activos remolinos que deben su existencia a fluctuaciones internas en la densidad del gas, se llevasen consigo una fracción significativa de materia en su órbita alrededor del sol emergente, la acción de la gravedad por si sola permitiría asegurar la formación de un planeta. Una acción lo suficientemente enérgica sobre el disco aplanado en toda su extensión, facilitaría mucho la comprensión de como se generaron los demás planetas, en el caso concreto de nuestro Sistema Solar. De manera análoga, con remolinos más pequeños, debería justificarse la producción de lunas o satélites naturales capaces de condensarse en la vecindad de los planetas que dependen.
                   El mayor inconveniente que tiene la hipótesis de las nebulosas es el (ya) crónico argumento del pequeño y anómalo momento angular del Sol, lo que es contradictorio con todos los modelos matemáticos que exigen que nuestra estrella girase a gran velocidad en los primeros tiempos del Sistema Solar. De alguna forma, el momento del Sol tuvo que perderse en el transcurso del período evolutivo, pero no se ha llegado a conseguir unanimidad sobre cómo sucedió.
                   Actualmente se admite para el Sol y todos los objetos que orbitan en torno a él un nacimiento casi simultáneo, pudiéndose determinar con bastante seguridad la edad del conjunto planetario. Los geoquímicos han hecho su labor al respecto. Midiendo la abundancia y escasez relativas de determinados átomos inestables de larga vida, como el torio-232, el rubidio-97 y el uranio-238 en las rocas de orígenes lunar, meteórico y terrestre respectivamente y tomando como referencia su vida media, se comprueba fehacientemente que han transcurrido alrededor de cuatro mil setecientos millones de años desde la consolidación del grupo planetario hasta nuestros días. El margen de error es bastante pequeño, oscilando en torno a los cien millones de años. Es mucho más difícil precisar la edad del Sol, pues las estimaciones son indirectas y comparativas.
                   Si relacionamos la medida de la edad de la Tierra con las medidas de las difusiones de dos clases de átomos de período más corto, como el yodo-129 de vida media 16.10(dieciséis por diez elevado a seis) años y el plutonio-244 de vida media 8.10(ocho por diez elevado a siete) años, vemos que hace mucho tiempo que estas dos clases de átomos desaparecieron de los planetas, aunque estaban todavía presentes en el momento en que se solidificaron las rocas. Esto lo sabemos porque los restos radiactivos de su pasado (la radiactividad fósil) dejados tras de sí, aún se pueden identificar en algunas particulares distribuciones de ciertas clases de isótopos del elemento xenón.
                   El que existiera yodo-129 y plutonio-244 en el momento de la solidificación de las rocas indica que el lapso transcurrido desde que la materia protosolar quedó aislada individualmente y el momento en que se formó la corte de planetas no debió ser muy grande. Probablemente el valor no excediera mucho de los cien millones de años. Hubo una secuencia de acontecimientos que se desarrollaron en el seno de la nebulosa protosolar, que enumerados en un orden cronológico podrían ser: condensación por contracción paulatina, desprendimiento por ruptura de la masa primigenia de muchas nebulosas protosolares, reagrupamientos y nuevas condensaciones individuales, acreciones y solidificación de los elementos menos volátiles. Lo que si parece bien conocido, pues así lo indican todos los estudios llevados a cabo, es que el suceso desencadenante de las condensaciones de masas nebulosas en forma de estrellas sólo se produce en regiones muy determinadas de la galaxia; concretamente en el interior de las regiones situadas en sus brazos. Después de su génesis, las estrellas continúan la circunnavegación galáctica, que es la misma que seguían las nubes precursoras de su generación. Los análisis efectuados de distribuciones de los átomos de plutonio-244 y del yodo-129 son bastante ilustrativos al respecto y es bajo esa perspectiva como podemos asegurar con bastante certeza que hay esa diferencia de edad mencionada de cien millones de años.      

              
                            

     
 
















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