martes, 10 de enero de 2012

39- La evolución de la vida






39-LA EVOLUCIÓN DE LA VIDA

                    õ
            "La ley de la evolución tiene un aspecto severo y opresivo, y provoca temor a los espíritus timoratos o limitados, pero sus principios son justos, y quienes los estudian llegan a ser sabios. Comprendiendo sus reglas, los hombres se elevan por encima de ellos mismos y pueden aproximarse a lo sublime."

Khalil Gibrán (Obras escogidas)


                         ¿Qué papel desempeña la necesidad en la evolución de los seres vivos, cuando ésta parece que toma una senda de complejidad creciente si se considera en su globalidad? Deberíamos decir (y mejor aún, pensar) que un ser vivo tiene sus necesidades funcionales cubiertas por el mero hecho de vivir. Todo lo demás son compulsiones y determinismos que contribuyen a la constitución tanto de ellos como de todas las demás cosas. Sus manifestaciones, expresadas en multitud de casos particulares, derivan del estímulo original común a todos los organismos vivientes e incluso circunstancias previvientes. La necesidad nunca adquirió autonomía, por más que se recurra a las sucesiones de causas fortuitas para justificar la creencia en tal fenómeno. No se repara en que los sucesos al azar se justifican por la existencia de efectos per accidens cuya producción se debe a la conjunción de causas inicialmente independientes y desconocidas, pero que ontológicamente no solo son perfectamente posibles, sino que además, son originarias de efectos aditivos (entre si y con otras causas).
                   Según eso, la evolución actúa en una primera fase originando el órgano o, mejor, la nascencia de éste, pero es el organismo el que dinamiza las cosas, ayudando de forma continua con sus tendencias, apetitos, deseos, impulsos, perentoriedades....en suma, la totalidad de la masa dinámica se "mueve" por las compulsiones externas, sus determinantes intrínsecos y la presión de la "acción selectiva". Dejando por sentado que, necesariamente, todo ser vivo debe adaptarse a los principios físicos, y que incluso se halla constreñido por ellos, cuando aparece un nuevo órgano el ser vivo dispone de nuevas posibilidades de actuación, pero como verdaderamente aquél experimenta promoción es según la urgencia que éste tenga por usarlo.
                   Debe quedar claro que siempre el cambio físico precede al del comportamiento, aunque parezca observárseles sincronizados, y Lamarck y otros muchos pensasen que era al revés. En un punto, no obstante, los lamarckistas sí tienen razón. El cambio físico (que da lugar al cambio de comportamiento), no siempre se inscribe genéticamente, por lo que en este caso hereditariamente carece de valor... pero el comportamiento, a pesar de esa eventualidad, incide de manera didáctica en el comportamiento de los descendientes, con lo que facilita el camino a una posible mutación que lo consolide hereditariamente. Esa sutileza evolutiva confundió a la humanidad durante siglos, haciendo creer que la necesidad o incluso la forma de lucha contra la adversidad tiraban del órgano con el fin de mejorarlo. No es ésa la única causa de error. Lamarck daba por hecho cierto (y Darwin tenía sus dudas al respecto) la transmisión hereditaria de las modificaciones (los caracteres adquiridos). Pero las modificaciones no se inscriben en ningún gen particular, puesto que son respuestas individuales a las imposiciones del medio ambiente.
                   Como decimos, las modificaciones individuales que suponen una respuesta puntual a un entorno medioambiental localmente restringido, no se heredan. Se transmiten hereditariamente las mutaciones seleccionadas que permiten la adaptación de toda la especie. La gran novedad que aportó Darwin fue quizá la de instaurar el pensamiento de la diferencia individual. La diferencia individual unida a la selección natural no se sabe hasta donde puede llegar pero puede ser muy lejos. Sin embargo, las mutaciones fortuitas o espontáneas, que son las que hacen avanzar la evolución, no tienen nada que ver con el comportamiento que el individuo sigue durante su vida. La selección natural, por tanto, constituye un principio de adaptación local, pero no de progreso general.
                   Muy probablemente, la evolución biológica pueda ser tachada de meramente oportunista, pues se halla sin duda estrechamente vinculada a las variaciones del medio ambiente, y a otros componentes de otras comunidades biológicas que comparten el ecosistema. En cualquier caso, hay que insistir en la naturaleza multifactorial del cambio evolutivo y en la insuficiencia de la selección natural para explicar todas las particularidades de éste. El cambio evolutivo requiere la presencia de un gran número de mutaciones que, surgidas independientemente en pequeñas poblaciones separadas, han de quedar fusionadas de algún modo posteriormente, puesto que se considera muy difícil que en una misma población restringida en cuanto a componentes, puedan llegar a acumularse de forma efectiva. Los saltos evolutivos que a veces se aprecian corresponden según eso a reunificaciones de poblaciones parciales que habían permanecido separadas por mucho tiempo. El cruzamiento o fusión de subespecies que ya casi estaban escindidas totalmente puede permitir la combinación de cambios o alteraciones genéticas muy contrastadas en su eficacia para ser sometidas con éxito espectacular a la acción de la selección natural. Ésta, a través del azar y de las interacciones de los organismos y sus medios, determina una ruptura en el equilibrio de las poblaciones. Esa ruptura no está inspirada por la idea de progreso (ni tampoco de regresión). La variación es absolutamente azarosa, y los nuevos ejemplares reaccionan bien o mal según las condiciones de existencia, que, como es lógico, siempre les vienen impuestas.
                   Aunque la selección no actúa con la idea de progreso, éste parece observarse. ¿No hay contradicción? La contradicción sólo se contempla si consideramos por progreso la idea de perfeccionamiento. Las estructuras biológicas no se perfeccionan, sino que se adicionan en función de la práctica irreversibilidad de los hechos contingentes (no necesarios para la consecución de un fin), regidos por las leyes de la mecánica estadística. En todo este proceso, los elementos aleatorios y caóticos impregnan las redes y las cadenas de acontecimientos con lo que la senda por la que la evolución transcurre no está en absoluto predeterminada.
                   No hay lugar marcado para cada ser que aparece en la cadena evolutiva. La dirección, por tanto, no precede a la realización; lo único que ocurre es que la naturaleza por puro automatismo favorece lo ya existente. A la larga, la selección es la coordinadora general de la acción irreversible del tiempo. Reproducción y acción unidireccional del tiempo proyectan para siempre una dirección específica para cada población animal. Así se protege la invarianza y se adopta lo nuevo, se elabora lo semejante y lo desemejante. Sin duda, hay muchas características predecibles en la senda que sigue la vida, a partir de las leyes de la naturaleza pero no con la exactitud que quisiéramos a la hora de evaluar los resultados de la evolución. En cualquier caso, regularidad y fluctuación limitan el impulso posibilista al sometimiento que imponen los efectos derivados de una selección que obliga a vivir en condiciones determinadas, lugares delimitados y junto a seres que enriquecen aún más las circunstancias del entorno.
                   Sin embargo, el sólo poder de adaptación al medio ambiente no permite explicar la diversificación tan plural de las estructuras biológicas. El medio interno (delimitado por una estructura biológica de una especie cualquiera) no deja de ser un medio externo que se ha introvertido y que, en cierto modo, también impone sus condiciones (aunque no plantea exigencias), de manera que la vida se crea a sí misma una forma apropiada a las condiciones que le son dadas. Adaptarse según eso, y como dice Bergson, no consiste sólo en repetir, sino en replicar lo que ya es muy diferente.
                   Adaptarse no es sinónimo de especialización (aunque pueda serlo en determinados casos específicos), sino de la extracción de las posibilidades máximas que, dado el entorno y la riqueza organizativa interna de las especies, tienen permitido. La apertura de un espacio vital propio de una especie, ocurre cuando llega a producirse un nuevo modelo estructural que, por alguna situación excepcional, aparece dotado de nuevas capacidades. Durante un cierto periodo de tiempo, la ausencia de adversarios o depredadores y la falta de competencia por parte de sus antiguos congéneres dejan libre a la nueva especie de la presión que ejerce la selección natural. Algo similar sucede también cuando una nueva especie irrumpe en un entorno ecológico amplio, deshabitado y favorable.
                   En esos casos parece como si la naturaleza permitiera cualquier forma rara y caprichosa, pues muchos organismos mutantes, que imperando otras circunstancias hubieran tenido muy pocas probabilidades de prosperar, encuentran ahora todos los elementos que les permiten sobrevivir, como fuentes de alimentación, facilidades para procrear y un nicho vital propio, desde el que hacer frente a sus competidores con garantías de éxito. La nueva situación posibilita a la especie una libertad de experimentación impensable en otras condiciones, si bien es verdad, que no por mucho tiempo, pues dadas esas disponibilidades, muy pronto quedarán ocupados todos los nichos ecológicos útiles puestos al alcance de dicha especie. Incluso aunque todos los nichos ecológicos se encuentren ocupados, una mutación en principio negativa puede implantarse con éxito, si la facultad afectada por tal mutación no está sometida a la presión de la selección natural. Fue así como, por ejemplo, los ojos del topo llegaron a atrofiarse, puesto que no ofrecían ninguna ventaja frente a la selección. Las mutaciones se producen constantemente y en todas direcciones. De ese modo, y como norma general, es como se perfeccionan los órganos y sus funciones, y también como se conservan. Pero el medio interno renuncia en infinidad de ocasiones a la línea adaptativa sugerida por las condiciones impuestas. La presencia de órganos atrofiados y abortados corrobora lo dicho. Los machos del Homo Sapiens (como los de otras muchas especies) tienen mamas rudimentarias. Las serpientes tienen un pulmón muy poco desarrollado. Muchas especies de aves tienen una clase de alas  tan sumamente rudimentaria, que no pueden remontarse en vuelo.
                   Cierto es que el medio externo bien pudo variar en su oferta global de condiciones, o, mejor, en algunos aspectos de esa oferta, pero es importante tener en cuenta que la proyección teleonómica de un sistema orgánico cualquiera no se reorganiza con absoluto automatismo a las condiciones cambiantes. Dicha proyección puede descartar, y de hecho descarta, las opciones que se le ofrecen. Y también al revés. Incluso puede sacar provecho insospechado de órganos que, por el cambio de costumbres, se han vuelto inútiles o perjudiciales para un objeto. Así es como un remoto antepasado nuestro, provisto de branquias, vejiga natatoria y miembros en forma de aleta abandonó su vida acuática, en teoría, más apropiada para su desenvolvimiento. Su entorno vital se le quedó estrecho porque su proyecto teleonómico iba más lejos, es decir, poseía unas capacidades sobrevenidas, muy aptas para un inicio de adecuación al nuevo medio aeroterrestre.
                   Los organismos no pueden adquirir ningún carácter al que hereditariamente no estén predispuestos, dado que su proyecto está cuidadosamente oculto en la trama de toda una especie. Así es como Darwin, que diagnosticó tan acertadamente los procesos de cambio, los suponía, sin embargo, debidos a la influencia directa de las condiciones externas sobre los caracteres hereditarios. El mecanismo de la herencia, más tarde se supo, se basa, en las aquilatadas propiedades de una estructura molecular en las que la necesidad, en palabras de François Jacob, está exorcizada. 
                   Es preciso considerar que todas las especies están siempre en la encrucijada de las múltiples opciones; sin embargo, el camino que al final eligen nos puede hace creer que tales encrucijadas no existen. Su proyecto puede cambiar evidentemente, pero lo que habitualmente hacen es reorientarlo o extinguirse. Las ramas evolutivas se bifurcan, pero no zigzaguean pronunciadamente. No hay finalidad, pero si dirección y sentido, que no casualmente coinciden con las flechas temporal y termodinámica, lo que impregna de vectorialismo a la sucesión de los hechos evolutivos. En cierto modo, azar y necesidad determinante parecen colaborar (siquiera de forma imprecisa) porque la mecánica estadística da siempre una idea aproximada de los fenómenos. Los nuevos seres se encuentran frente (o a favor, pero siempre sumidos en las situaciones) a condiciones de existencia cuando han hecho su aparición. Es entonces cuando organismo y medio se eligen mutuamente y establecen sus interacciones. Esas interacciones siempre tienen un carácter novedoso, porque el paso del tiempo marca las diferencias. La irreversibilidad trae aparejada la complejidad creciente de los procesos y en esa forma parece observarse el llamado progreso. Lo compulsivo en particular y el determinismo en general se engarzan con lo posible, y así se compone una trayectoria, un frente de avance filogenético.
                   Todos los grandes tipos de organización biológica son increíblemente antiguos. Su historia es muy dilatada a lo largo del tiempo, lo cual no impide que sus representantes varíen con gran dinamismo unos, y extremada lentitud otros. La naturaleza solo experimenta con unos pocos ejemplares y la mayoría de los experimentos dan resultados inviables que se desechan y no llegan a ser producidos en serie. Sólo en ocasiones, un modelo nuevo irrumpe exitosamente en el panorama evolutivo y en unas pocas generaciones, una especie animal se consolida y origina un tipo de animal definitivamente adaptado a su medio ambiente. Tras esa fase de experimentación y adaptación se produce, generalmente, la reproducción masiva de la nueva organización estructural. Así se producen fenómenos tan dispares como los trilobites y los arqueoptérix. Los primeros eran unos artrópodos marinos propios del Paleozoico, que existieron por millones e incluso por miles de millones, como lo prueba que son los fósiles más abundantes en el fondo del mar. Esos organismos aparecieron hace aproximadamente seiscientos millones de años, se extinguieron hace unos doscientos millones de años y son tan abundantes, que se conocen más de doscientas cincuenta variedades. Por su parte, los ejemplares de arqueoptérix (considerado un eslabón en la línea evolutiva de los reptiles a las aves actuales) que se conocen son muy escasos, lo que demuestra que fueron animales que constituían una efímera fase de transición producida entre poblaciones muy pequeñas y con un hábitat muy limitado.
                   Si queremos entender las secuencias o episodios y las generalidades de la senda de la vida debemos basarnos, más allá de cualquiera de los principios de la teoría evolutiva, en el examen paleontológico de los modelos contingentes de la historia real, ya que ellos fueron los únicos representantes significativos de versiones cristalizadas entre los millones de alternativas posibles. Aunque hay rasgos prominentes del registro paleontológico, no quiere decirse ni mucho menos, que la historia de la vida sea un proceso predecible. Las pautas de las épocas consideradas normales, es decir de complejidad gradualmente creciente y sin sobresaltos, pueden verse afectadas repentinamente por diversas circunstancias. Las principales son, sin duda, la concentración de los hitos más destacados en breves fogonazos separados por intervalos prolongados de una relativa estabilidad, y el relevante papel de las condiciones externas, singularmente, el de las que provocaron las extinciones masivas. En cualquier caso, es evidente la constancia de la complejidad modal en todos los episodios de la historia de la vida.
                   Paleontológicamente, podría extraerse una media del ritmo de la evolución examinando distintas series filogenéticas y tomando como base la riqueza fosilífera de ciertas formaciones geológicas. En ese sentido, es obvio que la selección natural existe y que determina la dirección que toma la adaptación. Pero ese es el aspecto más claro y menos interesante de la evolución. Lo importante es lo que limita los cambios, lo que sujeta las posibilidades y fija el resultado último de la selección que opera en los seres vivos. No podemos entrar a detallar específicamente cuales fueron las variables aleatorias y las mutaciones que fueron capaces de provocar cambios en las distintas especies. Pero si que podemos decir que esos cambios se produjeron y fueron intensos aunque con distintos ritmos. El transcurso del tiempo evolutivo, por ejemplo, ha sido algo más de cinco millones de años para los caballos (que constituyen un caso singular de adaptación "vertiginosa”) y los calicotéridos (mamíferos que se extinguieron por completo), de seis millones y medio de años para los carnívoros, de veinte millones para los amonites (cefalópodos) antiguos y de setenta y ocho para los lamelibranquios. Aún con la relatividad del valor de estas cifras, se observa que los mamíferos han evolucionado tres veces más deprisa que los cefalópodos y doce veces más rápidamente que los moluscos bivalvos. También hay numerosos y significativos casos de paralización evolutiva: los triops, escorpiones, peripatos, límulos, cucarachas, língulas, dipnoos e isópodos en los que los ejemplares actuales son casi idénticos a los muy remotos.
                   ¿Por qué en unos casos la estabilidad en las especies aparecidas es casi completa, mientras que en otros sólo hay una presencia que se supone fugaz, en el devenir biológico? Es evidente que la evolución se profundiza en aquellos frentes en los que la riqueza o carga de diversidad organizativa de una especie se conjuga con su flexibilidad para adaptarse a los cambios. Según este concepto de selección un tanto específica, una especie muy adaptable, tiene más probabilidades de sobrevivir a largo plazo, que otra especializada, menos flexible. Eso explicaría, por ejemplo, que muchos mamíferos superiores, relativamente especializados, como los antílopes, parezcan tener una presencia más breve en el panorama evolutivo de las especies, que cualquier otra que se refiera a alguna clase de bacteria, por modesta que sea su organización. La selección específica parece ofrecer ciertos visos de realidad, pero la base teórica no es muy sólida y habría que redefinir de nuevo las ideas.
                   A ese respecto, el mismo medio podría ser calificado, valga la paradoja, de coercitivo y flexible, y una vez señalada esas características, hay que dejar claro, que pese a todo, ejerce siempre su implacable determinismo. El nautilus, por ejemplo, es un molusco cefalópodo que vive a unos quinientos metros de profundidad, en las aguas donde se unen el océano Índico y el Pacífico. Es un auténtico "fósil viviente" que no sería justo decir que se metió en un callejón sin salida evolutiva, sino que agotó sus posibilidades en ese sentido, dada la trayectoria que comenzó a seguir. Su corta proyección teleonómica asegura la estabilidad ontogenética. El medio marino es tan rico en posibilidades, que en cierto modo, es permisivo, al admitir la gran variedad de formas y especies que alberga. Al mismo tiempo, es tan coercitivo que el nautilus no puede dejar de ser lo que es, aunque, por supuesto, eso no quiere decir que sus necesidades funcionales no estén perfectamente cubiertas. En condiciones ambientales constantes, el promedio, como ideal de adaptación, sigue siendo el nivel óptimo para una población. En el caso del nautilus o de cualquier otro "fósil viviente" las mutaciones serían sólo factores discordantes, y sus portadores rápidamente identificados y eliminados por la selección natural. El prototipo ideal de la especie se corresponde con una combinación de caracteres que la presión de la selección estabilizadora, en ausencia de cambios ambientales, se encarga de proteger.
                   Las especies, ya lo hemos dicho, no evolucionan en pos de su perfección estructural sino de su optimización adaptativa; por eso unas líneas se profundizan tanto y otras tan poco. Aún con esas explicaciones no acertaríamos a comprender la estabilidad genética de que hacen gala unas especies y la inestabilidad tan acusada de otras, que repercute en su capacidad de avance estructural. La sensación de que la vida evoluciona hacia una mayor complejidad obedece, probablemente, a un sesgo de inspiración en exceso localista cual es el de nuestra propia especie. Tampoco es descartable el que hayamos dedicado demasiada atención a los organismos complejos y que desestimemos otras estirpes que se adaptan perfectamente al adquirir otras formas más sencillas.
                   En las nuevas representaciones del árbol de la vida, se muestra que las formas anatómicas alcanzaron su máxima diversidad en los primeros momentos de la historia pluricelular. Fue una auténtica explosión vital de la que los tiempos posteriores dan fe, así como de la extinción de la mayoría de esos ensayos iniciales y del triunfo espectacular de las estirpes supervivientes. Sin embargo, ese éxito se mide por la generosa abundancia de especies que se sucedieron, pero no por el desarrollo de nuevas anatomías más sofisticadas. En la actualidad hay difundidas más especies de las que nunca hubo, pero se encuentran restringidas en torno a un número menor de anatomías básicas. Hay poblaciones compuestas por miles de millones de bacterias, por millones de langostas, por miles de topos, por cientos de osos, por decenas de águilas...Es cierto, que las grandes poblaciones suelen dividirse en pequeñas poblaciones locales denominadas demos (del griego, pueblo, comunidad). Además en una población se da un continuo intercambio genético que constituye un flujo de genes, responsable de que los factores hereditarios constituyan un patrimonio genético. Pero la química del origen de la vida y la física de la autoorganización habían ya impuesto a los primeros seres vivos un punto de partida físicamente limitado. Ellos surgieron en el límite inferior y mínimo de la complejidad requerida y posible de la vida.
                   Se desconoce por qué las formas de los experimentos iniciales se extinguieron en gran parte y sólo algunas sobrevivieron constituyéndose en nuestros tipos actuales. Es fácil sentirse inclinado a pensar que los que se impusieron definitivamente, ganaron gracias a su mayor complejidad anatómica, mejor adecuación ecológica, o como resultado de un triunfo en la lucha por la supervivencia. Pero la dificultad principal para adoptar en firme algunas de esas hipótesis, radica en que no se aprecian rasgos específicos y nítidos, propios de  los triunfadores. Por eso nos vemos obligados a suponer que cada tipo o linaje superviviente, ocupa hoy su nicho ecológico en nuestro planeta, más por azar que por cualquier otra cosa, incluida la lucha darwiniana por la existencia. No es descartable, que los miembros de una población, producidos muy abundantemente, tengan la oportunidad de adaptarse en mayor o menor medida a las condiciones del medio ambiente, y que la mayoría de los individuos mejor adaptados y unos pocos de los peor adaptados, consigan sobrevivir y transmitir su patrimonio genético a las siguientes generaciones. Pero esa es una idea demasiado general. Hoy por hoy se tiende a creer que la vida animal pluricelular es el resultado de una restricción en las posibilidades primitivas con lo que eso conlleva de estabilización en las colonias de supervivientes, que en la tradición al uso, que supone una progresiva complejidad morfológica y estructural, así como una expansión ecológica excesivamente uniforme y cuasiordenada.
                   En concordancia con los descubrimientos de Charles Darwin y las ideas gradualistas del geólogo Charles Lyell, el uniformismo llegó a dominar la geología británica de mediados del siglo XIX. No es sorprendente, por tanto, que descartadas las ideas catastrofistas de Cuvier (que imperaban en el continente), el concepto de gradualismo ayudara a fortalecer la implantación de las ideas de El origen de las especies. Como la evolución era considerada un proceso histórico, y la historia aparecía representada en los estratos geológicos de manera uniforme y gradual, se entendió que la vida que había capturada en ellos, también tenía una evolución uniforme y gradual. Esas premisas se convirtieron en unas de las tesis más discutidas del darwinismo y el neodarwinismo. Bien entrado el siglo XX (en la década de los años cincuenta), Julian Husley, uno de los artífices de la síntesis moderna del neodarwinismo, sostenía que "El paleontólogo se enfrenta con formas que cambian continua y gradualmente de características en el transcurso del tiempo, hasta llegar a ser tan distintas que se hacen acreedoras de un nombre nuevo". Esa idea de gradación estaba inspirada en el celebre enfoque darwinista y se basaba fundamentalmente en los problemáticos y, casi siempre, deficientes registros fosilíferos de los estratos geológicos. Aún así, los evolucionistas no se atrevían a contradecir las ideas gradacionistas y siguieron vigentes durante mucho tiempo.
                   Pero según los modelos de especiación actuales, las tendencias que operan en el interior de las estirpes se van fraguando mediante episodios acumulados de especiación súbita o instantánea y no a través de cambios graduales en el seno de las poblaciones continuas. Los modelos de largos períodos de tranquilidad, rotos por repentinos (a escala geológica) períodos de cambio, serían capaces de bloquear la potencial dirección (muy cuestionada en el momento presente) interna de una senda de la vida contemplada por algunos teóricos de la evolución. En otras palabras, no se debería decir que la ausencia de eslabones en la historia de la evolución es achacable a la imperfección del registro y clasificación de fósiles. La verdadera ausencia de eslabones sería atribuible a la propia evolución, no a la ausencia de páginas de la historia. Ese tipo de evolución implica cambios bruscos a gran escala en los organismos. Si había una pauta, sería destruida por la imposición ocasional en el ambiente de cambios catastróficos, o cuando menos, rápidos y profundos. Cualquier supuesta dirección interna podría verse desbaratada por estos cambios ambientales, que al desencadenar la extinción en masa de un elevado número de especies, reorientan la senda de la vida de tal modo que las nuevas pautas parecen inconexas, erráticas y concentradas en episodios, más que claramente definidas y unidireccionales. La vida sufre un impacto por las extinciones en masa que no se pueden considerar azarosas. Los tipos o estirpes que sobreviven en los tiempos normales, lo deben a sus características evolutivamente adaptadas. Sin embargo, cuando la causa desencadenante de la extinción fue repentina y catastrófica, las razones de la supervivencia o desaparición están desligadas del valor originario que tenían ciertos rasgos logrados por evolución, aunque fueran sumamente importantes en las luchas por la supervivencia durante las épocas de evolución tranquila.
                   Las extinciones en masa imprimen su sello particular a la evolución de la vida, dotándola de un carácter imprevisible y accidentado. No es que se niegue la hipótesis de la transformación gradual, sino que, en muchos casos, las contingencias de todo tipo que se presentan y las acciones tan diversas que se producen, no permiten a los linajes adaptar su proyecto con una mínima anticipación y sólo sobreviven los que el azar posibilita que salgan favorecidos por las nuevas condiciones de existencia.
                   Antes de la década de los setenta del pasado siglo, se creía que las extinciones en masa se producían por una intensificación de los acontecimientos geológicos normales, que llevaba, consecuentemente, a una aceleración de las tendencias que ya se manifestaban en tiempos de evolución tranquila. La teoría gradualista trató de explicar esos episodios anómalos como si se tratase de una aceleración en el ritmo de los procesos ordinarios. Alegaban que los mecanismos evolutivos en los que se basa la teoría sintética de la evolución, pueden explicar la formación de muchas razas y especies, siendo suficientes para justificar la tipogénesis (formación con regularidad) que da lugar a unidades sistemáticas de organización más elevada. Los episodios se desarrollaban a lo largo de varios millones de años y era atribuido su carácter repentino de apariciones y desapariciones a la supuesta imperfección del registro fósil. Éste, hipotéticamente, era incapaz de reflejar la intensificación de la lucha por la vida, que debería conducir a la sustitución rápida y eficaz de los linajes menos adaptados.
                   Sin embargo, hay que admitir que hasta los más acérrimos partidarios de la gradación, reconocen que la historia geológica de nuestro planeta es, en ocasiones, brusca en gran escala. La extinción relativamente súbita de miles de especies -incluidos los dinosaurios- al final del período cretácico, por ejemplo, ha sido muy difícil de explicar por los gradacionistas. También la "explosión cámbrica" ocurrida hace seiscientos cincuenta millones de años, en la que hubo una súbita aparición de todos los tipos conocidos de animales (excepto vertebrados) ha traído quebraderos de cabeza a los paleontólogos durante mucho tiempo. Las explicaciones convencionales se han centrado, una vez más, en las supuestas imperfecciones del registro del Precámbrico. Pero las opiniones favorables al cambio repentino del medio ambiente, también resultan controvertidas porque el neodarwinismo es incapaz de dar razón de por qué, en ese caso, la velocidad de la evolución es tan rápida.
                   Viendo el problema desde un ángulo distinto, se sugiere otra forma de contemplar las modalidades evolutivas de pasos rápidos y radicales entres especies o líneas de descendencia sin intervención de etapas intermedias: son las heterocronías. Una relajación del condicionamiento entre diversos estadios de desarrollo evolutivo, podría permitir unos desplazamientos relativos de sucesos que están en el origen de un mecanismo impulsor del cambio que consiste en un desplazamiento temporal en la realización de los distintos órganos y estructuras. Muchos paleontólogos modernos utilizan las heterocronías profusamente para explicar los caminos evolutivos poco definidos. Pero en esos casos es preciso disponer de informaciones adecuadas sobre las ontogenias (las individualidades), lo que es bastante problemático. Puede que haya cierto nivel de comunicación entre planes de organización distintos (piénsese, en lo que hay de común entre las construcciones anatómicas de aves y mamíferos) pero puede también que esas formas intermedias no sean más que fruto de la necesidad lógica de detectar series continuas. Las heterocronías, al dar razón del origen de bruscas apariciones de nuevos linajes sin etapas preparatorias reconocidas sugieren que las discontinuidades paleontológicas son de origen fundamental, y atribuibles a la propia mecánica evolutiva.
                   Sin embargo, las nuevas interpretaciones de las extinciones en masa parecen demostrar, a partir de los descubrimientos de Luis y Walter Álvarez de un impacto de un gran objeto extraterrestre cerca de la península de Yucatán, México, que las aniquilaciones fueron más frecuentes, rápidas y diferentes en sus efectos que las imaginadas hasta ese momento por los paleontólogos. Trabajos posteriores de otros científicos permiten suponer que a lo largo de quinientos treinta millones de años hubo no menos de cinco principales extinciones en masa, lo que da idea de que para entender la senda de la vida debemos fijarnos más en lo que tiene de contingente y aleatoria que de direccional y fácilmente predecible.
                   Si pudiéramos reproducir una arquitectura de la complejidad nos daríamos cuenta de que dado el mínimo espacio existente en los registros fósiles entre la base de partida y el modo bacteriano inicial, sólo cabe esperar una dirección, la del incremento futuro hacia una mayor complejidad. Dadas las innumerables limitaciones y posibilidades que afectan a los organismos, sólo en millones de años de evolución, surge de vez en cuando otro organismo más complejo que, a su vez, extiende el rango de la diversidad en la única dirección disponible. A lo largo de adiciones ocasionales, la distribución de la complejidad se hace más sesgada. Como no son viables todos los tipos de células o de órganos, las adiciones son infrecuentes, episódicas, y ni siquiera nos permiten pensar que constituyen una serie evolutiva. Aunque en esta secuencia hay un hilo conductor de la vida, en la que todas las variantes son posibles, sólo una pequeña proporción mejora el funcionamiento del organismo. Los tipos celulares, órganos o especies que vemos en nuestro derredor, se forman por un abigarramiento de taxones (unidades sistemáticas) tan lejanamente emparentados que sólo el tiempo tan extraordinariamente dilatado en el que los fenómenos se producen posibilita retomar a un organismo ocasional una región vacía en el espacio de la complejidad recién adquirida.
                   Estamos por asegurar que la adquisición de complejidad creciente es una "pseudo tendencia", (puesto que no hay otra opción, salvo la de permanecer estática) fundamentada en la constricción de la base inicial de mínima complejidad. Si aún nos maravillamos ante esa inclinación de la naturaleza a producir complejidad, es porque aunque concibamos a nivel teórico, que hay muchas más maneras posibles de no  estar constituido (es lo más fácil) que de estarlo (lo que implica un mínimo grado de complejidad), lo simple, en la práctica, tendió a extinguirse desde el mismísimo punto cero de la Gran Explosión. El que las cosas sean cada vez más complejas, no es más que una consecuencia de la urdimbre que se teje sin parar, siguiendo las leyes que hay establecidas en el espacio-tiempo gracias a las relaciones físicas simples que inspiraron su nacimiento. El universo ya es de por si una forma física de ser, lo suficientemente compleja, como para dar origen a más complejidad. De ahí se deduce que el progreso no constituye una fuerza propulsora importante de la evolución y, mucho menos que sea quien la gobierne. Tampoco hay pruebas empíricas que demuestren que hay tendencias evolutivas que favorecen un aumento de complejidad cuando, en el seno de ciertos grupos, el linaje fundador empieza suficientemente lejos de la base de complejidad inicial y permite el movimiento en ambos sentidos.
                   Por otra parte, cuando observamos que hay un modo de vida que implica mayor complejidad vemos que, probablemente, siempre se puede contraponer otro ejemplo de otro tipo de similar ventaja, fundamentado en una mayor simplicidad de la forma. Entonces es cuando nos parece que una evolución preferente hacia otras formas más complejas, no es un principio al que debamos adherirnos con fervor. Fijémonos, por ejemplo, en que durante muchos cientos de millones de años de historia evolutiva, el modo bacteriano ha crecido en difusión y se ha mantenido en una posición constante. Las bacterias, además de ser unas triunfadoras en todos los ámbitos donde se asientan, que son más amplios que los de ningún otro grupo, se extienden por el espectro de constituciones bioquímicas más vasto que se conoce. Su variedad y adaptabilidad las hace prácticamente indestructibles, y sin embargo, no han evolucionado ostensiblemente desde los tiempos más remotos.
                   En los seres vivos, como en las máquinas, también se da el principio de retroacción. Su actividad se ve regulada en función de lo que hacen realmente, y no están forzados a actuar por un deber de ser. De lo dicho, se desprende que no hay establecida una conexión necesaria entre la disponibilidad a la variación genética y la capacidad de cambio evolutivo. Cualquier programa genético, por su forma de estar concebido siempre está en orden. La fibra cromosómica, como decía Schrödinger contiene cifrado en una especie de código miniatura, todo el futuro de un organismo, su desarrollo y su funcionamiento..., aunque puede ser modificado casualmente por una mutación espontánea que influye en el orden de una secuencia. El programa tiene nuevas instrucciones, pero eso no quiere decir que vayan a seguirse automáticamente por una población completa. El nuevo "texto nucleico" debe contar con la acción del medio y la experiencia de toda una especie. El medio ejerce su influencia directa, y el efecto retroactivo de la especie se manifiesta directamente por el mecanismo de la reproducción. El organismo controla básicamente el destino evolutivo porque a la acción de criba, ejercida por la selección natural, se le ofrece sólo un limitado cupo de posibilidades de cambio. Si el individuo mutado es capaz de reproducirse más y mejor que los otros especimenes, la mutación es ventajosa y acaba teniendo eficacia multiplicativa, por lo que la especie avanza en esa dirección. En caso contrario, la mutación queda aislada, el organismo no se reproduce o lo hace dificultosamente y acaba por desaparecer. Resultado: la especie sigue inmóvil o, mejor dicho, estabilizada.
                   La selección no discrimina la forma en que llega a expresarse un carácter. Sólo cuenta lo que se hace de forma óptima (desde la perspectiva del comportamiento del "término medio") por reproducción génica, y en el momento y lugar más propicios. Las inconveniencias se evitan ejerciendo una presión multilateral y simultánea sobre la población, lo que impide que puedan filtrarse desviaciones nocivas. La acción se concentra sobre el "último modelo" adoptado, por lo que las vías previas de especialización pueden determinar que las distintas vías de ulterior especialización sean más o menos probables. Pero no se debe caer en el reduccionismo. No todas las realizaciones genéticas son igualmente posibles. Para cada plan de organización hay un número limitado de realizaciones fenotípicas (realización manifiesta del genotipo en un determinado ambiente). La presencia de condiciones unidas a la programación genética y a su tratamiento epigenético tiene un peso específico propio muy considerable, y están implicadas antes de que intervenga la selección exterior al organismo. Podría decirse que no hay aquí un proceso evolutivo propiamente dicho. El sistema esta organizado en niveles funcionales interconectados que constituyen el genoma (o conjunto organizado de genes), y determina los límites de competencia-umbral en los que se produce el juego selectivo. La selección ejerce una presión direccional más o menos fuerte y va desplazando la media de generación en generación, según sea necesario adaptarse en la medida de lo posible a las nuevas circunstancias cambiantes. Pero en todo momento, se manifiestan los mecanismos correctores de las tendencias demasiado libres de los genes, y que los convierten en miembros de un grupo que actúa correlacionadamente.
                   Hay, pues, una relación, una "conexión" entre la selección natural y las pautas  ontogenéticas. Ésta relación existe, la conozcamos o no. De hecho, nada nos impide considerar el organismo como un mensaje (en palabras de Wiener). A lo que podemos añadir que las especies evolucionan de manera que, futuriblemente, el mensaje esté en "buenas manos" (las de la selección natural); si no es así, no lo transmiten. Todo un fundamento para la biocibernética.        

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