martes, 10 de enero de 2012

41- La objetividad de la naturaleza





41-LA OBJETIVIDAD DE LA NATURALEZA

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            "Porque ser <<objetivo>> implica que uno se abstiene de actuar afectivamente, de  formular juicios de valor, etc. Parece como si el hombre de ciencia perfecto fuera ¡el que no siente nada! En la práctica, evidentemente puede suceder que un astrónomo se maraville con los cielos o que un naturalista sienta una especie de simpatía por los animales que estudia. Pero todo eso, en principio, es exterior a la investigación propiamente dicha y no debe perturbarla. Este rechazo de la subjetividad se comprende bien en el plano del método, de la epistemología, pero, dicen los representantes de la anticiencia <<romántica>>, pueden dar lugar a enojosos efectos en el plano humano."

Pierre Thuillier (Los orígenes de la anticiencia)


                   Hasta el final de su vida, Einstein mantuvo la idea de la existencia de un mundo objetivo de espacio, tiempo y materia, independiente del pensamiento y la observación humanos. Un número finito de ecuaciones, según él, podría hacer comprensible ese universo poseedor de una realidad objetiva. Hoy en día sabemos que la naturaleza es más complicada de lo que cabría imaginar y que el universo material, simple y fácilmente describible, es una pura entelequia. Su funcionamiento en sentido estricto es impredecible y parece como si realizase elecciones arbitrarias entre varias posibilidades alternativas.
                   En cierto sentido, lo que pretendía Einstein era dejar establecida permanentemente una cosmovisión científica partiendo de dos puntos referenciales básicos. El primero de ellos es el de una supuesta comprensibilidad del acontecer natural, es decir, dar por cierto y adecuado el estudio de los fenómenos universales, que son inteligibles porque guardan algún tipo de coherencia lógica. El segundo punto o enfoque básico es el que considera factible, en un cuadro comprensiblemente ideal, la eliminación u omisión del sujeto cognoscente, quedando limitado su papel a ser un mero observador desde el exterior.
                   Como herederos que somos del pensamiento griego de hace, por lo menos, dos mil quinientos años, Einstein no hizo sino seguir esa tradición. Toda nuestra forma de pensar, los elementos abstractos que utilizamos, las expresiones lingüísticas de las que nos valemos, etc., nos remiten a la idea simplificadora de que la multiplicidad de las apariencias es reducible a unos cuantos principios fundamentales, más tarde llamados leyes de la naturaleza. El intento realizado por Heráclito o Tales de comprender la naturaleza por si misma, sin implicaciones místicas, mágicas o religiosas, tuvo consecuencias históricas de largo alcance.
                   En ese sentido, les debemos mucho a los dos filósofos griegos más conocidos que son, sin duda, Platón y Aristóteles. Esto se debe en parte, a que una buena proporción de sus escritos han llegado íntegros (en lo fundamental, no han sido mutilados, destruidos o perdidos) hasta nosotros. La preferencia otorgada por la teología cristiana por su decidida afirmación de la inmortalidad del alma y el alto contenido ético de sus obras, hizo que su divulgación directa o indirecta (mediante traducciones del árabe) alcanzase una importancia e implantación decisivas en nuestra cultura. Pero la suposición de inteligibilidad se remonta a otros filósofos menos conocidos y de los que tan sólo se conservan algunos fragmentos dispersos de sus importantes obras. Desde el siglo VI a. de C. en el que los filósofos naturalistas jonios, Tales, Anaxímenes, Anaximandro integrantes de la escuela de Milesia (sin olvidarnos de Jenófanes y Heráclito) inauguraron la suposición de inteligibilidad, hasta sus sucesores inmediatos (Leucipo y Demócrito) que consolidaron esa tendencia, se fraguó un esquema de pensamiento que posteriormente conformaría la mentalidad occidental, o lo que es lo mismo, una nueva manera de ponerse en relación con el mundo.
                   Sin embargo, desde esa misma Antigüedad que evocamos, ya se manifestó un conflicto entre los intereses del conocimiento y otros intereses humanos. Aristófanes, un comediógrafo del siglo V a. de C., puede considerarse como uno de los primeros representantes de la lucha contra el espíritu científico. Aludía especialmente a Sócrates, al que consideraba un moderno, es decir un racionalista apasionado por el análisis objetivo de la realidad y por las ciencias en general. Según Aristófanes, esa necesidad de analizarlo todo era impía y peligrosa y anunciaba la decadencia de Atenas. Cuando la impiedad de un pensador era muy manifiesta, se le incoaba un proceso. En el mismo siglo V, eso fue lo que le pasó a Anaxágoras, un filósofo que parece fue el primero en ofrecer una explicación exacta de los eclipses de Sol, y que al introducir un principio racional en el origen de las cosas, fue suficiente para que se le acusara de despreciar a los dioses. Y es que para el hombre primitivo, lo natural era atribuir los cambios de la naturaleza a deidades caprichosas que tomaban decisiones, si no arbitrarias, al menos incomprensibles, pero que era preciso aceptar por imperativo religioso.                 
                   Aún así, la explicación animista, tanto del rayo como de la tormenta, del terremoto, como de la sucesión de estaciones, del desplazamiento de los astros, como del crecimiento de las plantas, dejó poco a poco paso trascendente a la suposición racional de que el mundo es un mecanismo comprensible, que puede ser estudiado mediante la observación y la especulación.
                   Los conceptos de la naturaleza de las cosas de aquellos pensadores originales, actualmente tienen escaso interés para nosotros, no sólo porque son bastante ingenuos, sino también por la escasez existente de sus propias palabras, dispersas en fragmentos de textos perdidos en gran parte, cuando no citadas por otros autores posteriores, que alteraron el sentido original de las mismas. Sin embargo, a pesar de la nebulosidad y tergiversación con que han llegado hasta nuestros días sus conceptos, nos subyuga su idea de que debe ser posible fundamentar en unos cuantos principios toda la complejidad del mundo que nos rodea. De hecho, el fundamento de las ciencias naturales es precisamente ése: la idea de que en la naturaleza todo se refiere al estudio de las cosas naturales.
                   No es por casualidad que la influencia de aquellos ilustres pioneros del pensamiento racional se extienda hasta nuestros días. Tal como nos dice Dawkins, un nuevo tirano ha ocupado en la cultura humana el lugar del viejo. Al nuevo tirano lo llama mem, por tratarse de una analogía cultural del gen. Un mem es un patrón de conducta que se autoduplica por medio de la transferencia cultural entre individuos. Así se transmiten las creencias religiosas, las modas artísticas y gastronómicas, los hábitos en vestimentas, las costumbres sociales y, lo que hace al caso, las presunciones científicas. La original idea de Dawkins es que los memes se copian como los genes y se propagan al igual que ellos, saltando de unos cuerpos a otros, perpetuándose, y extendiéndose como una mancha de aceite. Los memes son tanto huéspedes como invasores de nuestros cerebros. Cuando alguien que procede de forma loable, (por ejemplo, mediante la persuasión razonada o la difusión de las ideas científicas), o de forma vituperable (por ejemplo, mediante la propaganda política, el adoctrinamiento sectario o la publicidad engañosa) consigue implantar un mem en otro cerebro, prácticamente es como si lo infectase con un "virus" cultural, convirtiendo ese cerebro en un vehículo de propagación del mem. Así, en la historia cultural, los memes toman el lugar de los genes y se constituyen en replicones.
                   Como decimos, la hipótesis de comprensibilidad de los fenómenos naturales se impuso con dificultades, casi desde los primeros balbuceos de la filosofía por una necesidad espiritual de librarse de la superstición y superar el asombro y terror animistas, ante las fuerzas desconocidas de la naturaleza. No se trata ya de contar de forma poética los orígenes del mundo o de referir la multiplicidad de lo real a un misterio insondable y caótico del que apenas podemos saber nada, sino de encontrar un principio racional interior a la naturaleza misma, causa de su devenir. La herencia cultural memica (para bien y para mal) hizo el resto. Memes aislados pervivieron durante muchos siglos oscuros, ocultos frente a la avasalladora potencia de los replicones triunfantes y consiguieron hacerse un "hueco" en cerebros contemporáneos, por su coherencia lógica y/o empírica, hasta constituirse en memes de uso menos restringido y quizá, (esto es algo dudoso), de mayor influjo social.
                   Pero sería ingenuo por nuestra parte atribuir a una mera cuestión de transmisión cultural el que el principio de comprensibilidad y su estrecha aliada, la hipótesis de objetivación, hayan persistido como instrumentos analíticos de los fenómenos naturales, a través de los siglos.
                   La espacialidad del propio cuerpo y la motricidad a la que está abocado, no sólo son conclusiones a las que llegamos por las asociaciones establecidas en el transcurso de la experiencia individual, sino que suponen una toma de conciencia global de nuestra situación en el mundo intersensorial. La consolidación del esquema corpóreo se iría produciendo poco a poco en el transcurso de la infancia y a medida que los contenidos táctiles, articulares, olfativos y cinestésicos se fueran complementando entre sí o con las impresiones visuales. Las conclusiones psico-fisiológicas que se derivan de tales circunstancias son comunes a todas las épocas, al menos en el aspecto pragmático de la realidad circundante. El cuerpo propio nos posibilita un modo de unidad que no esta supeditada a la subsunción bajo una ley, sino que es la de un complejo entramado que configura nuestra personalidad girando en torno a la hipótesis de un "mundo real".
                   En cuanto están delante de nosotros y nos son ofrecidas a la observación, las variaciones sistemáticas en los aspectos sensibles de los objetos exteriores, éstos nos permiten acceder a un periplo mental por sus elementos y las relaciones que los vinculan. Conforme a los principios del realismo primario, el sentido común construye un espacio que contiene objetos muy variados, que siempre tienen como base la percepción, incluso, cuando los imaginamos. Dadas esas premisas, nos proponemos retirar nuestro propio yo hasta conseguir ser observadores externos al mundo, el cual debería convertirse, por este procedimiento, en un mundo objetivo. Ahora bien, el espacio corpóreo sólo puede convertirse en una parte (al margen) del espacio objetivo si por un supuesto adicional se infieren cosas que nunca son percibidas, de un espacio que podemos llamar universal. Quiere decirse, que en cuanto que percibimos, formamos parte indefinible de la naturaleza, pero en cuanto aprehendemos de ella su objetividad, lo hacemos mediante un fenómeno propio y exclusivo de la mente.
                   Sin embargo, no hay leyes (al menos, conocidas) que vinculen las percepciones tales como las que nos suministra la experiencia, con los acontecimientos físicos tales como los conocemos introspectivamente. Ocurre habitualmente que la costumbre de hacer este género de inferencias, debe haber sido generada por una cantidad suficiente de veces como para hacerla justificable. Eso les ocurrió, probablemente, a los filósofos presocráticos, que aunque inventaron oficialmente el sistema y le dieron vía libre, no por eso fueron inconscientes de las debilidades epistémicas del mismo. Como cada inferencia de una percepción a un objeto físico puede causar expectativas que no son satisfechas, y nuestros filósofos también lo sabían, a menudo se mostraban bastante escépticos. Sabemos, que tanto Protágoras como Demócrito sostenían que todas nuestras observaciones, sensaciones y percepciones llevan una fuerte impronta personal y subjetiva, y no expresan la auténtica naturaleza del objeto. Y si nos fijamos en Epicuro vemos que contraargumenta casi escandalizado: ¡Confiad en los sentidos cuando no hay en contra testimonio de ellos mismos!
                   De las percepciones normales u ordinarias se llega a un tipo elemental de física que se justifica de una manera efectiva, si dan lugar a expectativas que se pueden verificar. Pero de ahí lo único que se puede concluir es que las inferencias que se refieren a objetos físicos son compatibles con la experiencia y no que ésta tenga relaciones sencillas con las leyes físicas. Sin embargo, a pesar de esas dificultades, la objetivación o hipótesis del mundo real fue uno de los primeros pasos que dieron aquellos egregios pensadores, lo que dice mucho a favor de su talante progresista y moderno. Afrontaron con determinación el establecimiento de una física elemental, objetivando el mundo y extrayendo de él al sujeto cognoscente.
                   Las lagunas que surgen al tratar de objetivar se basan, fundamentalmente, en que de la justificación que se hace de las inferencias de la percepción a los objetos que llamamos "físicos", depende la consistencia de todo el sistema. En el fondo es la mente, con los riesgos que eso conlleva, la que da el visto bueno a esa justificación. El problema se agudiza cuando nos encontramos con los fenómenos excepcionales como los sueños y los espejismos. Nuestros filósofos, especialmente Heráclito, aceptaban las imágenes de los sueños en las que intervenían dioses o personas, como algo real. Lucrecio y Epicuro tomaban los espejismos, alucinaciones y fantasías por un tipo particular de percepciones dentro del capitulo de las visuales. Según ellos, esa clase de fenómenos, que hoy consideramos propios de visionarios, son provocados por los átomos y las partículas de piel que se desprenden de nuestros cuerpos y penetran en los ojos. Así creían eliminar el problema de raíz, simplemente teniendo conciencia de que no había ninguna diferencia esencial entre lo que se percibía en sueños o estando despierto.
                   Es obvio que había que mejorar la física elemental recién establecida, colocando en una categoría separada los sueños, los espejismos, etc., que la distorsionaban en grado apreciable. Sabemos hoy en día que, por ejemplo, existe una física que da cuenta perfectamente de los fenómenos de espejismo. Es decir, con el tiempo nos hemos ido convirtiendo en observadores más experimentados y críticos. Pero nuestras críticas no se centran en el estatus de la percepción en sí, sino en las inferencias erróneas a que es llevado el sentido común por el modo inusitado en que la percepción se produce. El meollo de la cuestión es que la hipótesis del mundo real o de objetivación, debe justificarse más atinadamente teniendo en cuenta, no sólo las leyes de la física o la fisiología, sino también las leyes que sirven de formulación a los antecedentes físicos de tales percepciones. Tomemos el ejemplo de un espejismo. El que este tipo de fenómenos sea corriente en los climas cálidos y en los parajes calentados por el Sol, ya debe alertarnos sobre la especifidad de la percepción y sobre lo que ella implica. La percepción no incurre en error, tanto si vemos en el desierto un oasis real, como ficticio, dado que tiene un carácter fáctico. Pero podemos equivocarnos, si al hacer la inferencia, el sentido común no tiene en cuenta que la física debe poder (y puede) explicar por qué hay un oasis, y también por qué da la sensación de que lo hay.
                   Cuando la física supo que un espejismo se produce por una ilusión óptica debida a la reflexión total de la luz cuando atraviesa capas de aire de distinta densidad, la percepción del fenómeno no varió un ápice su condición fáctica, pero la inferencia asignó a partir del espacio y el tiempo perceptivos, un orden a los sucesos involucrados, de tal modo que las correcciones o ajustes posteriores se efectúan según indican determinadas leyes causales, de las que puede servir como ejemplo, las de la reflexión de la luz. Gradualmente se establece una armonía cada vez mayor entre las percepciones y las leyes, y aunque el ideal sería conocer las leyes de la percepción en orden al conocimiento de las leyes físicas, de momento, y como dice Russell, "nos limitamos a criticar las leyes en nombre de las percepciones, y las percepciones en nombre de las leyes."
                   El establecimiento de una ley en física, precisa de la concepción de una idea según la cual han de poder coordinarse los hechos; pero esa idea que  nunca se halla en los hechos mismos tampoco puede ser verificada por una experiencia decisiva y siempre tendrá el carácter de probable, debiendo coexistir con otras hipótesis que sean igualmente compatibles. El inconveniente de la forma en que aceptamos las leyes físicas, es que además de ser necesariamente compatibles con lo observado (algo a lo que nos lleva la inducción) deben referirse a lo no percibido con ciertas características de sencillez, que a pesar de no ser empíricamente demostrables, las haga verosímiles al intelecto. En ese sentido, los objetos con los que trabaja la física no son ni creados ni conocidos, sino constituidos conceptualmente. La creencia en los objetos externos es una reacción debida a la costumbre (de percibir) por lo que la inferencia no es demostrativa de nada, sino que, como mucho, proporciona visos de probabilidad razonable. Ni siquiera el consenso absoluto de que todos los espectadores de un partido de fútbol han visto marcar un gol, nos obligaría a aceptar que un objeto esférico ha penetrado en una red de contorno rectangular...., si suponemos que ha sido fruto de una alucinación colectiva. Lo único que se podría alegar en nuestra contra, es que esta última es una hipótesis más rebuscada y que el mundo del sentido común al que nos adherimos, exige el uso de la inducción y de la analogía...., si debemos de creer en ellas.
                   Del resultado del perfeccionamiento de la física cabe esperar un aumento en la capacidad de predecir percepciones que, en consecuencia, deben ajustarse a la expectación creada por los casos ya estudiados. Además, las leyes causales supuestas que deben regir los casos de los fenómenos no observados deben guardar la analogía mayor posible a las que inferimos de los casos en los que la observación es permitida. Para ello, debemos tener en cuenta siempre, que la correspondencia entre la percepción y el objeto físico, sólo es aproximada, y no es más exacta en lo concerniente a relaciones espaciales que en otros respectos. Una vez que hayamos sido capaces de crear un ajuste en la primitiva correlación de los acontecimientos en el espacio y tiempo perceptivos con los acontecimientos en el espacio y tiempos físicos, nos es posible asignar un orden a los fenómenos involucrados, y gracias precisamente a esa circunstancia, ubicar en el espacio y el tiempo los sucesos no observados.
                   Podría hacerse una objeción al razonamiento anterior y es la de que comenzamos con un conocimiento ya hecho y aproximado del mundo físico, antes de haber realizado inferencia alguna a partir de nuestras percepciones. Pero lo cierto es que ello va implícito en el hecho de que aquellas percepciones que son de algo distinto de nuestro cuerpo están fuera de la percepción de nuestro cuerpo en el espacio perceptivo, y si la percepción no nos induce a error, el objeto físico también debe estar fuera de nuestro cuerpo en el espacio físico. Sólo en un estadio posterior de afinamiento intelectual caemos en la cuenta de considerar el conocimiento del mundo físico como inferido. En realidad, nos importa poco ese inconveniente, puesto que a la postre, llegamos a la conclusión de que ni antes ni después de la elaboración de nuestra física, los objetos de la percepción eran (o son) el mundo físico. La posición de las percepciones en su rango cognoscitivo es distinta de la concerniente en las cadenas causales de la física, aunque ambas se encuentren relacionadas. El mundo de la percepción se constituye así, mediante la atribución de cualidades sensibles escogidas al resaltar del fondo de un continuum, mientras que las magnitudes de estado del mundo de la física son asignadas a puntos del espacio-tiempo numérico y discontinuo. El deliberado propósito de dicha constitución consiste en la formulación matemática de leyes, que permitan postular la existencia de un dominio de objetos que esté determinado según ellas. Resulta claro que intentamos objetivar la relación de una percepción (a pesar de su vaguedad e indefinición) con el objeto físico que, según se supone, es percibido. Pero no hay ningún sentido preciso en el que pueda afirmarse que percibimos objetos físicos. El argumento que se utiliza para la aceptación de las leyes físicas es que son las hipótesis más sencillas que se han ideado hasta el momento que son compatibles con la observación. Sin embargo, ni son las únicas hipótesis compatibles con la observación, ni hay una razón clara por la que debamos elegir preferentemente las leyes por su supuesta sencillez.
                   Los diversos sistemas de la física, si se pueden comprobar experimentalmente, son todos igualmente aceptables y legítimos. Sin embargo, la elección (como hemos visto, el que ofrece mayor sencillez es el preferido) de unos u otros no influye sobre lo que la física acaba diciendo del mundo, que es mucho más abstracto de lo que parece. El hecho de que la física tenga que eliminar las cualidades sensibles y substituirlas por simples números, implica que hay una interacción de la observación y la teoría que elaboramos en torno a ella. Aun cuando la intención sea construir un dominio lo más amplio posible de leyes, no es evidentemente necesario al primer golpe de vista, ya que la propia observación es, habitual y formalmente algo que incluye a priori una considerable mezcla de teoría.
                   Ya que suponemos que la física, además de llevarnos a constituir la regularidad de las leyes nos otorga el descubrimiento de la verdad empírica, su constitución se determina esencialmente por una relación especial que tiene con el mundo de la percepción y que, por tanto, no es pura ni físicamente lógica. Si la relación ordenadora deriva de la experiencia, la afirmación de que el espacio-tiempo físico tiene una correspondencia físico-cualitativa (como asegura Carnap) con el mundo de la percepción, queda plenamente justificada. Russel completa la idea, sugiriéndonos que la relación ordenadora puede venir dada por la contigüidad o copresencia, en el sentido en que así las conocemos en la experiencia sensible. "Dos sucesos son copresentes cuando están relacionados del modo en que lo están dos partes simultáneas de una experiencia".
                   Sin embargo, sólo en el tipo de relación ordenadora coinciden Carnap y Russell, pues el primero es un solipsista que se inclina por un realismo pragmático (admitido por que no ve otra alternativa), mientras que el segundo es un realista con todas las consecuencias, que incluso se provee de elementos del realismo primario, si llega el caso, con el fin de que su física no se estanque por falta de más aportes provenientes de la experiencia.
                   En su construcción lógica del mundo, Carnap intenta demostrar que si en un punto físico y su entorno se presenta una atribución de magnitudes de estado de la física de cualquier estructura, entonces la cualidad que corresponde a esa estructura corresponderá siempre al punto-universo equivalente del mundo de la percepción (esto lo suscribiría cualquier realista) o, por lo menos, se le puede hacer corresponder sin contradicción. Pero en dirección opuesta, dicha correspondencia no es unívoca. Es decir, la atribución de una cualidad a un punto-universo del mundo de la percepción no implica que se pueda determinar cuál de las estructuras individuales de unas ciertas magnitudes de estado deba ser atribuida al entorno del punto-universo correspondiente de la física. Determinará única y exclusivamente la clase a que deba pertenecer dicha estructura. Carnap, basándose en una sola relación primitiva, cual es la de la semejanza, trata de construir un lenguaje solipsista lo más consistente posible, que permita hacer cualquier afirmación empírica acerca del mundo, tal como se suele hacer en el lenguaje realista. Pero además de tener que admitir que la correspondencia físico-cualitativa no puede dejar de tener la inexactitud que generalmente pertenece al mundo de la percepción, tuvo que adoptar el lenguaje habitual de la ciencia y el sentido común ordinario, no porque estimase que fueran más verdaderos (rindiendo así homenaje al lenguaje realista), sino por considerarlo de mayor utilidad para hablar del mundo empírico.
                   El problema de la objetivación de la naturaleza estriba en que si suponemos la verdad de la física, debemos determinar el lugar de las percepciones, precisamente en el mundo de la física, y si queremos que aquellas sean una fuente de conocimiento de los objetos físicos, (independientemente de nuestra adscripción al realismo o al solipsismo pragmático) éstos deben contener cadenas causales susceptibles de ser reconocidas por separado. Esta circunstancia es particularmente relevante en nuestro campo visual. De todas las cosas que vemos en nuestras proximidades, si han de ser reconocidas y discriminadas individualmente en nuestro campo visual es porque deben corresponderse con una separación e individuación física en cada una de ellas, de modo que, a su vez, inicien su propia e individual cadena causativa. De esa manera, es como llegarán a nuestros ojos sin que se interfieran apreciablemente entre sí. Las ondas luminosas son los agentes transmisores que generalmente nos facilitan la tarea, puesto que desde su fuente emisora siguen su curso sin que sean interferidas por otras ondas luminosas emitidas por el mismo foco. El problema técnico se presenta cuando las ondas luminosas encuentran en su camino un objeto reflector o refractor (como aire con distintas densidades en el caso de los espejismos) que da lugar a un problema de interpretación sobre la alteración del rumbo y sus consecuencias visuales.
                   Aunque no en el mismo grado, se puede decir algo similar respecto del sonido. Distinguimos entre oír el sonido de una orquesta sinfónica y la multiplicidad de ellos que nos bombardean los oídos, interfiriéndose hasta el desagrado en un parque de atracciones. Lo más notable en ambos casos es la frecuencia en el movimiento de las ondas luminosas o sonoras. Así, el que a varios individuos les sea posible percibir el mismo tipo de ruido o de vislumbrar objetos a su alrededor, depende de que un proceso físico pueda trasladarse desde una fuente conservando algunas de sus características inalteradas o muy poco alteradas, facilitando que las impresiones sean similares en los individuos receptores.
                   En los otros sentidos como el tacto o el olfato no intervienen procesos físicos característicos de los movimientos ondulatorios y, en consecuencia, no se da el mismo tipo de percepción en el que intervienen eslabones intermedios en cadenas causales relacionados con objetos distantes. No obstante, también se pueden establecer con ellos un tanteo aproximativo en distancias relativamente cercanas a los objetos inmediatos auxiliados o refrendados por los más preeminentes (vista y oído). Cuando no estamos en contacto directo con las cosas, por ejemplo, una rosa y un clavel, que están lo suficientemente lejos como para ser indistinguibles, podemos movernos hacia ambas flores y experimentar su contacto. Su distancia inicial de nosotros la podemos deducir muy rudimentariamente por la cantidad de movimiento requerida, pero la concreción de formas gracias al sentido de la vista, y la discriminación perceptiva creciente que realizamos entre ambas unidades florales, por el agradable olor de una de ellas (la rosa), según nos acercamos a su encuentro, es la forma en que habitualmente nos manejamos en el mundo de las cosas reales. Con el ensayo y el error, que diría Popper, o base de "remiendos" (Russell) los modos científicos de estimar distancias, también se valen de esa forma como instrumento de afinación. Las correcciones se realizan a medida que las supuestas leyes inferidas van conociéndose. Esas mismas leyes son aproximadamente correctas. Ahora bien, el sentido común deberá modificar ligeramente sus estimaciones, cuando las leyes físicas se lleguen a considerar totalmente correctas. Este es un paso enormemente importante en un proceso de objetivación, porque a pesar de que el sentido común modifique sus estimaciones tratando de afinarlas, se debe a él mismo el esclarecimiento de las leyes, según las cuales, el mundo es como es.
                   Aquí es cuando desde el punto de vista del solipsismo perceptivo, resulta difícil ver cómo a partir de las percepciones podemos adquirir conocimiento de los objetos externos, pues si la física es verdadera, debe haber muy poca semejanza entre nuestras percepciones y sus causaciones externas, máxime, cuando el identificarlas con las cosas físicas supone también, realizar la operación de identificar las relaciones espaciales de las percepciones con las relaciones espaciales de las cosas físicas. Esta idea implícita, está alimentada por la creencia habitual de que las leyes causales en el mundo físico sólo están conformadas por la materia y el movimiento, entendiendo por materia el anticuado concepto de una composición de partículas con persistencia en el tiempo y que únicamente cambian de posición en el espacio. Pero debido principalmente a las ideas derivadas del sentido de la vista, los físicos han llegado a la concepción moderna de que las partículas son centros de los que emanan radiaciones, aunque no se sabe lo que ocurre en esos sitios. La idea antigua de que existen partículas sólidas (a las que llamamos electrones o protones) es una deformación perceptiva de las nociones del sentido común extraída del sentido del tacto. En consecuencia, la física de nuestro nuevo siglo considera que el átomo pudiera estar enteramente formado por radiaciones que parten de él. En ese caso tan restrictivo, la materia sería reducible a un conjunto de acontecimientos que emanan de un centro. La nueva dificultad estaría en desvelar, qué es un acontecimiento. Los sucesos que sustituyen a los que había según la vieja concepción de la materia y depurados de toda interferencia táctil, se infieren por sus impresiones en la vista, las placas fotográficas y otros instrumentos de detección. Además, esos sucesos hay que considerarlos como multiplicidades tetradimensionales, en lugar de las dos multiplicidades de espacio y tiempo tradicionales.
                   Otra de las variaciones novedosas que ha adoptado la física moderna con justificado convencimiento (aunque no con certeza absoluta) es que la fisiología es reducible a física y química. Lo que se quiere decir con esto, es que cualquier proceso fisiológico, (incluible por tanto, en el contorno más universal de la biología) puede ser comprendido siguiendo las leyes de la física y de la química, lo que supone un comportamiento homogéneo de la materia aplicable a todo el mundo físico, y por supuesto, tanto a la materia viva como a la inerte.
                   Por otra parte, la observación continua en el ámbito microscópico debe ser considerada como una posibilidad rechazable, no sólo porque las leyes causales no bastan para determinar sucesos particulares, sino porque además el cambio es posiblemente discontinuo. Dado que las partículas no pueden ser asimiladas a entidades permanentes, sino a hechos instantáneos, la física moderna ha tenido que prescindir del sentido común aplicado a la materia, sustituyendo ésta por secuencias de sucesos y la causalidad estricta de antaño que afecta a los acontecimientos individuales por promedios estadísticos o estimaciones probabilistas.
                   En ese sentido, el mundo microscópico no parece ser muy objetivable. Los electrones, por ejemplo, son remisos a seguir sendas definidas. El camino a recorrer entre dos puntos no siempre es seguido en línea recta, aunque no haya obstáculos que se lo impidan. La mayoría sí, van en línea recta, pero bastantes de ellos describen evoluciones caprichosas como las de un paseante desocupado por la gran ciudad. En el mundo macroscópico, si damos un golpe a una bola de billar con un taco de madera, ésta sale disparada en línea recta, pero los imprevisibles electrones actúan de la forma ya descrita. Ese comportamiento no parece ser muy objetivo, y no se parece en nada al de la tradición de la física clásica, que perduró hasta la llegada del siglo XX. No se pueden precisar las trayectorias de los electrones ni de las partículas subatómicas conocidas, ni siquiera de los átomos. En resumen, el ideal del físico clásico parece esfumarse. El requisito de que debe ser pensable, en principio, la información sobre cualquier punto del espacio y en cualquier instante, no puede tomarse como referencia. La incertidumbre es, antes que nada, el principal rasgo de la teoría cuántica, por lo que se provocan fenómenos esencialmente imprevisibles. Además, no son debilidades de nuestras capacidades perceptivas, que siempre es bueno aceptarlas con prevención, sino que los hechos observados son incompatibles con una descripción continua del espacio y el tiempo. O, por lo menos, es aparentemente imposible en gran número de casos.
                   Como vemos, la teoría cuántica nos ha llevado, en cierto modo, al principio, cuando hablábamos de los atomistas Leucipo y Demócrito, descubridores de la primera discontinuidad, la de los átomos aislados flotando en el espacio. Sólo que ahora ya no son indivisibles y cada uno de ellos es un quantum de energía. La idea de discontinuidad en la materia es tan antigua que hay que remontarse hasta uno de nuestros viejos y queridos filósofos de la escuela de Mileto, Anaxímenes, que fue quien la elaboró a partir de un minucioso estudio de la realidad cotidiana, cual es la de la rarefacción de un cuerpo gaseoso (el aire).
                   Según parece, hay hechos irrebatibles que fundamentan la imposibilidad de descripción continua, ininterrumpida y sin fisuras en el espacio y el tiempo. Así lo creen los físicos Bohr y Heisenberg (y otros muchos), para quienes los hábitos cotidianos de reflexión que están de hecho tan profundamente arraigados en los datos de la observación, deben ser abandonados. Dado que no podemos hacer afirmación plena alguna sobre cualquier objeto físico, sin entrar en contacto con él, queda intervenido por el hecho de ser observado. Incluso cuando consiste en mirar el objeto, a éste llegan rayos luminosos que luego reciben y se reflejan en el ojo, o en los instrumentos que se habiliten al efecto. La consecuencia es que la observación misma se entorpece y no se puede obtener ningún conocimiento idóneo sobre un objeto aislado. La teoría de los dos físicos prosigue diciendo que esa alteración tiene suficiente importancia como para ser tenida en cuenta, aunque no sea detectable. Al cabo de una serie de observaciones, el objeto puede quedar en un estado en el que ciertas características son conocidas, otras lo son con menos exactitud y algunas más las desconocemos en absoluto; generalmente, este es el caso de las últimas observaciones hasta que se mitiga, en parte, cuando se realiza su ajuste o afinamiento.
                   Es importante, sin embargo, para establecer una teoría de la objetivación, la salvedad que expresa Schrödinger en el sentido de que la naturaleza no puede ser objetivada directamente, debido a que nos encontramos en un esquema de funcionamiento de la mente humana referida al nivel de nuestra comprensión de aquella, que hemos alcanzado recientemente en términos históricos. Eso no debería significar que seamos incapaces de formarnos una idea apropiada de un modelo completo. Éste podría ser uno, de tal modo que sin discontinuidades o lagunas de ninguna especie y partiendo del cual todo lo que es observable pueda ser aprehendido y objetivado.
                   Además, nos debería permitir realizar predicciones correctas hasta un grado de certeza, que tal vez no permita la inexactitud de la observación, pero sí la autonomía de la mente.                                                     

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