martes, 10 de enero de 2012

26- Comienzo de la historia biológica de la Tierra






26-COMIENZO DE LA HISTORIA BIOLÓGICA DE LA TIERRA

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            "Correspondió a los geólogos exorcizar el demonio de los cataclismos. La  dispersión en regiones distintas, la retirada a <<islotes>> aislados, no solamente se encuentra en el mundo de los seres, sino también en el de las piedras, es decir, en las formaciones geológicas."

François Jacob
                                               
            "Para explicar los fenómenos observados, podemos ahorrarnos el recurrir a las catástrofes inesperadas, violentas y generales, y considerar las transformaciones pretéritas y las transformaciones actuales, como pertenecientes a una serie uniforme y continua de hechos."

"Principio de las causas actuales" Charles Lyell (1797-1875)

   

                         La historia de la Tierra comienza con los tiempos geológicos. La mayor parte de lo que ha sido expuesto hasta ahora corresponde más bien a una interpretación o especulación cosmogónica, en la que las hipótesis manejadas desempeñan un destacado papel. El momento clave para el geólogo es cuando se inician los ciclos geológicos, es decir, los hechos registrados y registrables que afectan preferentemente a capas externas de la corteza terrestre. Éstos se iniciaban al establecerse las primeras cuencas de sedimentación contiguas a las cadenas montañosas. Simultáneamente, los agentes geológicos externos atacaban a las masas rocosas de las tierras emergidas, a la par que se ponían en funcionamiento diversos mecanismos de transporte o acarreo de los materiales disgregados.
                   Es realmente poco lo que se sabe de los lejanos tiempos arcaicos, y sobre todo de los prearcaicos. Es por eso, y aunque se trate de una forma un tanto imprecisa, que sólo las rocas de origen sedimentario y las formaciones que conservan fósiles nos permiten atisbar una historia del remoto pasado de nuestro hogar planetario.
                   El enriquecimiento en gases aptos para la vida en la atmósfera, ya ha sido descrito (e incluso los rudimentos de ésta) pero no lo hemos considerado un factor de primer orden a la hora de favorecer la condensación de ciertos elementos imprescindibles en la evolución terrestre. La progresiva pérdida de calor de la corteza de la Tierra favoreció la condensación del vapor de agua, con lo que acabaron produciéndose las precipitaciones subsiguientes de lluvia, engendradoras de las primeras corrientes fluviales. Con seguridad, el agua de lluvia que llegaba al suelo en un principio, al estar muy caliente, se volvía a evaporar casi de inmediato. Sólo cuando la corteza, formada preferentemente por silicatos, se enfrió lo suficiente, es decir, a menos de cien grados centígrados de temperatura, los ciclos de lluvias y evaporaciones dejaron de ser extremadamente cortos, y el agua empezó a invadir líquidamente la superficie. El primer océano universal cubrió todas las depresiones del globo con un estrecho manto de agua. Era la primitiva pantalasa, tal como la denominó Suess. De esta forma empezaron a funcionar las primeras cuencas de sedimentación, que de inmediato recibieron los primeros aportes sedimentarios procedentes de los contiguos macizos montañosos. El proceso de colmado de las cuencas, así abierto, supuso el inicio de un ciclo geológico que, encadenado a otros subsiguientes y entrecruzados con otros más, no han dado un momento de reposo a la corteza terrestre, por lo que esta ha evolucionado profunda y continuamente hasta nuestros días. De los tiempos arcaicos del planeta no hay disponibles muchos datos para su estudio, ya que casi todos los materiales considerados como los más antiguos, han sufrido procesos metamórficos al estar situados en lo más profundo de las formaciones geológicas. Sus caracteres primitivos no son reconocibles, al haberse borrado en su totalidad por los sucesivos procesos de metamorfismo, en los que la corteza originaria ha sido fundida y refundida varias veces.
                   En términos estrictamente geológicos, todo cuanto ocurrió hace más de quinientos setenta millones de años se define como Precámbrico, y es muy poco lo que sabemos acerca de todo ello. Es decir, el noventa por cien de la historia de la Tierra nos es casi desconocida, porque los rastros o huellas dejados después de tantas transformaciones de la corteza terrestre, o se han borrado del todo o son extremadamente débiles e indetectables. A medida que nos acercamos a nuestros días las divisiones de los períodos geológicos se acortan, gracias a nuestra mayor capacidad para registrar los acontecimientos del pasado. En los últimos quinientos setenta millones de años sucedieron muchas cosas, que creemos conocer mejor.
                   Si queremos explicarlo de una manera convincente, hemos de imaginarnos, que en un principio, la parte emergente de la tierra seca sobre las aguas, estaba formada por un sólo supercontinente que Alfred Wegener (geólogo alemán conocido por su fructífera hipótesis divulgada en 1912, de la "deriva continental") llamó Pangea. Una masa continental tan extensa debía soportar unos contrastes climáticos muy acusados. Unos veranos muy calurosos y unos inviernos extremadamente fríos, debían ser el resultado de que el efecto moderador de los océanos no llegaba hasta las zonas del interior más alejadas de las costas. Las condiciones de vida estaban generalmente limitadas al medio ambiente marino próximo a la franja litoral. La auténtica propagación masiva de la vida se produjo cuando el continente se cuarteó y comenzó a dividirse en continentes más pequeños. La influencia marítima llegó a más partes de la tierra seca fragmentada, dulcificando el clima. Además, cada plataforma continental que se separaba de las otras, propiciaba la aparición de nuevos ecosistemas en los que distintas especies de animales marinos se desarrollaban de manera diferente. Tenemos, pues, que climas diversos y menos extremados en conjunción con continentes más pequeños posibilitaron la aparición de una rica fauna, cuyos ejemplares, por fortuna, fosilizaron en formas muy variadas. 
                   Así cuando el enorme continente Pangea I se fragmentó hace unos seiscientos millones de años, hubo una primera explosión en la diversidad de la fauna que, cuantitativamente, también se incrementó de forma espectacular. El fenómeno prosiguió hasta que cuatro nuevos continentes se hubieron formado, aproximadamente hace unos cuatrocientos cincuenta millones de años atrás, coincidiendo con el final del Ordoviciense. La diversidad mantuvo su avance hasta hace unos doscientos millones de años, cuando los cuatro continentes en deriva, se reunificaron durante el Pérmico en un nuevo supercontinente llamado Pangea II. En este momento de la evolución, cuando hay una vuelta a atrás en la distribución de las masas continentales, también se produce un frenazo o disminución espectacular en el número de especies diferentes. Pero la superficie de la corteza terrestre se movía con mucha rapidez y Pangea II tuvo una vida muy breve (a escala geológica). Hace unos setenta millones de años, hacia  finales del Cretácico, el segundo supercontinente se desgajó en dos nuevos continentes, primero, Laurasia y Gondwana, separados por el océano llamado Tetis, y después, en una posterior fragmentación se dividieron en una forma parecida a la que nos es familiar hoy, aunque más agrupada. Los seis continentes que conocemos en la actualidad, son la dislocación extrema a la que la deriva continental, les ha llevado desde una primitiva posición reunificada. Como es de suponer, la variedad y la difusión de las especies aumentó en esas dos etapas de fragmentación, primero, cuando se paso de un supercontinente a dos continentes grandes y, luego, de estos últimos a los seis conocidos. El mundo presente posee múltiples y variados ecosistemas que proveen de lo necesario para su subsistencia a las criaturas de las plataformas continentales, los cuales, seguramente, que en ningún momento de los últimos seiscientos millones de años, han llegado a estar tan diversificados.
                   En cuanto a los escasos indicios del asentamiento de la vida en el pasado remoto, las variadas denominaciones aplicadas a los terrenos arcaicos denotan precisamente la ausencia de rasgos claros definitorios. Por eso, aunque el nombre más utilizado es el de la era Arcaica o Agnostozoica (de los animales desconocidos), tampoco es rara la utilización de términos como materiales primitivos, estratocristalinos, cristalofílicos, etc. Esta era Arcaica no puede ni debe considerarse como carente de vida o azoica, y a pesar de la dificultad, como hemos dicho, en adjudicar caracteres específicos a esta clase de materiales, habitualmente y de forma común, se divide en dos períodos señalados por algunas diferencias estructurales que permiten su delimitación. Convencionalmente, se les denomina arcaico o inferior y algonquino o superior
                   Durante el período arcaico el intenso metamorfismo a que han estado sometidos los  terrenos, sobre todo en sus límites inferiores, ha originado unos cambios texturales, estructurales y de composición química muy profundos. La acción simple o combinada del calor, tensiones deformantes y procesos disolventes o precipitantes del agua (fenómenos todos ellos, que, sumados, polimetamorfizan los depósitos sedimentarios) compactaron las rocas de tal modo que se plantean problemas casi irresolubles en los campos de estudio biológicos y geológicos. Como mucho, se han llegado a reconocer en algunos terrenos en Norteamérica, la presencia de facies. Denominadas superior (y pizarrosa) e interior (y gnéisica) respectivamente, no tienen valor estratigráfico alguno. En realidad, el único criterio verdaderamente discriminante entre ambas es la profunda discordancia angular, muy netamente definida, que delimita el arcaico del algonquino en Escandinavia y América del Norte.
                   La principal dificultad para su análisis estriba en la ausencia de vestigios orgánicos. En un principio, unas extrañas asociaciones minerales encontradas por Dawson y denominadas Eozón Canadense, parecían presentar leves indicios de rastros orgánicos. Posteriormente se llegó a comprobar de modo fehaciente que se trataba de una combinación de calcita y serpentina de procedencia pura y exclusivamente inorgánica.
                   Los datos encontrados, que denotan la presencia de materia orgánica, no lo revelan directamente, pues se trata de masas de grafito y otros materiales diversamente carbonados. Estas formaciones, de gran interés por su significado en el orden de aparición de una primitiva biología, guardan herméticamente el secreto de los inicios de la vida y han sido localizadas en terrenos finlandeses arcaicos. Los terrenos primitivos que describimos se encuentran preferentemente en los lugares donde se originaron los fenómenos de vulcanismo y plegamientos más antiguos del planeta. Éstos se produjeron en lo que ahora son las zonas árticas y periárticas. Las distribuciones más notables, según eso, podemos localizarlas en Canadá -región de los Grandes Lagos-, en el norte de Escocia e Irlanda y, sobre todo, en la península Escandinava, donde las extensiones son tan grandes que casi todas las rocas de la amplia región son de origen arcaico.
                   En esos lugares las cadenas montañosas han sido arrasadas en el transcurso del tiempo y sólo sus basamentos pueden detectarse, es decir, aquellos sitios originariamente profundos de la corteza terrestre, en los que los materiales estaban sometidos a fuertes presiones, que provocaron intensas orogenias. Las rocas, que ahora revelan una intensa deformación, sufrieron cambios estructurales, por los que sus partículas se aplanaron y alargaron en el sentido de la presión ejercida.
                   Pero si efectuar delimitaciones en el período arcaico entraña gran dificultad, también sigue siendo problemática tal operación en el transcurso del período algonquino, aunque, justo es decirlo, la tarea no es tan ardua como en el primer caso. El algonquino es localizable tras un análisis minucioso de los materiales entre el arcaico y el cambriano inferior. Series sedimentarias componen estas formaciones, en las que son frecuentes los bancos calizos de origen probablemente orgánico, que en la mayoría de los casos provienen de aportes detríticos. Es interesante señalar, con el fin de poner énfasis en lo que nos proponemos (que no es otra cosa que recabar datos sobre los orígenes de la vida), la presencia de capas de carbón similar a la antracita (como ella, seguramente de origen orgánico) denominado schunguita, en ciertas regiones de Finlandia.
                   Todo ello hace pensar en la existencia de seres vivos desde los tiempos más remotos y en condiciones medioambientales diversas. No solo han sido hallados depósitos carbonosos de procedencia exclusivamente vegetal, sino auténticos restos fósiles como espículas de esponjas y radiolarios en nódulos silíceos de ptanita (localizados en Normandía), lo que implica consiguientemente una alternancia climática cálida-fría. Así mismo se han encontrado "pistas de gusanos" impresas en antiguos limos y dejadas al arrastrarse por ellos. Seguramente se deben a un tipo de anélidos conocidos con el nombre de arenicolites. No es rara tampoco la detección de restos aislados de organismos macroscópicos, sobre todo de conchas de lumaquelas, en Europa y en América.
                   No se han podido descubrir, en cambio, conjuntos faunisticos fosilizados de verdadera importancia. Éstos sólo alcanzaron desarrollo notable con posterioridad a la era Primaria. Sin embargo, lo que tiene importancia trascendental es que en estos tiempos geológicos de historia bastante difusa, la vida ya existió como algo consolidado, y los escasos rastros de su presencia permiten sostener la idea de que su origen fue aún más antiguo.
                   Los terrenos del periodo algonquino y los materiales arcaicos están profundamente relacionados, de modo que se localizan en idénticos lugares unos y otros. Como advertimos, se encuentran en las regiones septentrionales del planeta, y más concretamente en las zonas árticas de América y Europa. Pero formaciones de menor importancia se han encontrado en lugares centroeuropeos, Montes Vosgos, región de Bohemia, Macizo Central francés, etc. Los extensos estudios de que han sido objeto algunas de ellas han permitido conocer la secuencia de los fenómenos paleogeográficos habidos sobre la superficie terrestre en aquel momento y lugar. Particularmente ilustrativas al respecto son sus circunstancias. Como ya hemos dicho, las primeras actividades tectónicas registradas fueron contemporáneas, con dos fases de plegamiento. La primera de ellas entre el arcaico y el algonquino, y la siguiente en el algonquino inferior propiamente dicho. Parece que estos plegamientos, junto con los que se desarrollaron en el arcaico, se pudieron identificar con precisión en las cercanías del lago Hurón, en Norteamérica.
                   Los geólogos americanos llegan a subdividir el período algonquino en huronense y keweenawiense. Las rocas del primero, conglomerados, areniscas y pizarras, han experimentado profundas alteraciones debido a la acción metamórfica. Las del keweenawiense, producidas por efusiones de lavas, apenas han sufrido fenómenos metamórficos. Esta orogenia tan importante engendró la gran revolución montañosa laurentina (o también llamada sueco-feniana, en Europa). Conjuntos complejos muy desarrollados debieron originarse, a juzgar por la importancia de los restos actuales. Es probable que esta orogenia primitiva alcanzase una magnitud no superada posteriormente por ninguna otra. El arrasamiento profundo de las cordilleras y la eliminación de materiales por el transporte efectuado en muchos casos, no impide totalmente la observación de la gran discordancia de las capas cámbricas con la formación huroniana, y así estas antiguas montañas son reconocidas por la grandiosidad de sus restos en las zonas de escudo, como la cordillera de las Hébridas, el escudo báltico, el escudo siberiano y el escudo canadiense. Su extensión debió ser enorme, pues en regiones tan alejadas como las del cañón del Colorado, en Utah, se advierten las existencias de los terrenos, arcaico y algonquino por debajo de las formaciones paleozoicas.
                   No sólo son detectables los restos de las grandes montañas formadas, sino también las formaciones glaciares que se les asocian normalmente. Así se distinguen cantos pulimentados y estriados típicos de las morrenas. Son los conglomerados de "tilitas", en la terminología anglosajona. El clima debió ser, por tanto, acorde con la intensidad de esos fenómenos de glaciación, aunque no se puede generalizar porque en otras regiones se han localizado cantos pulimentados por la acción del viento, lo que implica la existencia de zonas áridas o desérticas en las que el agua, por su escasez, desempeña un papel secundario o casi nulo.
                   La paleogeografía no proporciona ideas muy precisas al respecto, pero podemos conjeturar que la vida debió florecer en relación con la alternancia climática, y de ahí esa representación fundamental dejada con preferencia por las huellas o pistas, las espículas y los radiolarios. La obtención de un caudal informativo más grande hace necesario abandonar este período escaso en datos, que algunos autores llaman en conjunto Precámbrico, y adentrarse en la era Primaria, a fin de observar con mucha mayor nitidez cuál fue el panorama de los sucesos vitales acaecidos. 
                   En la época remota e ignorada que ha sido descrita se produjo un acontecimiento de primer orden, perfectamente incardinado dentro del proceso evolutivo general a que está sometido el planeta. Los primeros seres vivientes fueron engendrados. El interrogante surge en seguida. ¿Tenían un aspecto parecido a coloides los primeros gérmenes orgánicos? Si era así, ¿qué condiciones marcaron la pauta a seguir en las micelas primitivas por el sendero de lo viviente? Sólo podemos decir que los pocos restos orgánicos hallados en los estratos primitivos no tienen constituciones simples, sino que son de una complejidad apreciable. Incluso crustáceos y anélidos surgieron y prosperaron durante el período algonquino. Además, los restos descubiertos son de origen continental, lo que nos permite pensar que la vida floreció en las cuencas lacustres continentales. Muchos de los investigadores de ese período oscuro de la historia geológica aseguran que la vida se engendró en el mar, y que esto pudo ser incluso en las aguas de la primitiva Pantalasa.
                   Según dice J. William Schopf, de la universidad de California, especialista en protofósiles, se han acumulado pruebas inequívocas de que la vida existió hace por lo menos tres mil quinientos millones de años. Él y sus colaboradores creen haber localizado mediante procedimientos radiactivos, pruebas de la existencia de dos series de fósiles en determinados lugares de Australia (Warrawoona) y Sudáfrica. En el pasado, densas formaciones de organismos microbianos, como los que aún se pueden encontrar en algunos puntos del planeta, creciendo en aguas templadas poco profundas, dieron lugar a masas rocosas de color verde-parduzco, que precisamente revelan la antigua presencia de estromatolitos (así se denomina la forma en que esos microorganismos se agrupan). Otras formaciones fósiles vistas al microscopio, denotan la presencia de células en hileras que recuerdan a las cianobacterias o algas verdeazuladas. Schopf asegura que, al igual que las cianobacterias, esos organismos primitivos utilizaban, probablemente, la fotosíntesis liberando oxígeno como un subproducto.
                   Sin embargo, estudios más recientes realizados por el geólogo y cristalógrafo español Juan Manuel García Ruiz de la universidad de Granada (junto con Stephen Hyde del Geological Survey, Australia Occidental) muestran que las apreciaciones de Schopf podrían ser cuestionadas. Los mencionados investigadores han obtenido microestructuras filamentosas muy parecidas a las que hasta ahora se consideraban las huellas más antiguas de la Tierra y dejadas supuestamente por ciertas clases de bacterias primitivas. Esas estructuras se obtienen reproduciendo en el laboratorio las condiciones de vida en la Tierra durante el período Precámbrico, que es al que se asocia la presencia de los supuestos microfósiles. Según ellos, es muy fácil conseguir que partiendo de silicatos y una sal de bario en un medio alcalino y a temperatura y presión ambientales, los minerales se autoensamblen, obteniendo cristales (con dimensiones comprendidas entre cinco y veinte micrómetros de diámetro y varios milímetros de longitud) de carbonato de bario recubiertos de silicio. El aspecto estructural de los productos cristalizados es casi idéntico (a pesar de su origen abiótico) al de las formaciones que ensalza Schopf, aunque éste niega su parecido. Por si fuera poco, los experimentos afectan también al meteorito marciano ALH84001 en el que científicos de la NASA creyeron observar huellas de vida primitiva en 1996, aunque a este respecto solo han incidido sobre unas ideas que ya tenían poco crédito entre la comunidad científica. Lo cierto es que sus trabajos aportan, como ellos dicen, un escenario coherente y exclusivamente geológico para la formación de los supuestos microfósiles, lo que pone de manifiesto que "la morfología y la química orgánica son obviamente insuficientes", en palabras de Stephen Hyde.
                   Realizando otras pruebas en rocas sedimentarias parcialmente fundidas, científicos del Instituto Max Planck de Química, en Maguncia, descubrieron que en tiempos muy remotos, existieron muchos organismos que realizaban la fotosíntesis. En efecto, Manfred Schidlowski ha encontrado en rocas de tres mil ochocientos millones de años de antigüedad localizadas en Isua, el mencionado distrito de Groenlandia, rocas sedimentarias que revelan la presencia de agua en el remoto pasado, lo que constituye un prerrequisito para la vida, tal como la conocemos. Si bien es verdad que los fragmentos de zircones descubiertos en Australia, procedentes de la corteza más antigua del planeta, sirven de testigos muy cualificados en ese sentido, no nos ilustran nada sobre la biología más primitiva de la Tierra. En cambio, si nos atenemos a los análisis de Schidlowski, la presencia de carbono en las mencionadas rocas sedimentarias indica también que se formaron en un ambiente en el que se desenvolvían bien organismos fotosintetizadores, que muestran su preferencia por ciertos isótopos de carbono. El geólogo Francisco Anguita de la universidad Complutense de Madrid da mucho crédito a las localizaciones de Isua, pues aunque no haya rastros de fósiles de esa época, constituye un caso muy bien estudiado de desequilibrio isotópico, que en principio, solo puede ser achacable a la vida que existió hace tres mil setecientos o tres mil ochocientos millones de años en esa costa del sudeste de Groenlandia.
                   Tenemos pruebas sobradas de una vida desarrollada más recientemente, aunque todavía muy antigua. En el lado norte del lago Superior de Ontario que es especialmente rico en fósiles antiguos, se han desenterrado cantidades ingentes de ellos. Las formaciones rocosas de los alrededores tienen, según las mediciones radiactivas efectuadas, en torno a los dos mil millones de años. Incrustados en la piedra caliza, hay grandes colonias de algas (los conocidos estromatolitos) fosilizadas y dispuestas en capas. Seguramente se originaron cuando primitivas células autótrofas, que vivían arracimadas en grupos quedaron aprisionadas entre el sedimento que luego se transformó en roca. El examen exhaustivo de esta "reliquia" rocosa canadiense revela que por lo menos una docena de tipos de algas de organización estructural muy simple, intervinieron en su composición. Pese a su presencia en forma de masas aglomeradas, cada célula debió funcionar individualmente y no en colaboración con las más próximas. Eran formas de vida todavía unicelulares.
                   Como es lógico, formaciones rocosas más recientes de mil millones de años se encuentran esparcidas por todo el mundo con más frecuencia. A menudo contienen restos muy bien conservados de células autótrofas. También han podido identificarse muchos tipos distintos de microfósiles, y algunos de ellos con estructura similar a la de las actuales algas azules. Además, los fósiles de este período son muy significativos, porque marcan la aparición de los primeros organismos compuestos de células organizadas, antepasados primitivos y remotos de los animales y plantas que conocemos.
                   A pesar de todo, insistimos, las huellas de carbono en los terrenos más antiguos, como las localizadas en Isua, los supuestos estromatolitos y supuestos microfósiles de tres mil quinientos (o más) millones de años de antigüedad, tienen un origen sobre el que sigue habiendo grandes debates. Algunos investigadores, como David J. Des Marais, del Centro Ames de la NASA, opinan que las huellas de carbono, a pesar de sus especificidades isotópicas, son demasiado débiles para extraer consecuencias. En cuanto al caso de ciertas formaciones masivas, Roger Buick paleontólogo australiano, no cuestiona el origen biológico de los estromatolitos, pero supone que se tratarían más bien de sedimentos deformados por procesos geológicos, al mismo tiempo que reserva para los microfósiles un papel más restringido, el de pequeños rastros de excrementos. Habría que acercarse un poco más en el tiempo, hasta los tres mil cien o tres mil doscientos millones de años, para que puedan apreciarse con claridad estructuras celulares de fósiles.
                   Si el escenario que imaginamos fue correcto, la vida tuvo que empezar a evolucionar y sobrevivir en circunstancias poco favorables con períodos ambientales francamente inhóspitos. Según dice Lowe, de la universidad de Stanford, aunque uno por uno de los fósiles se prestan a interpretaciones discrepantes, cuando se tiene en cuenta su presencia en conjunto, nos sugieren que la vida era amplia, diversa y harto compleja hace tres mil quinientos millones de años y probablemente estaba ya despuntando antes de los tres mil ochocientos millones de años.
                   La lamentable ausencia de restos orgánicos sería una consecuencia de que los primitivos organismos carecían de exoesqueletos que pudieran fosilizar. A esa dificultad habría que añadir la existencia de un metamorfismo considerable que contribuyó grandemente a la eliminación de las trazas orgánicas. No debemos olvidar que la presencia de materiales carbonosos, como la schunguita, en Finlandia, y calizas cristalinas, en muchos otros lugares delatan con claridad la existencia de seres vivos, o al menos sus rastros, en las épocas más remotas.
                                         
       


     






















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