martes, 10 de enero de 2012

20- La muerte de las estrellas





                 20-LA MUERTE DE LAS ESTRELLAS

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          “Tú y yo y cada uno de nuestros elementos químicos, estuvo en algún momento dentro de una  estrella, la misma estrella. Tú y yo somos hermanos. Procedemos de la misma supernova. Bueno, quizá para que saliera el combinado de un ser humano se necesitaron muchas supernovas. Todos  estábamos juntos en la misma nebulosa."

Alan Sandage


                         Si queremos saber cómo se forman los elementos y también como se extinguen y desaparecen las estrellas, gracias a las cuales ellos surgen y conforman la estructura íntima de la materia en sus múltiples variedades, nos vemos obligados a depender de los modelos elaborados por ordenador y también de todo cuanto podamos observar en el firmamento. Es decir, como nadie ha visto directamente evolucionar una estrella (dada la lentitud, a escala humana, con la que lo hacen) desde que se inventó el telescopio en el año 1608, hemos de guiarnos por las predicciones teóricas de los astrónomos, que continuamente buscan en el universo las pruebas que confirmen o se parezcan a las formas de comportamiento estelar supuestamente cercanas a la ruptura de su equilibrio estructural.
                   Según los modelos teóricos, las fases finales de la evolución estelar dependen críticamente de la masa de la estrella. Del mismo modo que hay secuencias de formación de elementos dependiendo estrechamente de esta última circunstancia, en general podemos decir que, paralelamente, hay dos clases de evoluciones y extinciones estelares, correspondiéndose con otras tantas clases de estrellas clasificables por su masa. En las estrellas de masa reducida, o sea inferior o igual a la del Sol, el gas constituido por electrones que se halla en el interior del núcleo, degenera antes de que la temperatura central se difunda y logre alcanzar la difusión del helio que se forma cerca del centro del núcleo con el hidrógeno no utilizado todavía del resto del núcleo. La acción de la presión degenerada, cuando el núcleo llega a esa fase no es lo suficientemente intensa como para establecer corrientes de convección que mezclen los gases y se favorezcan una combustión  generalizada, pero en cambio, si puede ser lo suficientemente intensa como para que se ponga fin al aumento de temperatura. La estructura no puede obtener más energía de las reservas nucleares y se va contrayendo lentamente, mientras la energía térmica almacenada se escapa poco a poco en forma de radiación. Las colisiones entre núcleos no son lo bastante frecuentes y violentas como para elevar la temperatura hasta los seiscientos millones de grados necesarios para fundir el carbono en cualquiera de los elementos pesados. La carencia de materia en las capas externas de las estrellas impide que esto ocurra. Consiguientemente, en las estrellas de masa reducida no se produce la síntesis de elementos como oxígeno, oro, uranio, hierro ni muchos otros más.
                   Las estrellas con un tamaño relativamente pequeño llegan a una situación evolutiva en la que el núcleo de carbono está prácticamente muerto y reducido a cenizas. El helio que envuelve el núcleo casi apagado continúa transformándose en más carbono. Al mismo tiempo, el hidrógeno de las capas intermedias sigue quemándose y convirtiéndose en más helio. Como consecuencia de la elevación de temperatura, las capas externas de la estrella se alejan a una distancia mayor de su núcleo y zona central, constituyendo una forma de nebulosa. Las observaciones en muchos puntos de la galaxia, demuestran que la cubierta que envuelve a la estrella consiste en una envoltura de gases que van siendo expulsados sin violencia a una distancia considerable del núcleo de la misma, convertida en una gigante roja. Poco a poco la envoltura sigue expandiéndose hasta volverse más difusa y fría confundiéndose con el medio interestelar. 
                   El núcleo de la estrella gigante roja hace su aparición cuando la envoltura gaseosa se ha evaporado. Se trata de un cuerpo pequeño, caliente, rico en carbono y carente de combustión nuclear. Su brillo es intenso y se debe a la energía acumulada pero su tamaño es bastante reducido (parecido al del planeta Tierra) y se la denomina enana blanca. Alrededor de un diez a un veinte por cien de la totalidad de las estrellas son de esta clase. Las temperaturas máximas alcanzadas son menores, cuanto menor es la masa estelar  y esa circunstancia influye en el desarrollo de los hechos.
                   El análisis de la radiación emitida por las estrellas enanas blancas, demuestra que sus propiedades se asemejan bastante a los modelos elaborados por ordenador. Se han descubierto varios centenares de ellas, desprovistas de sus antiguas envolturas gaseosas, esparcidas por toda nuestra galaxia. Pero su enfriamiento prosigue inexorablemente. Las enanas blancas pasarán con el tiempo a ser enanas amarillas, después enanas rojas y finalmente enanas marrones y negras. Éstas engruesan el cementerio de estrellas apagadas que constituyen un frío rescoldo estelar, denso y consumido en el espacio, aunque no se sabe cuántas hay, puesto que dejan de transmitir radiaciones. Ocasionalmente puede suceder que una estrella vecina vivifique una estrella enana en declive y le inyecte un chorro de materia gaseosa que la transforma en una supernova del tipo I, capaz de producir una súbita síntesis de nuevos elementos. Si prende una ignición termonuclear descontrolada, el cataclismo nuclear provocado destroza por completo la estrella enana, lanzando material a unos diez mil kilómetros por segundo. El brillo de esta bola de fuego en expansión tarda unas tres semanas en alcanzar su máximo, y luego declina más tranquilamente en unos meses. De todas formas la duración del ciclo activo de la vida de las estrellas de masa reducida (eso es lo normal) puede ser tan larga, como la de la propia galaxia que las contiene.
                   Es posible, incluso, que nuestra galaxia no haya existido el tiempo suficiente para que muchas estrellas de masa reducida, hayan experimentado todo el ciclo desde el nacimiento hasta su extinción definitiva. A lo mejor no lo ha completado ninguna en su totalidad.
                   Si lo corriente es, pues, que las estrellas como el Sol (o inferiores en tamaño) acaben siendo objetos densos, llamados estrellas enanas blancas, en las que la materia está tan comprimida que alcanza densidades de diez T. m. por centímetro cúbico, cuando la masa estelar es aproximadamente vez y media superior al Sol, el resultado es la contracción hasta la formación de estrellas de neutrones, en las que la materia puede llegar a tener una densidad de 10¹ (diez elevado a quince) veces la del agua. Un centímetro cúbico de tal material pesaría más de mil millones de T. m.
                   Siendo las estrellas enanas blancas y las estrellas de neutrones el final del camino de la evolución estelar más difundido en el cosmos, no podemos dejar de mencionar otra clase de sucesos bastante corrientes como son los casos límite de los agujeros negros, sobre los que se ha conjeturado mucho, y en los que la materia pasa a tener muy extrañas propiedades. Pero sobre todo, son los fenómenos de destrucciones masivas los que más pueden llamar nuestra atención como difusores y generadores de materia que son, esparciéndola profusamente por el espacio.
                   La destrucción de las grandes estrellas suele ser realmente apoteósica en sus manifestaciones externas. Aunque hemos anticipado en la descripción de las estrellas temporarias y variables explosivas, ciertos rasgos de sus súbitas y violentas explosiones, no lo hemos hecho sobre los determinantes de su colapso. Las explosiones han sido observadas en multitud de galaxias, y por supuesto en la nuestra.
                   En la crucial fase de gigante roja se pueden alcanzar los seiscientos millones de grados requeridos para fundir el carbono y la generación directa de elementos pesados. Aquí, como ya sabemos, la clave está en la abundancia de masa, pues hasta esa fase de desarrollo estelar la evolución es muy parecida en toda la gama de estrellas. Las que son de gran masa generan una mayor fuerza gravitacional que las que son de tipo solar, y la gravedad incrementada es capaz de comprimir la materia del núcleo central hasta llegar a una densidad suficiente para provocar colisiones frecuentes y abundantes entre las partículas gaseosas.
                   Las estrellas de gran masa y muy evolucionadas poseen diversas capas que se envuelven unas a otras. Inmediatamente debajo de la superficie se encuentra la periferia relativamente fría, en la que el hidrógeno se convierte en helio. En capas interiores y ubicadas en zonas, más bien, intermedias, el carbono y el helio se funden en núcleos más pesados. El magnesio, el silicio, el azufre y otros núcleos pesados se acumulan justo en las proximidades del centro. Pero es éste último el que rebosa de actividad energética con núcleos de hierro en su interior, además de otros materiales más complejos que tienen en su composición docenas de protones y neutrones, siendo de una naturaleza intermedia entre los más pesados y ligeros núcleos que se conocen. Los ciclos de fusión se siguen unos a otros, inducidos por periodos de inestabilidad estelar. En cada ciclo se generan núcleos de nuevos elementos de acuerdo con las nuevas condiciones de presión, temperatura y distancia al centro estelar.  El mismo centro se contrae, se calienta aún más, se funde en núcleos pesados, agota el combustible, se vuelve a enfriar, se contrae de nuevo, etc. En todas las fases de la evolución estelar se emite la energía capaz de compensar la gravedad que oprime a la estrella.
                   Cuando aparecen en el núcleo cantidades apreciables de hierro, se puede decir que la estrella entra en un período peligroso para su existencia. Los núcleos de hierro son de tal compacidad que dificultan toda clase de interacciones y en consecuencia no se produce energía. El horno estelar deja de quemar combustible por agotamiento de éste y el equilibrio de fuerzas centrífugas y centrípetas de la estrella se rompe casi bruscamente. A pesar de que la temperatura del núcleo de hierro puede llegar a alcanzar varios millones de grados centígrados, la enorme fuerza de atracción ejercida sobre la materia provocará la catástrofe de la estrella sin mucha tardanza. A menos que la combustión se mantenga o se reanude, la estrella tiene peligrosamente comprometida su integridad.
                   La implosión y el desplome sobre si misma es el fin de aquella estrella en la que la presión de la gravedad vence la resistencia que le ofrece el gas caliente en su interior. Cuando eso ocurre las densidades y las temperaturas se elevan formidablemente, haciendo que la estrella rebote sobre su núcleo, que detonen algunas partes de su centro y se conmuevan violentamente las capas circundantes. Una onda de presión intensa retumba a velocidad supersónica a través del interior de la estrella. La pérdida de masa es inevitable cuando la onda de choque llega a la superficie de la estrella. Ésta despide un intensísimo brillo, explota y grandes proyecciones de materia salen despedidas en todas direcciones por el espacio circundante, llevándose consigo una serie de elementos pesados cocidos en su interior. Además de eso, en su avance a través de la estrella, la onda de choque va provocando la síntesis de nuevos elementos. El intenso calor desprendido provoca reacciones nucleares que son imposibles de producir en la fase estacionaria de las estrellas. Unos son radiactivos y otros son estables y más pesados que el hierro. Los neutrones colisionan con los núcleos de hierro y se transforman en núcleos de oro. El oro, a su vez, se transmuta en plomo. Intensos bombardeos de neutrones provocan que el plomo genere todos los elementos que siguen hasta llegar al uranio. El espectacular estertor que se provoca en las estrellas de gran tamaño es conocido con el nombre de una supernova, y es el final que les espera a aquellas que poseen una masa considerablemente superior a la de nuestro Sol. De hecho, en breves momentos, la energía total desprendida vendría a ser aproximadamente la misma que la que este último fuera capaz de emitir en toda su vida activa.
                   Las explosiones de supernovas son los sucesos más espectaculares que pueden ocurrir en todas las galaxias. La onda de choque originada en el interior de la estrella arranca y expulsa violentamente los materiales de la estrella a una velocidad capaz de sobrepasar los cinco mil kilómetros por segundo, emitiendo destellos mil millones de veces más brillantes que la radiación de nuestro Sol. Una estrella en esas condiciones, es capaz de superar en millones de veces la luminosidad del Sol a las pocas horas de haber explotado. Aunque luego remite su intensidad, su contorno espacial ha sido inundado de un baño energético colosal y enormes cantidades de elementos pesados.
                   Los modelos teóricos nos indican que ciertas clases de elementos pesados como oxígeno, nitrógeno, carbono, sodio, magnesio, silicio y hierro se producen en el interior de las estrellas, siendo las explosiones en sí las que dan lugar a elementos más pesados que el hierro, debido al apretujamiento tan intenso a que se ven sometidos los núcleos de peso intermedio. Las interacciones nucleares y gravitatorias culminadas por grandes explosiones resultan ser una fuente de nucleosíntesis muy importante. Pese al hecho de que no ha podido observarse directamente a los núcleos atómicos en el acto de la formación, se tienen pruebas bastante fiables de la física nuclear y evolución estelar que permiten asegurarlo. Estudios de laboratorio realizados en los años sesenta y setenta del pasado siglo, sobre las tasas de captación de diversos núcleos y las tasas de decadencia elaborados con minuciosidad han posibilitado la formación de tablas o registros de comportamiento. Cuando todas esas tasas, además de otros factores que intervienen, como temperaturas, densidades y composiciones en muchos estados evolutivos de una estrella normal son incorporados a un programa de ordenador, se comprueba que las cantidades relativas de cada tipo de núcleo obtenido concuerdan con bastante aproximación con las abundancias relativas de los noventa elementos más comunes en la naturaleza. 
                   Afortunadamente, disponemos ya de respaldo empírico para el cuadro teórico elaborado con cuidadosa pulcritud. En el año 1987 la supernova  SN 1987A  estalló en la cercana Gran Nube de Magallanes. Fue bautizada con el nombre de Sanduleak -69º 202 y se registró como una estrella de veinte masas solares en ese mismo año de 1986. En la actualidad ya no existe, pero quedó constancia de que la relación entre una estrella y una supernova es una prueba verdaderamente espectacular de que la evolución de una estrella de gran masa, al menos, ha terminado de una forma súbita y violentamente explosiva.
                   Horas antes de que comenzara el aumento de brillo de la estrella, empezaron a detectarse en Japón y EE. UU emisiones de neutrinos procedentes de la onda de choque que auguraba el estertor final. La intensa radiación percibida se debía a los elementos recién sintetizados que constituían los desechos eyectados por la supernova. En su momento, pudieron verse durante algunos meses a simple vista. Sin embargo, fueron los satélites y globos preparados al efecto, los que recibieron una auténtica tormenta de rayos gamma de alta energía, que, justamente, eran los emitidos por los núcleos radiactivos recién nacidos.
                   Posteriormente, observaciones realizadas por el Telescopio Espacial Hubble y el Explorador Internacional en el Ultravioleta aportaron pruebas de que Sanduleak -69º 202 se había comportado como una gigante roja que había perdido algunas de sus capas envolventes externas. Incluso, el Telescopio Hubble reveló en 1987 la presencia de anillos alrededor de la supernova. Parece bastante claro que el anillo interno está formado por materia perdida por la estrella cuando era una gigante roja. Por su parte, los anillos exteriores es posible que estén relacionados con pérdidas de materia de la estrella cuando estaba en una fase previa y cercana a la de supernova. Como era de esperar no se encontró ninguna estrella de neutrones entre los restos de Sanduleak. Actualmente, los productos de la combustión estelar se perciben concentrados en una débil mancha central que se expande a unos tres mil kilómetros por segundo.
                   No obstante, a pesar de las pruebas empíricas, la escasa frecuencia de las explosiones estelares en forma de supernovas, podría hacernos creer que no son importantes en la génesis de elementos y en la forma de las destrucciones masivas. Si, por una parte, hemos admitido ya que la suerte de las estrellas que están destinadas a perecer, como nuestro Sol, lo hacen por la vía no catastrofista, sigilosa e incluso anodina de la gigante roja-enana blanca, no podemos perder de vista que los astrónomos que observan los cielos con sus telescopios advierten, de vez en cuando, un repentino fulgor en algún remoto lugar de alguna galaxia lejana. De esta manera se corrobora que las estrellas abundantes en masa no sólo son comunes a todas las galaxias, sino que la cadencia de explosiones cósmicas es bastante significativa. Y no solo eso, las supernovas han permitido confirmar los modelos teóricos sobre el origen de los elementos. El medio interestelar se enriquece progresivamente con elementos pesados, gracias a los sucesivos ciclos de nacimiento y muerte de estrellas. Las sustancias presentes en el gas interestelar son identificadas con precisión porque absorben determinadas longitudes de onda de la luz que procede de otras estrellas más lejanas, dejando marcas características. Esas líneas de absorción también nos proporcionan información sobre las concentraciones de elementos, o sea, de sus cantidades comparadas con las del hidrógeno.
                   Hasta no hace mucho tiempo teníamos pocas pruebas históricas de todo esto que estamos describiendo, pero se debía a la poca capacidad de observación que la ciencia poseía en el pasado. Durante el siglo XX casi cien supernovas (y la tasa sigue en aumento aceleradamente en el siglo XXI) fueron observadas en otras galaxias, mientras que la última supernova que hizo eclosión en nuestra galaxia fue en tiempos del Renacimiento. No es probable que explosiones tan brillantes hayan pasado desapercibidas desde que se registró la del año 1604. A menos que las estrellas de gran masa exploten con menor frecuencia de la prevista por la teoría de la evolución estelar, en cualquier momento podría registrarse en algún punto de la Vía Láctea este singular y aparatoso fenómeno.
                   La frecuencia con que una supernova se enciende en una galaxia típica se cifra en una vez cada trescientos años. Por eso en la Vía Láctea parecen ser sucesos poco habituales. Pero si escudriñamos algunos miles de galaxias descubriremos, casi cada mes, una supernova de tipo I a, es decir, lo más parecido a una bomba termonuclear natural. Hay tantas galaxias en el universo que, cada pocos segundos, estallan en el firmamento supernovas cuyo brillo nos las hará más fácilmente accesibles en el futuro a medida que nuestros instrumentos sean capaces de hacerlo con más resolución. El camino para encontrar supernovas distantes es tomar imágenes de la misma fracción del firmamento con unas pocas semanas de diferencia y detectar, en los cambios operados, explosiones de estrellas. Los detectores digitales se sirven para ello del conteo de fotones en cada elemento de imagen de forma precisa. Solo queda sustraer la primera imagen de la segunda y comprobar las diferencias significativas entre las dos.
                   En cuanto a las destrucciones de estrellas masivas, como las de las nebulosas planetarias, que expelen  la materia de manera más sosegada, también dejan su núcleo de restos o cenizas cósmicas. La materia que integra ese núcleo está tan comprimida y es tan extraña que representa un grado extremo de rareza estelar. La reacción de partículas elementales que sacude todo el centro de la gran estrella, convierte en cuestión de escasos segundos todos los protones y electrones que chocaban violentamente entre sí, en neutrones y neutrinos. Estos últimos, escapan a la velocidad de la luz llevándose gran parte de la energía del centro colapsado hasta las capas externas de la estrella y acentuando por tanto, la magnitud de la explosión. La materia alejada del centro es arrancada y proyectada al espacio exterior a velocidad mucho menor que la de la luz, mientras que el centro se conserva casi intacto convertido en una compacta bola de neutrones. Las estrellas neutrónicas son objetos supersólidos, más parecidos a planetas que a estrellas. Su densidad media es un billón de veces superior a las de las rocas terrestres. Tan increíble compacidad hace pequeña a la ya de por sí enorme densidad de las enanas blancas, puesto que es un millón de veces superior a la de estas últimas. Las estrellas de neutrones están tan comprimidas como la materia de los núcleos de los átomos normales, carecen de gas caliente y la presión hacia fuera es ejercida por los apiñados neutrones en contacto.
                   Se ha pensado que en todas las galaxias hay restos de núcleos en masas tan grandes, que la fuerza gravitacional puede de hecho seguir realizando su labor de compresión hasta aplastar cualquier fenómeno compensatorio. La gravedad sería tan potente, que la naturaleza de los objetos mutaría hacia formas cada vez más extrañas de materia. Semejantes objetos estelares no emitirían luz, sólo desprenderían escasísimas radiaciones (que llegarían a ser nulas) y absolutamente ninguna clase de información. Aislada e incomunicada, semejante estrella se podría colapsar efectivamente en un agujero, que llevado hasta sus últimas consecuencias, no ocuparía un volumen superior a unos pocos centímetros cúbicos. Este agujero succionador de toda la materia cercana mediante su poderosísima acción gravitatoria, sería una especie de terminal cósmico de la evolución de la materia tal como la conocemos. Como ya sabemos, los astrofísicos llaman a estos conocidos y monstruosos sumideros de materia, "agujeros negros".                                            

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