26-COMIENZO DE LA HISTORIA BIOLÓGICA
DE LA TIERRA
õ
"Correspondió a los
geólogos exorcizar el demonio de los cataclismos. La dispersión en regiones distintas, la retirada
a <<islotes>> aislados, no solamente se encuentra en el mundo de
los seres, sino también en el de las piedras, es decir, en las formaciones
geológicas."
François Jacob
"Para explicar los
fenómenos observados, podemos ahorrarnos el recurrir a las catástrofes
inesperadas, violentas y generales, y considerar las transformaciones
pretéritas y las transformaciones actuales, como pertenecientes a una serie
uniforme y continua de hechos."
"Principio de
las causas actuales" Charles Lyell (1797-1875)
La historia de la Tierra comienza con los tiempos geológicos.
La mayor parte
de lo que
ha sido expuesto hasta ahora corresponde más bien a una interpretación o especulación
cosmogónica, en
la que las hipótesis manejadas
desempeñan un
destacado papel. El momento clave para el geólogo es cuando se inician los ciclos geológicos, es decir, los hechos registrados y registrables que afectan
preferentemente a capas externas de la corteza terrestre. Éstos se iniciaban al establecerse las primeras cuencas de
sedimentación contiguas a las cadenas montañosas. Simultáneamente,
los agentes
geológicos externos atacaban a las masas rocosas de las tierras emergidas, a la par que se ponían en funcionamiento diversos mecanismos
de transporte o acarreo de los materiales disgregados.
Es realmente poco lo que se sabe de los lejanos tiempos arcaicos, y sobre todo de los prearcaicos. Es por eso, y aunque se trate de una forma un tanto imprecisa, que sólo las rocas de origen sedimentario y las formaciones que conservan
fósiles nos permiten atisbar una historia del remoto pasado de nuestro hogar planetario.
El enriquecimiento en gases aptos para
la vida en
la atmósfera, ya
ha sido descrito (e incluso los rudimentos de ésta) pero
no lo hemos
considerado un factor
de primer orden a la hora de favorecer la
condensación de ciertos elementos imprescindibles en
la evolución
terrestre. La
progresiva pérdida de calor de la corteza de la Tierra favoreció la condensación del vapor de agua, con lo que acabaron produciéndose las precipitaciones subsiguientes de lluvia, engendradoras de las primeras corrientes
fluviales. Con
seguridad, el agua
de lluvia que llegaba al suelo en un principio, al estar muy caliente, se volvía a evaporar casi de inmediato.
Sólo cuando la corteza, formada preferentemente por silicatos, se
enfrió lo
suficiente, es decir, a menos de cien grados centígrados de temperatura,
los ciclos de lluvias y evaporaciones dejaron de
ser extremadamente cortos, y el agua empezó a invadir
líquidamente la superficie. El primer océano universal cubrió todas las depresiones del globo con un estrecho manto de agua.
Era la
primitiva pantalasa, tal como la denominó Suess. De esta
forma empezaron a funcionar las primeras cuencas de sedimentación, que de inmediato
recibieron los
primeros aportes sedimentarios procedentes de los contiguos macizos montañosos. El proceso de colmado de las cuencas, así abierto,
supuso el inicio
de un ciclo
geológico que, encadenado a otros subsiguientes y entrecruzados con otros más, no han dado un momento de reposo a la corteza terrestre, por lo que esta ha evolucionado profunda y continuamente hasta
nuestros días. De los tiempos arcaicos del planeta no hay
disponibles muchos datos para su estudio, ya que casi todos los materiales considerados
como los más
antiguos, han sufrido procesos metamórficos al
estar situados en lo
más profundo de las
formaciones geológicas. Sus caracteres primitivos no
son reconocibles, al haberse borrado en su totalidad por los sucesivos procesos de
metamorfismo, en los que la corteza originaria ha sido fundida y refundida varias veces.
En términos estrictamente geológicos, todo cuanto ocurrió hace
más de quinientos setenta millones de años se define como Precámbrico, y es muy poco lo que sabemos
acerca de todo ello.
Es decir, el noventa por cien de la
historia de la
Tierra nos es casi desconocida, porque los rastros o huellas dejados después
de tantas transformaciones de la corteza terrestre, o
se han borrado del
todo o son extremadamente débiles e
indetectables. A
medida que nos acercamos a nuestros días las
divisiones de los
períodos geológicos se acortan, gracias a nuestra mayor capacidad para registrar los acontecimientos del
pasado. En los últimos quinientos setenta millones de años sucedieron
muchas cosas, que creemos conocer mejor.
Si queremos explicarlo de una manera convincente, hemos de imaginarnos, que en un principio, la parte emergente de la tierra seca sobre las aguas, estaba formada
por un sólo supercontinente
que Alfred Wegener (geólogo alemán conocido por su fructífera hipótesis
divulgada en 1912, de la "deriva continental") llamó Pangea.
Una masa
continental tan extensa debía soportar unos contrastes climáticos muy acusados. Unos veranos muy calurosos
y unos inviernos
extremadamente fríos, debían ser el resultado de que el efecto moderador de los océanos no llegaba hasta las zonas del interior más alejadas de las costas. Las condiciones de vida estaban generalmente limitadas al medio ambiente marino próximo
a la franja litoral.
La auténtica propagación masiva de la vida se
produjo cuando el
continente se cuarteó y comenzó a dividirse
en continentes más pequeños. La influencia marítima
llegó a más partes de la tierra seca
fragmentada, dulcificando el clima. Además, cada
plataforma continental que se separaba de las otras, propiciaba la aparición de nuevos ecosistemas en los que distintas especies
de animales marinos se desarrollaban de manera diferente. Tenemos, pues, que climas diversos y menos extremados en
conjunción con
continentes más pequeños posibilitaron la aparición de una rica fauna, cuyos ejemplares, por fortuna, fosilizaron en
formas muy variadas.
Así cuando el enorme continente Pangea I se fragmentó hace unos seiscientos millones de
años, hubo una primera explosión en la diversidad de la fauna que, cuantitativamente, también se incrementó de forma espectacular.
El fenómeno
prosiguió hasta que cuatro nuevos continentes se hubieron formado,
aproximadamente hace unos cuatrocientos cincuenta millones de años atrás,
coincidiendo con el final del Ordoviciense. La diversidad mantuvo su avance hasta hace unos doscientos millones
de años, cuando los cuatro continentes en
deriva, se reunificaron durante el Pérmico en un nuevo supercontinente llamado Pangea II. En este
momento de la
evolución, cuando hay una vuelta a atrás en la distribución de las masas continentales, también se produce un frenazo o
disminución espectacular en el número de
especies diferentes. Pero la superficie de la corteza terrestre
se movía con
mucha rapidez y Pangea II tuvo una vida muy breve (a escala geológica). Hace unos setenta millones de años,
hacia finales del Cretácico, el segundo supercontinente
se desgajó en dos nuevos continentes, primero, Laurasia y Gondwana, separados por el océano llamado Tetis, y después, en una posterior
fragmentación se dividieron en una forma parecida a la que nos es familiar hoy, aunque más
agrupada. Los seis continentes que conocemos
en la
actualidad, son la dislocación extrema a la
que la deriva continental, les ha llevado desde una primitiva posición reunificada. Como es de suponer, la variedad y la difusión de las especies aumentó en esas dos etapas de fragmentación,
primero, cuando se paso de un supercontinente a dos continentes grandes y, luego, de estos últimos
a los seis
conocidos. El mundo
presente posee múltiples y variados ecosistemas que proveen de lo necesario para su
subsistencia a las criaturas de las plataformas continentales, los cuales, seguramente,
que en ningún momento de los últimos seiscientos millones de años, han llegado a
estar tan diversificados.
En
cuanto a los escasos indicios del asentamiento de la
vida en el pasado remoto, las variadas denominaciones aplicadas a los terrenos arcaicos denotan precisamente la ausencia de rasgos claros definitorios. Por eso,
aunque el nombre más utilizado es el de la era Arcaica o Agnostozoica (de los animales desconocidos), tampoco es rara la utilización de
términos como materiales primitivos, estratocristalinos, cristalofílicos, etc.
Esta era Arcaica no puede ni debe considerarse como
carente de vida o azoica, y a pesar de la dificultad, como hemos dicho, en adjudicar caracteres
específicos a esta clase de materiales, habitualmente y de forma común, se
divide en dos períodos señalados por algunas diferencias estructurales que
permiten su delimitación. Convencionalmente, se les denomina arcaico o inferior y algonquino o superior
Durante el período arcaico el intenso metamorfismo a que han estado sometidos los terrenos, sobre todo en sus límites
inferiores, ha originado unos cambios texturales, estructurales y de composición química muy
profundos. La
acción simple o combinada del calor, tensiones
deformantes y
procesos disolventes o precipitantes del agua (fenómenos todos ellos, que, sumados,
polimetamorfizan los depósitos sedimentarios) compactaron las rocas de tal modo
que se plantean problemas casi irresolubles en los campos de estudio biológicos y geológicos. Como
mucho, se han llegado a reconocer en algunos terrenos en Norteamérica, la presencia de facies.
Denominadas superior (y pizarrosa) e interior (y gnéisica) respectivamente, no tienen valor
estratigráfico alguno. En realidad, el único criterio
verdaderamente discriminante entre ambas es la profunda discordancia angular, muy netamente definida,
que delimita el arcaico
del algonquino
en Escandinavia y América del Norte.
La principal dificultad para su análisis
estriba en la ausencia de vestigios
orgánicos. En un principio, unas extrañas asociaciones
minerales encontradas por Dawson y denominadas Eozón
Canadense, parecían presentar leves indicios de rastros orgánicos.
Posteriormente se llegó a comprobar de modo
fehaciente que se trataba de una combinación de calcita y serpentina de procedencia pura y exclusivamente
inorgánica.
Los datos encontrados, que
denotan la presencia de materia
orgánica, no lo revelan
directamente, pues se trata de masas de grafito y otros materiales diversamente carbonados. Estas formaciones, de
gran interés por su significado en el orden de aparición de una primitiva biología, guardan herméticamente el secreto de los inicios de la vida y han sido localizadas en terrenos finlandeses arcaicos. Los terrenos primitivos que describimos se encuentran
preferentemente en los lugares donde se originaron los fenómenos de vulcanismo y plegamientos más antiguos del planeta. Éstos se
produjeron en lo que ahora son las zonas árticas y periárticas. Las distribuciones más notables, según eso, podemos
localizarlas en Canadá -región de los Grandes Lagos-, en el norte de Escocia e Irlanda y, sobre todo, en la península Escandinava, donde las extensiones son
tan grandes que casi todas las rocas de la amplia región son de origen arcaico.
En esos lugares las cadenas montañosas han sido arrasadas en el transcurso del tiempo y sólo sus basamentos pueden detectarse, es decir, aquellos
sitios originariamente profundos de la corteza terrestre, en los que los materiales estaban sometidos a fuertes presiones, que
provocaron intensas orogenias. Las rocas, que ahora revelan una intensa deformación, sufrieron cambios estructurales, por los que sus partículas se
aplanaron y alargaron en el sentido de la presión ejercida.
Pero si efectuar delimitaciones en el período arcaico entraña gran dificultad, también sigue siendo
problemática tal operación en el transcurso del período algonquino, aunque, justo es decirlo, la tarea no es tan ardua como
en el primer caso.
El algonquino es
localizable tras un análisis minucioso de los materiales entre el arcaico y el cambriano inferior. Series
sedimentarias componen estas formaciones, en las que son frecuentes los bancos calizos de origen
probablemente orgánico, que en la mayoría de los casos provienen de
aportes detríticos. Es interesante señalar, con el fin de poner énfasis en
lo que nos
proponemos (que no es otra cosa que recabar datos sobre los orígenes de la vida), la presencia de capas
de carbón similar a la antracita (como ella, seguramente de origen orgánico) denominado schunguita,
en ciertas regiones de Finlandia.
Todo ello hace pensar en la existencia de seres vivos desde los tiempos más remotos y en condiciones medioambientales
diversas. No solo han sido hallados depósitos
carbonosos de procedencia exclusivamente
vegetal, sino auténticos restos fósiles como
espículas de esponjas y radiolarios en nódulos silíceos de ptanita
(localizados en Normandía), lo que implica consiguientemente una alternancia
climática cálida-fría. Así mismo se han encontrado "pistas de gusanos"
impresas en antiguos limos y dejadas al arrastrarse por ellos. Seguramente se deben a un tipo de anélidos conocidos con el nombre de arenicolites. No es rara tampoco la detección de restos aislados
de organismos macroscópicos, sobre todo de conchas de lumaquelas, en Europa y en América.
No se han podido descubrir, en cambio, conjuntos faunisticos
fosilizados de verdadera importancia. Éstos sólo alcanzaron desarrollo notable con posterioridad a la era Primaria.
Sin embargo, lo que tiene importancia
trascendental es que en estos tiempos geológicos de historia bastante difusa, la vida ya existió como
algo consolidado, y los escasos rastros de su presencia permiten sostener la idea de que su
origen fue aún más antiguo.
Los terrenos del periodo algonquino y los materiales arcaicos están
profundamente relacionados, de modo que se localizan en idénticos lugares unos y otros. Como advertimos, se
encuentran en las regiones septentrionales del planeta, y más concretamente en las zonas árticas de América y Europa. Pero formaciones de menor importancia se han encontrado
en lugares centroeuropeos, Montes Vosgos, región de Bohemia, Macizo Central
francés, etc. Los
extensos estudios de que han sido objeto algunas de ellas han permitido
conocer la
secuencia de los
fenómenos paleogeográficos habidos sobre la superficie terrestre en aquel momento y lugar. Particularmente
ilustrativas al
respecto son sus circunstancias. Como ya
hemos dicho, las primeras actividades tectónicas registradas fueron
contemporáneas, con dos fases de plegamiento. La primera de ellas entre el arcaico y el algonquino, y la siguiente en el algonquino inferior
propiamente dicho. Parece que estos plegamientos, junto con los que se desarrollaron
en el
arcaico, se pudieron identificar con precisión en las cercanías del lago Hurón, en Norteamérica.
Los geólogos americanos llegan
a subdividir el período algonquino
en huronense y keweenawiense. Las rocas del primero, conglomerados, areniscas y pizarras, han
experimentado profundas alteraciones debido a la acción metamórfica. Las del keweenawiense, producidas
por efusiones de lavas, apenas han sufrido fenómenos metamórficos.
Esta orogenia tan importante engendró la gran revolución
montañosa laurentina (o también llamada sueco-feniana, en Europa). Conjuntos complejos muy desarrollados debieron
originarse, a
juzgar por la importancia de los restos actuales. Es probable que esta
orogenia primitiva alcanzase una magnitud no superada posteriormente por ninguna otra.
El arrasamiento
profundo de las cordilleras y la eliminación de materiales por el transporte efectuado en
muchos casos, no impide totalmente la observación de la gran discordancia de las capas cámbricas con la formación huroniana, y así estas antiguas montañas son reconocidas por la grandiosidad de sus
restos en las
zonas de escudo, como la cordillera de las Hébridas, el escudo báltico, el escudo siberiano y el escudo canadiense. Su extensión debió ser enorme,
pues en regiones tan alejadas como las del cañón del Colorado, en Utah, se
advierten las
existencias de los terrenos, arcaico y algonquino por debajo de las formaciones
paleozoicas.
No sólo son detectables los restos de las grandes montañas formadas, sino también las formaciones glaciares que
se les asocian normalmente. Así se distinguen cantos pulimentados y estriados típicos de las morrenas. Son los conglomerados de
"tilitas", en la terminología anglosajona. El clima debió ser, por
tanto, acorde con la intensidad de esos fenómenos de glaciación, aunque no se puede generalizar porque en otras regiones se han
localizado cantos pulimentados por la acción del viento, lo que implica la existencia de zonas
áridas o desérticas en las que el agua, por su escasez, desempeña un papel secundario o casi
nulo.
La paleogeografía no
proporciona ideas muy precisas al respecto, pero podemos conjeturar que la vida debió florecer en relación
con la alternancia climática, y de ahí esa representación
fundamental dejada con preferencia por las huellas o pistas, las espículas y los radiolarios. La obtención de un caudal informativo
más grande hace necesario abandonar este período escaso en datos, que algunos
autores llaman en conjunto Precámbrico, y adentrarse en la era Primaria, a fin de
observar con mucha mayor nitidez
cuál fue el panorama de los sucesos vitales
acaecidos.
En la época remota e ignorada que ha sido descrita se produjo un acontecimiento de primer orden, perfectamente
incardinado dentro del proceso evolutivo general a que está
sometido el planeta. Los primeros seres vivientes fueron engendrados.
El interrogante surge en seguida. ¿Tenían un aspecto parecido a coloides los primeros gérmenes orgánicos? Si era así, ¿qué condiciones
marcaron la pauta a seguir en las micelas primitivas por el sendero de lo viviente? Sólo podemos decir que los pocos restos
orgánicos hallados en los estratos primitivos
no tienen constituciones simples, sino que son de una complejidad
apreciable. Incluso crustáceos y anélidos surgieron y prosperaron durante el período algonquino. Además, los restos descubiertos
son de origen continental, lo que nos permite pensar que la
vida floreció en las cuencas lacustres continentales.
Muchos de los
investigadores de ese período oscuro de la historia geológica aseguran que
la vida
se engendró en el
mar, y que
esto pudo ser incluso en las aguas de la primitiva Pantalasa.
Según dice J. William Schopf, de la universidad de California, especialista en protofósiles,
se han acumulado pruebas inequívocas de que la
vida existió hace por lo menos tres mil quinientos
millones de años. Él y sus colaboradores creen haber localizado mediante
procedimientos radiactivos, pruebas de la existencia de dos series de fósiles en determinados
lugares de Australia (Warrawoona) y Sudáfrica. En el pasado, densas formaciones
de organismos microbianos, como los que aún se pueden encontrar en algunos puntos del planeta, creciendo en aguas templadas poco profundas, dieron lugar a masas rocosas de color verde-parduzco, que precisamente revelan la
antigua presencia de estromatolitos (así se
denomina la
forma en que esos microorganismos se agrupan). Otras formaciones fósiles vistas
al microscopio,
denotan la
presencia de células en hileras que recuerdan a las cianobacterias o algas verdeazuladas. Schopf
asegura que, al
igual que las
cianobacterias, esos organismos primitivos utilizaban, probablemente, la fotosíntesis liberando oxígeno como un subproducto.
Sin embargo, estudios más recientes realizados por el geólogo y cristalógrafo español Juan Manuel García Ruiz de la universidad de Granada
(junto con Stephen Hyde del Geological Survey, Australia Occidental) muestran que las apreciaciones de Schopf
podrían ser cuestionadas. Los mencionados investigadores han obtenido microestructuras
filamentosas muy parecidas a las que hasta ahora se consideraban las huellas más
antiguas de la Tierra y dejadas supuestamente por ciertas clases de bacterias
primitivas. Esas estructuras se obtienen reproduciendo en el laboratorio las condiciones de vida
en la
Tierra durante el
período Precámbrico, que es al que se asocia la presencia de los supuestos microfósiles. Según
ellos, es muy
fácil conseguir que partiendo de silicatos y una sal de bario en un medio alcalino y a temperatura y presión ambientales, los minerales se
autoensamblen, obteniendo cristales (con dimensiones comprendidas entre cinco y veinte micrómetros de
diámetro y
varios milímetros de longitud) de carbonato de bario recubiertos de silicio.
El aspecto
estructural de los productos cristalizados es casi idéntico (a pesar de su origen
abiótico) al
de las
formaciones que ensalza Schopf, aunque éste niega su parecido. Por si
fuera poco, los experimentos afectan también al meteorito marciano ALH84001 en el que científicos de la
NASA creyeron observar huellas de vida primitiva en 1996, aunque a este
respecto solo han incidido sobre unas ideas
que ya tenían poco crédito entre la
comunidad científica. Lo cierto es que sus trabajos aportan, como ellos dicen, un escenario coherente y exclusivamente
geológico para la formación de los supuestos microfósiles, lo que pone de manifiesto que "la morfología y la química orgánica
son obviamente insuficientes", en palabras de Stephen Hyde.
Realizando otras pruebas en rocas sedimentarias parcialmente
fundidas, científicos del Instituto Max Planck de Química, en Maguncia, descubrieron que en tiempos muy remotos, existieron muchos
organismos que realizaban la fotosíntesis. En
efecto, Manfred Schidlowski ha encontrado en rocas de tres mil ochocientos
millones de años de antigüedad localizadas en Isua, el mencionado distrito de
Groenlandia, rocas sedimentarias que revelan la presencia de agua en el remoto pasado, lo que constituye un prerrequisito para la
vida, tal como la conocemos. Si bien es verdad que los fragmentos de zircones descubiertos en Australia, procedentes
de la corteza
más antigua del
planeta, sirven de testigos muy cualificados en ese sentido, no nos
ilustran nada sobre la biología más
primitiva de la Tierra. En cambio, si nos atenemos a los análisis de
Schidlowski, la presencia de carbono en las mencionadas rocas sedimentarias indica también que se
formaron en un
ambiente en el que se desenvolvían bien organismos fotosintetizadores,
que muestran su preferencia por ciertos isótopos de carbono. El geólogo Francisco
Anguita de la
universidad Complutense de Madrid da mucho crédito a las localizaciones de
Isua, pues aunque no haya rastros de fósiles de esa época, constituye un caso muy bien estudiado de desequilibrio isotópico, que en principio, solo puede ser achacable a la vida que existió
hace tres mil setecientos o tres mil ochocientos millones de años en esa costa del sudeste de
Groenlandia.
Tenemos pruebas sobradas de una vida desarrollada más recientemente, aunque todavía muy antigua.
En el lado norte del lago Superior de Ontario
que es especialmente rico en fósiles antiguos, se han desenterrado cantidades
ingentes de ellos. Las formaciones rocosas de los
alrededores tienen, según las mediciones
radiactivas efectuadas, en torno a los dos mil millones de años. Incrustados
en la piedra caliza, hay grandes
colonias de algas (los conocidos estromatolitos) fosilizadas y dispuestas en capas. Seguramente se originaron cuando primitivas células
autótrofas, que vivían arracimadas en grupos
quedaron aprisionadas entre el sedimento que luego se transformó en roca. El examen exhaustivo de esta
"reliquia" rocosa canadiense revela que por lo menos una docena de tipos de
algas de organización estructural muy simple, intervinieron en su composición.
Pese a su presencia en forma de masas aglomeradas, cada célula debió funcionar
individualmente y no en colaboración con las más próximas. Eran formas de vida todavía unicelulares.
Como es lógico, formaciones rocosas más recientes de mil millones
de años se encuentran esparcidas por todo el mundo con más frecuencia. A menudo contienen restos muy bien conservados de
células autótrofas. También han podido
identificarse muchos tipos distintos de microfósiles, y algunos de ellos con estructura similar a la de las actuales algas azules. Además, los fósiles de este período son muy significativos, porque marcan la aparición de los primeros organismos
compuestos de células organizadas, antepasados primitivos y remotos de los animales y plantas que conocemos.
A pesar de todo, insistimos, las huellas de carbono
en los
terrenos más antiguos, como las localizadas en Isua, los supuestos estromatolitos y supuestos microfósiles de tres mil quinientos (o más) millones de
años de antigüedad, tienen un origen sobre el que sigue habiendo grandes debates. Algunos investigadores, como David J. Des Marais, del Centro Ames de la
NASA, opinan que las huellas de carbono, a pesar de sus especificidades
isotópicas, son demasiado débiles para extraer consecuencias. En cuanto al caso de ciertas formaciones masivas, Roger Buick paleontólogo
australiano, no cuestiona el origen biológico de los estromatolitos, pero supone
que se tratarían más bien de sedimentos deformados por procesos geológicos, al mismo tiempo que
reserva para los
microfósiles un
papel más restringido, el de pequeños rastros de excrementos. Habría que acercarse un poco más en el tiempo, hasta los tres mil cien o tres mil doscientos
millones de años, para que puedan apreciarse con claridad estructuras celulares
de fósiles.
Si el escenario que imaginamos fue correcto, la vida tuvo que empezar a
evolucionar y sobrevivir en
circunstancias poco favorables con períodos ambientales francamente inhóspitos.
Según dice Lowe, de la universidad de
Stanford, aunque uno por uno de los fósiles se prestan a
interpretaciones discrepantes, cuando se tiene en
cuenta su presencia en conjunto, nos sugieren que la vida era amplia, diversa y harto compleja hace tres mil quinientos millones de años y probablemente estaba
ya despuntando antes de los tres mil ochocientos millones de años.
La lamentable ausencia de
restos orgánicos sería una consecuencia de que los primitivos organismos carecían de exoesqueletos que pudieran
fosilizar. A esa dificultad habría que añadir la existencia de un metamorfismo considerable que contribuyó grandemente a la eliminación de las trazas orgánicas.
No debemos olvidar que la presencia de materiales carbonosos, como la schunguita, en
Finlandia, y calizas cristalinas, en
muchos otros lugares delatan con claridad la existencia de seres
vivos, o al
menos sus rastros, en las épocas más remotas.
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