martes, 10 de enero de 2012

15- Las estrellas



                                            
15-LAS ESTRELLAS

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"Este copo de nieve era una llama; la llama era un fragmento de una estrella."

Caro Tito Lucrecio ( ?, h. 98?, h 55 a. C.)



                   Como ya sabemos, las galaxias están compuestas preferentemente por conglomerados de brillantes estrellas. Pero ¿qué es una estrella, en realidad? Simplificando, diremos que las estrellas son cuerpos gaseosos, luminosos y esféricos que tienen aproximadamente las mismas características que el Sol. Otros cuerpos celestes, como la Luna, los planetas y satélites, brillan también, pero es a causa de la luz (reflejada) que reciben de una estrella en particular, como puede ser la que emite nuestro Sol. Esta última, debido a su cercanía a la Tierra, es la mejor estudiada y se conocen muchas de sus características. Es gracias a esos conocimientos como podemos deducir, en muchos casos, las formas de comportamiento de las inmensas cantidades de estrellas que se distribuyen por los espacios observados. A simple vista, y mirando al cielo, se pueden contar de cinco mil a cinco mil quinientos astros poblando toda la bóveda celeste. En su mayoría se tratan de estrellas gigantes que, gracias a su luminosidad o brillo intenso, son perceptibles a grandes distancias, incluso sin ayuda de telescopios. Sin embargo, dado que casi toda la información que obtenemos de las estrellas llega a nosotros en forma de radiación electromagnética, es preciso observar las mayores cantidades posibles de radiaciones, utilizando tanto telescopios ópticos como radiotelescopios. Las estrellas de tamaño mediano y pequeño que son las que predominan en el panorama galáctico, que emiten cantidades relativamente pequeñas de ondas de radio si se comparan con sus emisiones ópticas, limitan relativamente nuestra capacidad de análisis a lo que pueda captarse de la radiación electromagnética visible (luz) emitida por ellas. Tan es así, que el número de estrellas visibles aumenta con gran rapidez a medida que sus brillos se hacen más tenues pero, al mismo tiempo, se vuelven más difíciles a la observación y el análisis. Aunque la mayoría de las estrellas son simples, por lo menos un veinte por cien de ellas constituye un sistema binario y giran asociadas con un movimiento orbital en torno a un centro de gravedad común. Su unión permanente se debe a la poderosa acción gravitatoria que se ejercen mutuamente. 
                   Como puede observarse a simple vista, el firmamento no se encuentra poblado de estrellas uniformemente. Unas zonas aparecen casi vacías de puntos luminosos, mientras que otras regiones, como las que corresponden a la de la Vía Láctea, son extraordinariamente abundantes en astros. Instrumentos especializados como los espectroscopios nos ayudan muy eficazmente en el establecimiento más aproximado posible de las posiciones de las estrellas, así como sus movimientos, distancias, brillos y otras características notables.
                   Las estrellas nacieron en el seno de las galaxias a partir de las densas nubes de gas preexistentes. Indicios de esas formaciones originales subsisten en el fondo de microondas, donde todavía quedan huellas muy tenues de la estructura del universo primitivo.
                   Al mismo tiempo que el universo se expandía se producían muy importantes cambios en la estructura microscópica de la materia. Algunos elementos esenciales para la vida, entre ellos el carbono y el nitrógeno, se sintetizaron en el interior de estrellas ya desaparecidas. Para llegar a esa conclusión, los astrónomos han tenido que investigar muchos procesos evolutivos en el interior de nuestra galaxia y en las estrellas que se pueden contemplar en el cielo nocturno. El primer obstáculo a superar fue el de la paradoja que se planteó a principios del siglo pasado, relativa a la edad de nuestro planeta y la de las estrellas. Los geofísicos, que se habían dedicado a medir la lenta degradación del uranio terrestre en plomo, hicieron ampliar la cronología de la Tierra en algunos miles de millones de años de edad, o lo que es lo mismo, nuestro planeta era muchísimo más viejo, que lo que tradicionalmente se había creído y aceptado por la generalidad de los estudiosos. Sin embargo, esto suscitó la enigmática cuestión entre los físicos que estudiaban los astros, de que un sol alimentado exclusivamente por la energía de la concentración gravitatoria o por combustión química no podría mantener su brillo más allá de unos pocos millones de años, con lo que su vida sería mucho más corta que la de los propios planetas que alumbra.
                   La geofísica terrestre con sus precisos datos, obligaba por tanto, a recomponer a nivel general, toda la astrofísica conocida. Pero como todavía no se conocían bien los procesos nucleares a largo plazo de las estrellas, aunque la incongruencia saltaba a la vista, se carecía de una explicación convincente. Por si fuera poco, los cambios extraordinariamente lentos y nada catastrofistas, propios de la evolución geológica y biológica, posibilitaban también la existencia de un margen temporal en nuestro planeta mucho más verosímil y congruente con los dilatados procesos de formaciones estelares, que el que se tomaba como firmemente válido hasta entonces, sin una apoyatura científica sólidamente establecida.
                   La solución al problema se encontró en el estudio de los mismos procesos que la geofísica y la geología nos sugirieron para el arranque de una nueva física nuclear. En efecto, el estudio de la radiactividad terrestre fue un determinante decisivo en el alargamiento de la vida de las estrellas en varios miles de millones de años, considerando que su fuente energética era continua, nuclear y con un factor mil veces superior a una fuente de energía química convencional. Hemos de darnos cuenta que la energía que producen las reacciones nucleares es enorme y muy sostenida en el tiempo, tanto que puede llegar a ser del orden de un millón de veces la de una reacción química.
                   En un principio, la estrella es sólo una masa gaseosa esférica en la que hay un equilibrio precario entre dos tendencias opuestas: la presión centrífuga de su interior cada vez más caliente y el empuje hacia adentro debido al aumento de densidad de la materia por gravedad. En las transformaciones químicas normales, los electrones de las capas más externas se reordenan en las capas superficiales de los átomos pero en los cambios nucleares, los neutrones y protones se reorganizan dentro del núcleo debido a la interacción fuerte. Las fuerzas nucleares desarrolladas entre esas dos clases de partículas en los núcleos atómicos se caracterizan por su enorme potencia, y por los decisivos cambios energéticos que provocan su participación en las reacciones nucleares. En ocasiones, un enorme exceso de energía es expulsada en forma de luz y calor de la masa gaseosa. Concretamente eso sucede cuando los productos de un proceso nuclear poseen menos masa que los componentes originales.
                   Sabemos que las radiaciones emitidas por las estrellas son una mezcla de diversos colores y distintas intensidades, desde que Newton observó que la luz solar se descomponía al hacerla pasar a través de un prisma. Esta serie de colores, que se disponen de forma continua desde el rojo hasta el violeta, y en la que hay innumerables líneas finas oscuras que atraviesan cada color, se llama espectro. En 1815 Joseph von Fraunhofer, obtuvo un espectro solar en el que se veían claramente cientos de líneas oscuras, (que habían pasado inadvertidas para Newton) llamadas posteriormente líneas de absorción o de Fraunhofer. Estas líneas, en el espectro solar o de cualquier otra estrella constituyen sus auténticas señas de identidad y proceden de la interacción entre los átomos de la atmósfera estelar y la radiación electromagnética generada en el interior profundo. La absorción se revela en las líneas discretas en un espectro, debido a que los electrones en el interior de los átomos también se mueven en órbitas discretas y los saltos que aquellos realizan a otras órbitas mayores absorben radiación dando origen a una única línea de absorción definida, por cada salto realizado. Dado que por cada clase de átomos existen indefectiblemente un conjunto de órbitas definidas, en las que se mueven los electrones, todos los átomos de un elemento cualquiera, presentan las mismas líneas de absorción, que son siempre distintas a las correspondientes a átomos de otros elementos.
                   Los análisis espectrales efectuados de muchas estrellas han puesto de manifiesto, salvo raras y explicables excepciones, la misma composición que la que tiene el Sol. Los átomos, los iones e incluso las moléculas, en las denominadas "estrellas frías", presentes en las atmósferas estelares dan su imagen espectral, consistente en la formación de una banda de radiación continua, en la que aparecen también líneas de absorción oscuras. El hidrógeno, el gas más difundido del universo, predomina de forma absoluta en las estrellas con un ochenta por cien de su volumen. El helio no deja de tener su importancia, con un diecinueve por cien del total, mientras que pequeñas cantidades (casi trazas) de otros elementos se reparten el uno por cien restante.
                   El espectro continuo refleja también con su intensidad luminosa la temperatura superficial de una estrella cualquiera. Las más frías presentan un aspecto rojizo; las calientes, amarillo, y las muy calientes tienen tonos azules.       
                   Las líneas de absorción que aparecen en los espectros de luz estelares, han permitido clasificar las estrellas de forma apropiada según los tipos convencionales llamados "Harvard". Los espectros en una ordenación continua vertical con los de las más azules arriba y los de las más rojas abajo, muestran un cambio gradual en su aspecto y en las intensidades de las líneas. Los designados con la letra "A" presentan rayas correspondientes al elemento hidrógeno, intensamente marcadas. Otras más débiles, denotan la presencia de iones metálicos. Los tipos designados con las letras "O" y "B" corresponden a estrellas que poseen una temperatura superficial muy elevada. La gradación se observa bien recorriendo las secuencias sucesivas de los tipos designados por las letras "F", "G" y "K", detectándose un debilitamiento de las rayas que denota la presencia de hidrógeno. De igual modo, los iones metálicos también proporcionan un débil registro. Sin embargo, su presencia se acentúa después intensamente, alcanzando las líneas de origen metálico un aspecto muy marcado. En los tipos últimos de emisión "M", "N", "R" y "S" el espectro está ocupado casi totalmente por las líneas de absorción estrechamente apiñadas, hasta casi constituir bandas, que corresponden a moléculas muy ligadas a óxidos de hierro y titanio.
                   En cuanto a uno de los aspectos más importantes que deben ser considerados prioritariamente, como es el tamaño de las estrellas, podemos decir que la masa de éstas oscila entre muy amplios márgenes. Los valores pueden ser de sólo la décima parte de la masa solar o cien veces superior a la misma. Dado que todas las estrellas, independientemente de la población a la que pertenezcan, se formaron por contracción gravitatoria a partir de variadas mezclas de nubes de gas y polvo, las épocas iniciales de su actividad fueron muy parecidas, excepto precisamente en la duración de su fase de protoestrella. Cuanto más denso fue el material que, al concentrarse, iba a convertirse en estrella, tanto más rápidamente habría de de transcurrir su fase protoestelar. Así, una nube en proceso contractivo con una masa aproximada del diez por cien de la masa del Sol tardaría unos ochocientos cincuenta millones de años en abandonar su fase de infancia estelar. Mientras que una nube cuya masa inicial fuera tres o más veces la masa del Sol, emplearía solo unos pocos cientos de miles de años en superar la fase contractiva preliminar. La diferencia de comportamiento, se explica porque cuanta más masa hay puesta en juego, más fuerte es la compresión interna y antes entran en ignición los hornos nucleares. Si tenemos en cuenta que existen estrellas gigantes y enanas, cuyas masas van de cien a uno, nos podemos hacer una idea de la variabilidad tan grande con la que se pueden presentar en sus diámetros, densidades y consiguiente evolución estelar. Algunas estrellas tienen un diámetro tan pequeño, que es menor que el de nuestro planeta. Otras, en cambio, son tan grandes que pueden teóricamente abarcar en su interior al Sol, la Tierra y la órbita que describe ésta en torno a aquél.
                   Para efectuar los cálculos de las masas en los sistemas múltiples se recurre al análisis de los efectos de atracción recíproca, ejercida en los movimientos de las estrellas del conjunto estelar. Cuando se trata del estudio de estrellas de masa muy importante, se puede precisar a partir del desplazamiento al rojo en las rayas espectrales.
                   La variabilidad en las densidades es también muy grande. Desde la consistencia extremadamente sutil en que se presenta la materia que compone las protoestrellas, preferentemente en masas de gas y polvo muy tenues, hasta las enormes compacidades que se registran en las estrellas de neutrones. Densidades tan fabulosas que superan en cien mil veces la del Sol y que no podemos casi ni imaginar, son bastante frecuentes. Baste decir que eso supone un valor equivalente al de cien mil toneladas de peso por cada centímetro cúbico. La cabeza de un alfiler hecho de tal materia pesaría, según eso, mil toneladas métricas.
                   Sin embargo, el espacio interestelar está generalmente constituido por una mezcla muy enrarecida de gas y polvo. Si esa mezcla hubiera permanecido dispersada uniformemente, no se hubieran podido formar estrellas ni planetas ni, por supuesto, ningún tipo de vida. Como la mayor parte del gas está en forma de átomos o cúmulos de átomos diseminados por el espacio y las partículas de polvo interestelar son parecidas al polvo que se deposita en las alfombras de una casa, nada hace suponer a primera vista que puedan dar lugar a sucesos cosmogónicos tan importantes. Pero como el espacio interestelar es tan vasto, incluso pequeñas cantidades de materia dispersas aquí y allá se acumulan representando un papel sumamente importante. La materia diseminada en las oscuras regiones del espacio sufre fluctuaciones, como lo prueban las muestras de ondas de radio y la radiación infrarroja emitida por esas regiones invisibles. Así, vemos que el polvo interviene en un uno o dos por cien de la masa total de las nubes interestelares. El carbono, el oxígeno y el nitrógeno, por su parte, componen una fracción similar del total de la masa interestelar, y es bastante probable que esos elementos por si mismos, o en combinación con el hidrógeno compongan los granos de polvo.
                   Está claro que las temperaturas en las nubes de polvo interestelar son mucho menores que en el caso de las estrellas, y las temperaturas, aunque no tanto, son también inferiores en las capas de polvo que a veces rodean a las estrellas. Estas diferencias y algunas más en otros aspectos, permiten significar que los lugares de nacimiento de las estrellas, no pueden continuar siendo glóbulos inertes y homogéneos sin variación ninguna. De hecho, las nubes interestelares acaban por descomponerse progresiva y sucesivamente en condensaciones más pequeñas favorecidas por la aparición de heterogeneidades que, a su vez, dependen de inestabilidades gravitacionales. Es normal que una nube medianamente desarrollada se descomponga en decenas o centenares de fragmentos que siguen el comportamiento originario de la nube entera primigenia, incluso contrayéndose a mayor velocidad que ella.
                   No tenemos pruebas de que haya estrellas nacidas en situación de aislamiento, en una sola nube. Se supone que las nubes interestelares inician su evolución y acaban formando numerosas estrellas comparables a nuestro Sol, o muchas otras superiores a él en tamaño. Seguramente la mayoría de las estrellas, o quizás todas, nacen en el seno de cúmulos estelares y si algunas como nuestro Sol, se las percibe solas y aisladas es porque están relativamente cerca de nosotros y porque se han separado de un conjunto muy grande de ellas, después de que estuvieran plenamente formadas e individualizadas.
                   Cuando una nube de gases y polvo se desgaja de una nebulosa interestelar pasa por una serie de estadios que la transforman inevitablemente. En sus comienzos, por efecto de la gravedad se contrae y forma un conjunto más denso de átomos. A medida que la estrella naciente se hace más compacta, los átomos colisionan más a menudo y eso trae como consecuencia un aumento de temperatura. Pero todavía esa porción de gas tendrá que seguir cambiando, reorganizándose en un objeto más pequeño, mucho más denso y mucho más caliente, hasta que pueda llamarse con propiedad una estrella.
                   Gracias a las observaciones realizadas en los años setenta del pasado siglo mediante la astronomía de rayos infrarrojos por Leighton y Neugebauer en más de cinco mil fuentes luminosas, ha podido comprobarse que, efectivamente, las nubes interestelares se fragmentan en pequeños cúmulos de gas y que los embolsamientos de gases algo más calientes y densos que hay en el interior de las extensas, difusas y frías nubes, están muy generalizados. Sin embargo, la fragmentación no continúa indefinidamente. Es notorio que existen nubes de gas y polvo en fase de colapso en el proceso de aparición de una nueva estrella. La radiación infrarroja detectada podría proceder en algunos casos de la energía gravitacional del colapso anterior al inicio de las reacciones nucleares. A esto se llega, porque la densidad del gas cuando es suficientemente grande, obstaculiza el proceso de rompimiento de las nubes en fragmentos más pequeños y no les queda otro camino que compactarse y retener los escapes de radiación. En consecuencia, ésta se acumula, la temperatura se eleva y la presión sigue creciendo. Varios miles de años después de iniciado el proceso, las dimensiones de un cúmulo de tamaño mediano son comparables a las de nuestro sistema solar, es decir, el de diez mil veces el tamaño del Sol. Las temperaturas interiores son de varios miles de grados centígrados y la presión sigue en aumento.
                   Centenares de miles de años más tarde, toda la extensión del fragmento cabría dentro de la órbita de la Tierra girando alrededor del Sol y su temperatura terminaría por elevarse hasta alcanzar los cien mil grados centígrados poco más o menos. En esa situación, los átomos desintegrados están desprovistos de sus partículas elementales que se mueven vertiginosamente. Pero estas partículas se deben acelerar mucho más hasta conseguir vencer la repulsión electromagnética y entrar en funcionamiento las reacciones nucleares. El objeto, caliente y denso se parece ya bastante a una estrella que va a nacer, aunque deberá alcanzar los diez millones de grados centígrados necesarios para comportarse como una verdadera estrella fulgiendo en todo su esplendor.     

      

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