martes, 10 de enero de 2012

Portada









Cosmología
Filosófica
O
 ("Spagirica"õ ≈ Filosofía racional õ)


Javier Cobo
              
           
NUEVA EDICIÓN CORREGIDA Y AUMENTADA
 (EN EXCLUSIVA PARA EL CIBERESPACIO)


Una producción: "L. M. D. C" (*)

Dedicatoria













A la memoria de mis padres

2- Prefacio


     
    
2-PREFACIO



                   Creía Descartes (siglo XVII) que para reflexionar sobre el infinito (aunque sea inabarcable y no podamos comprenderlo) tenemos unos puntos de partida o unos principios evidentes. No reparaba en que se da el  mismo problema tanto para los elementos, como para su conjunto; en la medida en que no se conoce éste es imposible conocer aquéllos. A pesar de todo y teniendo en cuenta que hay que adoptar una postura pragmática, podemos decir que tenía razón; sólo podemos servirnos para explicar lo que nos rodea y explicar nuestra presencia en el mundo, de aquellos elementos que tenemos más a mano, y articularlos de manera comprensible de modo que permita una descripción satisfactoria de los mismos, así como la descripción más perfecta posible del conjunto creado.
                   Se presenta una dificultad adicional, y es como entresacar de una realidad tan compleja esos principios, que de evidentes solo tienen el nombre. Hacer del pensar un principio de la evidencia de nuestro existir, como hacía tan ilustre filósofo, es algo que no proviene de la proposición, "todo lo que piensa existe". Cuando nos percatamos de que somos cosas que piensan, no lo deducimos mediante un procedimiento silogístico, sino que lo conocemos por propia e inmediata introspección. Por descontado, que no excluimos que otras cosas puedan existir aunque ni siquiera piensen. La proposición "pienso, luego existo" es una simple hipótesis (permítasenos llamarla así) metafísica, a la que llegamos mediante una captación inductiva que realiza el ser bajo la determinación del pensamiento. Sin embargo, Parménides había enunciado ya mucho antes (a finales del siglo V a. de J.C.) la identidad del ser y el pensamiento: "Lo mismo es, a la vez, ser y pensamiento" pero, al revés que Descartes, concebía el pensamiento a partir de la determinación del ser, es decir, fuera del ser no podría descubrirse, según él, el pensamiento. Tanto en un caso como en otro, y dado que se parte de la misma identidad, "ser y pensamiento", resulta realmente imposible pasar directamente del "pienso...."  al establecimiento de las ciencias, y sobre todo especialmente de la física, que es el "más acá de la metafísica".
                   En ese punto, hemos de ser muy cuidadosos. Los principios elegidos ¿deben ser físicos o metafísicos? Una respuesta fácil e improvisada sería que cualquiera de ellos, siempre que fuesen los acertados; pero no haríamos más que diferir el planteamiento del problema. Dado que somos incapaces de distinguir claramente, y por tanto de elegir, entre "ciertos principios"  o "principios ciertos" nos vemos obligados a prescindir de tan insólitos juegos de palabras. Quisiéramos seguir la hipótesis del "mundo material", como aparentemente lo más cercano y claro que tenemos, pero no es seguro que sea física, ya que además de estar inmersos en ella con la implicación perceptiva que eso supone, no hay una estricta correspondencia con lo observable, sino con lo impresionable, es decir, con aquello que impresiona los sentidos, lo que dota a la imagen de un claro componente metafísico. ¿Como se podría así captar la esencia de algo, si a lo sumo accedemos a verdades más o menos creibles? La esencia de una  cosa parece haber significado "el conjunto de sus propiedades  que no pueden cambiar sin que pierda su identidad" pero ¿cuándo se podría decir que hay un cambio esencial de propiedades? En la actualidad, la ciencia estima que la esencia de la cosa es la cosa misma, y semejante a la "cosa en si" kantiana, no valiendo la pena recurrir a otras disquisiciones epistémicas, que no sean las estrictamente comparativas. Así, la forma de soslayar dificultades es fijarse en parejas de objetos. Es sobre esa base, como la percepción sensorial u objeto, percibe y trata de observar, mientras que la causa o consecuencia material, es decir, el otro objeto, independientemente del hecho perceptivo que tenga lugar, es añadido exclusivamente mediante la imaginación. Como diría Schrödinger,  "este mundo se muestra a sí mismo sólo allí <<dónde>> y <<mientras>> únicamente se desarrolla, donde se generan nuevas formas. Las áreas pasivas escapan al brillo de la consciencia, se petrifican, y sólo aparecen por su interacción con las áreas de la evolución". La dificultad de decisión sobre que objetos son emparejables, nos remite a la vieja cuestión del  procedimiento silogístico ya apuntado, que se emplea profusamente sin necesidad de decir, ¡atención! ahora vamos a utilizar un silogismo al modo aristotélico. Por eso mismo, apelamos al sobreentendimiento o reconocimiento tácito  de que "juntar" o "poner" cosas en un mismo plano de análisis, es sólo una cuestión instrumental, útil  para extraer conclusiones relativas a todo aquello que nos envuelve cósmicamente con repercusiones cognoscitivas.
                   La ciencia sabe que el universo conocido tuvo un comienzo, en el que nacieron, además de él mismo, "continente", todo lo que había en su interior, "el contenido". Así nacieron las partículas subatómicas, los átomos, las moléculas, las galaxias, los planetas, la vida, etc.; e incluso algo que es consustancial al propio universo, el espacio y el tiempo. Es decir, el "todo" y sus "componentes" surgieron en cierto sentido, todos al unísono, sólo que, unos, realmente y otros potencialmente reales. Después la organización del "todo y sus partes" es la  que ha variado, evolucionando constantemente en sus interacciones. Pero casi nos atreveríamos a asegurar que esa capacidad de evolución incluso nació también entonces, si hemos de fiarnos en los diversos modelos cosmogónicos que se proponen.
                   Explicar de qué se compone el universo, cómo se ha ensamblado, cómo funciona y que repercusiones tienen esos procesos para nosotros y nuestro entorno, requiere que nos fijemos en los objetos y en los hechos que les mantienen relacionados en una permanente diversificación de sucesos, acontecimientos y situaciones. Comenzaremos justamente, estudiando los supuestos objetos físicos del mundo y las virtudes o eficacias naturales que les son propios, proporcionando al mismo ese extraño aspecto unitario que, habitualmente, muestra de por sí.


3'- Cita de Herbert George Wells





                                       
         "El autor de estas líneas tiene sesenta y cinco años. Cuando era niño su madre le enseñaba con un libro que ella tenía en gran estima, titulado Magnell's questions. Era el mismo que ella había usado en la escuela. Ya estaba desfasado, pero se seguía utilizando y se vendía aún. Era un volumen de preguntas y respuestas, a la manera del siglo XVIII, en el que se enseñaba que existían cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Estos cuatro elementos son tan viejos como Aristóteles, por lo menos. Jamás se me ocurrió preguntar; en mis días de calcetines blancos y bata a cuadros, en qué proporción estaban mezclados esos ingredientes fundamentales en mi mismo, en el mantel o en el pan y la leche. Me limité a tragármelos, igual que esos alimentos. Desde Aristóteles pase de un salto al siglo XVIII, sin haber oído nunca hablar de los dos elementos de los alquimistas árabes, el azufre y el mercurio, ni de Paracelso y su universo de sal y azufre, mercurio, agua y elixir de vida. Nunca se me dijo nada de esto. Fui a la escuela para niños y allí aprendí, inmediatamente, que yo estaba hecho de moléculas sólidas y bien definidas, formadas por átomos sólidos, bien definidos e indestructibles, de carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo, calcio, sodio, cloro y unos cuantos más. Estos eran los elementos reales. Mi libro de texto los mostraba claramente, como si fueran guisantes o bolas ordinarias, debidamente agrupados. También esto lo acepté sin exhalar una queja durante algún tiempo. No recuerdo haber dicho adiós a los cuatro elementos; sencillamente, se perdieron y seguí adelante con el nuevo lote.
         En otra escuela después, y en el Royal College Of Science más adelante, tuve conocimiento de una sencilla eternidad de átomos y fuerzas. Pero ahora los primeros empezaban a ser menos sólidos y simples. En el Royal College hablábamos mucho del protilo y el éter, pero los protones y electrones aún estaban por llegar, y los átomos, aún cuando adoptaban extrañas formas y movimientos se mantenían intactos. Los átomos no se podían transformar ni destruir, y las fuerzas, aunque tampoco podían ser destruidas eran susceptibles de ser transformadas. Esta calidad de indestructible camaleón de las fuerzas era la célebre Conservación de la Energía, que ha perdido prestigio desde entonces aunque sigue siendo una eficaz hipótesis de trabajo en la labor diaria del ingeniero.
         Pero en aquellos días en que se discutía y filosofaba con mis condiscípulos, se me hizo saber rápidamente que estos átomos y moléculas no eran en absoluto realidades; eran esencialmente, se me explicó, figuras mnemotécnicas, en la ordenación más sencilla de modelos e imágenes materiales, satisfacían lo que se necesitaba para ensamblar y reconciliar los fenómenos  conocidos de la materia. Eso era todo, Y esto lo acepté sin grandes dificultades. Por tanto, no sufrí el menor golpe cuando en los tiempos presentes las nuevas observaciones obligaron a nuevas elaboraciones del modelo. Mi maestro había sido un tanto rudo en sus enseñanzas. No era un científico sino solo un profesor de ciencias. Era un realista irredento que enseñaba ciencias de una forma realista y dogmática. La ciencia, ahora lo entiendo, jamás se contradice absolutamente a si misma, sino que está siempre ocupada en revisar sus clasificaciones y en retocar y formular de nuevo los postulados más toscos de épocas anteriores. La ciencia no reconoce, en ningún caso, que lo que  presenta sea otra cosa que un esquema de trabajo. La ciencia no explica, hace constar las relaciones y asociaciones de los hechos de la manera más simple posible".
                                                
                                        Herbert George Wells (1866-1946)

 
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  

3- Las cuatro fuerzas de la naturaleza





3-LAS CUATRO FUERZAS DE LA NATURALEZA


õ

            "Uno cavila que las famosas cuatro fuerzas -interacción electromagnética, interacción nuclear fuerte, interacción nuclear débil y gravedad- sólo son las que se dejan domesticar matemáticamente -y verificar empíricamente- ; no tienen por qué ser las únicas."

Salvador Pániker


                   Vemos que todo lo que nos rodea, los automóviles, las casas, las estrellas, los planetas (incluso  nosotros mismos), etc. tienen consistencia. Esta consistencia viene dada por la unión de las partículas que componen la materia. Las partículas están unidas gracias a la presencia de acciones naturales que llamamos "fuerzas". Si no hubiera fuerzas, las partículas integrantes de la materia, vagarían independientes, ignorando la existencia de las demás. Por medio de ellas las partículas reconocen a otras partículas y reaccionan ante su presencia, desarrollando un comportamiento regular y colectivo. Ese comportamiento nos permite considerar la cuestión general de porqué existen estructuras tan elementales como núcleos, átomos o moléculas y otras tan complejas como estrellas, galaxias, sistemas planetarios, planetas, rocas o personas.  No se concibe que un universo como el nuestro pudiera existir, sin que los movimientos de las partículas estuvieran exentos de restricciones regulativas. Es precisamente, la existencia de ligaduras o fuerzas implicadas en todas las relaciones cósmicas, la que da origen a todo tipo de estructuras. Posiblemente un universo sin estructuras fuera capaz de existir, pero consistiría sólo en un conjunto de partículas moviéndose aleatoriamente, quizá por toda una eternidad, sin ningún tipo de restricciones y regularidad en sus movimientos.
                   Al hablar de fuerzas, pensamos en algo que empuja, que tira o que golpea, como cuando una locomotora arrastra los vagones de un tren, lanzamos una piedra con un tirachinas o clavamos una escarpia en la pared para colgar un cuadro. Sin embargo, hay manifestaciones de fuerzas cuya presencia no nos es tan familiar, pero que no por eso dejan de tener una importancia incluso superior a las mencionadas; pensemos si no, por ejemplo, en las que intervienen en la circulación de la sangre, en el transporte de la savia en los árboles o en la desintegración de los núcleos radiactivos. Podríamos deducir que debe haber muchos tipos de fuerzas actuantes en la naturaleza cuando la variedad de objetos y estructuras es tan enorme, pero esto no parece ser así. Por lo menos hasta el momento sólo hay cuatro clases de fuerzas localizadas, que parecen suficientes en principio para explicar tanto el mundo macroscópico como el microscópico. Fuerzas y partículas, están tan íntimamente relacionadas, que no podemos comprender las unas sin las otras.
                   Estas cuatro fuerzas son denominadas: Gravedad, Electromagnetismo, Fuerza Nuclear Fuerte y Fuerza de Interacción Débil.

                    Gravedad


                 Hasta el momento en que se publicó la teoría de la gravitación por Newton en el siglo XVIII, el hombre sólo tenía de la gravedad un concepto intuitivo y enormemente impreciso. Las nociones de arriba y abajo eran identificadas con creencias cosmológicas dominantes, que provenían de ideas vagamente aristotélicas o de doctrinas religiosas tradicionales en las que la Tierra, como centro del universo, desempeñaba un papel primordial. Todas las cosas tendían a caer al centro del universo por que ése era su lugar natural, sin posibilidad de pensar otra cosa. Lo corpóreo, sinónimo de pesado, tendía a ir hacia abajo y lo gaseoso, símbolo de lo etéreo, a subir a los cielos o mundo de los espíritus. Las cosas eran así porque la tradición lo había establecido sin lugar a dudas ni discusiones.
                 El más importante logro de Newton fue el indagar más allá de las falsas evidencias y des- cubrir las características físicas de la fuerza gravitatoria, formulándolo como una ley matemática para dos partículas que se atraen –vis attractiva-. La cualidad física inherente a  cada partícula que interviene en la fórmula de Newton aplicable a la fuerza gravitatoria es la masa de cada una de ellas. A mayor masa de las partículas, mayores serán las fuerzas gravitatorias que se ejercen entre si. Podría decirse con exactitud, que la fuerza gravitatoria manifestada entre dos partículas dependía directamente del producto de las masas de ambas partículas. Precisemos que por partícula se entiende, generalmente, como un objeto material muy pequeño, pero en el caso de la gravedad esos objetos pueden alcanzar el tamaño de cualquier cuerpo celeste, como una luna, un planeta, una estrella, una galaxia, etc. El rasgo distintivo más importante de la gravedad es su universalidad. Todo esta incluido en su campo de acción, incluida la energía. Siempre actúa por atracción y es sorprendente su extrema debilidad,  pues es sólo un 10­³ (diez elevado a menos treinta y nueve) de la fuerza electrónica entre los componentes de un átomo de hidrógeno. Hay dos características físicas distintas, actuantes entre dos partículas que contribuyen a la manifestación de la intensidad de su fuerza de interacción gravitatoria. Una es la masa y otra la distancia. La presencia del factor distancia es muy clara de comprender. A mayor separación entre dos partículas, más débil es la influencia de la una sobre la otra. Sin embargo, sus efectos siguen siendo apreciables en el espacio y pueden ser notados muy lejos. De hecho se considera la fuerza gravitatoria la primera del universo, no por su fortaleza, sino porque fue la encargada de organizar la materia primitiva original del cosmos conocido dando lugar a vastas estructuras, mucho antes de que otras fuerzas pudieran entrar en juego.
                 La consecuencia más importante para el universo es que, así es como permanece unido. Los planetas están relativamente sujetos en sus órbitas en torno al Sol, lo mismo que las estrellas en las galaxias, e impide (aunque tal vez no en el futuro) que se dispersen completamente por el vacío. Por simplificar hablamos de la interacción gravitatoria entre dos cuerpos, cuando sería más apropiado considerar la interacción gravitatoria entre uno cualquiera de los dos cuerpos y el campo gravitatorio que se genera por el otro. Así, la Tierra da vueltas alrededor del Sol en una órbita determinada, y no en otra cualquiera, porqué es forzada a hacerlo por el campo gravitatorio de aquél. La gravedad es ciertamente la fuerza que domina a escala cósmica, y hasta los fenómenos en apariencia tan poco relacionados con ella, como son las mareas de los océanos, son una de las pruebas más convincentes de la atracción gravitatoria ejercida por la luna y, en menor medida, debido a su lejanía, por el Sol.
                 La otra cualidad física intrínseca de cada partícula que ya hemos mencionado, la masa, influye directamente en la fuerza gravitatoria actuante entre ellas; de hecho, depende del producto de las masas de las dos partículas. En el ámbito de las partículas subatómicas, la gravedad es tan imperceptible que se puede considerar prácticamente despreciable, pero incluso en los objetos más grandes, los efectos escapan a nuestra observación.
                 Sin embargo, Henry Cavendish realizó en 1797 un ingenioso experimento, destinado a medir esos efectos de tan tenues manifestaciones. Utilizando dos grandes bolas de plomo unidas a los extremos de una varilla suspendida horizontalmente, por una parte, y dos pequeñas esferas, por otra, consiguió medir cuidadosamente los efectos de la pequeñísima fuerza de atracción manifestada entre masas dispares. El enunciado que nos sugiere este hecho es que la fuerza gravitatoria entre dos partículas depende, efectivamente, como se suponía, directamente del producto de las masas de las dos partículas. Esto quiere decir que, por ejemplo, si se dobla la masa de una de las dos partículas y se cuadruplica la de la otra, manteniendo fija la distancia entre ellas, la fuerza gravitatoria que se aplican mutuamente se convierte en ocho veces más grande.
                 Durante más de dos siglos, la teoría de la gravitación de Newton proporcionó una explicación muy aceptable de todos los fenómenos concomitantes a ella, pero fue víctima de las nuevas teorías que vieron la luz en las primeras décadas del siglo XX. Ya hacía tiempo que se había observado una pequeña alteración en la órbita del planeta Mercurio, que denotaba que ésta no era totalmente elíptica. Aun después de descontar la deformación producida por las alteraciones gravitatorias, provocadas por la influencia del resto de los planetas, se produce una deformación permanente de cuarenta y tres segundos de arco por siglo, que la teoría de Newton no podía explicar. Hubo que recurrir a otra concepción teórica que pudiera dar cuenta del fenómeno descrito satisfactoriamente.
                 La gravedad fue descrita de otra manera, como un campo que emana de todas las partículas, rodeándolas de un halo de influencia, en el que Albert Einstein (1879-1955) descubrió que también pueden integrarse las ondas electromagnéticas.
                 En la nueva teoría general de la relatividad concebida a mediados de la segunda década del siglo XX, la gravedad es considerada como la manifestación de la curvatura del espacio-tiempo, en lugar de una fuerza. Los planetas siguen órbitas curvadas porque fluyen por el camino más recto a través del espacio-tiempo curvo. La gravedad es, según eso, lisa y llanamente geometría. Su aplicación universal, significa que no puede ser desviada ni eludida. Ningún objeto puede protegerse con un escudo frente su acción, ni tampoco neutralizarla de algún modo. Con la teoría de la relatividad quedó de manifiesto, que actúa también sobre la energía, ya sea luz u otro tipo de radiaciones, lo mismo que sobre la clásica materia. El resultado de la acción gravitatoria afecta asimismo al espacio, curvándolo, y al tiempo, provocando su dilatación, lo que implica de paso el descubrimiento de que la geometría que describe correctamente el espacio-tiempo no es propiamente euclidiana. Uno de los postulados en que se basa la teoría general es el principio de equivalencia. Desde Galileo (1564-1642) se sabía que una de las características esenciales de la gravedad es provocar la aceleración de los objetos en movimiento. Soltando juntas una pesada bola de hierro y una pluma de ave en el vacío sobre la superficie de la Tierra, caen con la misma rapidez y llegan al suelo a velocidad creciente, en el mismo momento. Pues bien, Einstein dedujo que eso supone una forma de equivalencia entre la gravedad y la aceleración. La teoría de la relatividad consigue expresar esa equivalencia en una formula matemática, que relaciona la gravedad con la aceleración y con la curva del espacio-tiempo. De hecho, y en consonancia con la teoría, la gravedad es la curvatura del espacio-tiempo, debido a la presencia de objetos de masa elevada. La gravedad, según Einstein, existe porque la presencia de la masa da al espacio una conformación geométrica no euclidiana, con lo que el espacio no podemos decir que sea curvo, sino que el espacio-tiempo no sólo es tetradimensional sino que además se caracteriza por presentar curvatura.


                    Electromagnetismo


                 Mientras que en circunstancias normales, los objetos más comunes que están a nuestro alcance son neutros eléctricamente, en determinadas circunstancias pueden cambiar y cargarse si se frotan entre si, como las nubes en una tormenta, o si se friccionan con el suelo, como las suelas de nuestro zapatos. Desde tiempos remotos han sido familiares para el hombre esa clase de fenómenos electromagnéticos. Ya Tales de Mileto (en 600 ad JC) observó que una resina fósil encontrada en las playas del mar Báltico (que nosotros llamamos ahora ámbar o succino, y entonces se conocía con el nombre de "elektron") poseía la propiedad de atraer plumas, hilos, polvillo, etc., cuando se la frotaba con un trozo de piel. Esa constatación llevó al inglés William Gilbert, investigador del magnetismo a descubrir que además del ámbar, otras sustancias como el cristal, frotándolas, también adquieren esas propiedades. Recordando la palabra griega "elektron", sugirió que por derivación se denominara "electricidad" a ese tipo de fuerza tan particular.
                 Por su parte el químico francés Charles Francis de Cisternay du Fay comprobó en 1733 que cuando se electrizaban, mediante frotamiento dos varillas de cristal o ámbar, éstas se repelían entre sí. Sin embargo, una varilla de vidrio atraía a otra de ámbar igualmente electrificada. Si se ponían en contacto, ambas perdían su carga eléctrica; ello evidenciaba la existencia de dos clases distintas de electricidad: una de carácter "vítreo" y otra de carácter "resinoso".
                 Durante los siglos XVIII y XIX, los sucesivos experimentos de otros investigadores, como Benjamín Franklin, Christian Oersted y Michael Faraday, ayudaron a comprender mejor la electricidad. Cuando se frotaba el vidrio, la electricidad escapaba de él, dejándolo cargado "positivamente". Por otra parte, cuando se frotaba el ámbar, la electricidad fluía hacia su interior cargándolo "negativamente" y cuando se tocaba una varilla cargada negativamente con otra que lo estaba positivamente, el fluido eléctrico pasaba de la posición negativa a la positiva hasta restablecerse el equilibrio. Si llamamos al "fluido" (así lo denominó Franklin) "electrón", vemos que la idea de esos investigadores pioneros era bastante adecuada. Se vio que las cargas eléctricas del mismo signo se repelen, y las del signo opuesto se atraen, siendo en ambos casos, al igual que en la gravedad, con una fuerza regulada por una fórmula matemática: las fuerzas eléctricas disminuyen con la distancia, según la relación de la inversa del cuadrado.
                 Cuando un extremo de un cable de alambre se conecta a un cuerpo que posee un exceso de carga negativa y el otro extremo a un cuerpo que está muy cargado positivamente, se obtiene una corriente eléctrica debido a que la carga positiva (que en los ejemplos anteriores se neutralizaba por contacto directo), "tira" de la carga negativa a través del cable, creándose un flujo de carga eléctrica hasta que se restablece el equilibrio energético. Además, cuando las cargas eléctricas están en movimiento, es decir, cuando fluye la corriente las fuerzas magnéticas adquieren una especial relevancia. Por su parte, en 1820, el físico danés Hans Christían Oersted descubrió que un hilo por el que circula una corriente eléctrica, se comporta magnéticamente con relación a un imán, lo mismo que con relación a otro hilo por el que también circula corriente. En consecuencia, dedujo que cuando las cargas eléctricas se mueven, generan campos de fuerza magnéticos, por lo que la electricidad y el magnetismo están íntimamente relacionados, dando origen a la expresión "fuerza electromagnética". Otro descubrimiento de Faraday, vino a completar lo que ya había comenzado Oersted. Observó que cuando se mueve un imán en el interior de una bobina de hilo metálico, las cargas en éste se mueven de forma que se genera una corriente en el hilo. Este fenómeno, que es la base del generador eléctrico, se le conoce como de “inducción electromagnética.” Es decir, que electricidad, movimiento y magnetismo, son sólo tres aspectos parciales del mismo fenómeno: el electromagnetismo.
                 Los descubrimientos sucesivos mencionados, condujeron no sólo a la creación de la dinamo para producir electricidad, sino que dieron pie a James Clerk Maxwell en las décadas de 1860 y 1870 a deducir matemáticamente el hecho de que el campo electromagnético se mueva en el espacio a la velocidad de la luz, en forma de ondas, que implican cambios de campos eléctricos y campos magnéticos. En su teoría electromagnética agrupó la luz y otras formas de radiación, como la radioeléctrica, en una familia de "radiaciones electromagnéticas". La existencia de esas radiaciones había sido predicha por Maxwell al tener necesidad de recurrir a modelos de campos eléctricos y magnéticos, unos más intensos y otros más débiles, si quería establecer una analogía con las ondas de agua, en las que se originan crestas y valles en la altura del líquido.
                 Las consecuencias prácticas de todos estos descubrimientos son extraordinariamente importantes. Así, en 1887 Heinrich Hertz  consiguió transmitir y recibir radiación electromagnética en forma de ondas de radio, que son muy similares a las de la luz pero con longitudes de onda mucho mayores. La complejidad de los campos de fuerza electromagnéticos da origen a una increíble variedad de fenómenos macroscópicos y microscópicos. El magnetismo de la Tierra, por ejemplo, puede ser explicado como la consecuencia del flujo de corrientes eléctricas que se producen en el seno del núcleo interior compuesto de hierro y níquel, que a su vez generan líneas de fuerzas magnéticas de largo alcance. Por razones análogas el Sol posee un campo magnético tan desarrollado, que en él está inmerso todo el sistema solar. Incluso se supone que debe haber un inmenso campo magnético galáctico que englobe toda la Vía Láctea. No menos importancia tienen los campos electromagnéticos, en todos los procesos de la vida.
                 Tanto los procesos claramente físico-químicos como la digestión, las contracciones y relajaciones musculares, el crecimiento, las pulsiones sexuales, los fenómenos ópticos propios de la visión, etc., como otros tan nobles y aparentemente alejados de esa problemática, v.g .los pensamientos y otras actividades cerebrales,  tienen su base de funcionamiento en esa clase de fuerzas.
                 Vemos pues, que todas las partículas con carga se someten a los campos electromagnéticos. Pero no todas las partículas tienen carga. El fotón y el neutrino son eléctricamente neutros y están, por tanto, al margen de esa influencia, siendo sólo afectados por campos gravitatorios no electromagnéticos.
                 Sabemos a ciencia cierta que la carga eléctrica que poseen las partículas materiales es un múltiplo exacto de una unidad fundamental básica de carga eléctrica negativa, el electrón. Ésta es una diminuta partícula material de masa tan increíblemente pequeña que para obtener un gramo se necesitarían billones y billones de electrones. Su masa es unas 1.830 veces menor que la de otra unidad básica de carga positiva, el protón. En consecuencia, se deduce que son los protones, junto con otras partículas eléctricamente neutras, los neutrones, los que componen prácticamente la masa de la materia, siendo precisamente una fuerza de carácter electromagnético la que mantiene unido al átomo establemente. En el núcleo de éste, los protones y neutrones están concentrados ocupando un espacio del orden de diez billonésimas de centímetro; a su alrededor los electrones giran en órbitas cuyo tamaño es unas cien mil veces mayor que el del núcleo.
                 En la estructura del átomo la fuerza gravitatoria tiene una presencia casi irrelevante y se encuentra eclipsada por la fuerza electromagnética, en el tema de la atracción entre el electrón y el núcleo, ya que es muchos miles de trillones de veces mayor que aquella. Gracias al descubrimiento del electrón y su forma de estar integrado en el átomo, se puede observar cómo éste es capaz de producir por vibración un haz de ondas electromagnéticas, de manera no demasiado distinta a como se pueden originar ondas en un estanque de tranquilas aguas con el movimiento de vaivén de una mano. Incluso a finales del siglo XIX ya se pensaba que la radiación electromagnética debía estar asociada al movimiento de cargas eléctricas diminutas, pero el electromagnetismo y la mecánica estadística postulaban una forma de radiación muy diferente de la realmente emitida por los objetos.
                 En la segunda década del siglo XX los físicos empezaron a preocuparse por este problema y los estudios de la forma en que la materia, (es decir, los átomos) interacciona con la radiación (luz) habían permitido realizar descubrimientos cruciales que conducirían a la realización de un nuevo modelo de átomo. Fue entonces, en torno al año 1900 al intentar explicar cómo interacciona la radiación con la materia, cuando la física clásica, capaz de explicar tantos problemas planteados anteriormente, tuvo que abordar estas cuestiones desde una perspectiva enteramente nueva.


                 La fuerza nuclear


                 Si la fuerza electromagnética permite explicar satisfactoriamente el estado de neutralidad entre las cargas del átomo, no lo hace en cambio en el caso de la compacidad del núcleo. Dado que en el interior de éste, los protones se encuentran muy juntos, el núcleo debería estallar violentamente si no hubiera alguna otra fuerza atractiva enormemente fuerte que les obligase a permanecer unidos. Desde el momento en que los físicos supieron de la existencia de protones en el interior del núcleo, se sintieron perplejos por la estabilidad del mismo, pues los protones proporcionan al núcleo su carga eléctrica positiva y aproximadamente la mitad de su masa. Hasta la década de los años treinta del pasado siglo, uno de los mayores misterios de la física lo constituyó el no saber que era lo que impedía que el núcleo de un átomo no estallase. Fuera lo que fuese, tenía que originar una fuerza muy intensa, mucho más que la electromagnética, y por supuesto, al estar confinada en un lugar tan extraordinariamente pequeño, muchísimo más que la gravedad, pues ésta es demasiado débil para conseguir ese efecto. Esa fuerza desconocida, en su campo de acción es muy activa, pero está limitada a 10­-¹³ (diez  elevado a menos 13) cm. en torno de un protón, lo que impide que se manifieste influencia alguna sobre el núcleo de otro átomo próximo. Nos da idea de su intensidad, el hecho de que, se supone, mantiene unidos los protones contra la repulsión originada por sus cargas del mismo signo. La naturaleza de esta misteriosa fuerza fue aclarada en parte en 1932 al descubrirse el neutrón, eléctricamente neutro, que forma parte también de los núcleos atómicos.
                 La presencia de la fuerza nuclear se hizo ostensible, provocando colisiones entre los protones y los neutrones recién descubiertos, y de ambas clases de partículas con núcleos atómicos. La intensidad de la fuerza no parecía variar con la distancia, lo cual obligaba a los físicos a tener en cuenta muchos factores explicativos un tanto arbitrarios. Lo que sí quedó claro desde un principio, es el por qué los núcleos de los átomos son tan pequeños comparados con el propio átomo. Sólo cuando un protón y un neutrón se encuentran a una distancia tan corta como una diez billonésima de centímetro, el uno del otro, se manifiesta en toda su intensidad la fuerza nuclear.
                 Ésta, entonces, llega a ser muchísimo más intensa que la fuerza eléctrica de repulsión entre los protones que componen el núcleo y eso da idea de la estabilidad, de la que normalmente gozan los átomos. Con la intención de dar mayor solidez a la constitución teórica interna de la materia, en la década de los años sesenta del siglo XX, se propuso la teoría de los "quarks". Según ella, se supone que neutrones y protones se agrupan en cuerpos compuestos cada uno de ellos por tres quarks, siendo la importante fuerza residual de esta poderosa fuerza "interquarks", la que actúa entre protones y neutrones. En la colisión entre protones, o entre protones y neutrones, intervienen hipotéticamente, un total de seis quarks, interactivos entre todos ellos, de manera que queda una pequeña cantidad de fuerza sobrante, suficiente para unir los dos tripletes formados por quarks, entre sí.
                 Como decimos, la estabilidad de los núcleos atómicos es grande en las condiciones normales terrestres en las que habitualmente nos encontramos, pero hay otras condiciones de "normalidad" cósmica en las que las cosas son muy distintas. En los interiores calientes y profundos de las estrellas, los núcleos de los átomos llegan a estar tan apretujados, que se atraen aún más fuertemente y se aglutinan formando núcleos más pesados, mediante lo que ha dado en llamarse proceso de fusión termonuclear y que se parece mucho (solo que a mucha mayor escala) a las reacciones desencadenadas en las bombas de hidrógeno. Otro motivo de rotura de la estabilidad de la materia, es cuando los neutrones libres (esto es, que han escapado al confinamiento de un núcleo atómico) se acercan mucho a algún otro núcleo y son arrastrados a él por la fuerza nuclear. Cuando esto ocurre, y no es muy difícil que suceda, puesto que los neutrones al no tener carga eléctrica, no son repelidos por las cargas positivas de los núcleos atómicos, éstos pueden convertirse en radiactivos, emitiendo partículas y convirtiéndose en otra clase de núcleos. Si un neutrón libre, incide en un núcleo de uranio o plutonio, se provoca la fisión (fenómeno inverso a la fusión mencionada) del mismo, que es lo que ocurre en las bombas atómicas de fisión.
                 Por fortuna, los neutrones libres son muy inestables y escasos en la naturaleza, desintegrándose fácilmente con la consiguiente producción de un protón, un electrón y un neutrino. Si no fuera así, la radiactividad generada en las colisiones nucleares destruiría las células de los tejidos de los seres vivos, ocasionándoles la muerte. Además, también es dudoso que una cantidad excesiva de neutrones, hubiera permitido el surgimiento mismo de la vida, ya que alterarían  permanentemente los elementos químicos de cualquier cuerpo, al penetrar en los núcleos de los átomos que componen sus células.

                                      Interacción débil


                 Es la que se ha puesto en evidencia más recientemente, debido sobre todo a que los fenómenos en los que está implicada no son de fácil observación. Es la responsable de que en ocasiones poco frecuentes, protones, electrones y neutrinos se fusionen formando neutrones. Se halla, pues, esta fuerza limitada al mundo de las partículas subatómicas y sus efectos quedan enmascarados por la fuerza electromagnética y la fuerza nuclear. Aunque es mucho más fuerte que la fuerza gravitatoria, está en clara inferioridad si se compara con la fuerza electromagnética, y por eso se restringen tanto las probabilidades de que las tres clases de partículas mencionadas lleguen a encontrarse, y formen neutrones.
                 Cuando Henri Becquerel descubrió en 1896, casualmente, la radiactividad, al dejar el mineral de uranio llamado pechblenda cerca de una placa fotográfica protegida, observó además de un oscurecimiento de la película, otros efectos desconocidos hasta entonces. Rutherford, estudiando esos efectos desconocidos, pudo constatar que cuando la radiación emitida pasaba entre campos eléctricos o magnéticos intensos se dividía en tres partes muy diferenciadas. Para distinguir unas de otras las denominó partículas alfa, beta y gamma, respectivamente, según experimentasen desviaciones, como si se trataran de partículas de carga positiva, como si estuviesen cargadas negativamente o si ,por último, no desviasen su trayectoria ni lo más mínimo.
                 Las partículas alfa son partículas pesadas, núcleos de helio que se mueven a gran velocidad. Las partículas beta son electrones, también muy rápidos en su desplazamiento, y la radiación gamma se trata de una emisión de carácter electromagnético de mayor frecuencia y, por tanto, de mayor energía que la de los rayos X.
                 En los procesos de emisión de partículas beta parecía observarse una pérdida de energía, con lo que la ley de la conservación de la misma quedaba en entredicho al mostrarse incompatible con los hechos. Para explicar el fenómeno, el físico Wolfgang Pauli sugirió la posibilidad de que la emisión de una partícula neutra acompañase al electrón al ser emitido. Posteriormente, Enrico Fermi, dado su supuesto comportamiento la denominó neutrino, siendo localizada esta clase de partículas de una manera efectiva en la década de los años cincuenta del siglo XX. Tomando como base la teoría de los cuantos, Fermi había deducido previamente que los electrones y los neutrinos no existían antes de la expulsión orbital, sino que la energía del núcleo radiactivo debía propiciar su creación instantánea. El comportamiento de los neutrones libres, observado más tarde, confirmó esta sospecha.
                 En un corto período de tiempo los neutrones se desintegraban por completo, dejando como restos, un protón, un electrón y un neutrino con lo que una nueva fuerza, hasta entonces desconocida, se ponía así de manifiesto en la llamada desintegración beta.  La fuerza de "interacción débil", como también se la denominó, es responsable de muchas otras transmutaciones, aunque su campo de actuación es muy limitado, y se reduce a provocar los cambios de "identidad" de las partículas.
                 Estas fuerzas desempeñan un importante papel en la explosión de las estrellas denominadas supernovas, lo que constituye un fenómeno de singular importancia en muchos procesos cosmogónicos. Pensemos que en el brusco colapso de los núcleos neutrónicos estelares, se origina la liberación de enormes cantidades de neutrinos, que en su precipitada huida arrastran las capas exteriores de las estrellas, disgregándolas y dispersando sus materiales por el espacio. Estos fenómenos son de destacado interés, puesto que los materiales provenientes de desintegraciones de estrellas actúan como núcleos generadores de nuevos procesos de nacimientos y renovaciones estelares que dotan al universo de un reconocido y considerable grado de dinamismo.