15-LAS ESTRELLAS
õ
"Este copo de nieve era una llama; la llama era un fragmento de
una estrella."
Caro Tito Lucrecio ( ?, h. 98?, h 55 a. C.)
Como ya sabemos, las galaxias están compuestas
preferentemente por conglomerados de brillantes estrellas.
Pero ¿qué es una estrella, en realidad? Simplificando, diremos que las estrellas son cuerpos gaseosos,
luminosos y
esféricos que tienen aproximadamente las mismas características que el Sol. Otros
cuerpos celestes, como la Luna, los planetas y satélites, brillan también, pero es a causa de la luz (reflejada) que
reciben de una estrella en particular, como puede
ser la
que emite nuestro Sol. Esta última, debido a su cercanía a la Tierra, es la mejor estudiada y se conocen muchas de
sus características. Es gracias a esos conocimientos como podemos deducir, en
muchos casos, las formas de comportamiento de las inmensas
cantidades de estrellas que se distribuyen por los espacios observados. A simple vista, y mirando al cielo, se pueden contar de cinco mil a cinco mil quinientos
astros poblando toda la bóveda celeste. En su mayoría se tratan de estrellas
gigantes que, gracias a su luminosidad o brillo intenso, son perceptibles a grandes distancias,
incluso sin ayuda de telescopios. Sin
embargo, dado que casi toda la información que
obtenemos de las estrellas llega a nosotros en forma de radiación electromagnética,
es preciso observar las mayores cantidades posibles de radiaciones, utilizando
tanto telescopios ópticos como radiotelescopios. Las estrellas de tamaño mediano y pequeño que son las que predominan en el panorama galáctico, que
emiten cantidades relativamente pequeñas de ondas de radio si se comparan con sus emisiones
ópticas, limitan relativamente nuestra capacidad de análisis a lo que pueda captarse
de la
radiación electromagnética visible (luz) emitida por ellas. Tan es así, que
el número de
estrellas visibles aumenta con gran rapidez a medida que sus brillos se hacen más
tenues pero, al
mismo tiempo, se vuelven más difíciles a la observación y el análisis. Aunque la mayoría de las estrellas son simples, por lo menos un veinte por cien de ellas constituye un sistema binario y giran asociadas con un movimiento orbital en
torno a un
centro de gravedad común. Su unión permanente se debe a la poderosa acción
gravitatoria que se ejercen mutuamente.
Como puede observarse a simple vista, el firmamento no se encuentra poblado de estrellas
uniformemente. Unas zonas aparecen casi vacías de puntos luminosos, mientras que
otras regiones, como las que corresponden a la de la Vía Láctea, son extraordinariamente abundantes en astros.
Instrumentos especializados como los espectroscopios nos ayudan muy eficazmente en el establecimiento más aproximado
posible de las posiciones de las estrellas, así como sus
movimientos, distancias, brillos y otras características notables.
Las estrellas nacieron en el seno de las galaxias a partir de las densas nubes de gas
preexistentes. Indicios de esas formaciones originales subsisten en el fondo de microondas, donde todavía quedan huellas
muy tenues de la estructura del universo primitivo.
Al mismo tiempo que el universo se expandía se producían muy importantes cambios en la estructura microscópica de la materia. Algunos elementos
esenciales para la vida, entre ellos el carbono y el nitrógeno, se sintetizaron en el interior de estrellas ya desaparecidas.
Para llegar a esa conclusión, los astrónomos han tenido que
investigar muchos procesos evolutivos en el interior de nuestra galaxia y en las estrellas que
se pueden contemplar en el cielo nocturno. El primer obstáculo a superar fue el de la paradoja que se
planteó a principios del siglo pasado, relativa a la edad de nuestro planeta y la de las estrellas.
Los geofísicos, que se habían dedicado a medir la lenta degradación del
uranio terrestre en plomo, hicieron ampliar la cronología de la Tierra en algunos miles de millones de años de edad, o lo que es lo mismo, nuestro planeta
era muchísimo más viejo, que lo que tradicionalmente se había creído y aceptado por la generalidad de los
estudiosos. Sin embargo, esto suscitó la enigmática cuestión entre los físicos que estudiaban
los astros,
de que un sol
alimentado exclusivamente por la energía de la concentración gravitatoria o por combustión
química no podría mantener su brillo más allá de unos pocos millones de años, con lo que su vida sería
mucho más corta que la de los propios planetas que alumbra.
La geofísica terrestre con sus precisos datos,
obligaba por tanto, a recomponer a nivel general, toda la astrofísica conocida. Pero
como todavía no se conocían bien los procesos nucleares a largo plazo de las estrellas, aunque la incongruencia saltaba a la vista, se carecía de una explicación convincente. Por
si fuera poco, los cambios extraordinariamente lentos y nada catastrofistas,
propios de la evolución geológica y biológica, posibilitaban
también la existencia de un margen temporal en nuestro planeta mucho más
verosímil y congruente con los dilatados procesos de
formaciones estelares, que el que se tomaba como firmemente válido hasta entonces, sin una apoyatura científica
sólidamente establecida.
La solución al problema se encontró en el estudio de los mismos procesos que la geofísica y la geología nos sugirieron
para el arranque de una nueva física nuclear.
En efecto, el estudio de la radiactividad terrestre fue un determinante decisivo en
el alargamiento
de la vida
de las
estrellas en varios miles de millones de años, considerando que su fuente
energética era continua, nuclear y con un factor mil veces superior a una fuente de energía
química convencional. Hemos de darnos cuenta que la energía que producen las reacciones
nucleares es enorme y muy sostenida en el tiempo, tanto que puede llegar a ser del orden de un millón de veces la de una reacción química.
En un principio, la estrella es sólo una masa gaseosa esférica en la que hay un equilibrio precario entre dos tendencias opuestas: la presión centrífuga de su
interior cada vez más caliente y el empuje hacia adentro debido al aumento de densidad de la materia por gravedad. En las transformaciones químicas normales, los electrones de las capas más externas
se reordenan en las capas superficiales de los átomos pero en los cambios nucleares, los neutrones y protones se reorganizan dentro del núcleo debido a la interacción fuerte.
Las fuerzas
nucleares desarrolladas entre esas dos clases de partículas en los núcleos atómicos se
caracterizan por su enorme potencia, y por los decisivos cambios energéticos que provocan su
participación en las reacciones nucleares. En
ocasiones, un enorme
exceso de energía es expulsada en forma de luz y calor de la masa gaseosa. Concretamente eso sucede cuando los productos de un proceso nuclear poseen
menos masa que los componentes originales.
Sabemos que las radiaciones emitidas por las estrellas son una mezcla de diversos colores y distintas intensidades, desde que Newton observó que la luz solar se descomponía al hacerla pasar a través de un prisma. Esta serie de colores, que se disponen de
forma continua desde el rojo
hasta el violeta, y en la que hay innumerables
líneas finas oscuras que atraviesan cada color, se llama espectro. En 1815 Joseph von Fraunhofer, obtuvo un espectro solar en
el que se veían
claramente cientos de líneas oscuras, (que habían pasado inadvertidas para
Newton) llamadas posteriormente líneas de absorción o de Fraunhofer. Estas líneas, en el espectro solar o de cualquier otra estrella constituyen
sus auténticas señas de identidad y proceden de la interacción entre los átomos de la atmósfera estelar y la radiación electromagnética generada en el interior profundo. La absorción se revela
en las
líneas discretas en un espectro, debido a que los electrones en el interior de los átomos también se mueven en órbitas discretas y los saltos que aquellos
realizan a otras órbitas mayores absorben radiación dando origen a una única línea de
absorción definida, por cada salto realizado. Dado
que por cada clase de átomos existen indefectiblemente un conjunto de órbitas
definidas, en las que se mueven los electrones, todos los átomos de un elemento cualquiera, presentan las mismas líneas de
absorción, que son siempre distintas a las correspondientes a átomos de otros elementos.
Los análisis espectrales
efectuados de muchas estrellas han puesto de manifiesto, salvo raras y explicables excepciones, la misma composición que la que tiene el Sol.
Los átomos, los iones e incluso las moléculas, en las denominadas
"estrellas frías", presentes en las atmósferas estelares dan su imagen espectral, consistente
en la
formación de una banda de radiación continua, en la que aparecen también
líneas de absorción oscuras. El hidrógeno, el gas más difundido del universo, predomina de forma absoluta en las estrellas con un ochenta por cien de su
volumen. El helio
no deja de tener su importancia, con un diecinueve por cien del total, mientras que pequeñas
cantidades (casi trazas) de otros elementos se reparten el uno por cien restante.
El espectro continuo refleja también con su intensidad
luminosa la temperatura
superficial de una estrella cualquiera. Las más frías presentan un
aspecto rojizo; las calientes, amarillo,
y las muy calientes tienen tonos azules.
Las líneas de absorción que aparecen en los espectros de luz estelares, han permitido clasificar las estrellas de forma apropiada
según los tipos convencionales
llamados "Harvard". Los espectros en una ordenación continua vertical con los de las más azules arriba y los de las más rojas abajo, muestran un cambio gradual en su aspecto y en las intensidades de las líneas. Los designados con la letra "A" presentan rayas correspondientes al elemento hidrógeno, intensamente marcadas. Otras
más débiles, denotan la presencia de iones metálicos. Los tipos designados con las letras "O" y "B" corresponden
a estrellas que poseen una temperatura superficial muy elevada. La gradación se observa bien
recorriendo las secuencias
sucesivas de los tipos designados por
las letras
"F", "G" y "K", detectándose un debilitamiento de las rayas que denota la presencia de hidrógeno. De igual modo, los iones metálicos también
proporcionan un débil registro. Sin embargo, su presencia se acentúa después intensamente, alcanzando las líneas de origen metálico un aspecto muy marcado. En los tipos últimos de emisión "M", "N",
"R" y "S" el espectro está ocupado casi
totalmente por las líneas de absorción estrechamente apiñadas, hasta casi constituir
bandas, que corresponden a moléculas muy ligadas a óxidos de hierro y titanio.
En cuanto a uno de los aspectos más importantes que deben ser considerados
prioritariamente, como es el tamaño de las estrellas, podemos decir que la masa de éstas oscila entre muy amplios márgenes. Los valores pueden ser de sólo
la décima parte de la masa solar o cien veces superior a la misma. Dado que todas las estrellas,
independientemente de la población a la que pertenezcan, se formaron por contracción gravitatoria a
partir de variadas mezclas de nubes de gas y polvo, las épocas iniciales de su actividad fueron muy parecidas, excepto
precisamente en la duración de su fase de protoestrella. Cuanto más denso fue el material que, al concentrarse, iba a
convertirse en estrella, tanto más rápidamente habría de de transcurrir su fase
protoestelar. Así, una nube en proceso contractivo con una masa aproximada del diez por cien de la masa del Sol tardaría unos ochocientos cincuenta millones de años en abandonar su fase de
infancia estelar. Mientras que una nube cuya masa inicial fuera tres o más veces la masa del Sol, emplearía solo unos pocos cientos de miles de
años en superar la fase contractiva preliminar. La diferencia de
comportamiento, se explica porque cuanta más masa hay puesta en juego, más
fuerte es la
compresión interna y antes entran en ignición los hornos nucleares. Si
tenemos en cuenta que existen estrellas gigantes y enanas, cuyas masas van de cien a uno, nos podemos hacer una idea de la variabilidad tan
grande con
la que se
pueden presentar en sus diámetros, densidades y consiguiente evolución estelar. Algunas estrellas tienen
un diámetro
tan pequeño, que es menor que el de nuestro planeta. Otras, en cambio, son tan grandes que
pueden teóricamente abarcar en su interior al Sol, la Tierra y la órbita que describe
ésta en torno a aquél.
Para efectuar los cálculos de las masas en los sistemas múltiples se recurre al análisis de los efectos
de atracción recíproca, ejercida en los movimientos de las estrellas del conjunto
estelar. Cuando se trata del estudio de estrellas de masa muy importante, se
puede precisar a partir del desplazamiento al rojo en las rayas espectrales.
La variabilidad en las densidades es también muy grande.
Desde la consistencia extremadamente sutil en que
se presenta la materia que compone las protoestrellas, preferentemente en masas
de gas y
polvo muy tenues, hasta las enormes compacidades que se registran en las estrellas
de neutrones. Densidades tan fabulosas que superan en cien mil veces la del Sol y que no podemos casi ni imaginar, son
bastante frecuentes. Baste decir que eso supone un valor equivalente al de cien mil toneladas de peso por cada centímetro cúbico.
La cabeza de un alfiler
hecho de tal materia pesaría, según eso, mil toneladas métricas.
Sin embargo, el espacio interestelar está generalmente constituido
por una mezcla muy enrarecida
de gas y polvo. Si esa mezcla
hubiera permanecido dispersada uniformemente, no se hubieran podido formar
estrellas ni planetas ni, por supuesto, ningún tipo
de vida. Como la mayor parte del gas está en forma de átomos o cúmulos de átomos diseminados por el espacio y las partículas de polvo interestelar son parecidas al polvo que se deposita en las alfombras de una casa, nada hace suponer a
primera vista que puedan dar lugar a sucesos cosmogónicos tan importantes. Pero
como el espacio interestelar
es tan vasto, incluso pequeñas cantidades de materia dispersas aquí y allá se acumulan
representando un papel sumamente importante. La materia diseminada en las oscuras regiones del espacio sufre fluctuaciones, como lo prueban las muestras de ondas de radio y la radiación infrarroja emitida por esas regiones invisibles. Así,
vemos que el polvo interviene en
un uno o dos por cien de la masa total de las nubes interestelares. El carbono, el oxígeno y el nitrógeno, por su parte, componen una fracción similar del total de la masa interestelar, y es bastante probable que esos elementos por si mismos, o en combinación con el hidrógeno compongan los granos de polvo.
Está claro que las temperaturas en las nubes de polvo interestelar son mucho menores que en el caso de las estrellas, y las temperaturas, aunque no
tanto, son también inferiores en las capas de polvo que a veces rodean a las estrellas. Estas diferencias y algunas más en otros aspectos, permiten significar que los lugares de nacimiento de las estrellas, no pueden
continuar siendo glóbulos inertes y homogéneos sin variación ninguna. De hecho, las nubes interestelares
acaban por descomponerse progresiva y sucesivamente en condensaciones más pequeñas favorecidas por la aparición de
heterogeneidades que, a su vez, dependen de inestabilidades gravitacionales. Es
normal que una nube medianamente
desarrollada se descomponga en decenas o centenares de fragmentos que siguen el comportamiento originario de la nube entera primigenia,
incluso contrayéndose a mayor velocidad que ella.
No
tenemos pruebas de que haya estrellas nacidas en situación de aislamiento, en una sola nube. Se supone
que las
nubes interestelares inician su evolución y acaban formando numerosas estrellas comparables a nuestro
Sol, o muchas otras superiores a él en tamaño. Seguramente la mayoría de las estrellas, o quizás todas, nacen en el seno de cúmulos estelares y si algunas como
nuestro Sol, se las percibe solas y aisladas es porque están
relativamente cerca de nosotros y porque se han separado de un conjunto muy grande de ellas, después de que estuvieran plenamente formadas e individualizadas.
Cuando una nube de gases y polvo se desgaja de una nebulosa interestelar pasa por una serie de estadios que la transforman inevitablemente. En sus comienzos, por efecto de la gravedad se contrae y forma un conjunto más denso de átomos.
A medida que la estrella naciente se hace más compacta, los átomos colisionan más
a menudo y eso
trae como consecuencia un aumento de temperatura. Pero todavía esa porción de gas tendrá que seguir cambiando, reorganizándose en un objeto más pequeño,
mucho más denso y mucho más caliente, hasta que pueda llamarse con propiedad una estrella.
Gracias a las observaciones realizadas en los años setenta del pasado siglo mediante la astronomía de rayos infrarrojos por Leighton y Neugebauer en más de cinco mil
fuentes luminosas, ha podido comprobarse que, efectivamente, las nubes interestelares se
fragmentan en pequeños cúmulos de gas y que los embolsamientos de gases algo más calientes y densos que hay en el interior de las extensas, difusas y frías nubes, están muy generalizados.
Sin embargo, la fragmentación no continúa
indefinidamente. Es notorio que
existen nubes de gas y polvo en fase de colapso en el proceso de aparición de una nueva estrella. La radiación infrarroja
detectada podría proceder en algunos casos de la energía gravitacional del colapso anterior al inicio de las reacciones nucleares.
A esto se llega, porque la densidad del gas cuando es suficientemente grande,
obstaculiza el proceso de rompimiento de las nubes en fragmentos más pequeños y no les queda otro camino que
compactarse y retener
los escapes de radiación. En consecuencia, ésta se acumula, la temperatura se
eleva y la presión sigue
creciendo. Varios miles de años después de iniciado el proceso, las dimensiones de un
cúmulo de tamaño mediano son comparables a las
de nuestro sistema solar, es decir, el de diez mil veces el tamaño del Sol. Las temperaturas
interiores son de varios miles de grados centígrados y la presión sigue en
aumento.
Centenares de miles de años más tarde, toda la extensión del fragmento cabría dentro de
la órbita de la Tierra girando alrededor del Sol y su temperatura terminaría
por elevarse hasta alcanzar los cien mil grados centígrados poco más o menos. En esa situación, los átomos desintegrados están
desprovistos de sus partículas elementales que se mueven vertiginosamente. Pero
estas partículas se deben acelerar mucho más
hasta conseguir vencer la repulsión electromagnética y entrar en funcionamiento las reacciones nucleares. El objeto, caliente y denso se parece ya bastante a una estrella que va a nacer, aunque deberá alcanzar los diez millones de grados
centígrados necesarios para comportarse como una verdadera estrella fulgiendo en todo su esplendor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario