41-LA OBJETIVIDAD DE LA NATURALEZA
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"Porque ser
<<objetivo>> implica que uno se abstiene de actuar afectivamente,
de formular juicios de valor, etc.
Parece como si el hombre de ciencia perfecto fuera ¡el que no siente nada! En
la práctica, evidentemente puede suceder que un astrónomo se maraville con los
cielos o que un naturalista sienta una especie de simpatía por los animales que
estudia. Pero todo eso, en principio, es exterior a la investigación
propiamente dicha y no debe perturbarla. Este rechazo de la subjetividad se
comprende bien en el plano del método, de la epistemología, pero, dicen los
representantes de la anticiencia <<romántica>>, pueden dar lugar a
enojosos efectos en el plano humano."
Pierre
Thuillier (Los orígenes de la anticiencia)
Hasta el final de su vida, Einstein mantuvo la idea de la existencia de un mundo objetivo de
espacio, tiempo y materia, independiente del pensamiento y la observación humanos. Un número finito de ecuaciones, según él, podría hacer
comprensible ese universo poseedor de una realidad objetiva. Hoy
en día sabemos que la naturaleza es más complicada de lo que cabría imaginar y que el universo material,
simple y
fácilmente describible, es una pura entelequia. Su
funcionamiento en sentido estricto es impredecible y parece como si realizase
elecciones arbitrarias entre varias posibilidades alternativas.
En cierto sentido, lo que pretendía Einstein era dejar establecida
permanentemente una cosmovisión científica partiendo de dos puntos
referenciales básicos. El primero de ellos es el de una supuesta comprensibilidad del acontecer natural, es decir, dar por cierto y adecuado el estudio de los fenómenos universales,
que son inteligibles porque guardan algún tipo de coherencia lógica. El segundo punto o enfoque básico es el que considera factible,
en un cuadro
comprensiblemente ideal, la eliminación u omisión del sujeto cognoscente, quedando limitado su papel a ser un mero observador desde el exterior.
Como herederos que somos del pensamiento griego de hace, por lo menos, dos mil
quinientos años, Einstein no hizo sino seguir esa tradición. Toda nuestra forma de pensar, los elementos abstractos
que utilizamos, las expresiones lingüísticas de las que nos valemos,
etc., nos remiten a la idea simplificadora de que la multiplicidad de las apariencias es
reducible a unos
cuantos principios fundamentales, más tarde llamados leyes de la naturaleza. El intento realizado por
Heráclito o
Tales de comprender la naturaleza por si misma, sin implicaciones místicas,
mágicas o
religiosas, tuvo consecuencias históricas de largo alcance.
En ese sentido, les debemos mucho a los dos filósofos griegos más conocidos que son, sin duda,
Platón y
Aristóteles. Esto se debe en parte, a que una buena proporción de sus escritos han llegado íntegros (en
lo fundamental, no han sido mutilados, destruidos o perdidos) hasta nosotros.
La preferencia
otorgada por la teología cristiana por su decidida afirmación de la inmortalidad
del alma y el alto contenido ético de sus obras, hizo que su divulgación
directa o indirecta (mediante
traducciones del
árabe) alcanzase una importancia e implantación decisivas
en nuestra cultura. Pero la suposición de
inteligibilidad se remonta a otros filósofos menos conocidos y de los que tan sólo se
conservan algunos fragmentos dispersos de sus importantes obras. Desde el siglo VI a. de C. en el que los filósofos naturalistas
jonios, Tales, Anaxímenes, Anaximandro integrantes de la escuela de Milesia
(sin olvidarnos de Jenófanes y Heráclito) inauguraron la suposición de inteligibilidad, hasta sus sucesores inmediatos
(Leucipo y
Demócrito) que consolidaron esa tendencia, se fraguó un esquema de pensamiento
que posteriormente conformaría la mentalidad occidental, o lo que es lo mismo, una nueva manera de
ponerse en relación con el mundo.
Sin embargo, desde esa
misma Antigüedad que evocamos, ya se manifestó un conflicto entre los intereses del conocimiento y otros intereses humanos. Aristófanes,
un comediógrafo
del siglo V a. de
C., puede considerarse como uno de los primeros representantes de la lucha contra el espíritu científico. Aludía especialmente a Sócrates, al que
consideraba un moderno, es decir un racionalista apasionado por el análisis objetivo de la
realidad y por las
ciencias en general. Según Aristófanes, esa necesidad de analizarlo todo era impía y
peligrosa y anunciaba la decadencia de Atenas. Cuando la
impiedad de un pensador era muy manifiesta, se le incoaba un proceso. En el mismo siglo V, eso fue lo que le pasó a Anaxágoras, un filósofo que parece fue el primero en ofrecer una explicación exacta de los eclipses de Sol, y que al introducir un principio racional en el origen de las cosas, fue suficiente
para que se le
acusara de despreciar a los dioses. Y es que para el hombre primitivo, lo natural era atribuir los cambios de la naturaleza a deidades caprichosas que tomaban decisiones,
si no arbitrarias, al menos incomprensibles, pero que era preciso aceptar por
imperativo religioso.
Aún
así, la explicación animista, tanto del rayo como de la
tormenta, del terremoto, como de la sucesión de estaciones, del desplazamiento de los astros,
como del crecimiento de las
plantas, dejó poco a poco paso trascendente a la
suposición racional de que el mundo es un mecanismo comprensible,
que puede ser estudiado mediante la observación y la especulación.
Los conceptos de la naturaleza de las cosas de aquellos
pensadores originales, actualmente tienen escaso interés para nosotros, no sólo
porque son bastante ingenuos, sino también por la escasez existente de sus propias palabras, dispersas en
fragmentos de textos perdidos en gran parte, cuando no citadas por otros
autores posteriores, que alteraron el sentido original de las mismas. Sin embargo,
a pesar de la nebulosidad y tergiversación con
que han llegado hasta nuestros días sus conceptos, nos
subyuga su idea de que debe ser posible fundamentar en unos cuantos principios toda la complejidad del mundo que nos rodea.
De hecho, el fundamento de las ciencias naturales es precisamente ése: la idea de que en la naturaleza todo se
refiere al
estudio de las cosas naturales.
No es por casualidad que la influencia de aquellos ilustres pioneros del pensamiento racional se
extienda hasta nuestros días. Tal como nos dice Dawkins, un nuevo tirano ha ocupado
en la cultura
humana el
lugar del viejo.
Al nuevo tirano lo llama mem, por
tratarse de una analogía cultural del gen. Un mem es un patrón de conducta que se autoduplica por medio de la transferencia
cultural entre individuos. Así se transmiten las creencias religiosas, las modas artísticas y gastronómicas, los hábitos en vestimentas, las costumbres sociales y, lo que hace al caso, las presunciones científicas.
La
original idea de Dawkins es que los memes se copian como los genes y se propagan al igual
que ellos,
saltando de unos
cuerpos a otros, perpetuándose, y extendiéndose como una mancha de aceite. Los memes son tanto huéspedes como invasores de
nuestros cerebros. Cuando alguien que
procede de forma loable, (por ejemplo, mediante la persuasión razonada o la difusión de las
ideas científicas), o de forma vituperable (por ejemplo, mediante la propaganda política, el
adoctrinamiento sectario o la publicidad engañosa) consigue
implantar un mem
en otro cerebro, prácticamente es como si lo infectase con un "virus"
cultural, convirtiendo ese cerebro en un vehículo de propagación del mem. Así, en la historia cultural, los memes toman el lugar de los genes y se constituyen en replicones.
Como decimos, la hipótesis de
comprensibilidad de los fenómenos naturales se impuso con dificultades, casi desde los primeros balbuceos de
la filosofía por una necesidad espiritual
de librarse de la superstición y superar el
asombro y terror animistas,
ante las fuerzas desconocidas
de la naturaleza. No se trata
ya de contar de forma poética los orígenes del mundo o de referir la multiplicidad de lo real a un misterio
insondable y
caótico del que apenas podemos saber nada, sino
de encontrar un
principio racional interior a la naturaleza misma, causa de su devenir. La herencia cultural memica (para bien y para mal) hizo el resto. Memes aislados
pervivieron durante muchos siglos oscuros, ocultos frente a la avasalladora potencia de los replicones triunfantes y consiguieron hacerse un "hueco" en
cerebros contemporáneos, por su coherencia lógica y/o empírica, hasta
constituirse en memes de uso menos restringido y quizá, (esto es algo
dudoso), de mayor influjo social.
Pero sería ingenuo por nuestra parte atribuir a una mera cuestión de
transmisión cultural el que el principio de comprensibilidad y su estrecha aliada, la hipótesis de
objetivación, hayan persistido como instrumentos analíticos de los fenómenos naturales, a
través de los
siglos.
La espacialidad del propio cuerpo y la motricidad a la que está abocado, no sólo son conclusiones a
las que llegamos por las asociaciones establecidas en
el transcurso de la experiencia individual, sino que suponen una toma de conciencia global de nuestra situación en el mundo intersensorial. La consolidación del esquema corpóreo se iría produciendo poco a poco en el transcurso de la infancia y a medida que los contenidos táctiles,
articulares, olfativos y cinestésicos se fueran complementando entre sí o con las impresiones
visuales. Las
conclusiones psico-fisiológicas que se derivan de tales circunstancias son
comunes a todas las épocas, al menos en el aspecto pragmático de la realidad circundante. El cuerpo propio nos posibilita un modo de unidad que no
esta supeditada a la subsunción bajo una ley, sino que es la de un complejo entramado que configura nuestra personalidad
girando en torno a la hipótesis de un "mundo real".
En cuanto están delante de nosotros y nos son ofrecidas a la observación, las variaciones
sistemáticas en los aspectos sensibles de los objetos exteriores, éstos nos permiten acceder a un periplo mental por sus
elementos y
las
relaciones que los vinculan. Conforme a los
principios del realismo primario, el sentido común construye un espacio que
contiene objetos muy variados, que siempre tienen como base la percepción, incluso, cuando
los imaginamos. Dadas esas premisas, nos
proponemos retirar nuestro propio yo hasta conseguir ser observadores externos al mundo, el cual debería
convertirse, por este procedimiento, en un mundo objetivo. Ahora bien,
el espacio corpóreo
sólo puede convertirse en una parte (al margen) del espacio objetivo si por un supuesto adicional se infieren cosas que nunca son
percibidas, de un
espacio que podemos llamar universal. Quiere
decirse, que en cuanto que percibimos, formamos parte indefinible de la naturaleza, pero en cuanto
aprehendemos de ella su objetividad, lo hacemos mediante un fenómeno propio y exclusivo de la mente.
Sin embargo, no hay
leyes (al menos, conocidas) que vinculen las percepciones tales como las que nos suministra la experiencia, con los acontecimientos físicos tales como los conocemos introspectivamente. Ocurre habitualmente que la
costumbre de hacer este género de
inferencias, debe haber sido generada por una cantidad suficiente de veces como para hacerla justificable. Eso les ocurrió, probablemente, a los filósofos presocráticos, que
aunque inventaron oficialmente el sistema y le dieron vía libre, no por eso fueron inconscientes de las debilidades
epistémicas del mismo. Como cada inferencia de una
percepción a un objeto físico puede causar
expectativas que no son satisfechas, y nuestros filósofos también lo
sabían, a menudo se mostraban bastante escépticos.
Sabemos, que tanto Protágoras como Demócrito
sostenían que todas nuestras observaciones, sensaciones y percepciones llevan una fuerte impronta personal y subjetiva, y no expresan la
auténtica naturaleza del objeto. Y si nos fijamos en
Epicuro vemos que contraargumenta casi escandalizado: ¡Confiad en los sentidos cuando no hay en contra testimonio de ellos mismos!
De
las percepciones normales u ordinarias se llega a un
tipo elemental de física que se justifica de una
manera efectiva, si dan lugar a expectativas que se pueden verificar. Pero de ahí lo único que se puede concluir es que las inferencias que se
refieren a objetos físicos son compatibles con la experiencia y no que ésta tenga
relaciones sencillas con las leyes físicas. Sin
embargo, a pesar de esas dificultades,
la objetivación o hipótesis del mundo real fue uno de los primeros pasos que
dieron aquellos egregios pensadores, lo que dice mucho a favor de su talante progresista y moderno. Afrontaron con determinación el establecimiento de una física elemental, objetivando el mundo y extrayendo de él al sujeto cognoscente.
Las lagunas que surgen
al tratar de
objetivar se basan, fundamentalmente, en que de la
justificación que se hace de las inferencias de la percepción a los objetos que llamamos
"físicos", depende la consistencia de
todo el sistema.
En el fondo es la mente, con los riesgos que eso conlleva, la que da el visto bueno a esa
justificación. El
problema se agudiza cuando nos encontramos con los fenómenos excepcionales como los sueños y los espejismos.
Nuestros filósofos, especialmente Heráclito, aceptaban las
imágenes de los sueños en las que intervenían dioses o personas, como algo real. Lucrecio
y Epicuro
tomaban los
espejismos, alucinaciones y fantasías por un tipo particular de percepciones dentro del capitulo de las visuales. Según ellos, esa
clase de fenómenos, que hoy consideramos propios de visionarios, son
provocados por los átomos y las partículas
de piel que se desprenden de nuestros cuerpos y
penetran en los ojos. Así creían eliminar el problema de raíz, simplemente teniendo conciencia
de que no había ninguna diferencia esencial entre lo
que se percibía en sueños o estando despierto.
Es obvio que había que mejorar la física elemental recién
establecida, colocando en una categoría separada los sueños, los espejismos, etc., que la distorsionaban en grado apreciable. Sabemos hoy en día que, por ejemplo, existe una física que da
cuenta perfectamente de los fenómenos de espejismo. Es decir, con el tiempo nos hemos ido convirtiendo en observadores más
experimentados y críticos. Pero nuestras
críticas no se centran en el estatus de la percepción en sí, sino en las inferencias erróneas a que es llevado el sentido común por
el modo inusitado en que la percepción se produce. El meollo de la cuestión es que la hipótesis del mundo real o de objetivación, debe
justificarse más atinadamente teniendo en cuenta, no sólo las leyes de la física
o la
fisiología, sino también las leyes que sirven de
formulación a los antecedentes físicos de tales percepciones. Tomemos el ejemplo de un espejismo. El que este tipo de fenómenos sea corriente en los climas cálidos y en los parajes calentados por
el Sol,
ya debe alertarnos sobre la especifidad de la percepción y sobre lo que ella implica. La percepción no
incurre en error, tanto si vemos en el desierto un oasis real, como ficticio, dado que
tiene un
carácter fáctico. Pero podemos equivocarnos,
si al hacer la inferencia, el sentido común no tiene
en cuenta que la física debe poder (y puede) explicar por
qué hay un oasis, y también por qué da la sensación de que lo hay.
Cuando la física supo que un espejismo se produce por una ilusión óptica debida a la reflexión total de la luz cuando atraviesa capas de aire de distinta densidad,
la percepción del fenómeno no varió un ápice su condición
fáctica, pero la inferencia asignó a partir del espacio y el tiempo perceptivos, un orden a los sucesos involucrados, de tal modo que las correcciones o ajustes posteriores
se efectúan según indican determinadas leyes causales, de las que puede servir
como ejemplo, las de la reflexión de la luz. Gradualmente se
establece una
armonía cada vez mayor entre las percepciones y las leyes, y aunque el ideal sería conocer las leyes de la percepción en orden al conocimiento de las leyes físicas, de
momento, y
como dice Russell, "nos limitamos a
criticar las leyes
en nombre de las percepciones, y las percepciones en nombre de las leyes."
El establecimiento de una ley en física,
precisa de la
concepción de una idea según la cual han de poder
coordinarse los
hechos; pero esa idea que nunca
se halla en los hechos mismos tampoco puede ser
verificada por una experiencia decisiva y siempre tendrá el carácter de probable,
debiendo coexistir con otras hipótesis que sean igualmente compatibles. El inconveniente de la forma en que
aceptamos las
leyes físicas, es que además de ser
necesariamente compatibles con lo observado (algo a lo que nos lleva la inducción) deben
referirse a lo no percibido con ciertas características de sencillez, que a pesar de no
ser empíricamente demostrables, las haga verosímiles al intelecto. En ese
sentido, los
objetos con los que trabaja la física no son ni creados ni conocidos, sino constituidos
conceptualmente. La creencia en los objetos externos es una reacción debida a la costumbre (de
percibir) por lo que la inferencia no es
demostrativa de nada, sino que, como mucho,
proporciona visos de probabilidad razonable. Ni siquiera el consenso absoluto de que todos los espectadores de un partido de fútbol han
visto marcar un
gol, nos obligaría a aceptar que un objeto esférico ha penetrado en una red de contorno
rectangular...., si suponemos que ha sido
fruto de una
alucinación colectiva. Lo único que se podría alegar en nuestra contra, es que
esta última es una hipótesis más rebuscada y
que el mundo del sentido común al que nos adherimos, exige el uso de la inducción y de la analogía...., si
debemos de creer en ellas.
Del resultado del perfeccionamiento de la física cabe esperar un
aumento en la
capacidad de predecir percepciones que, en consecuencia, deben ajustarse a la expectación creada por
los casos ya estudiados. Además, las leyes
causales supuestas que deben regir los casos de los fenómenos no observados deben guardar la analogía mayor
posible a las que inferimos de los casos en los que la observación es permitida. Para ello, debemos tener en cuenta siempre, que la correspondencia
entre la
percepción y
el objeto
físico, sólo es aproximada, y no es más exacta en lo concerniente a relaciones espaciales que en otros
respectos. Una vez que hayamos sido capaces de crear un ajuste en la primitiva correlación de los acontecimientos en el espacio y tiempo perceptivos con los acontecimientos en el espacio y tiempos físicos, nos es posible asignar un orden a los fenómenos involucrados,
y gracias
precisamente a esa circunstancia, ubicar en el espacio y el tiempo los sucesos no observados.
Podría
hacerse una objeción al razonamiento anterior y es la de que comenzamos con
un conocimiento ya hecho y aproximado del mundo físico,
antes de haber realizado inferencia alguna a partir de nuestras percepciones. Pero lo cierto es que ello va implícito en el hecho de que aquellas percepciones que son de algo distinto
de nuestro cuerpo están fuera de la percepción de nuestro cuerpo en el espacio perceptivo, y si la percepción no nos
induce a error, el objeto físico también debe estar fuera de nuestro cuerpo en el espacio físico. Sólo en un estadio posterior de afinamiento intelectual caemos en la cuenta de considerar
el
conocimiento del
mundo físico como inferido. En realidad, nos importa poco ese inconveniente,
puesto que a la postre, llegamos a la conclusión de que ni antes ni después de la elaboración de nuestra física, los objetos de la percepción eran (o son) el mundo físico. La posición de las percepciones en su
rango cognoscitivo es distinta de la
concerniente en las cadenas causales de la física, aunque ambas se encuentren
relacionadas. El mundo de la percepción se
constituye así, mediante la atribución de cualidades sensibles escogidas al resaltar del
fondo de un continuum, mientras
que las magnitudes de estado del mundo de la física son asignadas a puntos del espacio-tiempo numérico
y discontinuo. El deliberado propósito
de dicha constitución consiste en la formulación matemática de leyes, que permitan
postular la existencia de un dominio de objetos
que esté determinado según ellas. Resulta claro que intentamos objetivar la relación de una percepción (a pesar
de su vaguedad e indefinición) con el
objeto físico que, según se supone, es percibido. Pero no hay ningún
sentido preciso en el que pueda afirmarse que percibimos objetos físicos. El argumento que se
utiliza para la aceptación de las leyes físicas es que son las
hipótesis más sencillas que se han ideado
hasta el momento
que son compatibles con la observación. Sin
embargo, ni
son las
únicas hipótesis compatibles con la observación, ni hay una razón clara por la que debamos elegir preferentemente las leyes por su
supuesta sencillez.
Los diversos sistemas de la física, si se pueden comprobar experimentalmente, son todos
igualmente aceptables y legítimos. Sin embargo,
la elección (como
hemos visto, el que ofrece mayor sencillez es el preferido) de unos u otros no influye sobre lo que la física acaba diciendo del mundo, que es mucho
más abstracto de lo que parece. El hecho de
que la física
tenga que eliminar las cualidades sensibles y substituirlas por simples números, implica que hay una interacción de la observación y la teoría que
elaboramos en torno a ella. Aun cuando la intención sea construir
un dominio lo
más amplio posible de leyes, no es
evidentemente necesario al primer golpe de vista, ya
que la
propia observación es, habitual y formalmente algo que incluye a priori una considerable
mezcla de teoría.
Ya que suponemos que la física, además de llevarnos a constituir la regularidad de las leyes nos otorga el descubrimiento de la verdad empírica,
su constitución se determina esencialmente por una relación especial
que tiene con el
mundo de la
percepción y
que, por tanto, no es pura ni físicamente lógica. Si la relación ordenadora deriva de la experiencia, la afirmación de que el espacio-tiempo físico tiene una correspondencia
físico-cualitativa (como asegura Carnap) con el mundo de la percepción, queda plenamente justificada. Russel completa la idea, sugiriéndonos que la relación ordenadora
puede venir dada por la contigüidad o copresencia, en el sentido en que así las conocemos en la experiencia sensible.
"Dos sucesos son copresentes cuando están
relacionados del modo en que lo están dos partes simultáneas de una experiencia".
Sin embargo, sólo en el tipo de relación
ordenadora coinciden Carnap y Russell, pues el primero es un solipsista que se inclina por un realismo pragmático
(admitido por que no ve otra alternativa), mientras que el segundo es un realista con todas las consecuencias, que
incluso se provee de elementos del realismo primario, si llega el caso, con el fin de que su física no
se estanque por falta de más aportes provenientes de la experiencia.
En su construcción lógica del mundo, Carnap intenta demostrar
que si en un punto físico y su entorno se presenta una atribución de magnitudes de estado de la física de cualquier
estructura, entonces la cualidad que corresponde a esa estructura corresponderá siempre
al punto-universo equivalente del mundo de la
percepción (esto lo suscribiría cualquier realista) o, por lo menos, se le puede hacer
corresponder sin contradicción. Pero en dirección
opuesta, dicha correspondencia no es unívoca. Es decir, la atribución de una
cualidad a un
punto-universo del mundo de la percepción no implica que se pueda determinar cuál de las
estructuras individuales de unas ciertas magnitudes de estado deba ser
atribuida al entorno
del
punto-universo correspondiente de la física. Determinará única y exclusivamente la
clase a que deba pertenecer dicha estructura. Carnap,
basándose en una sola relación primitiva, cual es la de la semejanza, trata de construir un lenguaje solipsista lo más consistente posible, que permita hacer cualquier
afirmación empírica acerca del mundo, tal como se suele hacer en el lenguaje realista.
Pero además de tener que admitir que la correspondencia
físico-cualitativa no puede dejar de tener la inexactitud que generalmente pertenece al mundo de la percepción, tuvo que adoptar el lenguaje habitual de la ciencia y el sentido común
ordinario, no porque estimase que fueran más verdaderos (rindiendo así homenaje
al lenguaje
realista), sino por considerarlo de mayor utilidad para hablar del mundo empírico.
El problema de la objetivación de la naturaleza estriba
en que si suponemos la verdad de la física, debemos determinar el lugar de las percepciones,
precisamente en el mundo de la física, y si queremos que aquellas sean una fuente de
conocimiento de los objetos físicos, (independientemente de nuestra adscripción al realismo o al solipsismo pragmático) éstos deben contener
cadenas causales susceptibles de ser reconocidas por separado. Esta circunstancia es
particularmente relevante en nuestro campo visual. De todas las cosas que vemos en
nuestras proximidades, si han de ser reconocidas y discriminadas individualmente en
nuestro campo visual es porque deben corresponderse con una separación e individuación física
en cada una
de ellas, de
modo que, a su vez, inicien su propia e individual cadena causativa. De esa manera, es como llegarán a nuestros ojos sin que
se interfieran apreciablemente entre sí. Las ondas luminosas son los agentes transmisores que generalmente nos facilitan la tarea, puesto que
desde su fuente emisora siguen su curso sin que sean interferidas por otras
ondas luminosas emitidas por el mismo foco. El problema técnico se presenta cuando las ondas luminosas
encuentran en su camino un objeto reflector o refractor (como aire con distintas densidades en el
caso de los espejismos) que da lugar a un problema de interpretación sobre la alteración del rumbo y sus consecuencias
visuales.
Aunque no en el mismo grado, se puede decir algo similar respecto del sonido. Distinguimos
entre oír el
sonido de una
orquesta sinfónica y la multiplicidad de ellos que nos bombardean los oídos, interfiriéndose
hasta el
desagrado en un
parque de atracciones. Lo más notable en ambos casos es la frecuencia en el movimiento de las ondas luminosas o sonoras. Así, el que a varios individuos les sea posible percibir el mismo tipo de ruido o de vislumbrar objetos
a su alrededor, depende de que un proceso físico pueda trasladarse desde una fuente conservando
algunas de sus características inalteradas o muy poco alteradas, facilitando que las impresiones sean
similares en los
individuos receptores.
En los otros sentidos como el tacto o el olfato no intervienen
procesos físicos característicos de los movimientos ondulatorios y, en consecuencia, no se
da el mismo
tipo de percepción en el que intervienen eslabones intermedios en cadenas
causales relacionados con objetos distantes. No
obstante, también se pueden establecer con ellos un tanteo
aproximativo en distancias relativamente cercanas a los objetos inmediatos
auxiliados o
refrendados por los más preeminentes (vista y oído). Cuando no
estamos en contacto directo con las cosas, por ejemplo, una rosa y un clavel, que están lo suficientemente
lejos como para ser indistinguibles, podemos movernos hacia ambas flores y experimentar su contacto. Su
distancia inicial de nosotros la podemos deducir muy rudimentariamente por la cantidad de
movimiento requerida, pero la concreción de formas gracias al sentido de la vista, y la discriminación
perceptiva creciente que realizamos entre ambas unidades florales, por el agradable olor de una de ellas (la rosa), según nos
acercamos a su encuentro, es la forma en que habitualmente nos manejamos en el mundo de las cosas reales.
Con el ensayo y el error, que diría Popper, o base de "remiendos"
(Russell) los modos científicos de estimar distancias, también se
valen de esa forma como instrumento de afinación. Las correcciones se
realizan a medida que las supuestas leyes inferidas van conociéndose. Esas mismas
leyes son aproximadamente correctas. Ahora
bien, el sentido común deberá modificar ligeramente sus
estimaciones, cuando las leyes físicas se lleguen a considerar totalmente
correctas. Este es un paso enormemente
importante en un
proceso de objetivación, porque a pesar de que el
sentido común modifique sus estimaciones
tratando de afinarlas, se debe a él mismo el esclarecimiento de las leyes, según las cuales, el mundo es como es.
Aquí es cuando desde el punto de vista del solipsismo
perceptivo, resulta difícil ver cómo a partir de las percepciones podemos adquirir
conocimiento de los objetos externos, pues si la
física es verdadera, debe haber muy poca
semejanza entre nuestras percepciones y sus causaciones externas, máxime, cuando el identificarlas con las cosas físicas supone también, realizar la operación
de identificar las relaciones espaciales de las percepciones con las relaciones
espaciales de las cosas físicas. Esta idea
implícita, está alimentada por la creencia habitual de que las leyes causales en el mundo físico sólo están conformadas por la materia y el movimiento, entendiendo
por materia el
anticuado concepto de una composición de partículas con persistencia en el tiempo y que únicamente
cambian de posición en el espacio. Pero debido
principalmente a las ideas derivadas del sentido de la vista, los físicos han llegado a la concepción moderna de que las partículas son centros de los que emanan radiaciones, aunque no se sabe lo que ocurre
en esos sitios. La idea antigua de
que existen partículas sólidas (a las que
llamamos electrones o protones) es una deformación
perceptiva de las nociones del sentido común extraída del sentido del tacto. En consecuencia, la física de nuestro nuevo siglo considera que el átomo pudiera estar
enteramente formado por radiaciones que parten de él. En ese caso tan
restrictivo, la materia sería reducible a un conjunto de acontecimientos que emanan de un centro. La nueva dificultad estaría en desvelar, qué es un acontecimiento. Los sucesos que sustituyen
a los que
había según la vieja concepción de la materia y depurados de toda interferencia táctil, se infieren por sus impresiones en la vista, las placas
fotográficas y
otros instrumentos de detección. Además,
esos sucesos hay que considerarlos como multiplicidades tetradimensionales, en lugar de las dos multiplicidades de espacio y tiempo tradicionales.
Otra de las variaciones novedosas que ha adoptado la física moderna con justificado
convencimiento (aunque no con certeza absoluta) es que la fisiología es reducible a física y química. Lo que se quiere decir con esto, es que
cualquier proceso fisiológico, (incluible por tanto, en el contorno más universal
de la
biología) puede ser comprendido siguiendo las leyes de la física y de la química, lo que supone un comportamiento homogéneo de la materia aplicable a
todo el mundo
físico, y
por supuesto, tanto a la materia viva como a la inerte.
Por otra parte, la observación continua en el ámbito microscópico debe ser considerada como una posibilidad
rechazable, no sólo porque las leyes causales no bastan para determinar sucesos
particulares, sino porque además el cambio es posiblemente discontinuo. Dado que las partículas no pueden ser asimiladas a entidades
permanentes, sino a hechos instantáneos, la física moderna ha
tenido que prescindir del sentido común aplicado a la materia, sustituyendo
ésta por secuencias de sucesos y la causalidad estricta de antaño que afecta a los acontecimientos
individuales por promedios estadísticos o estimaciones probabilistas.
En ese sentido, el mundo microscópico no parece ser muy objetivable. Los electrones, por
ejemplo, son remisos a seguir sendas definidas. El camino a recorrer entre dos puntos no siempre es seguido
en línea recta, aunque no haya obstáculos que se lo impidan. La mayoría sí, van en
línea recta, pero bastantes de ellos describen evoluciones caprichosas como las de un paseante desocupado por la gran ciudad. En el mundo macroscópico, si
damos un golpe
a una bola
de billar con
un taco de
madera, ésta sale disparada en línea recta, pero los imprevisibles electrones actúan de la forma ya descrita.
Ese comportamiento no parece ser muy objetivo, y
no se parece en nada al de la tradición de la física clásica, que
perduró hasta la llegada del siglo XX. No se pueden
precisar las
trayectorias de los electrones ni de las partículas subatómicas conocidas, ni siquiera de los átomos.
En resumen, el ideal del físico clásico parece esfumarse. El requisito de que
debe ser pensable, en principio, la información sobre cualquier punto del espacio y en cualquier instante, no
puede tomarse como referencia. La
incertidumbre es, antes que nada, el principal rasgo de la teoría cuántica, por lo que se provocan
fenómenos esencialmente imprevisibles. Además,
no son debilidades de nuestras capacidades perceptivas, que siempre es bueno
aceptarlas con
prevención, sino que los hechos observados son incompatibles con una descripción
continua del espacio
y el tiempo. O, por lo menos, es
aparentemente imposible en gran número de casos.
Como vemos, la teoría cuántica nos ha llevado, en cierto modo, al principio, cuando
hablábamos de los
atomistas Leucipo y Demócrito, descubridores de la primera discontinuidad, la de los átomos aislados flotando en el espacio. Sólo que ahora ya no son indivisibles y cada uno de ellos es un quantum de energía.
La idea de
discontinuidad en la materia es tan antigua que hay que remontarse hasta uno de nuestros viejos y queridos filósofos de
la
escuela de Mileto, Anaxímenes, que fue quien la elaboró a partir de un minucioso estudio de la realidad cotidiana, cual es la de la rarefacción de un cuerpo gaseoso (el aire).
Según parece, hay hechos irrebatibles que fundamentan la imposibilidad de
descripción continua, ininterrumpida y sin fisuras en el espacio y el tiempo. Así lo creen los físicos Bohr y Heisenberg (y otros muchos), para quienes los hábitos cotidianos de
reflexión que están de hecho tan profundamente arraigados en los datos de la observación, deben
ser abandonados. Dado que no podemos hacer
afirmación plena alguna sobre cualquier objeto físico, sin entrar en contacto
con él, queda
intervenido por el hecho de ser observado. Incluso cuando consiste en mirar el objeto, a éste llegan
rayos luminosos que luego reciben y se reflejan en el ojo, o en los instrumentos que se habiliten al efecto. La consecuencia es que
la
observación misma se entorpece y no se puede obtener ningún conocimiento idóneo sobre un objeto aislado. La teoría de los dos físicos prosigue
diciendo que esa alteración tiene suficiente importancia como para ser tenida
en cuenta, aunque no sea detectable. Al cabo de una serie de observaciones, el
objeto puede quedar en un estado en el que ciertas características son conocidas, otras lo son con menos exactitud y algunas más las desconocemos en absoluto; generalmente, este es el
caso de las últimas observaciones hasta que se mitiga, en parte,
cuando se realiza su ajuste o afinamiento.
Es importante, sin
embargo, para establecer una teoría de la objetivación, la salvedad que
expresa Schrödinger en el sentido de que la naturaleza no puede ser objetivada directamente, debido
a que nos encontramos en un esquema de funcionamiento de la mente humana
referida al nivel
de nuestra comprensión de aquella, que hemos
alcanzado recientemente en términos históricos. Eso
no debería significar que seamos incapaces de formarnos una idea apropiada de un modelo completo. Éste
podría ser uno,
de tal modo que sin discontinuidades o lagunas de ninguna especie y partiendo del cual todo lo que es observable
pueda ser aprehendido y objetivado.
Además, nos debería
permitir realizar predicciones correctas hasta un grado de certeza, que tal vez no permita la inexactitud de la observación, pero sí la autonomía de la mente.
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