martes, 10 de enero de 2012

52- Angustia y determinismo físico-mental




                     
52-ANGUSTIA Y DETERMINISMO FÍSICO-MENTAL

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            "Las facultades de la mente descansan, en cierto modo, y no realizan más ejercicio que el necesario para continuar la idea que ya poseíamos y que subsiste sin variación ni interrupción. El paso de un momento a otro apenas si es sentido, ni se distingue por una diferente percepción o idea que pudiera requerir una dirección diferente de los espíritus animales para ser concebido."

David Hume (Del escepticismo con respecto a los sentidos)

         "La mente del hombre es capaz de todo, porque todo esta contenido en ella, tanto el pasado como el futuro."
Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas)


                   La "conciencia de sí"


                   Puede ser una apreciación muy particular, pero nada nos impide colegir que al instinto biológico se le ha añadido por un proceso de automatismo natural, una disposición de la mente a no querer su desagregación constructiva. Aquello que la mente imagine como un factor propiciatorio al mantenimiento de su orden, será acogido con avidez y le proporcionará un sentimiento de alivio, ya que, como una cosa más entre todas las del mundo, tiende a perseverar en el ser (y en la existencia). De ahí que precisamente la angustia sea el sentimiento antivital por excelencia; el que sume en la impotencia existencial, cuando hay perspectivas de destrucción mental en el futuro. No cabe duda que es un sentimiento equívoco, derivado de la forma sutil en que nos "programa" la naturaleza.
                   Todos los otros sentimientos o emociones que pueden ser incluidos en la esfera de lo psíquicamente perturbador, como, por ejemplo, ira, temor, repugnancia, espanto, horror, etc., son de especificidad inferida directamente, es decir, si se dan condiciones extrínsecas al sujeto, y eso, por muy subjetivos o banales que sean los motivos desencadenantes desde el punto de vista del observador imparcial. La angustia, en cambio, se origina si no se da una reelaboración mental desmotivadora. Si no se da una condición intrínseca al sujeto: la del convencimiento de que la perseverancia en el ser tiene alguna justificación hipotética o empírica digna de ser tenida en cuenta. El hecho implica dos alternativas: la adhesión a una creencia ferviente, defensiva y compensatoria, creada al efecto para mitigar la inseguridad/angustia, o la llamada instintiva con fuerza a la aceptación racional de esa posibilidad hipotética o empírica.
                   Si existe una pasión exacerbada hasta llegar al paroxismo en la historia religiosa de la humanidad, esa es precisamente la del deseo de permanencia en algún nivel mental, que sea suficientemente significativo para un grado determinado de autoconciencia. Desde ese punto de vista, como dice Ken Wilber, "las producciones psico-culturales podrían considerarse, en parte, sistemas codificados de negación de la muerte." Vista de otro modo, es la historia de una pasión de pasiones, y ya sabemos lo que Spinoza dijo al respecto:"La razón es incapaz de regir las pasiones, a no ser que ella misma se convierta en pasión." Consiguientemente, la "pasión de pasiones" debe ser tratada de manera convenientemente racional, si no queremos perdernos en el laberinto de los supuestos condicionantes del comportamiento humano.
                   Al animal irracional no le llegan sus impulsos instintivos más allá del de su conservación. No desea perseverar en su existencia, por dos razones: 1) Ignora que va a morir y no puede salir de su ignorancia porque no es capaz de aprehender ese concepto. 2) No tiene conciencia de estar construido. Los animales intuyen que van a morir, cuando están enfermos o son muy viejos y les abandonan las fuerzas. Son conocidos los casos de los elefantes (animales que como las ballenas, suelen morir de viejos por no ser objeto de depredación especial, si exceptuamos la que ejerce el hombre) que además de mostrar cierta especie de "veneración" por los cadáveres o restos óseos de sus congéneres, cuando se acerca su hora final se dirigen a sitios específicamente elegidos por ellos, donde esperan tranquilamente su muerte. A pesar de eso, su comportamiento no nos induce a creer que tengan conciencia de lo que ha de sobrevenirles.
                   La estudiosa de la vida de los chimpancés (animales de una más que notable inteligencia), Jane Goodall, y gran conocedora de sus costumbres, nos relata como las hembras a las cuales se les muere una cría por enfermedad o accidente, se comportan de una forma extraña y desorientada. Durante días transportan el cadáver amorosamente y lo llevan colgando de su cuello. "Las jóvenes madres sin experiencia, incluso un día después de la muerte de su hijo lo cuidan como si estuviera aún vivo, apretándolo contra su pecho." En cualquiera de los dos casos, sean hembras jóvenes o más maduras, llevan los cuerpos sin vida de sus hijos a cuestas durante bastante tiempo. Sólo se desprenden de ellos cuando la descomposición está tan avanzada que prácticamente se han convertido en carroñas hediondas. A pesar de sus instintos maternales, los chimpancés, simplemente no saben "en qué consiste" la muerte de sus hijos; cómo se ha transformado el cuerpo vivo de su vástago en un despojo irreconocible. Su inteligencia no da para tanto.
                   A nuestro modo de ver, no es, sin embargo, lo más importante la capacidad de "aprehender" lo que significa la muerte corporal. Lo que verdaderamente distingue al hombre de los animales es lo que Scheler denomina la conciencia de sí. "El animal ni se posee a sí mismo ni es dueño de sí y, por ende, tampoco tiene conciencia de sí." El animal no vive sus impulsos como suyos, sino como movimientos y repulsiones que parten directamente de las mismas cosas del medio. El hombre, en cambio, es un ser que se sabe "construido", que es consciente de su realidad "arquitectónica" físico-mental. En cuanto supo de su propio ser, deseó preservarlo para siempre. El instinto de conservación del animal se prolongó inercialmente al hombre de forma obsesiva a la perpetuación de su ordenamiento constructivo.
                   A ese respecto, Santo Tomás creía que en cada ser hay un deseo natural de conservar su existir, suum esse, y que no lo conservaría si fuese cambiado a una naturaleza más elevada. En realidad es una estimación que consideramos relativamente certera. Diremos por qué. El término de comparación o símil que utiliza el filósofo es el de que: "el asno no desea ser caballo porque si fuera transferido al grado de una existencia superior cesaría en su existencia". Desde nuestro punto de vista, el asno no desea ser caballo, sencillamente porque ignora el lugar que ocupa en el escalafón evolutivo. No aspira a cambiar el rango de su especie, porque no sabe siquiera que "es" asno. Pero a pesar de todo, y aunque sea una extraña jerarquía la que establece que el caballo es superior al asno, Santo Tomás no falla en lo esencial. El asno desea en cuanto que existe, conservarse. El hombre también, y además de eso, perseverar en su existencia, lo que supone un grado más alto de profundización instintiva en la tendencia apuntada.
                   Como puede verse, a medida que vamos avanzando en el estudio del ser humano, se hace cada vez más necesario identificar nuestros instintos. El único modo de poder reconciliarnos con ellos es el de reconocerlos como elementos deterministas de nuestro comportamiento profundo y asumirlos previamente. Sigamos el consejo de Montaigne cuando decía: "Aun cuando podríamos ser sabedores por el saber ajeno, sólo podemos ser sabios por nuestra propia sabiduría". En esta frase se resume lo que constituye el beneficioso efecto de la sabiduría de la introspección. Sin embargo, con el fin de extraer conclusiones universalmente válidas, no podemos aproximarnos a lo concreto más que siendo humildemente racional-empiristas. A nuestro modo de ver, no es aconsejable seguir las ideas de Bergson, para quien "la inteligencia descorazona e inspira temor", y "la función fabuladora, traduciendo grandes instintos biológicos, es necesaria para dar aliento al hombre para vivir." Lo inteligente no es dejar que los instintos nos guíen con "oscuridad fabuladora", sino hacer coincidir nuestra vida instintiva en su conjunto de aspiraciones, con las de nuestra vida racional. Una aproximación intelectual a la física no nos asusta. Tampoco lo biológico nos quita el sueño; entonces, lo biopsíquico ¿que tiene de especial? Forzoso es reconocer que relacionar el interés de perseverar en la existencia, con la angustia y las posibilidades de algún grado de continuidad o trascendencia mental, puede parecer exagerado, pero de hecho, eso es exactamente lo que en la práctica han realizado todas las religiones en la historia de la humanidad.
                   Un autor tan poco sospechoso como Maritain, cuando habla del conocimiento instintivo de la inmortalidad, denota cierta concordancia intelectual con el aludido Bergson: "Este conocimiento no esta inscripto en la inteligencia del hombre; está inscripto en su estructura ontológica; no está arraigado en los principios del razonamiento, sino en nuestra sustancia misma." El pensador neotomista ha estado muy cerca del núcleo del problema, pero en seguida renuncia a efectuar un estudio más pormenorizado, y sobre todo, racional de la cuestión. En nuestra opinión, no es nada evidente que tengamos un conocimiento real de la inmortalidad, sino, más bien, atracción instintiva por ese conocimiento; ahí está la angustia del escéptico, para probarlo. No es conveniente para un estado mental libre de ofuscamiento, confundir el afán de posesión de ese conocimiento con la propia posesión en sí.
                   Nada tenemos que objetar, sin embargo, a la exposición de que "ciertas aspiraciones de la persona son connaturales al hombre", aunque el razonamiento queda acotado en seguida cuando Maritain se somete a si mismo a una severa restricción indagatoria. Reconoce que el hombre primitivo tiene un sabio conocimiento instintivo, es decir, no epistemológico, pero lo considera oscuro y, en consecuencia, poco fiable. Propugna, por tanto, una rápida vuelta a lo que "debe ser" la realidad, como debe ser idealmente. "La única solución digna del hombre no es la huida hacia atrás, al instinto; es una huida hacia adelante, a la razón, a una razón bien instruida y conocedora de la verdad." Una razón kantiana, suponemos. Pero Kant, en nombre de la razón, renunció a ese conocimiento por considerarlo metafísicamente inaccesible. Resultado: agnosticismo. "El entendimiento prescribe a la naturaleza su ley, e incluso la hace posible", dice Kant. Si así fuese, quedaría cegada la vía recién descubierta, de nuestra integración con la propia naturaleza.
                   Los instintos son indicadores de que hay algo subterráneo en nuestra personalidad, pero no hay que hurgar en lo "innoble", en lo primitivo. La perseverancia en la existencia, aunque sea de un interés real, como motivo psicológico, es rechazada sencillamente, porque se quiere realizar una aproximación intelectual libre de condicionamientos, a nuestra supuesta inmortalidad. Tal vez se deba a que la instintividad implica un grado de determinismo considerado racionalmente "inadmisible" porque habría que admitir un aminoramiento de lo que creemos que es nuestro libre albedrío. Debemos admitir, sin embargo, que el libre albedrío no empieza donde terminan los instintos, sino que el mismo concepto que tenemos de libre albedrío está condicionado por ellos. A ese respecto, podrían no estar muy justificadas las preguntas que plantea Henri Bergson: ¿dónde comienza la actividad del instinto? y ¿dónde acaba la naturaleza? Su mero enunciado sugiere una ruptura o discontinuidad en los sucesos del mundo, hasta constituir dos grupos de sucesos diferentes. A nuestro modo de ver, la naturaleza no cesa cuando se manifiesta el instinto, sino que se ratifica  en su acción plenamente. Por tanto, instinto e inteligencia no representan dos soluciones diferenciadas al problema del conocimiento. Un cierto tipo de racionalismo las considerará así, pero no la razón, que sólo contempla dos aspectos polares de un mismo comportamiento, en torno a cuyo eje de unión, gira la vida.
                   El animal racional es de una acusada instintividad, precisamente por el gran desarrollo de su inteligencia. La imaginación y el pensamiento, patrimonio casi exclusivo de nuestra especie, alcanzan sus más altas cotas de expresión en esta parte minúscula del universo que llamamos Tierra. Si ambas capacidades dan razón y cuenta de un camino evolutivo seguido por la materia hasta desembocar en la formación de criaturas inteligentes, también ayudan a comprender cómo sólo éstas pueden ser perversas o sublimes en sus manifestaciones instintivas. De esa circunstancia se deriva que la inteligencia se limita a sopesar mediante el pensamiento, las consecuencias que en su caso particular, tendría el hecho instintivo. Quiere decirse que la inteligencia (pasiva) no es nunca inhibidora o desinhibidora de la acción instintiva, sino su subsidiaria (pero activa), la voluntad. Durante el proceso de tratamiento de datos sensoriales que realiza el pensamiento, se discierne entre las diversas implicaciones que pueden tener la acción o inacción instintivas, pero es la voluntad (entendimiento o juicio) quien, en definitiva, las impugna o las avala. Según eso, el pensamiento se produce, el instinto se tiene y la acción instintiva se da en los animales o se realiza por el hombre.
                   Gracias, precisamente, al mecanismo instintivo-racional que poseemos, podemos intentar con garantías de éxito el desalojo de la angustia de nuestra psique. La naturaleza lo ha establecido así, pero no lo ha querido establecer (esto debe quedar bien claro) porque, como ya hemos dicho, carece de sentimientos hacia los seres que crea. Lo ha determinado de una manera programática, y eso se traduce en condiciones sine qua non. Puntualizadas así las cosas, ¿de que sirven el desaliento y las rebeliones? La angustia, es por tanto, el único sentimiento que no nos posee a nosotros, sino que le poseemos nosotros a él. De ahí a disolverlo como un azucarillo en un vaso de agua no hay más que un paso. Desaparece por autoterapia de la propia razón. Si lo que nos aflige es tal cosa, reflexionando en torno a ella es como debe ser encontrada la solución.
                   El hombre orgullosamente tecnológico de nuestros días rechazará probablemente la idea de ser una mera determinación, y mucho más la de un programa por muy sutil y elaborado que éste sea, pero, como muy bien dice J. J. C. Smart a propósito de los robots: "Si nos permitimos un sincretismo de la antigua teología con la biología moderna, podríamos decir incluso que Dios dio a Adán y a Eva programas, es decir, su conjunto de genes, probablemente moléculas de DNA cuya función fuera registrar la información hereditaria." El hombre, como todos los seres vivos, es un escape momentáneo a la degradación entrópica del universo. Pero además de eso, disfruta de una cualidad propia, el sabe que: "es la materia como una posibilidad permanente de sensación" que diría J. S. Mill. Por si fuera poco, la tendencia a hacer el escape permanente o indefinido, es el motivo psicológico que anima a todos los procesos biológicos. Si combinamos adecuadamente ambas expresiones evolutivas de la materia, alejándonos de perspectivas concretas y tratando de ver el mundo sub specie aeternitatis (al margen de la duración) no sólo puede ser beneficioso para nuestra vida emocional, sino que daríamos continuidad a esa posibilidad permanente de nuevas e insólitas sensaciones de la materia.


                   Duración biológica


                   No obstante, los organismos vivos duran subjetivamente un tiempo variable y ocupan sucesivos espacio físicos subjetivos y determinados en su trayectoria vital. Mientras duran tratan de retardar todo lo posible la degradación hacia su equilibrio termodinámico, que es sinónimo de muerte, alimentándose de entropía negativa o neguentropía (burda expresión, en palabras de Schrödinger, que, sin embargo, nos indica fielmente la medida de orden de un organismo, expresando la entropía con signo negativo). La vida, al vivirse, genera un aumento de entropía en el medio ambiente, debido a la extracción continua de orden de ese mismo medio. Con esa forma de trasvase de orden es como los organismos tienen programado su funcionamiento. El dispositivo es perfecto desempeñando su papel, que consiste en mantener a un nivel lo suficientemente baja la entropía, como para obtener un grado bastante elevado de orden (organización).
                   Los seres vivos son, valga la expresión, máquinas (este término es de utilización un poco arriesgada, pues sugiere la idea errónea de que en la naturaleza hay mecanismos o mecanicismos teleológicos, es decir, "montados al efecto", pero no se nos ocurre otro semánticamente más neutro) de precisión programadas de manera tal, que se aprovisionan de "orden". Son hasta cierto punto, una clase de orden que retiene otra clase de orden. Concretamente, la división celular y la consiguiente especialización funcional, permitió a los seres vivos hacer acopio masivo de orden. Ello implicaba en el transcurso de la evolución hacia formas superiores vivientes, notorias ventajas, redundantes en una mayor "complejificación", concepto teilhardiano que da una idea muy precisa de lo extraordinariamente elaboradas que pueden llegar a ser las estructuras biológicas.
                   Una circunstancia muy importante hay que señalar en el proceso constructivo de los seres vivos. Como en todo lo edificado físicamente, en este caso también se reúnen unidades agregadas que dan volumen a ese "diseño arquitectónico". Los "ladrillos" (vamos a llamarlos así) con los que se realiza la construcción, los primeros y principales organizadores del ser viviente, son las proteínas.
                   Las proteínas, durante el transcurso del tiempo de funcionamiento de la "maquinaria" viviente de la que forman parte, experimentan una gran inestabilidad, y las células las renuevan continuamente. Los seres vivos existen (existimos) en virtud de las proteínas que constituyen su sustancia, y envejecen (envejecemos) cuando las proteínas componentes han envejecido o, en términos bioquímicos, se han desnaturalizado. Las consecuencias de tal comportamiento están muy claras, el fallecimiento de los seres vivos es el punto final al proceso de desnaturalización de las proteínas. Éstas, por lo tanto, han sido casi desde un primer momento los pilares constructores de la vida. Del largo centenar de ellos, sólo son importantes en la construcción proteínica, el hidrógeno, el carbono, el oxígeno, el nitrógeno y el azufre, que, como sabemos, son muy abundantes en la atmósfera terrestre y en la hidrosfera. Los elementos se encuentran combinados formando aminoácidos en número de quince o veinte. Éstos, a su vez, se combinan en cadenas de cien a doscientas unidades perfectamente estructuradas, constituyendo las proteínas. Por consiguiente, toda la maquinaria celular y la programación a que está sometida, viene condicionada por la versatilidad proteínica, que es de una extraordinaria amplitud ya que las susodichas moléculas tienen unas propiedades muy poco comunes.
                   En efecto, las proteínas son unas moléculas muy peculiares y complejas de gran solubilidad y marcado carácter inestable, particularidad esta última que las diferencia ostensiblemente de las sustancias químicas consideradas "normales". Si hubiera que resumir sus rasgos más destacados, éstos serían actividad, efectividad y especificidad en sus acciones de catálisis. Sus brillantes prestaciones configuraron desde el más remoto pasado el desenvolvimiento de todo el mundo viviente. Todos los enlaces metabólicos y mecanismos bioquímicos son prácticamente iguales y tienen una validez universal. La bioquímica de las células de nuestro organismo es esencialmente la misma que la de un simple microorganismo. Las diferencias que a simple vista se nos antojan insalvables (entre distintos seres) son cuando se analizan en profundidad meras cuestiones de detalle; pequeñas variaciones en la forma de relación entre similares sendas metabólicas que no hacen sino confirmar la profunda unidad bioquímica subyacente. En resumen, composición química y actividad electro-bioquímica casi idénticas, y universales son definitorias de todo aquello que llamamos "materia viviente".
                   Pero las proteínas tienen también sus limitaciones operativas. Con el tiempo y, como a toda construcción física, les llega la hora de la desagregación. De un funcionamiento óptimo, al que han llegado de forma progresiva, pasan poco a poco a una decadencia, que termina en muerte y descomposición.
                   Los átomos de carbono, fundamentales en la composición de la materia viva que suelen estar ligados a cuatro átomos distintos de hidrógeno mediante cuatro pares de electrones diferentes, pueden verse, en determinadas circunstancias, privados de uno de sus átomos de hidrógeno. Lo peor que puede ocurrir es que el hidrógeno se lleve su electrón y deje la molécula original con solo tres de sus cuatro átomos de hidrógeno y un solitario electrón reemplazante del átomo de hidrógeno fugitivo. El fragmento molecular resultante se convierte en un radical en el que el electrón aislado es sumamente activo y perturbador.
                   Las células vivas tienen un punto débil en su sensibilidad a las radiaciones energéticas. Los rayos X y ultravioleta procedentes del Sol junto con los rayos cósmicos, son los que, en mayor o menor medida, impregnan continuamente con su presencia a toda la materia viva provocando constantemente la formación de radicales libres en las células. Esos radicales son de vida breve, pues en seguida atrapan un átomo de alguna molécula cercana. Aun así tienen un período de vida suficiente como para dañar las moléculas vecinas, y cuando esas moléculas dañadas son proteínas, enzimas y, sobre todo, moléculas de ADN de los genes, las células se ven entorpecidas en su funcionamiento. Si ese proceso al que se ven sometidas todas las células de los organismos pluricelulares se acentúa, la "maquinaria" celular llega a un proceso de deterioro tan intenso que las moléculas de proteína se convierten en peligrosos residuos. Al principio, sólo perturban ligeramente el mecanismo, pero poco a poco consiguen que al final se detenga. A ese detenimiento en el funcionamiento celular, puede coadyuvar la acumulación de otros elementos residuales de alguna clase desconocida por el momento, en el interior de las células. Algunos han teorizado y sugerido que la resistencia del cuerpo a la infección disminuye con la edad, en una proporción que depende de la herencia. Pero los que han sido reconocidos fehacientemente, son los productos de desecho propios del funcionamiento celular, solos o acompañados de las proteínas inservibles o desnaturalizadas, que por lenta acumulación durante años, llegan a interferir el funcionamiento metabólico celular en tal grado, que éste deja de funcionar cuando un suficiente número de células quedan inactivadas definitivamente.
                   La mayor parte de los organismos unicelulares, pasado un cierto tiempo de funcionamiento óptimo, optan por dividirse en dos nuevos individuos, renovándose así su vida sin dejar un "cuerpo muerto". Salvo accidentes, este proceso se repite indefinidamente. Pero en los seres complicadamente multicelulares, la muerte es absolutamente inevitable y ésta se produce, no por un fracaso celular, sino por el desgaste o derrumbamiento de la organización interior, lo que repercute en la totalidad de sus órganos, tejidos e interrelaciones. Ha habido quien ha intentado sugerir, que hay una "insuficiencia" estructural dentro del propio mecanismo celular. La explicación podría proceder de las propias moléculas de proteína, que al ir desorganizándose y convirtiéndose en residuos, originarían <<eslabones cruzados>>, que contribuirían a deteriorar y transformar su estructura hasta convertirlas en rígidas y quebradizas. Esas células proteínicas deterioradas llegarían a interferir (como cuando se introducen palos en las ruedas de un carro) entre las que aun funcionasen bien, hasta provocar la incapacitación total del conjunto y su detenimiento definitivo. A ese respecto, Alexis Carrell introdujo la duda entre los investigadores, cuando consiguió mantener con vida durante décadas un trozo de tejido embrionario. Parecía como si las células pudieran ser inmortales y sólo la organización la que fallase provocando la muerte y haciendo que billones de células combinadas, siguieran el mismo destino. Sin embargo, la experiencia no se ha vuelto a repetir cuando se ha trabajado con células o grupos celulares aislados, donde se excluye rigurosamente la introducción de células jóvenes. Parece que Carrell introdujo inadvertidamente células frescas para alimentar el tejido y eso falseó los resultados. Experimentos posteriores realizados con las debidas cautelas, permiten asegurar que las células envejecen también irremediablemente; como es de presumir, debido a ciertos cambios estructurales irreversibles en sus componentes fundamentales. En consecuencia, se produce la muerte somática de los organismos pluricelulares, es decir, de su cuerpo. La muerte apareció sobre nuestro planeta en el mismo momento en que hubo surgido el primer individuo pluricelular con diferenciación de soma y germen. La muerte de las proteínas, de las células y de los organismos pluricelulares es la misma cosa, y es así como, bajo esa constante, multitud de parámetros e ingente cantidad de variables se produjo la vida pluricelular y su orientación programática.
                   La muerte no es, pues, un hallazgo biológico, ni un invento exitoso para la sucesión generacional, ni siquiera un descubrimiento per accidens capaz de simplificar la evolución biológica. Muerte es sinónimo de degradación (que en su caso particular, supone un corte, un modo súbito de fractura biológica) creciente hacía el equilibrio termodinámico. La vida, en consecuencia, es "deseo" de preservar ese "no equilibrio" amenazado. Más todavía: es un intento de perpetuar esa preservación. La evolución, dadas esas "ecuaciones" enigmáticamente planteadas, ha profundizado en su resolución a lo largo de más de tres mil millones de años. Más o menos, esto viene sucediendo desde que las cianobacterias se asentaron sobre la superficie terrestre.
                   Indudablemente, la conclusión es clara. La evolución no ha diseñado ningún dispositivo capaz de preservar de manera permanente un sistema energético de la degradación termodinámica. Todo sistema energético es degradable por su propia naturaleza. Los seres vivos son sistemas energéticos degradables cuyo programa vital parte de ese fundamento. La muerte, según eso, no es infundida por la naturaleza a los seres que crea. De hecho, fallecer no es una ley impuesta sino aceptada. Desde un plano estrictamente biológico, morir no es "estación término" para esos seres, sino punto de partida hacia un horizonte de sucesos vitales que la naturaleza fija o determina para ellos, sin quererlo expresamente. Podríamos decir que los organismos pluricelulares eligieron evolutivamente una opción mortal que, a la vez, es pauta de su desenvolvimiento y acicate para su desarrollo, nunca cortapisa u obstáculo. De ahí se desprende que los impulsos animales que teóricamente puedan experimentar, forman parte de un "repertorio" previsto dentro de un ámbito de comportamientos posibles.
                   ¿Qué nos hace pensar que nosotros, los humanos, nos hemos ido "fuera" en nuestros impulsos de esa órbita o ámbito de comportamientos naturales? ¿Nos sugiere la angustia ante la muerte, que la realidad es dual e, incluso antagónica? Si así ocurriera, la determinación mental estaría siendo violentada en toda su crudeza por el determinismo "físico-proteínico" del que ha surgido. ¿Por qué la vida va a experimentar una especie de distorsión con el advenimiento evolutivo de la conciencia vital, que ha surgido en su seno?
                   El Homo Sapiens, es cierto, no ocupa un lugar privilegiado en la cúspide de una "hipotética" pirámide evolutiva, pero tampoco ha sido originado a partir de algún quiebro especial en la derivación filogenética de sus antepasados. Su afloramiento como especie, se produjo con la suficiente parsimonia genética como para asumir y consolidar todas las conquistas evolutivas anteriores, y con la expresa audacia de la apuesta por la inteligencia. La inteligencia es un valor adaptativo per se, como lo demuestra que el hombre es un animal no adaptado a ningún medio específico pero llega a dominar y predominar (si se excluyen las bacterias) en todos, incluso en exceso. Por su grado de inteligencia, el ser humano se construye mediante una especie de capacidad de adaptación cósmica, sus propios nichos ecológicos. A la única cosa que no se adapta (o a duras penas) es a la idea de la degradación del "orden inteligente" que él representa.
                   Si la vida debe estar desperdigada por todo el universo en infinidad de planetas, nos atrevemos a asegurar que ocurrirá siempre igual. La vida en sus manifestaciones inconscientes o conscientes no querrá perecer allá donde la hubiere. Un universo inteligible que cree seres inteligentes (mentalmente conscientes) que se maravillen ante él, y que a continuación les deje morir de forma inmisericorde, no parece muy lógico, máxime cuando de lo inteligible (el generador) a lo inteligente (lo generado) no hay más que un paso: el que nuestras propias explicaciones nos permitan dar. No es preciso para ello enzarzarse en la vieja discusión dualista que considera la mente y el cuerpo como dos sustancias distintas. Tampoco hay que dejarse arrastrar a lo simplemente reduccionista. La mente es mucho más que la actividad de las células cerebrales, aunque se sustente en esa misma actividad. En ese sentido, los conceptos abstractos de nivel subjetivo pueden ser tan reales como las estructuras físicas objetivas que les dan soporte, sin necesidad de contemplar misteriosas sustancias intermedias. MacKay nos hace ver la importancia de evitar la confusión de planos de la realidad al hablar de la actividad neuronal (puramente física)  y la actividad de la mente, aunque no hay incompatibilidad ninguna entre ellas. Algo que no aciertan a comprender los psicólogos conductistas (materialistas) es que los seres humanos pueden comportarse de una manera determinada, incluso mecánica, respondiendo a estímulos externos supuestamente reforzantes (lo que es evidente) sin haber un paralelismo psíquico (y mucho menos mental) en esos individuos, de aceptación profunda de la realidad circundante.


                   Realidad mental

                   Sin embargo, suele insistirse en que hay una justificación muy sencilla para no ocuparnos de la realidad mental. Justamente ésa es la que se suele esgrimir: la actividad mental no se puede separar de la cerebral, siendo ambas la misma cosa. Pero, añadimos nosotros, es que la mente se percibe a sí misma, se percata de su individuación. El que no sea discernible la forma de conexión que hay entre mente y cerebro no debe extrañarnos, puesto que este último es una parte más del cuerpo y la mente humana no implica un conocimiento adecuado de las partes que componen el cuerpo humano. Es por eso que el cerebro es incapaz de ser consciente de su propia actividad electroquímica. La mente por su parte, especula sobre la actividad cerebral como si se tratase de la más remota galaxia y si llega a saber que en el cerebro hay actividad electroquímica es porque percibe, no solo las impresiones que provienen del cuerpo en su conjunto o de una parte de él, sino también porque hay impresiones de otros cuerpos externos y porque concibe ideas que se desarrollan y concatenan a partir de ambas clases de impresiones.
                   Hemos de convenir que nuestro "objeto mental" aunque sea un supuesto ilusorio, para él es lo más real del mundo. Puede tratarse de una realidad "sustentada", pero en si misma es sustantiva. Precisando las cosas, diremos que no tenemos otra forma de afectarnos por el mundanal contorno más que mentalmente. Mediante los sentidos captamos la diversa información que a ellos llega, pero la impresión es forjada mentalmente allí donde el cerebro la proyecta. Así, el cirujano que opera un cerebro dirá: no hay realidad mental; sólo hay maquinaria de precisión cerebral. Pero no repara en que es su propia "entelequia mental" (en el sentido que le dio Leibniz) la que es capaz de llegar a esa conclusión.
                   A pesar de todo y aunque la mente no tiene un conocimiento adecuado de si misma, ni de su cuerpo, ni de la física de los cuerpos exteriores, sino un conocimiento confuso y parcial, solo ella puede cuestionarse a sí misma, porque es la única que puede dar testimonio de su presencia como sistema lógico. Es de esperar que ese testimonio no sea incoherente, supuesto posible si consideramos la afirmación del lógico estadounidense (de origen austriaco) Kurt Gödel de que: "En cualquier sistema lógico lo bastante potente pueden formarse aserciones que no pueden refutarse ni demostrarse dentro del sistema." En el contexto de una teoría de los números, este importante descubrimiento se manifestó de pronto como un dato extremadamente limitativo acerca de las posibilidades de una completa formalización de las teorías matemáticas. Claro que no debemos asustarnos demasiado por ese inconveniente imprevisto, pues como también sugiere Turing a ese respecto: "Hacen falta medios para describir los sistemas lógicos" lo que probablemente en la practica signifique que no hay medios físicos disponibles fuera del programa perceptivo mental, que al incorporarse al mismo, le hicieran adquirir capacidad de decisión consciente acerca de cualquier proposición que se formule dentro del sistema. Por otra parte, las objeciones que añade J. R. Lucas a la proposición godeliana son también bastante razonables: "El teorema de Gödel es aplicable a los sistemas deductivos, y los seres humanos no están sujetos a la limitación de efectuar únicamente reflexiones deductivas. El teorema de Gödel es aplicable sólo a los sistemas coherentes, y cabe dudar de hasta qué punto se puede creer que los seres humanos son sistemas exclusivamente coherentes. El teorema de Gödel es únicamente aplicable a sistemas formales, y no existe a priori limitación al ingenio humano que descarte la posibilidad de que podamos inventar una réplica humana que no sea representable mediante un sistema formal".
                   En su argumentación, J. R. Lucas retomó el teorema de Gödel quien, como decimos, había demostrado que en los sistemas exclusivamente matemáticos existen proposiciones que no pueden demostrarse dentro de dichos sistemas; o lo que es lo mismo, que éstos no logran decidir o conseguir una demostración acerca de aquellas ni de su negación, aunque nosotros si podamos dar razón de su verdad o falsedad. Dado que un ordenador recurre sólo a algoritmos (series de reglas precisas que definen los pasos a seguir para demostrar la exactitud de una proposición o para resolver un problema) y nosotros, en cambio, podemos percibir ciertas proposiciones como verdaderas sin que aparentemente haya ningún algoritmo para demostrar que lo son, resultaría no sólo que no somos ordenadores, sino que además tenemos más capacidades que ellos. Más tarde el argumento de Lucas fue renovado por Roger Penrose, quien revalorizó la idea de que ni necesitamos ni utilizamos algoritmos para llegar a una certidumbre, y en consecuencia, no podemos ser considerados ordenadores comunes. Tal conclusión no nos extraña. Si el mundo no es un mecanismo de relojería como creía Newton, ¿por qué el ser humano, que es una pequeña parte de ese mismo mundo, ha de ser un mecanismo que siga las reglas de funcionamiento de un ordenador común?
                   No obstante, el mismo Lucas dejó abierta la posibilidad de ser considerados ordenadores, aunque seguramente, no como los conocemos. Tal vez sigamos inconscientemente un programa del que no podamos tener una comprensión inmediata, debido a su longitud y complejidad. No hay razón para suponer que porque nuestro conocimiento de ciertas verdades no derive de la aplicación de un algoritmo que demuestra un teorema, no utilicemos ningún algoritmo para llegar a dichas conclusiones. Ni todos los algoritmos están destinados a probar teoremas, ni tenemos por qué utilizar procedimientos de cálculo destinados a probar teoremas. Podría ocurrir que nuestras capacidades matemáticas inconscientes estén fundadas en algún algoritmo del que desconozcamos su exactitud o que seamos incapaces de saber y reconocer su exactitud. Porque el desarrollo de programas para resolver problemas cognitivos no exige de los individuos que los utilizan, la comprensión de los mismos.
                   No es descartable, ni mucho menos, que seamos una clase de ordenador demasiado sofisticada como para ser comprendido en los términos científicos actuales. Pero no se trata de definir con preferencia los algoritmos que las personas podrían aplicar en determinadas situaciones fácticas, sino de encontrar, si fuera posible, algoritmos capaces de describir con precisión lo que ocurre en sus mentes al enfrentarse con esas mismas situaciones fácticas. A ese respecto, podría ser que fuéramos capaces de comprender cada una de las etapas que componen un proceso mental, aunque al ser tan numerosa (quizá puedan contarse por miles) no tengamos acceso jamás a una explicación inmediata y total de un programa.
                   Una vez hechas estas importantes precisiones, que son absolutamente necesarias en orden al esclarecimiento de la naturaleza del programa humano, podemos centrarnos más y mejor en el tema que nos ocupa.


                   El "ahora" mental


                   Lo primero que llama nuestra atención es una particularidad sutilísima del "ser" mental. El cuerpo y el cerebro de cualquier individuo son observables por terceras personas; sin embargo, la mente sólo es accesible a su propietario. Diferentes observadores pueden llegar a las mismas conclusiones acerca de un determinado cuerpo físico o cerebro, pero no es posible una observación directa parecida con respecto a la mente de nadie. La mente es una entidad absolutamente privada, esquiva a la observación, indelimitable, interna e inequívocamente subjetiva. Es un hecho que la mente no conoce su cuerpo humano mismo, y supone que éste existe por las ideas de las impresiones con las que es afectado. También es un hecho que la mente percibe, además de las impresiones del cuerpo, las ideas que suscitan esas impresiones. Dado que cuando considera los cuerpos exteriores es, asimismo, por obra de las ideas de las impresiones de su propio cuerpo y no como cosas existentes en acto, la mente tiene un conocimiento tan imperfecto, que solo llega a transigir con la física del ambiente, pero no la hace suya, no se identifica con ella; más bien (y en cuanto puede) tiende a recusarla.
                   No se trata de hacer frente a una tradición conductista para la que el comportamiento de los seres humanos es predecible. Una parte del problema se resuelve si nos referimos a la convicción que tenemos  que no somos una excepción a un concepto restringidamente materialista de la naturaleza. Pero si lo contemplamos con mayor amplitud de miras habría que hacer una distinción entre un encadenamiento de ideas, (a las que se aferran los conductistas), que implican la naturaleza de las cosas que están fuera del cuerpo humano, y un encadenamiento de ideas (tan propio del procedimiento racional) que permiten explicar la naturaleza de esas mismas cosas. Así, puede observarse que una máquina que se programa por seres humanos es capaz de aceptar (ese es su único papel) cualquier proposición lógica expertamente codificada, pero su conducta es tan extremadamente previsible que muestra una radical incompatibilidad con cualquier tipo de desviación en la ejecución del programa que se le suministra. La maquina, dada su modalidad constructiva y una determinada entrada y clase de información, debe actuar de un modo concreto, es decir, no se apartará ni un ápice de las pautas prefijadas que canalizan su actividad. Se puede flexibilizar la especificación del modelo de máquina, de manera que no sea totalmente determinista y contenga atisbos de aleatoriedad, aunque siempre seguirá siendo totalmente mecánico. En cualquier caso, las posibles conclusiones, siempre verídicas que origine la máquina corresponderán a determinados teoremas de validez demostrable dentro del sistema formal correspondiente.
                   Sin embargo, la mente se sensibiliza justamente al revés. "Tolera" la realidad, "contemporiza", "condesciende", se acomoda a la lógica física circundante pero no queda sometida a ella dentro de una especificidad claramente formalizable mediante teoremas asequibles a la demostración. Accede a vivir convencionalmente las limitaciones y condicionamientos de nuestros cuerpos, (es decir, según se van desarrollando los respectivos programas vitales corpóreos) pero es inasequible a cualquier intento de aceptación de la realidad físico-cronológica circundante ¿Qué son, por ejemplo, las estaciones del año para una mente? Ni acepta que el invierno sea la última de ellas, ni que la primavera signifique el comienzo de algún ciclo. Eso queda para las antiguas sociedades agrícolas que asociaban el calor de la primavera y el verano con el florecimiento vegetal y el frío del otoño-invierno con un "apagamiento" parecido a la muerte de los procesos vitales de la naturaleza. Prescindiendo de consideraciones astronómicas (que son convenciones físico-matemáticas) y climáticas (que son disquisiciones sensoriales), ¿por qué el año ha de dividirse anímicamente en doce meses, o en trescientos sesenta y cinco días? Sabemos que en condiciones de aislamiento sensorial riguroso, la noción del tiempo transcurrido se altera primero y se pierde después. La mente carece de una rítmica endógena propia que permita señalar las características de su devenir. Si hubiera un tiempo mental propio, no necesitaríamos ni los relojes de pulsera, ni los relojes de "cuco"; el "Big Ben" de Londres no desempeñaría ningún papel en las películas de misterio de la factoría Hammer, y el reloj de la Puerta del Sol en Madrid sería un aditamento superfluo para tomar las uvas en los fines de año. Dado que el tiempo al que estamos vitalmente habituados en las sociedades modernas, no es más que un movimiento traslaticio que por convención social  miden ("el movimiento, no el tiempo") las manecillas del reloj de una determinada manera, no puede aplicarse como una noción interna propia del mundo mental. Pero no nos engañemos, tampoco podemos fijarnos un "tiempo mental" basado en procedimientos naturales como la salida y la puesta del Sol, las fases de la Luna o la posición que van adoptando las estrellas en sus desplazamientos por la bóveda celeste. Las mentes como tales, parecen estar al margen de las implicaciones operativas temporales propias de la física de los cuerpos propios y ajenos.
                   En cierto modo, todo esto nos sugiere, al igual que a Roger Penrose, que al revés de lo que se ha venido creyendo tradicionalmente, son más bien las acciones inconscientes del cerebro las que probablemente procedan según procesos algorítmicos terriblemente complicados, mientras que la acción de la mente consciente es muy distinta y actúa de una forma que no puede describirse mediante ningún algoritmo, aunque el pensamiento (de eso proviene la equivocación) completamente consciente que es susceptible de ser racionalizado como algo enteramente lógico, pueda formalizarse frecuentemente como algo algorítmico. El tiempo "pasa" para los procesos físicos (incluso para los del propio cuerpo) y eso lo reconocemos racionalmente, pero "no pasa" para los procesos mentales, según la noción que tenemos de un permanente ahora seriado. Aquí, son las propias impresiones conscientes las que son los juicios (no algorítmicos). Nuestra experiencia del momento se refiere a un espacio, un tiempo y un recuerdo de la percepción que no tiene nada que ver con el espacio, el tiempo y la historia de la física. Nuestro pasado, tal como sucedió, no es identificable con nuestras evocaciones sobre él, y nuestra historia objetiva, que estuvo situada en el tiempo objetivo de la física, difiere absolutamente de la historia subjetiva de nuestros recuerdos, que objetivamente se dan en este momento presente del "ahora". Con arreglo a ese criterio, está muy claro que en cuanto a la autocontemplación del panorama mental, podemos estar capacitados  muchas veces para comprobar la verdad de una aserción de un modo en que no podría hacerlo un algoritmo. Es más, existen muchas partes del mundo matemático, que no tienen carácter algorítmico, luego la acción no algorítmica debe desempeñar un papel importante en el mundo físico. Tal circunstancia, confiere verosimilitud a que ese papel esté íntimamente ligado con el propio concepto de mente.
                   La evolución ha desarrollado un cerebro cuya tarea fundamental consiste en representar directamente al organismo e indirectamente a todo aquello con lo que ese organismo interactúa. Este órgano integra en su estructura dispositivos adecuados que controlan la vida del cuerpo en el sentido de mantener, en todo momento, constantes los equilibrios químicos internos imprescindibles para la supervivencia. Esos dispositivos residen en el hipotálamo y en el tallo cerebral y representan asimismo, necesariamente, a los estados permanentemente cambiantes del organismo a medida que se van produciendo. Es decir, el cerebro dispone de un medio natural propio que representa el estado del conjunto del organismo y su estructura. Seguramente la física podría ayudarnos en nuestras pesquisas sobre cómo sucedió todo. Sería físicamente correcto, por ejemplo, admitir que en la constitución cerebral, el espacio-tiempo, la masa, la carga y algunas otras cuestiones físicas más, se consideran elementos fundamentales de la misma, pues no pueden reducirse a otros que lo sean más. Las distintas técnicas de obtención de imágenes del cerebro, como la resonancia magnética funcional o la tomografía por emisión de positrones, así nos lo indican. Nos revelan el modo físico en que diferentes regiones del cerebro normal de un individuo sano están implicadas en el brote de un determinado estado mental, por ejemplo, en la relación que hay entre la frase "En un lugar de la Mancha...", Don Miguel de Cervantes... y "aquél" famoso libro que no queremos mencionar; o, al reconocer en una fotografía, un antiguo paisaje que teníamos casi olvidado. También se puede determinar cual es la participación de las moléculas de los microscópicos circuitos nerviosos en esa extraordinaria diversidad de labores ejercitadas mentalmente; y es factible incluso identificar los genes encargados de la producción y despliegue ordenado de tales moléculas. Pero eso no quiere decir que sepamos por qué determinados                     procesos objetivos dan lugar a la experiencia consciente. Existe, lo que Joseph Levine denomina una laguna entre los procesos físicos y la consciencia. Es cierto que, también determinados procesos objetivos del cerebro dan lugar a la subjetividad de la mente consciente, pero aquí viene lo importante: el resultado está al margen del entramado del mapa sensorial. Así, desde esa subjetividad, no es de extrañar que por una cuestión de orden pragmático haya transigencia mental hacia los métodos referenciales corpóreos pero que no se identifique con ellos.
                   Aun admitiendo la importancia de la relación que hay entre los sucesos físicos y el espacio-tiempo, y aunque exista una estrecha correspondencia entre la aparición de un estado mental o conductual y la actividad de zonas especificas del cerebro, la mente es incapaz de autoubicarse físicamente y desconoce lo que es la "edad". Es incapaz, por ejemplo, de realizar la siguiente aserción: Mi cuerpo es viejo, luego yo soy "vieja"; mi cuerpo está decrépito, luego yo estoy "decrépita". Si no nos mirásemos todos los días ante un espejo para afeitarnos o peinarnos, no sabríamos que envejecíamos corporalmente (y que, en paralelo, "deberíamos" estar sometidos a un envejecimiento mental). Hay que precisar que no nos referimos al deterioro mental que se experimenta por el transcurso del tiempo, como puede ser la pérdida de memoria o la disminución de los reflejos, cosas ellas fácilmente constatables en las personas entradas en años, sino al autorreconocimiento sin fisuras de la integridad mental que podemos realizar en cualquier momento. ¿No será que la mente ignora lo que significa su propia vejez? Al menos no parece aceptarlo, lo cual quiere decir que carece de dispositivo cronológico con el que acompasar su devenir (en el caso de que lo haga) con la evolución corporal. Es cierto que muchas veces comentamos que tal o cual persona "ha extraviado su mente" o "ha perdido la razón", pero es una deducción que hacemos al ver su comportamiento físico. Su estado mental se puede definir como "anómalo" porque juzgamos en función de patrones convencionales de conducta socialmente establecida. Pero en lo que se refiere a su estado mental "cronológico", carecemos de elementos rigurosos de juicio para hacer aserciones de cualquier tipo, precisamente, ese tipo de aserciones no podríamos realizarlas ni sobre nosotros mismos, luego mucho menos podríamos hacerlas sobre supuestas cronologías de estados mentales ajenos.
                   La característica común a todos los estados mentales es, por así decirlo, la de un "ahora" mental y es en todo momento una unidad, porque, con independencia de los elementos que lo formen, éstos se unen en un patrón significativo de "ahoras continuos". Así, aunque podamos dejar escrito en un papel cual era nuestro estado mental de ayer, al releer de nuevo las líneas escritas, no contrastamos dos estados mentales diferentes producidos en tiempos distintos (el de ayer y el de hoy) dado que es imposible evocar de nuevo el estado mental del pasado, más que desde la perspectiva mental del "ahora" seriado.
                   No obstante, la mente accede por pragmatismo a vivir el tempo vital del cuerpo debido al influjo de conductas sociales dimanantes de un marco cultural cualquiera. ¿Qué suponen los relojes y los calendarios para la mente? Nada, meras referencias de comportamiento corporal inducido, que la "martirizan" por inasumibles. La muerte, que es el fin del tempo vital corpóreo, ¿cómo va a ser asumida mentalmente? Es imposible, en la medida que se trata de reconocer una disrupción total en una trayectoria de decadencia corpórea no homologable por procedimientos mentales. Quien no reconoce haber seguido algún camino para llegar a ser lo que "es", porque operacionalmente se puede definir como una sucesión de "ahoras", tampoco puede reconocerse en su pasado. Por otra parte, el futuro es siempre una expectativa que no puede descartar. No acepta la muerte porque siempre "es" (está siendo) y es el "ser" de una manera permanente, sin aminoramientos de ningún tipo. La mente puede sentirse abatida pero no aminorada. Esta particularidad la hace concebir siempre una expectativa, por lo que es incapaz de desafectar el futuro (la muerte se supone que es la desafección total del futuro). Lo que siempre "es" no puede sentir desafección por el futuro. Resultaría una gran paradoja si no admitiésemos que esa estructura ontológica no es contradictoria psicológicamente con la programación del funcionamiento cerebral. Pero con relación a esto último, puede decirse que no es descartable que estemos ante un modo de funcionamiento que no tenga por que ser contradictorio, ni siquiera paradójico, simplemente admitiendo también, que la naturaleza siempre es sabia.
                   Si la mente es impelida a formarse expectativas de querer seguir "siendo" indefinidamente, un determinismo connatural a ella le imprime un carácter incontrovertiblemente apegado a la permanencia de su "ser". Ella es así, y no de otro modo, porque está determinada en su condición por complejos programas encadenados o por un superprograma, como lo queramos llamar. Empezando por el código hereditario, o la manera en que la información se transmite desde esas macromoléculas (que, en el fondo representan los genes, moléculas de ácido desoxirribonucleico) a través o por intermediarios que hacen llegar la información a su punto final, donde se transforma en proteínas. Se continúa hacia uniones más complejas, caso de los invertebrados, y se llega, en fin, al hombre como su máximo exponente. La cibernética de los seres vivos implica el manejo de ingentes cantidades de información. Sus actuaciones, impulsos y tendencias llegan a revestir una complejidad tan extraordinaria que no pueden siquiera ser imitados por ningún robot imaginable.
                   La mente, según eso, se ajusta a unos rígidos patrones, cuyos sutiles "hilos" forman una textura tan delicada que no podrá descifrarse en mucho tiempo, si es que se logra alguna vez.
                   Una cosa es segura. Los cuerpos de los seres vivos se adaptan (por la fuerza de los hechos) con precisión absoluta a las leyes físicas y, más concretamente, al segundo principio de la termodinámica. En la particular clase de "plasticidad" (en palabras de Prigogine) de lo vital, encontramos también un indefinible modo de conexión con la parte física del mundo de la que surge, y en consecuencia, la supuesta "brecha" existente entre el mundo físico y el mundo biológico se ha adelgazado hasta desaparecer conceptualmente. En ese sentido, también se puede asegurar que hay sincronía entre el transcurrir del tiempo (tal como se entiende en física) y la tendencia de la entropía a incrementarse. Los cuerpos, como los edificios, los automóviles y los objetos construidos, en general tienen achaques, averías, vejez y muerte. Las leyes físicas que les dan esplendor y plenitud son las mismas que desde otra perspectiva, provocan su paulatina decadencia; les disminuyen las capacidades vitales, llegando su declive hasta convertirlos en escombros, residuos o, lo mismo da, cadáveres. El desorden siempre triunfa al final.
                   Hay un reloj "biológico" que marca los años, los días, las horas..., en que se va traduciendo la degradación progresiva que presagia el triunfo último del desorden. ¿Por qué no tenemos los seres humanos un reloj mental intrínseco que nos reconcilie o, mejor dicho, que nos identifique plenamente con nuestra realidad corporal? Sólo algunos parapsicólogos defienden esta idea como verosímil, aunque (cabe preguntarse incluso hasta que punto la parapsicología es una ciencia y no, más bien, una técnica o arte de captación intuicionista particularizada) son los menos los que creen en la existencia de un "reloj mental". ¿Por qué la mente no puede tener desafección por las expectativas de futuro, como las tiene el cuerpo llegado el caso? ¿Es esto una anomalía de la naturaleza? Podría decirse que la particularidad del "ser mental" es tan distinta a la realidad corporal, que aun suponiendo concebible una desafección por las expectativas de futuro, seguiría habiendo expectativas todavía.
                   No hay mentes infantiles, adolescentes o maduras, como tampoco las hay moribundas. La mente del moribundo está pendiente de lo que "va a pasar" o "dejar de pasar" tras la muerte, por lo que sigue teniendo expectativas de futuro. ¿Acaso sabe la mente del niño que es de niño y la adolescente que es de adolescente? ¿Podemos saber cuál es nuestro grado de madurez mental sin confundirlo con el de nuestra serenidad? Si supiéramos todo eso, seríamos los controladores de nuestra propia mente de manera casi absoluta, pero, como ya hemos dicho, ésta sólo puede realizar una "acomodación" a la realidad física con la que no se puede identificar. Por eso el anciano que tiene muchos años "corporales" siente que su realidad mental no tiene ochenta años de identificación con la idea de la muerte, ni cincuenta años, ni veinte, ni siquiera de un sólo minuto. La mente, con toda naturalidad, hace caso omiso de las señales exteriores que se lo advierten. Es inútil, no asume la realidad física. Cósmicamente no le es anticipado ni el más mínimo dato para poder detectar representaciones de lo trasvital. No se produce un fraccionamiento de la realidad mental propia en el sentido de la aparición de realidades reconocibles como independientes dentro de un conjunto más amplio. No hay desagregación de las propiedades de la autoconciencia, inclusive aunque haya decadencia de funciones cerebrales. La mente puede llegar a enloquecer por diversos motivos, pero siempre sentirá que es "toda ella". No percibirá su degradación, erosión o descoyuntamiento. La mente es "monolíticamente" autoconsciente. En definitiva, no hay "submentes", como expresa Schrödinger con la precisión que le caracteriza.
                   ¿No son claros indicios todos ellos de que la mente, a pesar de generarse en el mundo, se siente en cierto modo ajena a él? A duras penas se acomoda a su lógica. Una identificación con la lógica del mundo vendría sugerida por una degradación (de la que no hay indicios) como la que experimentan todos los sistemas físicos construidos. Debería sentir su propia degradación entrópica, no tener control para evitarla (en paralelo a la degradación corporal) y, a pesar de todo ello, sentir como mínimo indiferencia. Lo lógico es que sintiera incluso contento por la perspectiva bonancible de una próxima desafección de expectativas (y también de la desaparición de éstas) de futuro y reinserción en la realidad física de la entropía creciente del universo. ¿No es ése el ideal búdico o schopenhaueriano? Por suerte para nosotros, la realidad es otra y no hay nada tan apodíctico como ella. Las sutilezas del determinismo lo indican.           

         

 

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