39-LA EVOLUCIÓN DE LA VIDA
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"La ley de la evolución tiene un aspecto severo y opresivo, y
provoca temor a los espíritus timoratos o limitados, pero sus principios son
justos, y quienes los estudian llegan a ser sabios. Comprendiendo sus reglas,
los hombres se elevan por encima de ellos mismos y pueden aproximarse a lo
sublime."
Khalil Gibrán (Obras escogidas)
¿Qué papel desempeña la necesidad en la
evolución de los seres vivos, cuando ésta parece
que toma una senda de complejidad creciente
si se considera en su globalidad? Deberíamos decir (y mejor aún, pensar)
que un ser
vivo tiene sus necesidades funcionales cubiertas por el mero hecho de vivir.
Todo lo demás son compulsiones y determinismos que contribuyen a la constitución tanto
de ellos como
de todas las
demás cosas. Sus manifestaciones, expresadas en multitud de casos particulares,
derivan del
estímulo original común a todos los organismos vivientes e incluso circunstancias previvientes. La necesidad nunca
adquirió autonomía, por más que se recurra a las
sucesiones de
causas fortuitas para justificar la creencia en tal
fenómeno. No se repara en que los sucesos al azar se justifican por la existencia de efectos per accidens cuya producción
se debe a la conjunción
de causas inicialmente independientes y desconocidas, pero que ontológicamente no solo son
perfectamente posibles, sino que además, son originarias de efectos aditivos
(entre si y con otras causas).
Según eso, la evolución actúa en una primera fase originando el órgano o, mejor, la nascencia de éste, pero es el organismo el que dinamiza las cosas, ayudando de forma continua con sus tendencias,
apetitos, deseos, impulsos, perentoriedades....en suma, la totalidad de la masa dinámica se
"mueve" por las compulsiones externas, sus determinantes intrínsecos y la presión de la "acción
selectiva". Dejando por sentado que,
necesariamente, todo ser vivo debe adaptarse a
los principios físicos, y que incluso se halla
constreñido por ellos, cuando aparece un nuevo órgano el ser vivo dispone de
nuevas posibilidades de actuación, pero como verdaderamente aquél experimenta
promoción es según la urgencia que éste tenga por usarlo.
Debe quedar claro que siempre el cambio físico precede al del
comportamiento, aunque parezca observárseles sincronizados, y Lamarck y otros muchos pensasen que era al revés. En un punto, no obstante, los lamarckistas sí tienen razón. El cambio físico (que da
lugar al cambio
de comportamiento), no siempre se inscribe genéticamente, por lo que en este
caso hereditariamente carece de valor... pero el
comportamiento, a pesar de esa eventualidad,
incide de manera didáctica en el comportamiento de los descendientes, con lo que facilita el camino a una posible mutación
que lo consolide hereditariamente. Esa
sutileza evolutiva confundió a la humanidad durante siglos, haciendo creer que la necesidad o incluso la forma de lucha
contra la
adversidad tiraban del órgano con el fin de mejorarlo. No es ésa la única causa de error.
Lamarck daba por hecho cierto (y Darwin tenía sus dudas al
respecto) la
transmisión hereditaria de las modificaciones (los caracteres adquiridos). Pero las modificaciones no se inscriben en ningún gen
particular, puesto que son respuestas individuales a las imposiciones del medio
ambiente.
Como decimos, las modificaciones
individuales que suponen una respuesta puntual a un entorno medioambiental localmente restringido, no se
heredan. Se transmiten hereditariamente las mutaciones seleccionadas que permiten la adaptación de toda la especie. La gran novedad que
aportó Darwin fue quizá la de instaurar el pensamiento de la diferencia individual. La diferencia individual unida a la selección natural
no se sabe hasta donde puede llegar pero puede ser muy lejos. Sin embargo, las mutaciones fortuitas o
espontáneas, que son las que hacen avanzar
la evolución, no tienen nada que ver con el
comportamiento que el individuo sigue durante su vida. La selección natural, por tanto, constituye un principio de adaptación
local, pero no de progreso general.
Muy probablemente, la evolución biológica pueda ser tachada de meramente oportunista, pues se halla sin duda
estrechamente vinculada a las variaciones del medio ambiente, y a otros componentes de otras comunidades biológicas que
comparten el ecosistema.
En cualquier caso,
hay que insistir en la naturaleza multifactorial del cambio evolutivo y en la insuficiencia de la selección natural para explicar todas las particularidades de
éste. El
cambio evolutivo requiere la presencia de un gran número de mutaciones que, surgidas
independientemente en pequeñas poblaciones separadas, han de quedar fusionadas de algún modo posteriormente,
puesto que se considera muy difícil que en una misma población restringida en cuanto a componentes, puedan
llegar a acumularse de forma efectiva. Los saltos evolutivos que a veces se aprecian corresponden
según eso a reunificaciones de poblaciones parciales que habían permanecido
separadas por mucho tiempo. El cruzamiento o fusión de subespecies que ya casi estaban escindidas
totalmente puede permitir la combinación de cambios o alteraciones genéticas muy contrastadas en su eficacia para
ser sometidas con éxito espectacular a la acción de la selección natural. Ésta,
a través del azar
y de las
interacciones de los organismos y sus medios, determina una ruptura en el equilibrio de las
poblaciones. Esa ruptura no está inspirada por la idea de progreso (ni tampoco de
regresión). La variación es absolutamente azarosa, y los nuevos ejemplares
reaccionan bien o mal según las condiciones de existencia, que, como es lógico, siempre les vienen impuestas.
Aunque la selección no actúa con la idea de progreso, éste
parece observarse. ¿No hay contradicción? La contradicción sólo se contempla si consideramos por
progreso la
idea de perfeccionamiento. Las estructuras biológicas no se perfeccionan, sino que se
adicionan en función de la práctica irreversibilidad de los hechos contingentes (no necesarios
para la
consecución de un
fin), regidos por las leyes de la mecánica estadística. En todo este proceso, los elementos aleatorios y caóticos impregnan las redes y las cadenas de
acontecimientos con lo que la senda por la que la evolución transcurre no está en absoluto predeterminada.
No hay lugar marcado para cada ser que aparece en la cadena evolutiva. La dirección, por
tanto, no precede a la realización; lo único que ocurre es que la
naturaleza por puro automatismo favorece lo ya existente. A la larga, la selección es la coordinadora general de la
acción irreversible del tiempo. Reproducción y
acción unidireccional del tiempo proyectan para
siempre una dirección específica para cada población animal. Así se protege la invarianza y se adopta lo nuevo, se
elabora lo semejante y lo desemejante. Sin duda,
hay muchas características predecibles en la senda que sigue la vida, a partir de las leyes de la naturaleza pero no
con la exactitud que quisiéramos
a la hora
de evaluar los
resultados de la evolución. En
cualquier caso, regularidad y fluctuación limitan el impulso posibilista al sometimiento que imponen los efectos derivados de una selección que obliga a vivir en condiciones determinadas,
lugares delimitados y junto a seres que enriquecen aún más las circunstancias del entorno.
Sin embargo, el sólo poder de adaptación
al medio
ambiente no permite explicar la diversificación tan plural de las estructuras
biológicas. El medio
interno (delimitado por una estructura biológica de una especie cualquiera) no deja de ser un medio externo que se ha
introvertido y que, en cierto modo, también impone sus condiciones
(aunque no plantea exigencias), de manera que la vida se crea a sí misma una forma apropiada a las condiciones que le son dadas. Adaptarse
según eso, y como
dice Bergson, no consiste sólo en repetir, sino en replicar lo que ya es muy
diferente.
Adaptarse no es sinónimo de especialización (aunque pueda serlo en determinados casos específicos), sino de la extracción de las posibilidades máximas que,
dado el entorno
y la
riqueza organizativa interna de las especies, tienen permitido. La apertura de un espacio vital propio de una especie, ocurre
cuando llega a producirse un nuevo modelo estructural que, por alguna situación
excepcional, aparece dotado de nuevas capacidades. Durante un cierto periodo de tiempo, la ausencia de
adversarios o
depredadores y
la falta de
competencia por parte de sus antiguos congéneres dejan libre a la nueva especie de la presión que ejerce la selección natural. Algo
similar sucede también cuando una nueva especie irrumpe en un entorno ecológico amplio, deshabitado y favorable.
En esos casos parece como si la naturaleza
permitiera cualquier forma rara y caprichosa, pues muchos
organismos mutantes, que imperando otras circunstancias hubieran tenido muy
pocas probabilidades de prosperar, encuentran ahora todos los elementos que les permiten sobrevivir,
como fuentes de alimentación, facilidades para procrear y un nicho vital propio,
desde el que
hacer frente a sus competidores con garantías de éxito. La nueva situación posibilita a la especie una libertad de
experimentación impensable en otras condiciones, si bien es verdad, que no por
mucho tiempo, pues dadas esas disponibilidades, muy pronto quedarán ocupados
todos los nichos
ecológicos útiles puestos al alcance de dicha especie. Incluso
aunque todos los
nichos ecológicos se encuentren ocupados, una mutación en principio negativa puede implantarse con éxito, si la facultad afectada
por tal mutación no está sometida a la presión de la selección natural. Fue
así como, por ejemplo, los ojos del topo llegaron a atrofiarse, puesto que no ofrecían
ninguna ventaja frente a la selección. Las mutaciones se producen constantemente y en todas direcciones.
De ese modo, y como norma general, es como se perfeccionan los órganos y sus funciones, y también como se
conservan. Pero el medio interno renuncia en infinidad de ocasiones a la línea adaptativa
sugerida por las condiciones impuestas. La presencia de órganos atrofiados y abortados corrobora lo dicho. Los machos del Homo
Sapiens (como los de otras muchas especies) tienen mamas rudimentarias. Las serpientes tienen un pulmón muy poco
desarrollado. Muchas especies de aves tienen una
clase de alas tan sumamente rudimentaria, que no pueden
remontarse en vuelo.
Cierto es que el medio externo bien pudo variar en su oferta global de
condiciones, o, mejor, en algunos aspectos de esa oferta, pero es importante tener en
cuenta que la
proyección teleonómica de un sistema orgánico
cualquiera no se reorganiza con absoluto automatismo a las condiciones cambiantes. Dicha proyección puede
descartar, y de
hecho descarta, las opciones que se le ofrecen. Y también al revés. Incluso puede sacar provecho insospechado de
órganos que, por el cambio de costumbres, se han vuelto inútiles o perjudiciales para un objeto. Así es como un remoto antepasado nuestro, provisto de branquias, vejiga
natatoria y miembros en forma de
aleta abandonó su vida acuática, en teoría, más apropiada para su
desenvolvimiento. Su entorno vital se le quedó estrecho porque su proyecto teleonómico iba más
lejos, es decir, poseía unas capacidades sobrevenidas, muy aptas para un inicio de adecuación al nuevo medio
aeroterrestre.
Los organismos no pueden
adquirir ningún carácter al que hereditariamente no estén predispuestos, dado que su proyecto
está cuidadosamente oculto en la trama de toda una especie. Así es como
Darwin, que diagnosticó tan acertadamente los procesos de cambio,
los suponía, sin embargo, debidos a la influencia directa
de las
condiciones externas sobre los caracteres hereditarios. El mecanismo de la herencia, más tarde se supo, se basa, en las aquilatadas
propiedades de una estructura molecular en las que la necesidad, en palabras de François Jacob, está exorcizada.
Es preciso considerar que todas las especies están
siempre en la
encrucijada de las múltiples opciones; sin
embargo, el camino que al final eligen nos puede hace creer que tales encrucijadas
no existen. Su proyecto puede cambiar
evidentemente, pero lo que habitualmente
hacen es reorientarlo o extinguirse. Las ramas evolutivas se bifurcan, pero no zigzaguean
pronunciadamente. No hay finalidad, pero si
dirección y sentido,
que no casualmente coinciden con las flechas temporal y termodinámica, lo que impregna de
vectorialismo a la sucesión de los hechos evolutivos. En
cierto modo, azar y necesidad determinante parecen colaborar (siquiera de
forma imprecisa) porque la mecánica estadística da siempre una idea aproximada de
los
fenómenos. Los nuevos
seres se encuentran frente (o a favor, pero siempre sumidos en las situaciones) a
condiciones de existencia cuando han hecho su aparición. Es entonces cuando organismo y medio se eligen
mutuamente y
establecen sus interacciones. Esas
interacciones siempre tienen un carácter novedoso, porque el paso del tiempo marca las diferencias. La irreversibilidad trae aparejada la complejidad
creciente de los
procesos y en
esa forma parece observarse el llamado progreso. Lo compulsivo en particular y el determinismo en general se engarzan con lo posible, y así se compone una trayectoria, un frente de avance
filogenético.
Todos los grandes tipos de
organización biológica son increíblemente antiguos. Su historia es muy dilatada
a lo largo del tiempo, lo cual no impide que sus
representantes varíen con gran dinamismo unos, y extremada lentitud otros. La naturaleza solo experimenta con unos pocos ejemplares y la mayoría de los experimentos dan
resultados inviables que se desechan y no llegan a ser producidos en serie. Sólo en ocasiones, un modelo nuevo irrumpe exitosamente en el panorama evolutivo y en unas pocas
generaciones, una especie animal se consolida y origina un tipo de animal
definitivamente adaptado a su medio ambiente. Tras
esa fase de experimentación y adaptación se produce, generalmente, la reproducción masiva de
la nueva
organización estructural. Así se producen fenómenos tan dispares como los trilobites y los arqueoptérix.
Los primeros
eran unos
artrópodos marinos propios del Paleozoico, que existieron por millones e incluso por miles de
millones, como lo prueba que son los fósiles más abundantes en el fondo del mar. Esos organismos aparecieron
hace aproximadamente seiscientos millones de años, se extinguieron hace unos doscientos millones
de años y
son tan abundantes, que se conocen más de doscientas cincuenta variedades.
Por su parte, los ejemplares de arqueoptérix (considerado un eslabón en la línea evolutiva de los reptiles a las aves actuales) que
se conocen son muy escasos, lo que demuestra que fueron animales que constituían una efímera fase de
transición producida entre poblaciones muy pequeñas y con un hábitat muy limitado.
Si queremos entender las
secuencias o episodios y las generalidades de la senda de la vida debemos basarnos, más allá de cualquiera de los principios de la teoría evolutiva,
en el examen
paleontológico de los modelos contingentes de la historia real, ya que ellos fueron los únicos representantes significativos de versiones
cristalizadas entre los millones de alternativas posibles. Aunque hay rasgos prominentes del registro
paleontológico, no quiere decirse ni mucho menos, que la historia de la vida sea un proceso predecible. Las pautas de las épocas consideradas normales, es decir de complejidad
gradualmente creciente y sin sobresaltos, pueden verse afectadas repentinamente por
diversas circunstancias. Las principales son, sin duda, la concentración de los hitos más destacados
en breves fogonazos separados por intervalos prolongados de una relativa
estabilidad, y el relevante papel de las condiciones externas,
singularmente, el
de las que provocaron las extinciones masivas.
En cualquier caso, es evidente la constancia de la complejidad modal en todos los episodios de la historia de la vida.
Paleontológicamente, podría extraerse una media del ritmo de la evolución
examinando distintas series filogenéticas y tomando como base la riqueza fosilífera de ciertas formaciones geológicas. En ese sentido, es
obvio que la selección
natural existe y que determina la dirección que toma la adaptación. Pero ese es el aspecto más claro y menos interesante de la evolución. Lo importante es lo que limita los cambios, lo que sujeta las posibilidades y fija el resultado último de la selección que opera en
los seres vivos.
No podemos entrar a detallar específicamente cuales
fueron las variables
aleatorias y las mutaciones que fueron capaces de provocar cambios en las distintas especies.
Pero si que podemos decir que esos cambios se produjeron y fueron intensos aunque
con distintos
ritmos. El transcurso
del tiempo
evolutivo, por ejemplo, ha sido algo más de cinco millones de años para los caballos (que constituyen
un caso singular
de adaptación "vertiginosa”) y los calicotéridos (mamíferos que se extinguieron por completo),
de seis millones y medio de años para los carnívoros, de veinte millones para los amonites (cefalópodos)
antiguos y de
setenta y
ocho para los
lamelibranquios. Aún con la relatividad del valor de estas cifras, se observa que los mamíferos han
evolucionado tres veces más deprisa que los cefalópodos y doce veces más rápidamente que los moluscos bivalvos.
También hay numerosos y significativos casos de paralización evolutiva: los triops, escorpiones, peripatos,
límulos, cucarachas, língulas, dipnoos e isópodos en los que los ejemplares actuales son casi idénticos a los muy remotos.
¿Por
qué en unos casos la
estabilidad en las especies aparecidas es
casi completa, mientras que en otros sólo hay una
presencia que se supone fugaz, en el devenir
biológico? Es evidente que la evolución se
profundiza en aquellos frentes en los que la riqueza o carga de diversidad organizativa de una especie se conjuga con su flexibilidad para
adaptarse a los cambios. Según este concepto
de selección un
tanto específica, una especie muy adaptable, tiene más probabilidades de
sobrevivir a largo plazo, que otra
especializada, menos flexible. Eso
explicaría, por ejemplo, que muchos mamíferos superiores, relativamente
especializados, como los antílopes, parezcan
tener una
presencia más breve en el panorama evolutivo de las especies, que cualquier otra que se refiera a alguna
clase de bacteria, por modesta que sea su organización. La selección
específica parece ofrecer ciertos visos de realidad, pero la base teórica no es
muy sólida y habría
que redefinir de nuevo las ideas.
A ese respecto, el mismo medio podría ser
calificado, valga la paradoja, de coercitivo y
flexible, y una vez señalada esas características, hay que dejar claro,
que pese a todo, ejerce siempre su implacable determinismo. El nautilus, por ejemplo, es un molusco cefalópodo que
vive a unos
quinientos metros de profundidad, en las aguas donde se unen el océano Índico y el Pacífico. Es un auténtico "fósil viviente" que no sería justo
decir que se metió en un callejón sin salida evolutiva, sino que agotó sus
posibilidades en ese sentido, dada la trayectoria que comenzó a seguir. Su corta proyección teleonómica asegura la estabilidad ontogenética. El medio marino es tan rico en posibilidades, que en cierto
modo, es permisivo, al admitir la gran variedad de formas y especies que alberga. Al mismo tiempo, es tan coercitivo que el nautilus no
puede dejar de ser lo que es, aunque, por supuesto, eso no quiere decir que
sus necesidades funcionales no estén perfectamente cubiertas. En condiciones ambientales constantes, el promedio, como ideal de
adaptación, sigue siendo el nivel óptimo para una población. En el caso del nautilus o
de cualquier otro "fósil viviente" las mutaciones serían
sólo factores discordantes, y sus portadores rápidamente identificados y eliminados por la selección natural.
El prototipo ideal de la especie se corresponde con una combinación de caracteres que la presión de la selección
estabilizadora, en ausencia de cambios ambientales, se encarga de proteger.
Las especies, ya lo
hemos dicho, no evolucionan en pos de su perfección estructural sino de su
optimización adaptativa; por eso unas líneas se profundizan tanto y otras tan poco.
Aún con esas explicaciones no acertaríamos a
comprender la estabilidad genética de que
hacen gala unas especies y la
inestabilidad tan acusada de otras, que repercute en su capacidad de avance
estructural. La sensación
de que la
vida evoluciona hacia una mayor complejidad obedece,
probablemente, a un sesgo de inspiración en exceso localista cual es el de nuestra propia
especie. Tampoco es descartable el que hayamos dedicado
demasiada atención a los organismos complejos y que desestimemos otras estirpes que se adaptan
perfectamente al adquirir
otras formas más sencillas.
En las nuevas representaciones del
árbol de la vida, se muestra que las formas anatómicas alcanzaron su máxima diversidad en los primeros momentos de la historia
pluricelular. Fue una auténtica explosión vital de la que los tiempos posteriores dan
fe, así como de la extinción de la mayoría de esos ensayos iniciales y del triunfo espectacular de
las
estirpes supervivientes. Sin embargo, ese éxito
se mide por la generosa abundancia de especies que se sucedieron, pero no por el desarrollo de nuevas anatomías más
sofisticadas. En la actualidad hay
difundidas más especies de las que nunca hubo, pero se encuentran restringidas en torno
a un número
menor de anatomías básicas. Hay poblaciones compuestas por miles de millones de
bacterias, por millones de langostas, por miles de topos, por cientos de osos,
por decenas de águilas...Es cierto, que las grandes poblaciones suelen dividirse en pequeñas
poblaciones locales denominadas demos (del griego, pueblo, comunidad). Además en una población se da un continuo intercambio
genético que constituye un flujo de genes, responsable de que los factores hereditarios
constituyan un
patrimonio genético. Pero la química del origen de la vida y la física de la autoorganización habían ya impuesto a los primeros seres vivos un punto de partida
físicamente limitado. Ellos surgieron en el límite inferior y mínimo de la complejidad requerida y posible de la vida.
Se
desconoce por qué las formas de los experimentos iniciales se extinguieron en gran
parte y sólo algunas sobrevivieron
constituyéndose en nuestros tipos actuales. Es
fácil sentirse inclinado a pensar que los que se impusieron definitivamente, ganaron gracias a su
mayor complejidad anatómica, mejor adecuación ecológica, o como resultado de un triunfo en la lucha por la supervivencia.
Pero la dificultad principal para adoptar en firme algunas de
esas hipótesis, radica en que no se aprecian rasgos específicos y nítidos, propios de los triunfadores. Por eso
nos vemos obligados a suponer que cada tipo o linaje superviviente, ocupa hoy su nicho ecológico en
nuestro planeta, más por azar que por cualquier otra cosa, incluida la lucha darwiniana
por la existencia. No es descartable, que los miembros de una población, producidos muy abundantemente, tengan la oportunidad de
adaptarse en mayor o menor medida a las condiciones del medio ambiente, y que la mayoría de los individuos mejor adaptados y unos pocos de los peor adaptados,
consigan sobrevivir y transmitir su patrimonio genético a las siguientes
generaciones. Pero esa es una idea demasiado
general. Hoy por hoy se tiende a creer que la vida animal
pluricelular es el resultado de una restricción en las posibilidades primitivas con lo que eso conlleva de estabilización en las colonias de
supervivientes, que en la tradición al uso, que supone una progresiva complejidad morfológica y estructural, así como
una
expansión ecológica excesivamente uniforme y cuasiordenada.
En concordancia con los descubrimientos de Charles Darwin y las ideas gradualistas del geólogo Charles Lyell, el uniformismo llegó a
dominar la geología
británica de mediados del siglo XIX. No es sorprendente, por tanto, que descartadas las ideas
catastrofistas de Cuvier (que imperaban en el continente), el concepto de gradualismo ayudara a fortalecer la implantación de las ideas de El origen de las especies. Como la evolución era considerada un proceso histórico, y la historia aparecía representada en los estratos geológicos de
manera uniforme y gradual, se entendió que la vida que había capturada en ellos, también tenía una evolución uniforme y gradual. Esas premisas
se convirtieron en unas de las tesis más discutidas del darwinismo y el neodarwinismo. Bien entrado el siglo XX (en la década de los años cincuenta), Julian
Husley, uno de
los artífices
de la
síntesis moderna del neodarwinismo, sostenía que "El paleontólogo se enfrenta
con formas
que cambian continua y gradualmente de características en el transcurso del tiempo, hasta llegar a
ser tan distintas que se hacen acreedoras de un nombre nuevo". Esa idea de gradación estaba
inspirada en el
celebre enfoque darwinista y se basaba fundamentalmente en los problemáticos y, casi siempre,
deficientes registros fosilíferos de los estratos geológicos. Aún así, los evolucionistas no se
atrevían a contradecir las ideas gradacionistas y siguieron vigentes
durante mucho tiempo.
Pero según los modelos de especiación actuales, las tendencias que operan
en el interior de las estirpes se van fraguando mediante episodios acumulados de
especiación súbita o instantánea y no a través de cambios graduales en el seno de las poblaciones
continuas. Los
modelos de largos períodos de tranquilidad, rotos por repentinos (a escala
geológica) períodos de cambio, serían capaces de bloquear la potencial dirección
(muy cuestionada en el momento presente) interna de una senda de la vida contemplada
por algunos teóricos de la evolución. En otras
palabras, no se debería decir que la ausencia de eslabones en la historia de la evolución es achacable a la imperfección del registro y clasificación de fósiles. La verdadera ausencia de eslabones
sería atribuible a la propia evolución, no a la ausencia de páginas de la historia. Ese tipo de evolución implica cambios bruscos a
gran escala en los organismos. Si había una pauta, sería destruida por la imposición ocasional en el ambiente de cambios
catastróficos, o cuando menos, rápidos y profundos. Cualquier
supuesta dirección interna podría verse desbaratada por estos cambios
ambientales, que al desencadenar la extinción en masa de un elevado número de especies, reorientan la senda de la vida de tal modo
que las
nuevas pautas parecen inconexas, erráticas y concentradas en episodios, más que claramente definidas y unidireccionales.
La vida sufre un impacto por las extinciones en
masa que no se pueden considerar azarosas. Los tipos o estirpes que sobreviven en los tiempos normales, lo
deben a sus características evolutivamente adaptadas. Sin embargo, cuando la causa
desencadenante de la extinción fue repentina y
catastrófica, las razones de la supervivencia o
desaparición están desligadas del valor originario que tenían ciertos rasgos logrados por
evolución, aunque fueran sumamente importantes en las luchas por la supervivencia
durante las
épocas de evolución tranquila.
Las extinciones en masa
imprimen su sello particular a la evolución de la vida, dotándola de un carácter imprevisible y accidentado. No es que se niegue la hipótesis de la transformación
gradual, sino que, en muchos casos, las contingencias de todo tipo que se presentan y las acciones tan
diversas que se producen, no permiten a los linajes adaptar su proyecto con una mínima anticipación
y sólo
sobreviven los
que el azar
posibilita que salgan favorecidos por las nuevas condiciones de existencia.
Antes de la década de los setenta del pasado siglo, se creía que las extinciones en masa se
producían por una intensificación de los acontecimientos geológicos normales, que llevaba,
consecuentemente, a una aceleración de las tendencias que ya se manifestaban en tiempos de
evolución tranquila. La teoría gradualista trató de explicar esos episodios
anómalos como si se tratase de una aceleración en el ritmo de los procesos ordinarios. Alegaban que los mecanismos evolutivos
en los que se
basa la
teoría sintética de la evolución, pueden explicar la formación de muchas razas y especies, siendo
suficientes para justificar la tipogénesis (formación con regularidad) que da
lugar a unidades sistemáticas de organización más elevada. Los episodios se
desarrollaban a lo largo de varios millones de años y era atribuido su
carácter repentino de apariciones y desapariciones a la supuesta imperfección del registro fósil. Éste, hipotéticamente, era incapaz de
reflejar la
intensificación de la lucha por la vida, que debería conducir a la sustitución rápida y eficaz de los linajes menos
adaptados.
Sin embargo, hay que admitir que hasta los más acérrimos partidarios de la gradación,
reconocen que la historia geológica de nuestro planeta es, en ocasiones,
brusca en gran escala. La extinción
relativamente súbita de miles de especies -incluidos los dinosaurios- al final del período cretácico, por
ejemplo, ha sido muy difícil de explicar por los gradacionistas. También la "explosión cámbrica" ocurrida hace seiscientos
cincuenta millones de años, en la que hubo una súbita aparición de todos los tipos conocidos de animales
(excepto vertebrados) ha traído quebraderos de cabeza a los paleontólogos durante
mucho tiempo. Las explicaciones convencionales se han centrado, una vez más, en las supuestas
imperfecciones del registro del Precámbrico. Pero las opiniones
favorables al cambio
repentino del
medio ambiente, también resultan controvertidas porque el neodarwinismo es
incapaz de dar razón de por qué, en ese caso, la velocidad de la evolución es tan rápida.
Viendo el problema desde un ángulo distinto, se sugiere otra forma de contemplar las modalidades
evolutivas de pasos rápidos y radicales entres especies o líneas de descendencia sin
intervención de etapas intermedias: son las heterocronías. Una relajación del condicionamiento entre diversos estadios de desarrollo
evolutivo, podría permitir unos desplazamientos relativos de sucesos que están en el
origen de un
mecanismo impulsor del cambio que consiste en un desplazamiento temporal en la realización de los distintos órganos y estructuras. Muchos paleontólogos modernos utilizan las heterocronías
profusamente para explicar los caminos evolutivos poco definidos. Pero en esos casos es
preciso disponer de informaciones adecuadas sobre las ontogenias (las individualidades),
lo que es bastante problemático. Puede que
haya cierto nivel de comunicación entre planes de organización distintos
(piénsese, en lo que hay de común entre las construcciones anatómicas de aves y mamíferos) pero puede
también que esas formas intermedias no sean más que fruto de la necesidad lógica de
detectar series continuas. Las heterocronías, al dar razón del origen de bruscas apariciones de nuevos linajes sin etapas
preparatorias reconocidas sugieren que las discontinuidades paleontológicas son de origen
fundamental, y
atribuibles a la propia mecánica evolutiva.
Sin embargo, las
nuevas interpretaciones de las extinciones en
masa parecen demostrar, a partir de los descubrimientos de Luis y Walter Álvarez de un impacto de un gran objeto
extraterrestre cerca de la península de Yucatán, México, que las aniquilaciones
fueron más frecuentes, rápidas y diferentes en sus efectos que las imaginadas hasta
ese momento por los paleontólogos. Trabajos posteriores de otros científicos
permiten suponer que a lo largo de quinientos treinta millones de años hubo no
menos de cinco principales extinciones en masa, lo
que da idea de que para entender la senda de la vida debemos fijarnos más en lo que tiene de contingente y aleatoria que de direccional
y
fácilmente predecible.
Si pudiéramos reproducir una arquitectura de la complejidad nos daríamos cuenta de que dado el mínimo espacio
existente en los
registros fósiles entre la base de partida y el modo bacteriano inicial, sólo cabe esperar una dirección, la del incremento futuro
hacia una
mayor complejidad. Dadas las innumerables
limitaciones y
posibilidades que afectan a los organismos, sólo en millones de años de evolución, surge
de vez en cuando otro organismo más complejo que, a su vez, extiende el rango de la diversidad en la única dirección
disponible. A lo largo de adiciones ocasionales, la distribución de la complejidad se hace
más sesgada. Como no son viables todos los tipos de células o de órganos, las adiciones son infrecuentes, episódicas, y ni siquiera nos
permiten pensar que constituyen una serie evolutiva. Aunque en esta secuencia hay un hilo conductor de la vida, en la que todas las variantes son
posibles, sólo una pequeña proporción mejora el funcionamiento del organismo. Los tipos celulares,
órganos o especies
que vemos en nuestro derredor, se forman por un abigarramiento de taxones (unidades sistemáticas) tan
lejanamente emparentados que sólo el tiempo tan extraordinariamente dilatado en el que los fenómenos se producen
posibilita retomar a un organismo ocasional una región vacía en el espacio de la complejidad recién adquirida.
Estamos por asegurar que
la adquisición de complejidad creciente es una "pseudo tendencia", (puesto que no hay otra opción, salvo la de permanecer
estática) fundamentada en la constricción de la base inicial de mínima complejidad. Si aún nos maravillamos ante esa inclinación de la naturaleza a
producir complejidad, es porque aunque concibamos a nivel teórico, que hay
muchas más maneras posibles de no estar
constituido (es lo más fácil) que de estarlo (lo que implica un mínimo grado de complejidad), lo simple, en la práctica, tendió a
extinguirse desde el mismísimo punto cero de la Gran Explosión.
El que las cosas sean cada
vez más complejas, no es más que una consecuencia de la urdimbre que se teje sin parar, siguiendo las leyes que hay
establecidas en el espacio-tiempo gracias a las relaciones físicas simples que inspiraron su nacimiento. El universo ya es de por si una forma física de ser, lo suficientemente compleja, como para dar origen a más
complejidad. De ahí se deduce que el progreso no constituye una fuerza propulsora
importante de la evolución y, mucho menos que sea quien la gobierne. Tampoco hay
pruebas empíricas que demuestren que hay tendencias evolutivas que favorecen un aumento de complejidad
cuando, en el seno de ciertos grupos, el linaje fundador empieza suficientemente lejos de la base de complejidad
inicial y
permite el
movimiento en ambos sentidos.
Por
otra parte, cuando observamos que hay un modo de vida
que implica mayor complejidad vemos que,
probablemente, siempre se puede contraponer
otro ejemplo de otro tipo de similar ventaja, fundamentado en una mayor
simplicidad de la forma. Entonces es cuando
nos parece que una evolución preferente hacia otras formas más complejas,
no es un
principio al
que debamos adherirnos con fervor. Fijémonos, por ejemplo, en que
durante muchos cientos de millones de años de historia evolutiva, el modo bacteriano ha crecido
en difusión y
se ha mantenido en una posición constante. Las bacterias, además de ser unas triunfadoras en todos los ámbitos donde se asientan, que son más amplios que los de ningún otro grupo, se
extienden por el
espectro de constituciones bioquímicas más vasto que se conoce. Su variedad y adaptabilidad las hace prácticamente
indestructibles, y sin embargo, no han evolucionado ostensiblemente desde los tiempos más remotos.
En los seres vivos, como en las máquinas, también se da el principio de retroacción. Su actividad se ve regulada en
función de lo que hacen realmente, y no están forzados a actuar por un deber de ser.
De lo dicho, se desprende que
no hay establecida una conexión necesaria entre la
disponibilidad a la variación genética y
la capacidad de cambio evolutivo. Cualquier programa genético, por su forma de estar
concebido siempre está en orden. La fibra cromosómica, como decía Schrödinger contiene
cifrado en una especie de código miniatura, todo el futuro de un organismo, su desarrollo y
su funcionamiento..., aunque puede ser
modificado casualmente por una mutación espontánea que influye en el orden de una secuencia. El programa tiene nuevas
instrucciones, pero eso no quiere decir que vayan a seguirse automáticamente
por una
población completa. El nuevo "texto nucleico" debe contar con la acción del medio y la experiencia de toda una especie. El medio ejerce su
influencia directa, y el efecto retroactivo de la especie se manifiesta directamente por el mecanismo de la reproducción.
El organismo controla básicamente el destino evolutivo
porque a la acción
de criba, ejercida por la selección natural, se le
ofrece sólo un
limitado cupo de posibilidades de cambio. Si
el individuo mutado es capaz de reproducirse más y mejor que los otros especimenes, la mutación es
ventajosa y
acaba teniendo eficacia multiplicativa, por lo que la especie avanza en
esa dirección. En caso contrario, la mutación
queda aislada, el organismo no se reproduce o lo hace dificultosamente y
acaba por desaparecer. Resultado: la especie sigue
inmóvil o, mejor dicho, estabilizada.
La selección no
discrimina la
forma en que llega a expresarse un carácter. Sólo cuenta lo que se hace de forma óptima (desde la perspectiva del comportamiento del "término
medio") por reproducción génica, y en el momento y lugar más propicios. Las inconveniencias se evitan ejerciendo una presión
multilateral y
simultánea sobre la población, lo que impide que puedan filtrarse desviaciones nocivas. La acción se concentra sobre el "último modelo" adoptado, por lo que las vías previas de
especialización pueden determinar que las distintas vías de ulterior especialización sean más o
menos probables. Pero no se debe caer en el
reduccionismo. No todas las realizaciones
genéticas son igualmente posibles. Para cada plan de
organización hay un número limitado de realizaciones fenotípicas (realización
manifiesta del
genotipo en un
determinado ambiente). La presencia de condiciones unidas a la programación
genética y
a su tratamiento epigenético tiene un peso específico propio muy considerable, y están implicadas antes
de que intervenga la selección exterior al organismo. Podría decirse que no hay aquí un proceso evolutivo
propiamente dicho. El sistema esta organizado en niveles funcionales
interconectados que constituyen el genoma (o conjunto organizado de genes), y determina los límites de
competencia-umbral en los que se produce el juego selectivo. La selección ejerce una presión direccional más o menos fuerte y va desplazando la media de generación en generación, según sea necesario
adaptarse en la medida de lo posible a las nuevas circunstancias cambiantes. Pero en todo momento, se manifiestan los mecanismos correctores
de las
tendencias demasiado libres de los genes, y que los convierten en miembros de un grupo que actúa correlacionadamente.
Hay, pues, una relación, una "conexión" entre la selección natural y las pautas ontogenéticas. Ésta relación existe, la conozcamos o no.
De hecho, nada nos impide considerar el organismo como un mensaje (en
palabras de Wiener). A lo que podemos añadir que las especies evolucionan de manera que, futuriblemente, el mensaje esté en
"buenas manos" (las de la selección natural); si
no es así, no lo transmiten. Todo un fundamento para la biocibernética.
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