martes, 10 de enero de 2012

28- Ideas pretéritas del origen de la vida





                                        
28-IDEAS PRETÉRITAS DEL ORIGEN DE LA VIDA

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"La única cosa que no le ha sido dado al hombre producir."

Louis Pasteur (1822-1895)

                                                          

                   Las investigaciones realizadas hasta ahora sobre el particular no han sido plenamente concluyentes, por lo que se esgrimen argumentos diversos que dan origen a otras tantas hipótesis. Precisamente por ser un fenómeno no esclarecido es por lo que se han venido adoptando tradicionalmente actitudes más filosóficas que científicas. Sin despreciar ninguna idea provenga de donde provenga, es sobre todo profundizando en la observación y la experimentación como podremos aproximarnos a este intrigante suceso que es la vida.
                   En todas las culturas humanas por primitivas que fuesen, se desarrollaron (y se desarrollan) mitos, leyendas y creencias en general sobre la forma de creación de los primeros seres humanos y de toda clase de seres vivientes. Curiosamente, en casi todos los casos se han solido compatibilizar las dos ideas de creación divina para el hombre y la de forma espontánea y totalmente natural  a partir de la materia inerte de las demás formas inferiores de vida, como los insectos, los gusanos o cualquier otra clase de sabandijas en general. Muchos lo pensaron así, como Aristóteles, que era firme partidario de la generación espontánea. También el teólogo Santo Tomás de Aquino en sus especulaciones filosóficas, participaba mucho de esa suposición. Incluso Isaac Newton se adhería a tales opiniones. Claro, que la evidencia en ese sentido era muy grande y es natural que así lo creyesen. Todavía a comienzos del siglo XIX a casi nadie se le ocurría explicar el fenómeno de la vida a partir de las propiedades elementales de la materia y, menos aún a decirlo en público. Las cosas comenzaron a cambiar radicalmente con el gran desarrollo que tuvo la biología en los siglos XIX y XX debido fundamentalmente a la utilización del microscopio y al descubrimiento de la célula. Ambos elementos junto con otras averiguaciones científicas (sobre todo las efectuadas por Charles Darwin) en las que se ponía de relieve el incuestionable fenómeno de la evolución, permitieron confirmar que el funcionamiento de los seres vivos se rige, sin excepción, por leyes naturales como el resto de la materia del universo.
                   Pero antes de esa revolución en el conocimiento, el error se propagó debido a la presencia de fenómenos naturales fácilmente observables y muy comunes. Por ejemplo, todos podemos comprobar que la carne en avanzado estado de putrefacción da origen al nacimiento de moscas de modo espontáneo, es decir, sin la aparente intervención de adultos de su especie. Esta "evidencia" se encuentra reforzada por el hecho concreto de que en las moscas la larva no se asemeja al imago.
                   Sin embargo, la credibilidad de la generación espontánea empezó a resquebrajarse cuando el médico florentino Francesco Redi decidió comprobar experimentalmente en el año 1688 si las moscas se formaban realmente de la carne en descomposición. Para ello, recubrió con un trozo de tela el tarro que contenía la carne en putrefacción, y observó asombrado que no se producía ninguna generación de moscas, con lo que llegó a la lógica conclusión de que éstas se originaban a partir de huevos extremadamente pequeños, depositados previamente por las moscas sobre la carne. Pero, a pesar de ello, también en los tarros protegidos por un lienzo, la carne que se descomponía pronto empezaba a contener numerosos microorganismos, por lo que permaneció viva un tiempo considerable la creencia en la posibilidad de la generación espontánea, al menos en el caso de los microorganismos.
                   Posteriormente, en el año 1765, investigando sobre estas mismas cuestiones, el sacerdote italiano Spallanzani preparó dos recipientes distintos conteniendo pan; uno lo mantuvo en contacto con el aire, y el otro, que había hervido previamente con la intención de destruir los gérmenes, lo cerró herméticamente con la intención de que no se contaminase de nuevo. Pasado un tiempo, el pan hervido y aislado asépticamente permaneció estéril, mientras que el otro se descompuso. Aunque el experimento clarificó mucho los hechos, no llegó a convencer de forma unánime a todos los investigadores.
                   A Spallanzani le surgió un adversario en su colega, el sacerdote católico británico John Tuberville Needham. Éste era un fervoroso defensor de la generación espontánea y para demostrarlo tomó una serie de recipientes en los que introdujo caldo de cocción de cordero y los hizo hervir durante dos minutos. A continuación los cerró y, al cabo de algún tiempo, observó su interior, encontrando en ellos gran número de microorganismos. Needham interpretó el hecho, como que dichos organismos habían aparecido por generación espontánea pues el líquido del recipiente había sido esterilizado y después cerrado convenientemente.
                   Pero Spallanzani y Needham se enzarzaron en una discusión al interpretar los hechos. Para el primero el experimento se había realizado en condiciones inadecuadas, no sólo por el leve tratamiento del líquido, sino por la incorrecta esterilización del caldo. Para Spallanzani lo peor de todo era que al efectuar el cierre de los recipientes después de la ebullición del caldo, Needham había facilitado que los microorganismos del aire volvieran a contaminar los frascos. Para probar su réplica argumental, Spallanzani hizo hervir un caldo de análogas características durante cuarenta y cinco minutos en el interior de recipientes cerrados herméticamente. Las previsiones de Spallanzani se cumplieron y no aparecieron ni rastros de microorganismos. Needham no se dio por vencido y volvió a alegar que el tratamiento de Spallanzani era demasiado agresivo y alteraba la naturaleza del aire por lo que impedía que la generación espontánea tuviera lugar. Las cosas quedaron más o menos en tablas, hasta que Pasteur con sus experimentos, vino a zanjar definitivamente la cuestión.
                   El gran científico francés diseñó un recipiente provisto de un largo cuello con varios acodamientos en él. El aire podía circular libremente, pero no los microorganismos y el polvo, ya que un camino de recorrido muy enrevesado se lo impedía. Introdujo pan en el recipiente, acopló el cuello multiacodado y a continuación hirvió el caldo acuoso con la masa de pan en suspensión, hasta la emisión de vapor. Se observó que el caldo una vez enfriado, permanecía estéril indefinidamente. Así, pues, quedaba descartada definitivamente la idea de la existencia de algún principio vital en el aire que propiciase por sí mismo la reproducción de organismos. La generación espontánea, teoría de gran predicamento hasta entonces, sufrió un serio revés empírico y fue casi olvidada, aunque esporádicamente ha habido intentos por hacerla resucitar, en especial al descubrirse los virus.
                   En su formulación primitiva la generación espontánea ha sido excluida como teoría en beneficio de la que supone un proceso evolutivo, ya que su aceptación garantiza, cuando menos, la validez de los principios generales. De todas formas esto no se aceptó de buenas a primeras, sino que se suscitaron algunas teorías supuestamente alternativas a la de la generación espontánea.
                   Si la vida no parecía surgir de la forma que se creyó durante muchos siglos, había que dar otras explicaciones más satisfactorias del origen y la presencia de los seres vivos. La versión más exótica es quizás la del maná espacial o panspermia. A finales del siglo XIX algunos teóricos habían adoptado la postura extrema de que la vida era eterna, y encontraron en Svante A. Arrhenius un firme apoyo para corroborarlo. Éste era un químico conocido por haber elaborado un concepto sobre la ionización, que escribió un libro en el año 1907, en el cual describía un universo donde la vida siempre había existido. Los microorganismos emigraban a través del espacio interestelar, implantándose en los planetas vírgenes que encontraban a su paso, siempre que reunieran las condiciones adecuadas para ello. Este fue el caso de la Tierra, donde los microbios que pululaban por el universo hicieron de semillero de la vida. La teoría sostenía que la vida viajaba en forma de esporas que por movimientos al azar, se acercaban hasta la atmósfera de un planeta, en donde, o bien eran englobadas y asimiladas, o bien escapaban de su influjo, siendo impulsadas a través del espacio por la presión de radiación de la luz del Sol. Según Arrhenius, numerosas esporas bacterianas, provistas de un grueso revestimiento que las acoraza frente a la deshidratación y que es capaz de protegerlas del frío, incluso cercano al cero absoluto, se difundirían masivamente, yendo a caer en ignotos planetas a los que inocularían la vida de manera generalizada.
                   La mayoría de los científicos rechazaron de plano esas ideas, por la sencilla razón de que nunca se han encontrado microbios en el espacio, y es bastante improbable que se encuentren dado su carácter de ambiente hostil para la vida. Aunque las esporas son muy resistentes y están bien protegidas, la luz ultravioleta es de un altísimo poder biocida y es capaz de aniquilar rápidamente todo rastro de vida. Esa luz es muy abundante en los espacios siderales, además de que también hay muchas otras radiaciones nocivas como rayos cósmicos, rayos X y zonas interpuestas a su paso peligrosamente ionizadas, que componen un conjunto de circunstancias, todas ellas muy desfavorables para la supervivencia de esporas proteínicas y con ácidos nucleicos en su interior. No obstante, el astrofísico de la universidad holandesa de Leyden, J. Mayo Greenberg, presta cierta credibilidad, en nuestros días, a una panspermia actualizada, ya que según él, una célula desnuda podría sobrevivir durante cientos de años en el espacio, y hasta diez millones de años si está protegida de las radiaciones por una fina capa de hielo. La hipótesis de la panspermia, aunque improbable para la mayoría, no puede ser descartada, a la vista de los resultados experimentales. Pero aunque eso suponga dar por buena la idea de que la Tierra y muchos otros planetas puedan (o pudieran) acoger fragmentos de vida que se originaron en cualquier otra parte, quedaría siempre la incógnita de cómo, cuando y por qué se formaron en ese otro lugar. Quiere decirse, que la siembra de microorganismos al azar no es ninguna solución al problema, sino que lo traslada a un lugar inconcreto del universo.
                   El verdadero interés de los investigadores por obtener una teoría satisfactoria, en el sentido más amplio de la palabra, hubo de esperar unos años más, hasta que Oparín en sus estudios elaborase una más convincente que todas las expuestas hasta entonces.
                   Ya hacía tiempo que muchos investigadores se habían dado cuenta de que la naturaleza oxidante de la actual atmósfera terrestre, impide la aparición espontánea de biomoléculas a partir de compuestos inorgánicos. También se sorprendieron de la gran cantidad de oxígeno libre en la atmósfera de nuestro planeta. Dado que el oxígeno es altamente reactivo y tiende a combinarse con los demás elementos químicos, no debería hallarse libre, sino asociado a cualquiera de ellos en forma de óxidos. Esto no es así, debido a la alta concentración (permanentemente renovada) que generan los organismos que practican la fotosíntesis rompiendo las moléculas de agua y liberando oxígeno. Por estudios de planetología comparada, parecía razonable pensar que la presencia de oxígeno en la atmósfera era posterior a la aparición de la vida. Además el hidrógeno es el elemento más abundante del universo y era de suponer que fue un constituyente prioritario en la atmósfera primitiva. En planetas de tamaño no excesivamente grande, como el nuestro, la fuerza de gravedad se manifiesta con arreglo a esa circunstancia y los átomos de hidrógeno que son muy pequeños, tenderían a escapar a la acción de la misma, desapareciendo progresivamente de la atmósfera al desperdigarse por el espacio.
                   Pero tenemos un ejemplo muy valioso de atmósferas "no evolucionadas" en los  planetas grandes de nuestro sistema solar. De alguna forma, en el caso de Júpiter, dada la gran intensidad que alcanza su campo gravitatorio, retuvo los átomos ligeros de su atmósfera y mantiene una composición más parecida a la inicial. Del mismo modo que en la atmósfera de Júpiter o Saturno son abundantes las moléculas reducidas como el metano  (CH)y el amoníaco (NH) la primitiva atmósfera terrestre pudo estar carente de oxígeno y ser rica en moléculas reducidas de idénticas propiedades a las mencionadas. En realidad, una de las posibilidades de que los elementos químicos estuvieran juntos formando la "casi vida", radica en que la atmósfera original terrestre estuviera compuesta de hidrógeno y que además contuviera gases como el metano, el amoníaco y vapor de agua acompañada seguramente también de un poco de hidrógeno.
                   Pues bien, con esos presupuestos el investigador ruso Oparín (en 1924) y el científico hindú Haldane (cinco años más tarde) intentaron sacar del callejón sin salida en que se encontraban las teorías que circularon durante todo el siglo XIX y primeras décadas del XX. Una tras otra tuvieron que ser desechadas por no estar concebidas sobre una base sólida en que fundamentarse.
                   El primer conjunto de datos significativos que hubieron de tomar en consideración fue el de la composición química de la materia viva. Ésta nos proporciona una vía segura para el estudio de las primeras etapas de la aparición de los procesos vitales. El nitrógeno, el hidrógeno, el oxígeno y el carbono son los elementos principales, sobre todo el último, en la composición del material de estudio. El carbono posibilita la formación de largas cadenas moleculares, sumamente flexibles, en razón de su valencia (valor cuatro) y de su bajo peso atómico. Su facilidad de combinación le permite participar en gran número de reacciones, que originan compuestos orgánicos presentes en el protoplasma de las células.
                   Oparín, concretamente, proponía que, ubicándose en el seno de una atmósfera de esas características primordiales, es decir, abundante en agua, en metano y en amoníaco pero carente de oxígeno, debieron producirse una serie de reacciones químicas activadas por descargas eléctricas y por la incidencia de los rayos ultravioleta, cuyo resultado fue la producción de toda clase de moléculas orgánicas. Eso le permitía dilucidar tanto el viejo problema de la generación espontánea, como solventar el enigma que suscitan determinados individuos sobre la capacidad reconocida de vivir en un medio mineral, asegurando su reproducción a partir de la energía y los elementos químicos simples, extraídos directamente del medio por organismos autótrofos. Su exposición incluía tres series de postulados diferentes: entorno acuático en un medio reductor con elementos constituyentes en disolución, que los antecesores de los seres vivientes encontraron y dispusieron, adecuándolos al orden de cobertura de sus necesidades; surgimiento de los coacervados, que son sistemas de características físico-químicas estacionarias, aunque abiertos termodinámicamente, y por último, intervención de la selección natural, desde el mismo momento en que los coacervados tuvieron entidad suficiente y difusión apreciable.
                   Sin embargo, dada la importancia de estas ideas y de otras más que las siguieron y se contrastaron con ellas, no las vamos a exponer ahora, sino que lo haremos cuando tratemos de las posibles configuraciones de las estructuras prebiológicas, junto a las importantes hipótesis desarrolladas al respecto de W. Fox y Dauvillier. Su permanente vigencia -con todas las matizaciones y modificaciones que se quieran y deban hacer- a pesar del tiempo transcurrido desde su concepción, nos lo hace aconsejable.
                   Hemos de subrayar la importante diferencia que hay establecida en la actualidad con respecto al enfoque del mismo problema que se hacía en siglos anteriores. La idea anterior a Pasteur, de la generación espontánea, era sobre algo que tenía lugar en todo momento, incluso en la actualidad y con gran rapidez. El punto de vista moderno consiste en que ocurrió hace muchísimo tiempo, muy lentamente y, desde luego, que no se produce en la actualidad. Lo cierto es que la generación espontánea no ha sido descartada en el día de hoy considerando su improbabilidad y, menos aún, porque haya que atenerse a una supuesta imposibilidad, sino que se estima, en general, que la vida no puede originarse, tal como la conocemos, por la variación en forma radical de las condiciones que imperaban en el medio ambiente primigenio. Unos sucesos energéticos han cesado en su operatividad totalmente y otros han surgido, evolucionando complejamente, desde los comienzos de la vida. Por eso las primitivas interacciones prebióticas fueron a la vez que procesos físico-químicos complejos que comportaron cambios cualitativos de primer orden en las propiedades de la materia, auténticos acontecimientos plenos de connotaciones históricas en el contexto de la evolución general de nuestro planeta.
                   No obstante, haciendo abstracción de la presencia de la materia viva en la actualidad, la presunción de que ésta no podría surgir de nuevo, debido a la presencia masiva de oxígeno, es excesivamente restrictiva, pues una supuesta Tierra "incontaminada" de residuos vitales se comportaría como un inmenso laboratorio natural, y la materia es sumamente... ingeniosa.




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