martes, 10 de enero de 2012

47- Instinto, sociedad y cultura





47-INSTINTO, SOCIEDAD Y CULTURA

õ
                "El hombre es una forma inacabada, dice el biólogo. La existencia humana es una existencia inacabada, dice Jaspers. El hombre es un ser deficitario, dice el biólogo. En la  existencia humana existe una falla, dice Sartre. Y así podríamos alinear una serie de afirmaciones. Es difícil resistir a la tentación del paralelo, y es porque el paralelismo tiene su fundamento. Humano es el cuerpo del hombre y humana es su existencia, y no tendría por  qué, siendo ambos manifestaciones del mismo ser, tener cualidades distintas."

Juan José López Ibor  (Biología e Historia)


                   Lo que el ser humano puede ser en una situación histórica dada viene determinado por diversos factores difíciles de precisar, pero que, sin excluir otros que se nos escapan por tener un carácter más restringido socialmente, podrían resumirse en: propiedades cualitativas estructurales de la sociedad humana, grado de control de las fuerzas productivas y sociales, sistema generalizado o predominante de la organización del trabajo y grado de adecuación entre el desarrollo de las necesidades vitales primarias y exigencias de felicidad de los individuos que componen la estructura social, con las posibilidades de satisfacción de las mismas. Por lo que sabemos, en relación con esos factores mencionados, la historia de los instintos humanos ha oscilado entre la represión más atroz de los mismos o el halago y fomento de ellos, según perturbasen la idea de un cierto orden social constituido, o le reforzasen en un sentido cohesivo, también idealmente concebido. Con toda lógica, no debemos interesarnos por los instintos que han sido tratados con indiferencia social, ya que ese es el comportamiento adecuadamente natural y que no tiene consecuencias ulteriores evidentes, al menos desde un punto de vista del análisis científico.
                   Por una cuestión de orden expositivo empezaremos por considerar el caso de la represión instintiva. En lo que respecta a los instintos básicos, es decir, los encaminados a la conservación del individuo y los destinados a la conservación de la especie, hemos de partir del principio que establece que "los instintos pueden ser reprimidos pero no dominados". Dada la base genética de los instintos básicos, su represión tendrá consecuencias generalmente anómalas y muchas veces imprevisibles, tanto desde el punto de vista individual como social. En ese sentido, la represión instintual caracteriza a todos los grupos sociales mínimamente organizados. Puede parecer un poco exagerado, pero cuando Nietzsche hablaba de la "invasión del nihilismo" pretendiendo "la vuelta a la nada de lo que es casi nada, como la vida humana", nos estaba sugiriendo la existencia de una casuística del beneficio social, que exige una casuística de la moral (establecida). La represión instintiva pretende el establecimiento de una ética y estética comunes que los individuos deben seguir de modo más o menos coactivo. Según William E. H. Lecky las sociedades pueden dividirse en, “sociedades de culpa y sociedades de vergüenza”. En las primeras, el control social se ejerce mediante la educación negativa o la introyección de la culpa en la psicología de los individuos, de tal forma que ésta se transforma en su propio castigo, reforzándose en ocasiones con la exclusión social. Esta es una forma de control más liviana, pero no menos eficaz, que se ejerce en las sociedades consideradas avanzadas. Por el contrario, en las sociedades de vergüenza (más tradicionales), el control se practica de forma más ruda y se ejerce más a las claras. Las "faltas" contra la sociedad están objetivadas muy claramente y su trasgresión implica duros castigos que conllevan la exigencia de exhibición de signos y rituales sociales y personales de expiación.
                   Toda cultura es la gran responsable del encorsetamiento de los instintos, y no olvidemos que hay cultura allí donde hay colectivos humanos que conviven. Podrán convencernos, o no, las ideas de Freud pero en lo que respecta a su definición de cultura pocas pegas creemos que pueden ponerse. Para él es "la suma total de disposiciones y ordenaciones que alejan nuestra vida de la de nuestros antepasados animales y que persigue dos finalidades: la protección del hombre frente a la naturaleza, y la regulación de las relaciones de los hombres entre sí". En realidad, la sociedad moderna es, por antonomasia, urbana, y la naturaleza pasa a un segundo plano. Por eso no hay nada tan importante como conservar la comunidad y evitar su aniquilamiento. Consecuentemente, si la sociedad ha de mantenerse en un determinado nivel y conservar algunas de sus cualidades, debe conseguirse con medios de intimidación "adecuados" a las circunstancias. Sin embargo, es difícil precisar cuando empezó la represión capaz de mantener la sociedad en un equilibrio utilitarista de interés general. Posiblemente antes de ella,  la auto represión desempeñase un papel importante. Incluso ha llegado a estudiarse psicoanalíticamente, cuál pudo ser el primer caso de represión de un instinto en la historia de la humanidad. Aunque es una mera suposición y no tiene repercusiones en los instintos básicos, ofrece visos de realidad puesto que habría estado ligado coherentemente a los primeros pasos de la civilización humana.
                   La primera conquista cultural del hombre fue, sin duda alguna, la del fuego; pues bien, en ese momento se produjo la primera frustración. El hombre primitivo experimentaba el placer inocente de apagar el fuego con el chorro de su orina. El primer hombre que reprimió su placer y respetó el fuego, acabó por ponerlo a su servicio para calentarse y cocinar sus alimentos. La cultura primigenia empezó a destacar por la renuncia a la satisfacción de un instinto. Lo demás vino por añadidura. La cultura entroniza hábitos (necesarios o contingentes) y sacrifica instintos, ya sean éstos básicos o no básicos. Las éticas y las morales imperantes prescriben no sólo lo aconsejable para el mantenimiento de las estructuras sociales, sino que caen en las prácticas antiinstintivas más refinadas, para reforzar todo lo posible la cohesión social. Así, cada individuo contribuye con sus renuncias, primero bajo la presión de la compulsión externa y después interiormente, a la elaboración de los valores comunes del ideal de la civilización. En un sentido inverso, también las necesidades de una sociedad ideal deben ser hilvanadas, coordinadas y jerarquizadas de modo que la productividad y la cohesión de cualquier sociedad moderna queden aseguradas. Si bien es cierto, que tanto la felicidad como la libertad, han quedado vinculadas durante mucho tiempo a la posibilidad de hacer lo que a uno más le agrade, también es verdad que el efecto real sobre la conducta humana, puede constituir una amenaza para la supervivencia de la cultura. En consecuencia, las necesidades sociales deben transmutarse en necesidades individuales, que, a su vez, habrán de manifestarse en hábitos, socialmente admitidos.
                   No obstante, como dice Marcuse, esos controles no implican una conspiración, o, al menos, añadimos nosotros, no se trata de una conspiración "cerrada". Tampoco hay ninguna institución (o grupos de instituciones) específica encargada de dicha tarea, sino que más bien están esparcidas por toda la sociedad, siendo los encargados de su "debida" observancia, por ejemplo, los vecinos, la comunidad, los compañeros de trabajo, las asociaciones culturales y recreativas, los medios de comunicación de masas, las grandes empresas transnacionales y quizá en menor medida, por los gobiernos de origen democrático. Dado que los individuos quedan expuestos a las contingencias que constituyen una cultura, lo más probable es que ellos mismos contribuyan a mantenerlas, y en la medida en que las contingencias les inducen a actuar así, la cultura se refuerza y perpetúa. Todos somos, pues, culpables en la gran conspiración cultural contra los instintos, aunque justo es reconocerlo también, hay muy diversos grados de implicación en tal fenómeno.
                   ¿Debería significar esto que es posible volver a vivir nuestros instintos de una manera no represiva? Nadie puede pensar en ello de forma seria. El hombre civilizado ya no es "inocente" y, entre otras cosas, carece del instinto para retrotraerse al ejercicio de la libre instintividad de las sociedades primitivas. La dulce molicie de los falsos y variados estímulos le ha "enjaulado" en unos hábitos de los que ni quiere ni sabe zafarse. Las culturas, cuanto más avanzadas son, a la par que vuelven más ambiguos y complejos los sentimientos de los individuos, son una fuente de neurosis y angustia para ellos al no poder manifestarse de forma natural con la fluidez necesaria para desalojarse del psiquismo que han tomado al asalto, y dentro del cual se "represan" congestionándolo.
                   Las propias culturas que crean el problema, tratan de dar solución al mismo, aunque de forma indirecta y no siempre accesible a la generalidad de los individuos. En relación con los instintos básicos, la sublimación o desplazamiento de la líbido (que es la raíz de las más variadas manifestaciones de la actividad psíquica) es el acto taumatúrgico por el cual las pulsiones instintivas (o, si se quiere, los impulsos en general) se convierten en "ideales sociales". Siguiendo la vía de la inhibición metódica de los instintos primarios, los mecanismos sociales determinan que el principio del placer de los individuos entra en conflicto biológico con el principio de la realidad que establece la civilización. El principio del placer, evade, en cierto modo, la realidad impuesta y la rodea tratando de huir del dolor que la misma conlleva, favoreciendo soluciones que tienen un marcado carácter ilusorio. El gusto, la degustación y la creación artísticas son esas formas sublimes de huida de la miseria del mundo, pero pueden serlo simplemente la pasión por el trabajo, la actividad científica o las aficiones por la lectura, la filatelia o la egiptología.
                   Todo lo expuesto no es, sin embargo, más que algo introductorio (no por eso menos importante) a lo que constituye la parte rebosante de la auténtica cuestión de fondo. Parecería como si hablar de psicoanálisis, represiones y líbido implicase el uso de una terminología médica o, más bien, psiquiátrica y, por tanto, propia de lo enfermo o enfermizo. Decir que la sociedad moderna está enferma sería tal vez excesivo pero si dijéramos que está en crisis, también sería excesivamente poco. Las sociedades, en general, están (y han estado históricamente) siempre en crisis, es un sino permanente. Crisis agónica en el sentido unamuniano de la palabra. En realidad lo que hay es desorientación. Es un problema de pregunta adecuada y respuesta idónea. Pero en nuestra precipitación e influidos por las costumbres sociales admitidas, nos marcamos pautas a seguir sin la reflexión debida.
                   Colectividades humanas enteras saben perfectamente para qué se mueven, pero desconocen por qué se mueven. Cuando creemos que la razón nos guía con su "luminosidad" es, en muchas ocasiones, la instintividad reprimida, desviada de sus cauces usuales o desnaturalizada la que "maneja los hilos" de nuestra conducta. Reconozcamos nuestros instintos, analicémoslos y obremos en consecuencia. La táctica "del avestruz" es una coartada de la civilización que destruye como un cáncer a individuos y sociedades. Cuando instinto y razón dejen de ser considerados dualidad antagónica que desgarre nuestras entrañas, cuando racional e irracional dejen de ser una falsa antinomia que carcome el mundo, el ser humano habrá ganado mucho en comprensión y no habrá perdido más que prejuicios.
                   ¿Cómo podemos armonizar nuestra razón con nuestros instintos (que no son irracionales) si previamente no reconocemos como tales a estos últimos? Conocer y reconocer nuestra instintividad nos haría conocer y reconocer la instintividad del prójimo, y en consecuencia, florecería la indulgencia más "razonable" que imaginarse pueda. Quien piense que puede ser peligroso destapar el "tarro" de la instintividad, aunque solo sea como inspección o reconocimiento, incurre en un grave error. Nada nos ayudaría tanto a combinar armoniosamente instinto y razón como la observación y el señalamiento de sus límites de influencia. Nada nos perjudica tanto como actuar con una irreflexión instintiva o con el encuadre de los instintos en una racionalidad "geométrica" de origen espiritualista.
                   A lo largo de la historia ha habido intentos de abordar la cuestión desde distintos ángulos o puntos de vista, pero el resultado no ha sido demasiado satisfactorio. Así, Kant supuso que sólo había tres alternativas y solo tres, entre las que se puede optar en una teoría sólida del conocimiento: o bien el espíritu se regula por las cosas, o bien las cosas se regulan por el espíritu, o hay que suponer una concordancia misteriosa entre las cosas y el espíritu. ¿Como se da solución a este agudo problema? ¿Es correcto el planteamiento de Kant? Lo mismo el psicoanálisis que otros estudiosos como Klages se dan cuenta del error tan profundo que supone la "compartimentación" del conocimiento. El espíritu o su concreción práctica, la razón, ha usurpado, violentándola, la representatividad mental. Una suplantación tan brutal ha quebrado la armonía de los espacios mentales y les ha  secado su manantial vital. Cuando la razón se vuelve enemiga del entendimiento, puede llegar a destruirlo por completo. No basta con que nos entreguemos con pasión a los escapes sublimados como el arte, el deporte u otras actividades, si nuestro entorno se vuelve más y más limitativo. Porque como se pregunta la profesora de filosofía moral y política, Amelia Valcárcel "¿donde está el elemento sensible de una teleología ética kantiana? No lo hay."
                   Vistas así las cosas, la elaboración de una teoría integradora del conocimiento (incluido el conocimiento científico, por supuesto) se convierte en una empresa harto difícil y que sobrepasa las fuerzas de la mera inteligencia. Las variables elegidas y el orden en el que se han planteado sucesivamente los problemas, permiten que la ciencia "siempre acierte" en sus aspectos físico-matemáticos. Así, Bergson "pone el dedo en la llaga" cuando dice que en la base de la naturaleza no hay ningún sistema definido de leyes matemáticas, y la matemática, en general, representa simplemente el sentido en el que recae la materia. "Podemos tomarla por cualquier extremo y manipularla de cualquier modo, que siempre volverá a caer en alguno de nuestros marcos matemáticos, pues está lastrada de geometría." La suplantación de lo "mental" por la furia avasalladora del espíritu, no deja resquicios para su acción al instinto, y confina a éste dentro de lo oculto, lo subterráneo, en la esfera de lo puramente irracional. En realidad, nuestros males vienen de muy lejos. En la Academia griega se decía: "No entre aquí quien no sea geómetra". Nada hay tan poco geométrico como los instintos. Por eso, desde entonces, son una "bagatela" en el estudio científico, aunque los geómetras entrasen con placentera instintividad en la escuela de filosofía ateniense, que tenía probablemente la consideración legal de asociación religiosa.
                   Una inspiración pitagórica en sus comienzos, tornose en puro escepticismo al hacer hincapié especial en la profundización de las enseñanzas platónicas. La Academia clásica desapareció, pero su "espíritu geométrico" fue transmitido hasta nuestros días por sociedades semisecretas durante el Medioevo. En el Renacimiento y la Edad Moderna se revitalizaron y pusieron al día aquellos "ideales" que inspiraron más tarde (y hoy mismo) lo que conocemos como "humanismo".
                   El humanismo y las modas literarias "abolieron" los instintos del hombre. En su lugar aparecieron las decorosas pasiones para denominar a los sentimientos desbordados. Incluso los "crímenes pasionales" se deben a una pérdida transitoria de la razón, los instintos están libres de "toda sospecha" porque están al servicio de la especie, más no para la experiencia particular del individuo. Los instintos son así obligados a presentar una cara social o aspecto distorsionado de lo que es su auténtica naturaleza biológica.
                   Pero si bien es cierto que los instintos implican formas innatas de obrar, eso no quiere decir que aquellos no carezcan de cierta plasticidad y no puedan especializarse gracias a la experiencia y al aprendizaje. Se aprecia muy claramente en los instintos de los animales que son objeto de depredación, en quienes es perfectamente innato el instinto de emprender la huida ante una persecución dada, más no el arte de hacerlo con éxito. Lo que el ejercicio y la experiencia consiguen, tanto en los animales superiores como en el hombre, en su vida instintiva es comparable casi exclusivamente a las variaciones sobre un mismo tema, no a la obtención de un tema nuevo. Consecuentemente con lo que decimos, se puede observar que lo que un animal racional puede representarse y sentir viene de alguna manera determinado a priori por la relación de sus instintos con la estructura del mundo social circundante. Incluso se prolonga hacia atrás en el tiempo, pues lo mismo ocurre con las reproducciones asociativas de sus recuerdos, que tienen lugar siempre dentro del marco de sus funciones instintivas predominantes.
                   Ahora bien, aunque la memoria actúa hasta determinado grado en todos los animales debido a su presentación como una consecuencia inmediata del acto reflejo, es en el hombre donde las facultades de imitación y copia se acentúan con más intensidad fundadas en las expresiones de los afectos y señales que emiten sus compañeros de especie. Así, pues, el motor de toda memoria reproductiva es la suma compleja de especializaciones, como la imitación y la copia, propias de aquella tendencia a la repetición que caracteriza a las tradiciones culturales. En consecuencia, la determinación de la conducta social por el pasado de la vida social de los compañeros de especie, se articula mediante la unión de los fenómenos de la herencia biológica y los hechos de la tradición. La propia tradición se vuelve entonces objeto de estudio, y es Max Scheler quién se encarga de clarificar a ese respecto. Según sus observaciones hay dos clases de tradición. La primera de ellas propia de las hordas, manadas y demás formas de sociedad animal, se caracteriza por no estar fijada al recuerdo de lo consciente y libre de lo pretérito sino al aprendizaje inconsciente del rebaño. En cambio, la tradición peculiar del entorno humano es la fundada en signos, fuentes históricas y documentos y posibilita algo nuevo e inusitado en el mundo animal, el progreso cultural.
                   En su conjunto, la tradición es el pilar más importante sobre el que se asientan las civilizaciones humanas. El principio conservador del "hábito social" ejerce inconscientemente sobre nuestra conducta y mediante el mecanismo asociativo de la memoria, un proceso de centralización de la vida orgánica. La limitación social reprobante de la conducta de los individuos se combina con la lucha perpetua de conquista de las facultades internas de sus instintos, provocando una fuerte tensión entre las tendencias represivas de la sociedad y la necesidad compartida de la transformación racional del medio ambiente humano y natural. Eso significa que en la estructura del mundo psíquico se impone una decadencia forzada y distorsionada del instinto y de su característico sentido, a la par que el individuo orgánico se va destacando y separando progresivamente de los vínculos de la especie y de la poco adaptable rigidez del instinto.
                   No obstante, la "decadencia" del instinto no supone tanto la tendencia regresiva de éste (ni mucho menos) como su transformación en un impulso de más largo alcance. Al producirse el recuerdo consciente de los acontecimientos individuales, vividos una sola y única vez, junto con la continua identificación de muchos actos memorativos, referidos a esa misma cosa pasada, se produce una continua erosión y remodelación de la tradición viva. Aun así, la comunidad tiene modos de poner a los individuos "en orden", modos que son distintos de predicarles sobre el bien. La profunda penetración de la sociedad en la psique, llega hasta el extremo de que se proclama que la salud mental, o la consideración de normalidad psíquica, no es de incumbencia del individuo sino de la propia sociedad que la define. Inmersa en esa tensión estructural, la evolución psíquica humana se produce, esencialmente, sorteando los riesgos de los contenidos tradicionales al emanciparse sus impulsos de los instintos que les dan origen y encontrar acogida en el seno de la inteligencia práctica. Si, por ejemplo, nos fijamos en el instinto sexual, vemos que es el infatigable motor de la vida que queda sujeto a los ritmos de las épocas de celo en casi todas las especies, y como entreverado con los propios ciclos de la naturaleza. Pero liberado de ese corsé instintivo se transforma en los animales superiores (y sobre todo en el hombre) en un impulso que sobrepasa en mucho el sentido biológico de la existencia, dejando de desempeñar ese papel evolutivo de "llenar de vida la Tierra" que a priori se le ha venido atribuyendo tradicionalmente. Lo que el animal racional tiene sobredimensionada es la facultad de preferir entre determinados valores, precisamente porque sabe distinguirlos muy bien. Lo bueno, aunque a veces no lo parezca, es que en la transmisión de la práctica cultural no hay nada parecido a la transmisión cromosoma-gen de la evolución biológica. Entre dos opciones, en cierto modo primarias, como la útil o la placentera, se puede elegir otras más inopinadas como la ascética, la estética o la revolucionaria, prescindiendo de bienes concretos o singulares de común y mimética aceptación social.
                   Así, pues, el pensamiento se revela como una función vital tan importante en nuestra cultura, como cualquier otro fenómeno biológico. Su utilidad subjetiva debe conjugarse con una adecuación a las cosas impuestas por la realidad circundante. Lo propio acontece con nuestros deseos y voliciones, que son manifestaciones preclaras del genérico pulso vital de los individuos. De las profundidades orgánicas e indiferenciadas de los instintos surge el ímpetu del deseo por las cosas y su transformación en otras más dignas de deseo. Porque las culturas despliegan ante nuestros ojos amplios catálogos de objetos deseables y las "reglas de juego", generalmente represivas, de cómo esos objetos pueden ser accesibles. Basta que deseemos que algo sea de una determinada manera, para que el pensamiento imagine actos eficaces que modifiquen o transformen la realidad. En torno a esa posibilidad y después de titubeos y vacilaciones frutos de deliberación intelectual, habremos de decidirnos a realizar tal cosa y descartar otra u otras, siempre reprimiendo alguna solución, bien por convencimiento propio o por coacción sociocultural. El pensamiento productivo se caracteriza, en consecuencia, por una anticipación de hechos nuevos y no vividos de antemano en el seno de estructuras fijas, típicas y reiterativas del mundo ambiental, pero que aún así han podido seleccionarse gracias a la obra del fin impulsivo (deseable) que ha ayudado a entresacar o establecer un conjunto de relaciones objetivas.
                   Ahora se comprende que Ortega y Gasset con su talante racional-vitalista dijera, en complementariedad a Freud, que la cultura consiste "en ciertas actividades biológicas, ni más ni menos biológicas que digestión o locomoción". Porque si hay ciertas funciones vitales que dan un sentido dinámico a nuestra cultura, esas son precisamente las que basadas en hechos subjetivos e intraorgánicos, cumplen al mismo tiempo las leyes objetivas según las cuales, se produce una deriva continua intra/inter-cultural en todas las sociedades humanas. Las culturas no son más que conjuntos de prácticas, y esos conjuntos, dada la porosidad social que les caracteriza, son  susceptibles de mezclarse eficazmente con otros conjuntos de prácticas de otras culturas, lo que asegura un mutuo enriquecimiento de las mismas.      
     
  























No hay comentarios:

Publicar un comentario