47-INSTINTO, SOCIEDAD Y CULTURA
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"El hombre es una forma
inacabada, dice el biólogo. La existencia humana es una existencia inacabada,
dice Jaspers. El hombre es un ser deficitario, dice el biólogo. En la existencia humana existe una falla, dice
Sartre. Y así podríamos alinear una serie de afirmaciones. Es difícil resistir
a la tentación del paralelo, y es porque el paralelismo tiene su fundamento.
Humano es el cuerpo del hombre y humana es su existencia, y no tendría por qué, siendo ambos manifestaciones del mismo
ser, tener cualidades distintas."
Juan José López Ibor (Biología e Historia)
Lo que el ser humano puede ser en
una situación
histórica dada viene determinado por diversos factores difíciles de precisar,
pero que, sin excluir otros que se nos escapan por
tener un
carácter más restringido socialmente, podrían
resumirse en: propiedades cualitativas
estructurales de la sociedad humana, grado de control de las fuerzas productivas
y sociales,
sistema generalizado o predominante de la organización del trabajo y grado de adecuación entre el desarrollo de las
necesidades vitales
primarias y exigencias
de felicidad de los individuos que componen la estructura social, con las posibilidades de satisfacción de las mismas. Por lo que sabemos, en relación con
esos factores mencionados, la historia de los instintos humanos ha
oscilado entre la represión más atroz de los mismos o el halago y fomento de ellos, según perturbasen la idea de un cierto orden
social constituido, o le reforzasen en un sentido cohesivo, también idealmente concebido. Con toda lógica, no debemos interesarnos por los instintos que han sido
tratados con indiferencia social, ya que ese es el
comportamiento adecuadamente natural y que no tiene
consecuencias ulteriores evidentes, al menos desde un punto de vista del análisis científico.
Por una cuestión de orden expositivo empezaremos por considerar
el caso de la represión instintiva.
En lo que respecta a los instintos básicos, es decir, los encaminados a la conservación del individuo y los destinados a la conservación de la
especie, hemos de
partir del principio
que establece que "los instintos pueden ser reprimidos pero no dominados". Dada
la base genética
de los instintos básicos, su represión
tendrá consecuencias generalmente anómalas y muchas veces
imprevisibles, tanto desde el punto de vista
individual como social. En ese sentido,
la represión
instintual caracteriza a todos los grupos sociales mínimamente organizados. Puede parecer un poco exagerado, pero
cuando Nietzsche hablaba de la "invasión del nihilismo" pretendiendo
"la vuelta a la nada de lo que es casi nada, como la vida humana", nos
estaba sugiriendo la existencia de una
casuística del beneficio social, que exige una casuística de
la moral
(establecida). La represión instintiva
pretende el establecimiento de una ética y estética comunes
que los individuos deben seguir
de modo más o
menos coactivo. Según William E. H. Lecky
las sociedades
pueden dividirse en, “sociedades de culpa
y sociedades de
vergüenza”. En las primeras, el control social se
ejerce mediante la educación negativa o
la introyección
de la culpa
en la psicología
de los individuos, de tal forma que ésta se
transforma en su propio castigo, reforzándose en ocasiones con la exclusión social.
Esta es una forma de control más liviana, pero no menos eficaz, que se ejerce en
las sociedades consideradas avanzadas. Por el contrario, en las sociedades de
vergüenza (más tradicionales), el control se practica de forma más ruda y se ejerce más a
las claras.
Las "faltas"
contra la sociedad
están objetivadas muy claramente y su trasgresión implica duros castigos que conllevan
la exigencia de
exhibición de signos y rituales sociales y
personales de expiación.
Toda cultura es la
gran responsable del
encorsetamiento de los
instintos, y
no olvidemos que hay cultura allí donde hay
colectivos humanos que conviven. Podrán convencernos, o no, las ideas de Freud pero
en lo que respecta a su definición de cultura pocas pegas creemos que pueden
ponerse. Para él es "la suma total de
disposiciones y ordenaciones que alejan nuestra vida de la de nuestros antepasados animales y que persigue dos finalidades: la protección del hombre frente a la naturaleza, y la regulación de las relaciones de los hombres entre sí".
En realidad, la sociedad moderna es, por antonomasia, urbana, y la naturaleza pasa a un segundo plano. Por eso
no hay nada tan importante como conservar la comunidad y evitar su aniquilamiento. Consecuentemente,
si la sociedad ha de mantenerse en un determinado nivel y conservar algunas de sus cualidades, debe conseguirse con medios de intimidación "adecuados" a las circunstancias.
Sin embargo, es
difícil precisar cuando empezó la represión capaz de mantener la sociedad en un equilibrio utilitarista
de interés general. Posiblemente antes de
ella, la auto represión desempeñase un papel importante. Incluso ha llegado a estudiarse psicoanalíticamente,
cuál pudo ser el
primer caso de represión de un instinto en la historia de la humanidad. Aunque es una mera suposición y no tiene
repercusiones en los instintos básicos, ofrece
visos de realidad puesto que habría estado ligado coherentemente a los primeros pasos de
la civilización
humana.
La primera
conquista cultural del hombre fue, sin duda alguna, la del fuego; pues bien, en ese momento se produjo la primera
frustración. El hombre
primitivo experimentaba el placer inocente de apagar el
fuego con el chorro de su orina.
El primer hombre que
reprimió su placer y respetó el fuego, acabó por
ponerlo a su
servicio para calentarse y cocinar sus alimentos. La
cultura primigenia empezó a destacar por la renuncia a la satisfacción de un instinto. Lo demás vino por
añadidura. La cultura entroniza hábitos (necesarios o contingentes) y sacrifica instintos, ya sean éstos básicos o no básicos. Las éticas y las morales imperantes prescriben no sólo lo aconsejable para el mantenimiento de
las estructuras
sociales, sino que caen en las prácticas
antiinstintivas más refinadas, para reforzar todo lo posible la cohesión social.
Así, cada individuo
contribuye con
sus renuncias, primero bajo la presión de la compulsión externa y después interiormente, a la
elaboración de los valores comunes del ideal de la civilización. En un sentido inverso, también las necesidades de una sociedad
ideal deben ser hilvanadas, coordinadas y jerarquizadas de modo que la productividad y la cohesión de
cualquier sociedad moderna queden aseguradas. Si
bien es cierto, que tanto la felicidad como la libertad, han quedado vinculadas durante mucho tiempo a la posibilidad de hacer
lo que a uno
más le agrade,
también es verdad que el efecto real sobre la conducta humana,
puede constituir una amenaza para la supervivencia de la cultura. En
consecuencia, las necesidades sociales deben
transmutarse en necesidades individuales, que, a su vez, habrán de manifestarse en hábitos, socialmente admitidos.
No obstante, como dice
Marcuse, esos controles no implican una conspiración, o, al menos, añadimos nosotros,
no se trata de una conspiración "cerrada". Tampoco hay ninguna institución (o grupos de
instituciones) específica encargada de dicha tarea, sino que más bien están
esparcidas por toda la sociedad, siendo los encargados de su
"debida" observancia, por ejemplo, los vecinos, la comunidad, los compañeros de trabajo, las asociaciones culturales y recreativas, los medios de comunicación de masas, las grandes empresas
transnacionales y quizá en menor medida,
por los gobiernos de origen democrático. Dado que los individuos quedan
expuestos a las contingencias que
constituyen una cultura, lo más probable es que ellos mismos contribuyan a
mantenerlas,
y en la medida en que las contingencias les inducen a actuar así, la cultura se refuerza y perpetúa. Todos somos, pues, culpables en la gran conspiración
cultural contra
los instintos, aunque justo es reconocerlo
también, hay muy diversos grados de implicación en tal fenómeno.
¿Debería
significar esto que es posible volver a vivir nuestros instintos de una manera no represiva? Nadie
puede pensar en ello de forma seria. El hombre civilizado ya no es "inocente" y, entre otras cosas, carece del instinto para retrotraerse al ejercicio de la libre instintividad
de las sociedades
primitivas. La dulce molicie de los
falsos y variados estímulos le ha "enjaulado" en unos
hábitos de los que ni quiere ni sabe zafarse. Las culturas, cuanto más
avanzadas son, a la par que vuelven más ambiguos y complejos los sentimientos de los individuos, son una fuente de neurosis
y angustia para ellos al no poder manifestarse de forma natural con la fluidez necesaria para
desalojarse del
psiquismo que han tomado al asalto, y dentro del cual se
"represan" congestionándolo.
Las propias culturas
que crean el problema,
tratan de dar solución al mismo, aunque de forma indirecta y
no siempre accesible a la generalidad de los individuos. En relación
con los instintos básicos, la sublimación o desplazamiento de la líbido (que es la raíz de las más variadas
manifestaciones de la actividad psíquica) es
el acto taumatúrgico
por el cual
las pulsiones
instintivas (o, si se quiere, los impulsos en general) se convierten en "ideales
sociales". Siguiendo la vía de la inhibición metódica de
los instintos
primarios, los mecanismos
sociales determinan que el principio del placer
de los individuos entra en conflicto
biológico con
el principio
de la
realidad que establece la civilización. El principio del placer, evade, en cierto modo, la realidad impuesta
y la rodea tratando de huir del dolor que la misma conlleva, favoreciendo
soluciones que tienen un marcado carácter ilusorio. El gusto, la degustación y la creación artísticas
son esas formas sublimes de huida de la miseria del mundo, pero pueden
serlo
simplemente la pasión por el trabajo, la actividad científica o
las
aficiones por la lectura, la filatelia o la egiptología.
Todo lo expuesto no es, sin
embargo, más que algo introductorio (no por eso menos
importante) a lo que constituye la parte rebosante de la auténtica cuestión de fondo. Parecería
como si hablar de psicoanálisis, represiones y líbido implicase el uso de una terminología médica o, más bien, psiquiátrica y, por tanto, propia de lo enfermo o enfermizo. Decir
que la sociedad
moderna está enferma sería tal vez excesivo pero si dijéramos que está en
crisis, también sería excesivamente poco. Las
sociedades, en general, están (y han estado
históricamente) siempre en crisis, es un sino permanente. Crisis agónica en el sentido unamuniano de
la
palabra. En realidad lo que hay es desorientación. Es un problema de pregunta
adecuada y respuesta
idónea. Pero en nuestra precipitación e influidos por las costumbres
sociales admitidas, nos marcamos pautas a seguir sin la reflexión debida.
Colectividades humanas enteras saben perfectamente para qué se
mueven, pero desconocen por qué se mueven.
Cuando creemos que la razón nos guía con su
"luminosidad" es, en muchas
ocasiones, la
instintividad reprimida, desviada de sus cauces usuales o desnaturalizada la que "maneja los hilos" de nuestra conducta. Reconozcamos nuestros instintos, analicémoslos y obremos en
consecuencia. La táctica "del avestruz" es una
coartada de la civilización que destruye como
un cáncer a individuos y
sociedades. Cuando instinto y razón dejen de ser
considerados dualidad antagónica que desgarre nuestras entrañas, cuando racional e irracional dejen de ser una falsa antinomia que carcome el mundo, el ser humano habrá ganado mucho en comprensión y no habrá perdido más
que prejuicios.
¿Cómo podemos armonizar nuestra razón con nuestros instintos (que no son irracionales) si
previamente no reconocemos como tales a estos últimos?
Conocer y reconocer nuestra instintividad nos haría conocer y reconocer la instintividad del prójimo, y en consecuencia,
florecería la indulgencia más "razonable" que imaginarse
pueda. Quien piense que puede ser peligroso
destapar el
"tarro" de la instintividad, aunque
solo sea como inspección o reconocimiento, incurre en un grave error. Nada nos
ayudaría tanto a combinar armoniosamente instinto y razón como la observación y el señalamiento de sus
límites de influencia. Nada nos perjudica
tanto como actuar con una irreflexión instintiva
o con el encuadre de los instintos en una racionalidad "geométrica" de origen
espiritualista.
A lo largo
de la historia
ha habido intentos de abordar la cuestión desde distintos ángulos o puntos de vista, pero el resultado no ha sido demasiado satisfactorio. Así, Kant supuso que sólo había tres alternativas y solo tres, entre las que se puede optar en
una teoría sólida del conocimiento: o bien el espíritu se regula por
las cosas,
o bien las cosas se regulan
por el espíritu,
o hay que suponer
una concordancia
misteriosa entre las cosas y el espíritu. ¿Como se da solución a este agudo problema? ¿Es
correcto el planteamiento de Kant? Lo mismo el psicoanálisis que otros estudiosos como Klages se dan
cuenta del error tan profundo que supone la "compartimentación" del conocimiento. El espíritu o su concreción
práctica, la razón,
ha usurpado, violentándola, la representatividad mental. Una
suplantación tan brutal ha quebrado la armonía de los espacios mentales
y les ha secado su manantial vital. Cuando la razón se vuelve enemiga
del entendimiento, puede
llegar a destruirlo por completo. No basta con que nos entreguemos con pasión a los escapes sublimados como el arte, el deporte u otras actividades, si nuestro entorno se vuelve más y más limitativo. Porque como se pregunta la profesora de filosofía moral y política, Amelia Valcárcel
"¿donde está el elemento sensible de una teleología ética kantiana? No lo hay."
Vistas así las cosas, la elaboración de una teoría integradora del conocimiento (incluido el conocimiento científico, por supuesto) se convierte en una empresa harto
difícil y
que sobrepasa las fuerzas de la mera inteligencia. Las variables elegidas y el orden en el que se han planteado
sucesivamente los
problemas, permiten que la ciencia "siempre
acierte" en sus aspectos físico-matemáticos. Así, Bergson "pone el dedo en la llaga" cuando dice que en la base de la naturaleza no hay
ningún sistema definido de leyes matemáticas, y
la matemática, en general, representa simplemente el sentido en el que recae la materia. "Podemos
tomarla
por cualquier extremo y manipularla de cualquier modo, que
siempre volverá a caer en alguno de nuestros marcos matemáticos, pues está
lastrada de geometría." La suplantación de lo
"mental" por
la furia
avasalladora del
espíritu, no deja resquicios para su acción al instinto, y confina a éste dentro
de lo
oculto, lo subterráneo,
en la esfera de lo puramente irracional. En
realidad, nuestros males vienen de muy lejos. En
la Academia
griega se decía: "No entre aquí quien
no sea geómetra". Nada hay tan poco
geométrico como los instintos. Por eso, desde entonces, son una "bagatela" en el estudio científico, aunque los
geómetras entrasen con
placentera instintividad en la escuela de
filosofía ateniense, que tenía probablemente
la consideración
legal de asociación religiosa.
Una inspiración
pitagórica en sus comienzos, tornose en puro
escepticismo al hacer
hincapié especial en la profundización de las enseñanzas platónicas. La Academia clásica desapareció, pero su "espíritu
geométrico" fue transmitido hasta nuestros días por sociedades
semisecretas durante el Medioevo. En el Renacimiento y la Edad Moderna se revitalizaron y pusieron al día aquellos
"ideales" que inspiraron más tarde (y hoy mismo) lo que conocemos como "humanismo".
El humanismo y las modas
literarias "abolieron" los instintos del hombre. En su lugar
aparecieron las decorosas pasiones para denominar a los sentimientos
desbordados. Incluso los "crímenes
pasionales" se deben a una pérdida transitoria de la razón, los instintos están libres de "toda sospecha" porque
están al servicio
de la especie, más no para la experiencia particular del
individuo.
Los instintos
son así obligados a presentar una cara social o aspecto distorsionado de lo
que es su auténtica naturaleza biológica.
Pero si bien es cierto que los instintos implican formas innatas de obrar,
eso no quiere decir que aquellos no carezcan de
cierta plasticidad y no puedan especializarse gracias a la experiencia y al aprendizaje. Se aprecia muy claramente en los instintos de los animales que son objeto
de depredación, en quienes es perfectamente innato el instinto de emprender la huida ante una persecución dada,
más no el arte
de hacerlo con éxito. Lo que el ejercicio y la experiencia consiguen,
tanto en los animales
superiores como en el hombre, en su vida
instintiva es comparable casi exclusivamente a
las variaciones sobre un mismo tema, no a la obtención de un tema nuevo. Consecuentemente con lo que decimos, se puede observar que lo que un animal racional puede
representarse y sentir viene de alguna manera determinado a priori por la relación de sus
instintos con
la
estructura del
mundo social circundante. Incluso se prolonga hacia atrás en el tiempo, pues lo mismo ocurre con las reproducciones
asociativas de sus recuerdos, que tienen lugar siempre dentro del marco de sus funciones
instintivas predominantes.
Ahora bien, aunque la memoria actúa hasta
determinado grado en todos los animales debido a su presentación como una consecuencia
inmediata del
acto reflejo, es en el hombre donde las facultades de
imitación y
copia se acentúan con más intensidad fundadas en las expresiones de los afectos y señales que emiten
sus compañeros de especie. Así, pues, el motor de toda memoria
reproductiva es la suma compleja de especializaciones, como la imitación y la copia, propias de aquella tendencia a la repetición que
caracteriza a las tradiciones culturales. En
consecuencia, la determinación de la conducta social por el pasado de la vida social de los compañeros de especie, se
articula mediante la unión de los fenómenos de la herencia biológica y los hechos de la tradición. La propia tradición se vuelve entonces objeto de estudio, y es Max Scheler quién
se encarga de clarificar a ese respecto. Según
sus observaciones hay dos clases de tradición. La primera de ellas propia de las hordas, manadas y demás formas de
sociedad animal, se caracteriza por no estar fijada al recuerdo de lo consciente y libre de lo pretérito sino al aprendizaje
inconsciente del
rebaño. En cambio, la tradición peculiar del entorno humano es la fundada en signos,
fuentes históricas y documentos y posibilita algo nuevo e inusitado en el mundo animal, el progreso cultural.
En su conjunto, la tradición es el pilar más importante sobre el que se asientan las civilizaciones humanas. El principio conservador del "hábito social" ejerce inconscientemente sobre nuestra
conducta y mediante el mecanismo asociativo de la memoria, un proceso de centralización de la vida orgánica. La limitación social reprobante
de la conducta de los individuos se combina con la lucha perpetua de conquista de las facultades internas de sus instintos, provocando una fuerte tensión entre las tendencias represivas de la sociedad y la necesidad compartida de la transformación racional del medio ambiente humano y natural. Eso significa que en la estructura del mundo psíquico se impone una decadencia forzada y distorsionada del instinto y de su característico
sentido, a la par que el individuo orgánico se va destacando y separando progresivamente
de los
vínculos de la especie y de la poco adaptable rigidez del instinto.
No obstante, la "decadencia" del instinto no supone tanto la tendencia regresiva de éste (ni mucho menos) como
su transformación en un impulso de más largo alcance. Al producirse el recuerdo consciente de los acontecimientos
individuales, vividos una sola y única vez, junto con la continua identificación de muchos actos memorativos,
referidos a esa misma cosa pasada, se produce una continua erosión y remodelación de la tradición viva.
Aun así, la comunidad tiene modos de poner a los individuos "en
orden", modos que son distintos de predicarles sobre el bien. La profunda penetración de la
sociedad en la psique, llega hasta el extremo de que se proclama que la salud mental, o la consideración de
normalidad psíquica, no es de incumbencia del individuo sino de la propia sociedad que la
define.
Inmersa en esa tensión estructural, la evolución psíquica humana se produce, esencialmente, sorteando los riesgos de los contenidos tradicionales al
emanciparse sus impulsos de los instintos que les dan origen y encontrar acogida en el seno de la inteligencia práctica. Si,
por ejemplo, nos fijamos en el instinto sexual, vemos
que es el
infatigable motor de la vida que queda sujeto a los ritmos de las épocas de celo en casi todas las especies, y como entreverado con los propios ciclos de la naturaleza. Pero
liberado de ese corsé instintivo se transforma en los
animales superiores (y sobre todo en el hombre) en un impulso que sobrepasa en mucho el sentido biológico de la existencia, dejando de
desempeñar ese papel evolutivo de "llenar
de vida la Tierra" que a priori se le ha venido atribuyendo tradicionalmente. Lo que el animal racional tiene
sobredimensionada es la facultad de preferir entre determinados valores,
precisamente porque sabe distinguirlos muy bien. Lo bueno, aunque a veces no lo parezca, es que en la
transmisión de la práctica cultural no hay nada parecido a la transmisión
cromosoma-gen de la evolución biológica. Entre
dos opciones, en cierto modo primarias, como la útil o la placentera, se puede elegir
otras más inopinadas como la ascética, la estética o la revolucionaria, prescindiendo
de bienes concretos o singulares de común y mimética aceptación social.
Así, pues, el pensamiento se revela como una función vital tan
importante en nuestra cultura, como
cualquier otro fenómeno biológico. Su
utilidad subjetiva debe conjugarse con
una adecuación a
las cosas
impuestas por la realidad circundante. Lo propio acontece con
nuestros deseos y voliciones, que son manifestaciones preclaras del genérico pulso vital de
los
individuos. De las profundidades orgánicas e indiferenciadas de los instintos surge el ímpetu del deseo por las cosas y su transformación en otras más dignas de deseo. Porque las culturas despliegan ante nuestros ojos amplios catálogos
de objetos deseables y las "reglas de juego", generalmente represivas,
de cómo esos objetos pueden ser accesibles. Basta que deseemos que algo sea de una determinada manera,
para que el pensamiento imagine actos eficaces que modifiquen o transformen la realidad. En torno a esa posibilidad y después de titubeos y vacilaciones frutos de deliberación intelectual, habremos
de decidirnos a realizar tal cosa y descartar otra u otras, siempre reprimiendo alguna
solución, bien por convencimiento propio
o por coacción
sociocultural. El
pensamiento productivo se caracteriza, en
consecuencia, por una anticipación de
hechos nuevos y no vividos de antemano
en el seno de estructuras
fijas, típicas y reiterativas del mundo ambiental, pero que aún así han podido
seleccionarse gracias a la obra del fin impulsivo (deseable) que ha ayudado a entresacar o establecer un conjunto de relaciones
objetivas.
Ahora se comprende que Ortega y Gasset con su talante racional-vitalista dijera, en complementariedad a Freud, que la cultura consiste
"en ciertas actividades biológicas, ni más ni menos biológicas que digestión o locomoción".
Porque si hay ciertas funciones vitales que dan
un sentido dinámico a
nuestra cultura, esas son precisamente las que basadas en
hechos subjetivos e intraorgánicos, cumplen
al mismo
tiempo las leyes
objetivas según las cuales, se produce una
deriva continua intra/inter-cultural en todas las sociedades humanas. Las
culturas no son
más que conjuntos
de prácticas, y
esos conjuntos,
dada la porosidad social que
les caracteriza,
son
susceptibles de mezclarse eficazmente con
otros conjuntos
de prácticas de
otras culturas, lo que asegura un mutuo enriquecimiento de
las mismas.
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