45-MUNDO FÍSICO Y MUNDO MENTAL
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"Me parece sorprendente que habiendo dedicado tanta atención
al problema de cómo son las cosas materiales y cómo se perciben, tan
pocos filósofos hayan intentado dar una explicación clara precisamente de cómo suponen
que conocen ( o juzgan, en el caso de que hayan sostenido que no conocemos
que tales proposiciones sean verdaderas, o incluso que ninguna de tales
proposiciones es verdadera) cuando conocen o juzgan cosas tales como
<<esto es una mano>>, <<esto es el sol>>, <<esto
es un perro>>, etc., etc."
George Edward Moore (Defensa del sentido común)
Cuando hacemos la
distinción entre
mundo físico y mundo
mental, seguimos una tradición iniciada en el siglo XVII por
Descartes y
Galileo, que fueron quienes establecieron dos modelos de realidad convencional.
La realidad
física, según su punto de vista, es aquella que es susceptible de descripción
por la
ciencia; mientras que la mente no sólo está
fuera del
alcance de esa investigación científica, sino que es un tipo de sustancia
efímera y
totalmente intangible, muy diferente del tipo tangiblemente físico de materia que compone
nuestros cuerpos, aunque estén en perfecto
acoplamiento con ella. Por cierto, que lo que no dijeron es si
la
diferencia entre lo tangible de la materia y la intangibilidad de la mente fue una
conclusión a la que llegaron por procedimientos físicos, por procedimientos mentales o a base de una mezcla de ambos.
En el siglo XIX, no obstante, se vio que el mantenimiento de ese
dualismo era un
grave inconveniente para la comprensión de la conciencia, ya que, aparentemente, colocaba a ésta y otros fenómenos de
carácter mental fuera de la realidad física ordinaria con capacidad científica de ser estudiada. En la actualidad hay muchos
partidarios de abandonar ese dualismo y son proponentes de la idea de que la conciencia es un fenómeno biológico como otro cualquiera, sin ningún
privilegio o
rango más elevado de estatus espiritual. Así,
los estados
mentales vendrían a ser un atributo más de la materia (o del mundo físico), ya sea distribuido por toda ella (como sostiene el panpsiquismo) o reservada a un estado especial de la misma como el existente en los muy complejos sistemas
nerviosos de algunos animales superiores, entre ellos, el hombre. Ahora bien, también hay muchos científicos notables que no han
descartado totalmente el dualismo. El más destacado de ellos es seguramente, el neurobiólogo John C. Eccles, para quién el mundo de la materia-energía no
está completamente sellado, lo que es un principio fundamental de la física clásica (es
decir, la
ley de la
conservación de la energía). Según él, el cierre total del mundo material o físico (cerebros
incluidos) se ha salvaguardado con excesiva ingenuidad por todas las teorías materialistas de la mente, porque es muy posible que haya una frontera no precisable
entre el
mundo físico y
el mundo de
todas las experiencias subjetivas y mentales, a través de
la cual
exista una
interacción en ambas direcciones, que puede concebirse como un flujo de información y no de energía.
Nuestros problemas provienen paradójicamente de que
conocemos el
carácter intrínseco del mundo mental en cierta medida, pero no sabemos absolutamente nada del carácter intrínseco del mundo físico. La paradoja se
manifiesta con
toda su intensidad, porque el mundo mental es el mismo mundo físico vivido desde su interior, mientras
que el mundo
físico propiamente dicho, o sea el externo a nosotros, simplemente le mensuramos, le tabulamos... En
definitiva, dada nuestra incapacidad gnoseológica en relación con la materia, no pasamos
por el momento,
de la
periferia de su observación. Sin embargo,
si nos fijamos en la
circunstancia de que en el estudio de la física no hay
ningún aspecto de la misma que nos permita probar que el carácter intrínseco del mundo físico difiere, en el sentido que sea, del carácter intrínseco del mundo mental, podemos
pensar que ambas clases de sucesos, físicos
y mentales,
tal vez formen un todo causal, que no conste de cualidades y propiedades
radicalmente diferentes. Con esto no estamos sugiriendo que la mente sea una estructura de
uniones materiales, porque incluso en el supuesto de que el conjunto de los sucesos cerebrales constituyese la mente, no es ni por asomo, factible su agrupación por haces o conjuntos de sucesos
de la
misma forma que, por así decirlo, lo son en el campo de la física.
Lo único claro es que la mente debe ser un grupo de sucesos mentales
(no una entidad simple) regidos
por una
ley de asociación. Pero para esclarecer definitivamente si los sucesos cerebrales y mentales están unidos por
algún complicado proceso causal, no basta con
que los
conceptos neurofisiológicos se refieran a los patrones altamente
distribuidos de las descargas neuronales. También
debería probarse que dado un cerebro con una serie de propiedades enumerables, hay un correlativo estado métrico (no simbólico)
de conciencia o de
estados mentales. Dado que la característica más central de la mente, el fenómeno que parece
ser, más que ningún otro, la quintaesencia mental (en palabras de Dennett) y no física, es la consciencia,
una neurobiología
debería decirnos, a propósito de esto, qué
características específicas del cerebro producen
determinados tipos de estados conscientes y también cuales son las particularidades anatómicas y fisiológicas propias
de las estructuras cerebrales que originan la conciencia.
Es
posible dar un giro radicalmente distinto al razonamiento. Como el
problema de las relaciones cerebro-mente
sigue sin resolverse, podríamos considerar la materia como una estructura
compuesta de unidades
mentales. Esta
posición no es nada descabellada, dado que, si todo lo que podemos decir de la materia tiene que
ser definible en términos de contenidos sensoriales, es porque los datos que obtenemos de
ella son
pura y
simplemente percepciones. En consecuencia, el edificio mental que construimos en torno al mundo físico, no
tendría mucho que ver directamente con la materia, y habría que reconocerle un carácter inicialmente metafísico. El más destacado defensor
de esta idea fue Berkeley, quien sostuvo que la materia sólo existe
en cuanto que es percibida (esse est percipi). Los llamados seres materiales,
deberían su existir exclusivamente a la percepción divina de los mismos y eso permitiría
excluir que detrás de cualquier tipo de idea que pudiera originarse, existiese
sustancia material alguna, ya que las ideas son consideradas meras
representaciones, sin realidad alguna transubjetiva. Desde ese punto de vista, la dualidad cerebro-mente no tendría
sentido, puesto que si admitimos que el cerebro es materia es porque lo percibimos como tal y por tanto, se trata de una idea que esta en
nuestra mente.
La "eliminación"
de la materia como referente perceptivo no hace desaparecer el problema pero sí lo simplifica, pues los objetos físicos son
considerados como algo que tiene que ver con las experiencias sensoriales y ante lo cual debemos, de
algún modo, hacer inferencias. Las mesas, las manzanas e incluso el propio cerebro son grupos
de ideas, estimando por idea un dato sensorial de amplio y significativo contenido. Una imagen mental, siguiendo
a Berkeley, sería una copia de un dato sensorial, o bien, un conjunto de dichas
copias. El
árbol del patio no sería más que
un cúmulo de
ideas (o
sea, conjuntos de copias de datos
sensoriales) que para otros tipos de
empiristas (por ejemplo, Ayer, que adopta el
fenomenalismo de Berkeley sin su teísmo) son meras colecciones de sucesos sin conexiones genéticas
entre sí. Pero para Berkeley, que era un empirista muy peculiar
y consecuente,
el árbol existiría
tanto si los seres humanos u otras criaturas lo percibieran como si no.
Porque el garante, en última instancia, de la percepción es Dios.
El árbol no existiría si no
fuera percibido exactamente como es y aunque nosotros no lo percibamos, Dios sí lo percibe. El argumento es ciertamente irreprochable, pero incurre en un círculo vicioso pues
obliga a vincular la existencia de los objetos con que haya una mente perceptora de los mismos. La percepción o no percepción de los objetos físicos por parte
de seres finitos (en cuanto que son perceptores temporales) se vuelve así
irrelevante, y todo el estatus
ontológico del
mundo físico lo hace depender permanentemente de una mente perceptora, que no podría ser más que la formada por los datos sensoriales de la Divinidad.
A nuestro entender es conveniente precisar las características más
representativas de los mundos físico y mental a fin de no perdernos en sus difuminados
contornos. El
mundo físico es en gran medida, un mundo accesible para el común del público y observable por cualquiera de nosotros. En él los objetos materiales de todas clases ocupan lugares en el espacio y en el tiempo y poseen propiedades
(siguiendo con
la
terminología de Locke) como la extensión, la masa, la carga eléctrica, etc. Esos
objetos no son inertes (ni siquiera las rocas millonarias en años, permanecen inalteradas
eternamente en un
lugar), se mueven, evolucionan y cambian de acuerdo con las leyes de la dinámica, que es una de las ramificaciones de la física. En cambio, el mundo mental puede ser
considerado en palabras del físico cuántico Margenau "como un campo en el sentido físico aceptado
del término;
pero como campo no material, su análogo más cercano quizá sea un campo de
probabilidad". En otras palabras, el mundo mental no se
compone de objetos materiales percibibles, sino de pensamientos, y en una afirmación inicial, el conjunto o la totalidad de los eventos mentales es susceptible de tener una existencia tan
autónoma como el
mundo de la materia y la energía. Los pensamientos a pesar de que no tienen localización en el espacio, ni masa ni otros tipos de
propiedades primarias (tan propias de la física) parecen componer un universo propio, inaccesible a otros observadores, dada
su privacidad. Los pensamientos también manifiestan un gran dinamismo, pueden evolucionar, cambiar,
interactuar. A través de los sentidos, la mente recibe una gran cantidad de información que genera oleadas de
actividades mentales, tanto modificando los pensamientos ya existentes como generando otros nuevos.
Un inventario de las características
mentales de un
individuo adulto incluye, además de los pensamientos, otras muchas cosas, sensaciones,
percepciones, memoria, creencias, deseos, voliciones, emociones, cualidades
temperamentales, etc.
Mentes, cerebros, materia....
Tal como lo planteamos, el problema mente-cuerpo o mente-cerebro o mente-materia, se identifica con un problema que tiene que ver con la relación entre dos
cosas. Algunos científicos conductistas tienen un punto de vista sobre el problema mente-cuerpo que
no está basado entre dos cosas distintas, sino
que se trata más bien de la manera en que se relacionan las características mentales
y corpóreas
de una persona. Para el conductismo, la mente no se halla detrás de la conducta, sino
formando parte de ella. Pero realmente es difícil
pensar que los estados
mentales sean causa de sus propios elementos
conductuales, porque sería tanto como decir
que aquellos son causa de si mismos. También
habría que investigar el hecho de que aunque hay alguna conexión general entre el tamaño del cerebro y la complejidad de
comportamiento, según cabe inferir que el cerebro humano actual sea unas tres veces mayor que el de cualquier mono antropomorfo, no parece que exista una relación directa
entre tamaño cerebral y capacidad conductual
individual. Es más, los cambios de mayor
trascendencia en el desarrollo de las sociedades humanas han ido acompañados de un correlativo descenso
progresivo de los
tamaños cerebrales. Lo que si parece cierto es que las funciones
cerebrales en las que el lóbulo frontal desempeña un papel decisivo (raciocinio, previsión, lenguaje) representan
diferencias cognitivas importantes entre el resto de animales y nosotros. Por lo tanto, la idea de que el lóbulo frontal se expandió desmesuradamente durante la evolución de los homínidos resulta
convincente.
Pero la cuestión central para el doctor Keith Campbell de la universidad de Melbourne, Australia, es que mientras que se niega que los temas de descripciones
mentales y conductuales
coincidan "exactamente", se considera necesaria la existencia de alguna
forma de retención del enlace conceptual entre mente y conducta. Sin embargo, algunos
filósofos del
pasado, especialmente Parménides creyeron superar definitivamente ese dualismo,
gracias al trasfondo
mentalista de sus concepciones. En ellas queda patente que las mentes, aunque aparentan ser distintas, en realidad son
sólo aspectos o manifestaciones circunstanciales de un único universo divino. Otra alternativa a
cualquier tipo de interacciones es la del "paralelismo cuerpo-mente". En su forma más simple se la
debemos a Spinoza, quién dice que la materia y la mente son dos
aspectos de la misma sustancia. Un trozo de corteza de naranja mirado desde su interior es
cóncavo. Si se observa desde su exterior el mismo trozo es convexo. Pero la convexidad y la concavidad son dos
aspectos de la misma realidad. Para Spinoza,
ésta última, es mente si la miramos desde el interior y es materia si la miramos desde el exterior. Quizás sea la explicación más preclara sobre la relación
mente-materia, que nunca se haya dado.
Sin embargo, se sigue
argumentando que si hemos de creer en la continuidad y uniformidad de la naturaleza, deberíamos
tener en cuenta que lo que ésta nos muestra es que los seres humanos y los organismos
unicelulares poseen las mismas características básicas, y podríamos deducir de
esa circunstancia que, dado que las células individuales no tienen espíritu, las personas humanas
tampoco deben tenerlo. Nosotros y la idea que nos
hacemos de nuestra identidad personal y de nuestro libre albedrío no serían otra cosa, según eso,
que el
comportamiento derivado de una asociación corporativa formada por un vasto agregado de
moléculas y
células nerviosas conectadas entre sí. La totalidad de la vida mental se localizaría en el cerebro y sus mecanismos específicos responsables de esa actividad
serían las
neuronas y
determinadas moléculas a ellas asociadas, por ejemplo los neurotransmisores. En
consecuencia, las únicas propiedades aceptadas del sistema nervioso,
serían las
aceptadas por la química y la física, junto con las que se derivan de ellas. Esa es la clase de respuesta
materialista que uno puede esperarse de quien sigue fielmente y sin desviacionismos el curso de los fenómenos naturales.
Pero invirtiendo los términos del razonamiento, muy bien podríamos deducir, que puesto que
hay una
naturaleza común entre los seres humanos y los protozoos, como partimos de la base de que los seres humanos tienen
espíritu, si invocamos la uniformidad de los sucesos de la naturaleza, también los protozoos deben tenerlo.
Es decir, la secuencia continua de complejidad cada vez mayor que va
desde las
simples agrupaciones materiales, sigue por los virus y moléculas proteínicas, luego prosigue por los seres unicelulares y llega a alcanzar a los animales superiores, nos
puede llevar a un
materialismo de mayores o menores evidencias
científicas, o
al punto de
vista de que absolutamente toda la materia comparte con los seres humanos unas características
que sobrepasan lo meramente físico. Podría afirmarse que toda la materia,
independientemente de su forma de organización, posee otras propiedades aparte
de las
más comunes, físico-químicas, pero que sólo en la compleja organización nerviosa, afloran o se hacen ostensibles.
La
doctrina de que todo en la naturaleza posee mente se denomina panpsiquismo y propugna que nada
material puede describirse por completo exclusivamente en términos físicos. No
está hoy en día muy en boga, pero hay que reconocer que es una especulación que
extiende el campo
de lo
mental hasta donde la lógica lo permite, aunque es una opción bastante rebuscada y no haya evidencias que la avalen.
Cualquier forma de interpretación dualista de la naturaleza tiene
graves inconvenientes desde un punto de vista científico, porque si se supone que en algún momento de la historia de la vida, el espíritu apareció súbitamente en el mundo, habría que dar cuenta de como un antepasado nuestro
desprovisto de cualidades mentales pudo
tener descendientes, que sí las tenían, y no
sólo eso, también habría que explicar el
procedimiento mediante el cual un embrión al desarrollarse adquiere sus características inequívocamente mentales.
También cabría preguntarse, en qué lugar quedan de
esa escala bipolar o cuál es la "situación espiritual" de los animales superiores
para los que
existe una
evidencia convincente de un conocimiento consciente. Aunque
no se observa en ellos indicios de una consciencia introspectiva, parece que están dotados de atributos mentales como
percepciones, sentimientos, cierta capacidad volitiva, memoria e incluso pensamientos
elementales. Pero como, por otra parte, no
hay fundamentos serios para hablar de interacciones físico-mentales directas,
también es lógico que el dualismo sea una forma recurrente para explicar la naturaleza de la conciencia. La mente nunca sabrá, por ejemplo, qué cosa es "el color verde", ni
tendrá otra explicación que no sea la
puramente monosensorial (su sabor) sobre la
diferencia entre los aspectos respectivos de la sal y el azúcar, ni
tampoco poseerá otra explicación que no sea la
emocional sobre el supuesto romanticismo de una puesta de sol, aunque la
física sí puede dar muy buenas explicaciones al
respecto, de por qué se producen todos esos fenómenos. No
hay acuerdo, pues, en la manera de integrar las sensaciones subjetivas en una concepción general del mundo como realidad objetiva. Las asociaciones entre
mente y
materia, si acaso se dan, tienen que ser muy distintas de otras. Tan distintas,
que a menos que el panpsiquismo tenga visos de ser tomado en consideración, se dan
únicamente en fragmentos pequeñísimos (aun contando con que haya muchos
planetas habitados por seres inteligentes en distintos sistemas galácticos) del universo.
Lo que si es cierto es que cada sensación subjetiva específica está asociada a un tipo de estado consciente, designado, en ocasiones, con el nombre de quale o qualia ¿A
qué se debe, por ejemplo, que cuando un
individuo ve el color
violeta (que físicamente hablando son ondas electromagnéticas de una frecuencia
determinada) tenga también un sentimiento subjetivo
sobre lo violáceo? La cualidad dolorosa
del dolor
y lo violáceo
del violeta
son eso que los filósofos llaman qualia y que deja un tanto
perplejos a los científicos.
El vacío entre la supuesta objetividad
de la
ciencia material (las ondas electromagnéticas en el caso de los colores) y la subjetividad de la
experiencia humana (los qualia) ha llevado a algunos filósofos a concluir que el salto se puede salvar mediante una explicación
materialista. Si un estado actual de conciencia está causado por procesos
cerebrales de nivel inferior no queda más remedio que admitir que ese estado no
constituye una entidad distinta del cerebro que lo sustenta. Consecuentemente, el espíritu grosso modo
no sería otra cosa que el funcionamiento de la materia cerebral y cualquier estado mental podría identificarse con un rasgo específico de un cerebro en un momento dado. Ahora bien, esa
interpretación que nos parece tan materialista (y tan monista), lo es en el sentido de que identifica un estado mental con el patrón de sus manifestaciones, pero no lo es tanto en la medida que debe admitir que toda operación mental va
acompañada (posiblemente) de la intervención especial de un conjunto de neuronas y de unas importantes modificaciones fisicoquímicas de sus
conexiones.
Por otra parte, las personas que se adhieren a la creencia monista del origen de la conciencia, de tal
modo que los
procesos cerebrales son causa de la misma, incurren en dos nuevos dualismos, el ya descrito de que los procesos cerebrales
son la
causa de los
estados conscientes (efectos), y el más sutil de la influencia de los estados psicológicos de la conciencia en los estados cerebrales que
los
sustentan. Piénsese, a modo de ejemplo,
si una situación de peligro en la que esté en juego nuestra supervivencia y de la que somos
conscientes, ha de tener o no consecuencias
físicas en el
funcionamiento de nuestras neuronas.
Algunos autores como Penrose asumen y preservan el dualismo desde un punto de vista teorético al estimar que no vivimos en
un mundo
unificado. Según él, aunque hay un mundo mental distinto que se basa en el mundo físico, ambos son distinguibles por separado. A ellos habría que añadirles un tercer mundo formado por
los objetos
abstractos, como los números y otros tipos de entidades matemáticas. En realidad
es una ligera variante de los tres mundos de Karl R. Popper, que a su vez, es una reelaboración de las
antiguas teorías platónicas al respecto. Así, habría un Mundo uno: Objetos físicos, que incluyen a los organismos inferiores.
Mundo dos: Experiencias mentales conscientes. Mundo tres: Productos de la mente humana, como teorías e hipótesis. Sin embargo, por mucho
que se quiera asumir una tradición filosófica inmemorial, la presencia de este Mundo
tres además de parecernos un poco espectral, sólo las mentes son capaces de manejar semejantes objetos con cierta soltura y muy bien pueden
considerarse un
capitulo incluido dentro del propio Mundo dos.
Para el premio Nobel Francis Crick, nuestras experiencias conscientes se pueden y deben explicar por el comportamiento de las neuronas y son propiedades emergentes del sistema de neuronas y de las moléculas a ellas asociadas. Eso quiere decir que, como en el caso de Penrose, también el mundo mental "se
basa" en el
mundo físico. La totalidad de la vida mental está localizada materialmente en el cerebro, y todas las sensaciones complejas
que experimentamos, dice Crick, son propiedades emergentes producidas en el cerebro a partir de la interacción de numerosos elementos.
Por
otra parte, Crick declara que los procesos neuronales
representan los objetos del mundo. Además niega la
posibilidad de un conocimiento perceptivo
inmediato de la realidad externa. Dado que las ideas que surgen son provocadas por las impresiones del propio cuerpo, supone (como los filósofos del siglo XVII) que hay un asombroso proceso de elaboración
mental de algo que
debe tener algún "parecido" con la realidad. Esta idea es rechazada por el filósofo estadounidense John R. Searle por
considerarla anticuada y desprovista de
fundamento. Pero dado que cuando nuestras percepciones
adquieren un carácter significativo,
es cuando hay de por medio determinados procesos
cerebrales y,
en general, aquellas están sujetas a diversas
formas de ilusión, es suficiente para que, en este asunto concreto,
estimemos correcto el punto de vista filosófico de Crick. Al hilo de esta cuestión, debe
considerarse la significativa prótasis de que la mente se
"siente como tal", es decir, exclusiva y excluyente. Su unicidad
funcional no debe inducirnos a creer en su óptima capacidad perceptiva. Lo mental como dice Sherrington, "no puede examinarse como una forma de energía".
El
"producto mental" se obtiene de elementos que no son objeto de
experiencia, lo que les
hace irreconocibles e ilocalizables para la mente, y eso produciéndose una intensa
utilización de los mismos durante el "hecho perceptivo".
Es cierto que las áreas cerebrales del lenguaje, de la visión, de la audición son reconocibles y localizables en su porción
cerebral correspondiente, pero es la combinación de la sensibilidad con la reproducción
asociativa lo
que nos induce a llamar mentales a unas determinadas clases de sucesos. Esto nos lleva a pensar que si la presencia de un objeto es esencial para certificar la existencia de un acto de percepción, es "por completo" tan mental
como el acto de la percepción misma.
El acto mental que
denominamos percibir incluye al propio tiempo la relación de perceptor y percibido, puesto que no se puede percibir sin percibir algo. Por
consiguiente, ambos términos de la relación son igualmente mentales. Ahora, si nos paramos
a pensar en el
cerebro como sede de nuestra autoconciencia
(igualmente percibida), podemos reconocer que gran
parte del mismo no es esencial
como para que esta se vea menoscabada o destruida. Por ejemplo, la extirpación del cerebelo provoca un grave deterioro en la capacidad de movimientos de una persona, pero eso no quiere decir que se vean afectadas otras
funciones. En cuanto a los hemisferios
cerebrales, éstos están íntimamente ligados a la
consciencia de las personas, pero no al cincuenta por cien. En la inmensa mayoría de los individuos existe una dominancia del hemisferio izquierdo,
que es el hemisferio
que se considera ligado al área del lenguaje por estar asociado a la comunicación lingüística.
Si se realiza su extirpación en las personas adultas acarrea una destrucción grave de la
persona humana, pero no su aniquilamiento. Y si se realiza la extirpación del hemisferio derecho
(que generalmente es el menor) se produce la perdida de movimientos y la visión del lado izquierdo del cuerpo, pero por otra
parte la
persona no se encuentra gravemente trastornada. Otras
lesiones de otras partes del cerebro también pueden alterar gravemente la personalidad de los individuos, seguramente por la pérdida de aferencias neuronales que son capaces de
generar la base mínima necesaria para la actividad de los hemisferios
cerebrales. Con todo esto, lo que queremos decir es que el fraccionamiento o la extirpación de las funciones
cerebrales no provoca una transición de lo mental a lo inframental, lo que parece sugerir que al menos no se detecta un interregno entre lo
mental y lo material.
Cabe plantear la hipótesis de si la aparición de los sucesos mentales en la evolución se puede entender como una consecuencia de la integración de una amplia variedad de
aferencias a los
cerebros de los
animales superiores altamente desarrollados. Los organismos con sistemas nerviosos más simples y aferencias sensoriales
y
soluciones conductuales más limitadas, no precisan lógicamente de una integración que
vaya más allá de lo que su sistema nervioso central pueda aportar. Y aunque esta hipótesis no contribuye en nada al esclarecimiento de la,
hasta ahora, misteriosa aparición de las experiencias
mentales en un mundo definido exclusivamente por sus atributos físicos,
si que sugiere bastante sobre las ventajas
evolutivas de ese surgimiento. Como continuación de la hipótesis y
en su búsqueda de una explicación causal de la conciencia, Crick,
además de ilustrarnos, pretende encontrar los
correlatos neurales
de la misma, utilizando a esos efectos un modelo que además de ser más asequible, es común
entre muchos grupos de animales. Se trata de la forma en que los procesos cerebrales
producen la conciencia visual inmediata. Se sabe que el sistema visual está constituido por células, o incluso áreas,
especialmente sensibles a determinadas características de los objetos, como las formas, los colores, la estructura general,
los ángulos, las líneas, los movimientos. Pero ese
conjunto de cosas, en cierto modo heterogéneas, son reunidas por el cerebro y gracias a un "hecho mental" básico, en una sola percepción
unificada del
objeto. Es posible que se produzca una sincronización de las señales emitidas
por neuronas distribuidas espacialmente y capaces de impresionarse por las distintas
características de un objeto. Una estimación hecha por Wolf Singer y otros investigadores
alemanes asigna a las neuronas correspondientes al color, la forma y el movimiento, (sirva como
ejemplo) una
activación sincrónica de unas cuarenta veces por segundo (40 Hz). Crick va aun más
lejos y
sugiere que el correlato
cerebral de la conciencia visual, podría estar situado en la frecuencia de
cuarenta Hz en la que la actividad sincronizada de las neuronas alcanza su nivel adecuado. Como, además, la conciencia parece
depender de los
circuitos que unen el tálamo y el cortex, Crick aventura la hipótesis de que sea
precisamente, a la reiterada frecuencia de cuarenta Hz, cuando la activación
sincronizada de las redes que unen el tálamo al cortex coinciden con el correlato mental que denominamos "conciencia".
Es posible que tal como nos dice Crick, esa correlación
exista, sea real, pero eso no responde a la
pregunta de cómo funciona la conciencia.
Estamos muy lejos de averiguar cuáles son los
mecanismos de los que depende que los correlatos neurales se emparejen
con los estados conscientes.
Es más, ni siquiera sabemos si esos mecanismos existen. A ese respecto, tanto la teoría neodarwinista de la
evolución como la solución cartesiana son defectuosas o inaceptables. En el primer caso por que no se reconoce siquiera el grave reparo científico
que puede hacerse a la teoría de que los seres vivos adquieren experiencias mentales de carácter no material, en el seno de un mundo de materia-energía que antes se entendía como un todo. Y en el segundo caso, porque es
difícil seguir sosteniendo que los seres humanos tienen
experiencias conscientes atribuibles a la creación divina de las almas, mientras que el resto de los animales superiores
son simples maquinas o autómatas desprovistos absolutamente de experiencias
mentales. Tal vez, como nos dicen por
separado los
físicos Paul Davies y Margenau, los fenómenos asociados o complejos requieran una explicación en términos de conceptos abstractos, como el de la energía o el de campo.
Diferentes
versiones funcionalistas
En las llamadas ciencias cognoscitivas, informática,
lingüística, inteligencia artificial, cibernética y psicología se estudian
sistemas que procesan información de una u otra forma. El desarrollo de unos conceptos y un lenguaje asociados a los ordenadores ha obligado a los científicos a pensar en términos más rigurosos sobre la mente y ha abierto
nuevas perspectivas en lo que respecta a la naturaleza de la conciencia y el pensamiento. A tenor de los avances científicos producidos desde mediado el siglo XX ha surgido una filosofía de la mente, estrechamente
ligada a las ciencias
que hemos enumerado. Según las ideas del funcionalismo (que así
se llama), el componente
esencial de la mente no es la materia cerebral sino el modo en que se organiza (está programado) ese material. El cerebro tiene centenares de estructuras especializadas y nuestro saber está
representado de diversas formas, almacenadas
a su vez en distintas regiones cerebrales. Aunque desconocemos cual es el aspecto de estas representaciones son utilizadas
frecuentemente en diferentes procesos. Según los funcionalistas, a pesar
de esas dificultades es posible admitir dos niveles
distintos de descripción causal, sin tener que preocuparnos de cómo actúa el uno sobre el otro. Así, el viejo enigma de qué forma actúa la mente sobre el cuerpo es
considerado una confusión de planos
conceptuales. Si nos es indiferente el modo en
que el programa de un
ordenador logra que sus circuitos resuelvan una
ecuación, tampoco debemos preguntarnos de qué modo los
pensamientos activan las neuronas
capaces de producir respuestas corporales.
Para
Paul Davies, el funcionalismo borra de un plumazo la
mayoría de las inquietudes tradicionales del alma. "¿De qué está hecha el alma? La
pregunta tiene tan poco sentido como preguntar de qué está hecha la nacionalidad o
de que están hechos los miércoles." La mente, según él, es un concepto holista y no está hecha de nada.
La
relación entre la mente y el cuerpo es semejante a la
que existe entre el argumento de una novela y las letras del alfabeto y no son dos componentes
de una
dualidad, sino dos conceptos enteramente distintos que pertenecen a dos planos
diferentes de una jerarquía descriptiva. El funcionalismo pone el acento en que los estados mentales tienen
dos tipos de efectos. Cuando hay un estado mental, en la mayoría de los casos, se modifica la conducta.
Además, generalmente, se
produce la
creación de otros estados mentales, que también tienen un impacto sobre nuestras expectativas y nuestra forma de
enfrentarnos a ellas al determinar la conducta y crear a su vez, nuevos
estados mentales. El mundo físico,
mecánico, la
materia electroquímica cerebral componen los miles de millones de neuronas ignorantes del orden general al que sirven. Pero el mundo mental, en un plano superior u holista, no es
más consciente de las células cerebrales.
Nuestros pensamientos no son conscientes de la existencia de nuestras neuronas, y el hecho de que el nivel inferior esté regido por una necesidad lógica quizá derivada de un equipamiento genético de grupos neuronales que se han
desarrollado mediante un mecanismo comparable al de la selección natural darwiniana, no tiene por qué contradecir el hecho de que en el nivel mental superior
pueden darse procesos complejos en términos de subelementos que en sí son
funcionales.
Los funcionalistas, además
de considerar que la mente tiene un comportamiento holista, no excluyen la posibilidad de que
mentes artificiales, máquinas pensantes y demás artilugios inteligentes capaces de realizar funciones,
puedan ser construidos en el futuro. Esas posibilidades incluyen la de encontrar las combinaciones de subunidades
que deban tener los artefactos si se quiere que funcionen adecuadamente en
conjunto. Nada de eso es objetable, pero sí lo es la conclusión de que hay un paralelismo psicofísico al establecer de antemano una interdependencia funcional. Porque aquí se plantean dos
clases de funcionalismos: el de inspiración
mentalista y
el de origen fisicalista.
Cuando se afirma que una serie de estados psíquicos es paralela a la de otros estados
fisiológicos, se mantiene implícitamente la existencia de una relación funcional
simbólica con
una
condición eventual de que la función sea uniforme. Esto es justificable si lo que se quiere es
asegurar una
coordinación inequívoca entre alma y cuerpo, pero infundado en la práctica ya que pasa por alto el proceso de conexión genética entre ambos. El funcionalismo presupone
que los
factores implicados en la dependencia funcional están
dados simbólicamente como si fueran entes matemáticos. Tales asertos
indican, como dice Marwin Minsky una "envidia de la física", que además produce graves
limitaciones: si nos fijamos en los programas
informáticos, que utilizan una sola
representación, vemos que si fallan, pueden provocar que todo el sistema se venga a bajo. Sin
embargo, puede hacerse la salvedad de que las funciones son formas
matemáticas que pueden ser aplicadas a infinidad de condiciones, que "no necesariamente" tienen por qué incluir
enunciados científicos. Así, la concepción funcionalista del problema mente-cuerpo se vuelve "cómodamente"
compatible con
el monismo
neutral, el
dualismo y la (con ésta la que más) armonía
preestablecida, pero la cuestión que
se plantea a continuación es cómo pueden existir mentes separadas del cuerpo. La concepción
funcionalista hace plantear un interrogante a
Mario Bunge, que queda en el aire: "¿es compatible
con la observación
elemental de que podemos dejar de pensar sin necesidad de aniquilar nuestro
cerebro, mientras que la destrucción de éste
hace imposible el
pensamiento?" Hasta este punto confuso puede llevarnos el funcionalismo de raíz mentalista al propugnar que lo
mental tiene una relación esotérica con la materia.
En la versión materialista del funcionalismo no se identifican estrictamente la mente y el cerebro, sino que, más
bien, aquélla se encarna o concreta en éste. La mente y cualquiera de sus rasgos específicos se encuentran
circunscritos a lo que ocurre en el cerebro que actúa a modo de estructura física. En ese
sentido, si todos los aspectos de la mentalidad tuvieran (demostradamente) una encarnación
física, el fisicalismo
sería correcto. Ahora bien, si las características mentales no fueran identificables con características
físicas, (y
eso es lo
más probable) ¿cuál sería la naturaleza de la relación que
salvaguarda las características
mentales frente a su propio entramado físico? El problema del funcionalismo es que, por un lado subraya las diferencias entre los conceptos ordinarios
de lo
mental (que es neutro) y lo físico. Pero luego
afirma que los
procesos y estados
mentales son de naturaleza física, expresando
para ello una
dependencia mutua entre cosas o cualidades definibles en términos lingüísticos
conceptualmente neutros (mentales) referidos al mundo físico, sin siquiera cuestionarse que quizá puedan coexistir sin
estar genéticamente relacionadas entre sí, o que aún estándolo, requieran de una cantidad tan enorme de factores
intervinientes que hagan imposible su análisis.
De todas formas estas cuestiones ya no preocupan tanto hoy
en día, pues actualmente no estamos tan inclinados a aceptar de modo tan
literal la
comparación entre la mente y el ordenador. Para los valedores de esa analogía, la relación de la mente con el cerebro es del mismo orden que la que hay entre los programas y los equipos físicos implicados en el proceso computacional.
En el modelo
de inteligencia artificial fuerte, por ejemplo, la mente no es otra cosa que un programa informático.
Pero, en eso estamos de acuerdo con el filósofo John R. Searle,
un ordenador es un aparato capaz de
utilizar símbolos formales y, en consecuencia, los cálculos así definidos reducen su papel a una serie de
operaciones puramente sintácticas. Pero la mente no funciona así
y, por
tanto, no es reducible a un programa de un ordenador. El que, en un sentido corriente, a
nosotros nos resulte tan sencillo pensar y a los ordenadores tan complicado, parece ser que tiene que ver con la flexibilidad de
nuestros cerebros. Estos, rara vez se valen
de una
única representación. Más bien, ponen en funcionamiento varias tramas o argumentos a la vez, con lo que siempre tienen
disponibles distintos enfoques. Puede verse
claramente lo que
decimos, en que los vocablos que utilizamos en cualquier idioma lingüístico
conocido no son sólo símbolos formales no interpretados, sino que sabemos lo que significan. En la actividad de la mente hay un contenido semántico que
se diferencia muy considerablemente de cualquier agente capaz de dar una interpretación
numérica a determinados datos físicos. En el pensamiento eficaz se
desarrollan procesos múltiples que ayudan a describir, predecir, explicar,
abstraer y
planificar cuáles son las acciones convenientes a seguir. En puridad, nada tiene
características de ordenador y sólo pueden ser denominados como tales aquellos
instrumentos de cálculo que están asociados a una interpretación numérica. Si
se quiere asociar a un cerebro una interpretación
numérica, es evidente que puede hacerse, como podemos hacer una tabla de
distancias en kilómetros entre Madrid y todas las capitales de provincias de España sin que la distribución
geográfica de los
agentes implicados implique que haya alguna correlación predeterminada. Es una característica notable de la
naturaleza (y el cerebro es una parte de ella) que no puede encontrarse ningún proceso numérico
independiente de la interpretación humana, dado que ningún proceso físico se
realiza intrínsecamente de acuerdo con una normativa operacional abstracta. El cálculo, que es un proceso matemático
abstracto, no es inherente a la naturaleza y sólo existe en relación con observadores e intérpretes
conscientes de esa observación. En el caso de los ordenadores se ha
logrado asociar con notable éxito diversos tipos de máquinas electrónicas (ni siquiera electroquímicas, que se asemejarían más a la configuración
estructural de los cerebros) con procesos numéricos.
Pero eso no quiere decir que si se relaciona un proceso físico con una interpretación
específica con
el fin de
considerarlo un proceso numérico, conozcamos el proceso físico mismo, sino que, a lo sumo,
simulamos el proceso físico con mayor o menor destreza.
Generalmente hoy en día, los nuevos expertos en inteligencia artificial han invertido la analogía y reconocen que para
poder imitar bien el cerebro humano, es preciso conocer mucho mejor éste.
Apenas sabemos un poco de lo que hacen o como lo hacen los cientos de regiones especializadas del cerebro. La mayor parte del conocimiento que
atesoramos está alojado en las diversas redes que hay en su interior y consisten en enormes
cantidades de pequeñas células nerviosas y de estructuras más diminutas todavía, las llamadas sinapsis,
que a su modo, dirigen la forma en que las señales pasan de unas células a otras. Pero
no sabemos como responden esas estructuras a los diversos campos
eléctricos, flujos hormonales, aportes de nutrientes, neurotransmisores y demás compuestos
químicos que hay en su entorno. Los billones de sinapsis que hay implicados en el funcionamiento de un cerebro humano,
dificultan el
desentrañamiento de los procesos causales que se desencadenan en él. Según el diseñador de programas
para demostrar nuevos teoremas en geometría, Hao Wang, "la dificultad estriba en que no sabemos qué estamos
simulando, no sabemos bastante del objeto (o sea, la mente) que estamos modelando, como para tener ideas lo suficientemente
precisas para ser puestas a prueba en el ordenador." De
todas formas, ese inconveniente no tiene por qué desalentarnos demasiado.
El que un fenómeno no pueda simularse por ordenador, no quiere decir que no pueda explicarse por nada que
pueda ser simulado. Así como tampoco podemos
caer en la interpretación
restringida de la inteligencia fuerte
tradicional, que postulaba que todo lo que
fuera objeto de simulación por ordenador se podía (e incluso, se debía)
considerar extrínsecamente un ordenador.
También podría suceder que, inconscientemente, siguiéramos las instrucciones de (o fuéramos) un programa tan largo y complejo, que no podamos
alcanzar sobre él
una
comprensión inmediata. Si sus etapas se contasen por miles, es posible que
individualizadamente fueran cognoscibles por nosotros, pero no tendríamos acceso a
una comprensión global de carácter definitivo e inmediato.
A ese respecto, Penrose utiliza un enfoque
cognitivo algorítmico. Dado que los ordenadores basan su
funcionamiento en la utilización de algoritmos (series de reglas muy precisas que
definen las
etapas a seguir en orden a la resolución de un problema o demostrar lo acertado de una proposición), si nuestro conocimiento de ciertas verdades no deriva de
la aplicación de
alguno de ellos,
nosotros, concluye Penrose, no somos ordenadores. Pero cabe pensar que no hay una razón de peso para que tengamos
que comprender los programas que supuestamente utilizamos al
resolver inconscientemente problemas cognitivos,
pues tampoco exigimos a un ordenador que comprenda en todos sus términos el programa que utiliza para
probar un teorema.
Tal vez sea difícil hacer la distinción entre
"seguir un programa" y "ser un programa" la que provoca errores conceptuales. Por eso habría que matizar que, ni todos los algoritmos tienen por
qué estar destinados a probar teoremas, ni tenemos por qué utilizar los algoritmos del mismo modo que los utilizan los ordenadores para llegar a determinadas conclusiones. La modelización exacta o la simulación de los procesos que se
desarrollan en un
cerebro cuando reflexiona, tal vez requieran
de la utilización de
algoritmos que a los matemáticos y programadores no se les han ocurrido o sobrepasan su capacidad de imaginación. Aún así, si se les llegaran a ocurrir alguna vez, nos aventuramos a decir
que no descubrirían el comportamiento causal del cerebro sino que
simularían la obtención de los productos cerebrales que (en parte) ayudarían, a
su vez, a simular el comportamiento de los seres humanos. Gödel
conjeturó en conversaciones que mantuvo con el citado Hao Wang sobre estas cuestiones, que seguramente
no existen suficientes células nerviosas para realizar todas las operaciones observables
de la
mente. En ese contexto de operaciones
observables habría que incluir las actividades de la memoria, la imaginación, la reflexión, etc., que sólo son directamente observables por
introspección. Aunque la conjetura de Gödel no sabemos si es cierta o es falsa
porque no sabemos el valor intrínseco que tienen las evidencias
introspectivas, sirve para alentar el posible camino a seguir para la
resolución de
la controversia
entre mentalismo y materialismo.
Cualidades
emergentes
Es probable, por tanto, que en el capitulo de las analogías hayamos
ido demasiado lejos. Pero puede que una
comprensión de sistemas más simples nos sirva para
explicar cómo la emisión de señales neuronales provoca la clase de estados mentales que habitualmente
llamamos conciencia. En general, los neurobiólogos estiman
que las
neuronas son los
elementos activos de la función cerebral. Como las demás células, las neuronas poseen una membrana celular y un núcleo central, son
capaces de automantenerse y de producir energía química; pero, a diferencia de las demás, no pueden
reproducirse, y tienen una función específica, que es la transmisión del influjo nervioso y la liberación de
mensajeros químicos, llamados neuromediadores. Aunque, por supuesto, existen
muchas variedades de neuronas, la forma más corriente consta, en un extremo, de una prolongación de
forma cilíndrica, llamada axón, y en el otro, una especie de arborescencia espinosa de filamentos cortos y puntiagudos llamados
dendritas. El
cerebro humano contiene alrededor de unos 10¹¹ (10 elevado a once) o 10¹² (10 elevado a doce) de esos
elementos conmutadores llamados neuronas y, como ya hemos dicho, existen muchas más sinapsis que neuronas.
Por termino medio una neurona del cerebro humano posee entre mil y diez mil sinapsis o puntos de contacto con las neuronas más próximas. En el supuesto de una analogía elemental en la que cada sinapsis responda cuestiones simples con un sí o un no, como hacen los elementos de conmutación de
los ordenadores
electrónicos, daría como resultado que el máximo de respuestas en un sentido o en otro (o bits de información) que podría desarrollar el cerebro sería,
aproximadamente de cien millones de bits, o de mil millones de bits, si
partimos de diez mil sinapsis por neurona. Las cifras aunque son siempre muy altas, oscilarían entre varios
millones hacia arriba y varios millones hacia abajo, pues parece que muchas neuronas de la médula espinal poseen esa
cantidad de conexiones sinápticas y otras, como las neuronas de Purkinje, situadas en el cerebelo, tienen todavía
más.
Continuando con la analogía, si ahora partimos de la suposición de la existencia de dos estados mentales por cada sinapsis y de una prudente estimación de unos cien millones de bits de
información contenidos en el cerebro humano, haciendo un cálculo sencillo vemos que el número de estados mentales que puede alcanzar el hombre es de dos multiplicado por si mismo, cien
millones de veces. La cifra es tan inimaginable que para que nos hagamos una idea, diremos que es muy
superior a la del número de átomos existentes
en el universo entero. En
realidad, el número de posibles
conexiones en el
interior de nuestro moderno cerebro es prácticamente infinito. Como nos dice
Anthony Smith de la universidad de Oxford, "de una manera u otra un
mono bípedo, bastante lampiño, cazador y carroñero adquirió esta increíble posesión y nos la traspasó". Nadie sabe
cómo se hizo ni por qué se hizo, pero
se hizo. Existe tal cantidad de configuraciones mentales posibles, que es
seguro que a lo largo de la historia de la humanidad, no se ha
experimentado más que un número insignificante de ellas. Ese número ingente de configuraciones se ha quedado pequeño, al descubrirse en los últimos años que las neuronas constituyen
auténticos microcircuitos electrónicos capaces de obtener una gama de respuestas mucho
más amplia que la de los escuetos sies o noes de los elementos conmutadores de un ordenador. Sus respuestas precisas y complejas se derivan de que
pueden responder a estímulos de una magnitud que es la centésima parte de la que se necesita para estimular una neurona común. La superabundancia de elementos conmutadores en el cerebro que realizan
actividades muy concretas, hace que el número de estados cerebrales dependa del comportamiento de unas neuronas que no hacen otra
cosa que aumentar o reducir su nivel de actividad.
Otra cuestión importante es la de extender la explicación del desarrollo de las categorías de la percepción a una concepción general de
la
conciencia. De alguna manera, los estímulos recibidos en
distintas áreas cerebrales son reunidos coherentemente, con el resultado de una percepción singular
unificada, por ejemplo, la visión consciente de una mesa. Parece ser que,
según los estudios divulgados
por Edelman, las redes de neuronas se
unen sistemáticamente por algunos de sus puntos a los puntos correspondientes de
una red de células, formando
una especie de mapas conectados a otros mapas (o redes neuronales). Los mapas neuronales envían señales a otros mapas, que a su
vez se las
devuelven, pero no con características de retroactividad, sino con la activación
simultánea de múltiples canales paralelos.
En el
desarrollo de las categorías de percepción en el que está implicado el cerebro influyen numerosos estímulos correspondientes a otros
tantos aspectos apreciables en los objetos físicos. De los colores, las formas, la textura, el movimiento de todas las cosas captadas por los sentidos es
preciso abstraer ideas generales. La amplia variedad y repetición de
estimulaciones hace que en el cerebro se seleccionen tramas adecuadas de grupos
neuronales. Pero eso es sólo el comienzo; como las operaciones de las distintas tramas neuronales son susceptibles de
conexionarse entre sí por canales de reentrada, las señales activarán no sólo los grupos neuronales correspondientes a una determinada
distribución zonal, sino también los configurados por otros mapas o grupos de mapas. Es decir, las distinciones
resultantes de la actividad de unos grupos neuronales o mapas, redundan en
beneficio de la actividad cognoscitiva de
otros grupos. Así, los mecanismos de
reentrada permiten a unos conjuntos neuronales
definir, por ejemplo, las formas de objetos a
partir de sus contornos y movimientos, debido a
que, previamente, unos mapas muy específicos permitieron distinguir los movimientos de los objetos, mientras que
otros se encargaban de hacer otro tanto con sus contornos.
A
pesar de que, como vemos, las diversas
categorías que componen la representación de los objetos del mundo físico están sometidas a procesos que se distribuyen
por muchas regiones diferentes del cerebro, el dispositivo permite conseguir una representación
unificada en la conciencia de los individuos. Ello es debido a que las distintas agrupaciones neuronales diferenciadas
zonalmente en forma de mapas, se comunican
recíprocamente por medio de canales de reentrada hasta constituir una especie de cartografía
global, en palabras de Edelman.
Ahora bien, suponiendo que la
representación de los mecanismos de reentrada
que producen el desarrollo en el cerebro de categorías correspondientes a los estímulos de entrada, sea correcta, aún estamos
lejos de averiguar de qué manera se producen los
estados de conciencia. Un estado mental cuya
descripción sea, por ejemplo, centrarnos en mirar una cebra pastando en la sabana, nos permite
decir que tenemos un dato sensorial blanco con rayas negras. Pero la experiencia que describimos como tener una imagen
o dato sensorial blanco con rayas negras, es tan
esquemática y
elemental que un
ordenador acoplado a una lente o cámara fotográfica también podría dar razón de ella, sin necesidad de que haya una experiencia en sí misma blanca con rayas negras. La que es blanca con rayas negras es (un diagnostico) la cebra que pasta tranquilamente. De ahí, que aunque no
haya en nuestro cerebro nada parecido a algo
blanco con rayas negras, el simple hecho de tener un dato sensorial blanco y con rayas negras y, lo que es más
importante, ser conscientes de ello, tiene todo el aspecto de ser un proceso cerebral. Claro, que siempre puede objetarse que,
aunque no haya cosas blancas y con rayas negras en nuestro cerebro (y ni siquiera en nuestra
experiencia), es
posible que haya algún quale o cualidad indefinida en nuestra experiencia, del que sí somos
conscientes. Pero es que el problema de la explicación de los estados cualitativos
interiores, también llamados mentales o de conciencia (simplificando, los quale) no
constituyen un
tema menor del
problema de la conciencia sino el punto capital de la cuestión, ya que todo estado consciente es meramente
cualitativo y la expresión quale (o qualia), además de provisional y no definida estrictamente,
es inapropiada para hacerla extensible a todas las conciencias propias de los seres que llamamos conscientes. Podríamos, por supuesto,
realizar un
tratamiento reduccionista de la cuestión y limitarnos a comprender qué ocurre en el plano neurológico cuando
la
conciencia existe, pero siempre quedará la duda filosófica de la función de la subjetividad. Porque es
muy distinto ver los "blancos" y los "negros" de las rayas de la piel de la cebra (que físicamente
hablando son ondas electromagnéticas de frecuencias determinadas), ser conscientes de esa
visualización y
tener sensaciones subjetivas acerca de la blancura y la negrura. Es seguro que unas cosas se siguen de las otras por sus pasos contados, pero eso no explica el vacío entre la objetividad de la ciencia material (representada en este caso por las ondas
electromagnéticas) y la subjetividad de las experiencias, en
cierto modo trascendidas, que suponen los qualia.
Resumiendo, diremos que
aunque las
experiencias de tener imágenes o datos sensoriales son sin duda procesos físicos del cerebro,
en un sentido interno, cuando
somos conscientes de que uno de estos qualia puede tener algún grado de
conexión con
la realidad externa, lo cierto es que sólo
somos conscientes de determinadas semejanzas y
diferencias entre nuestras actividades
internas. Tal determinación tiene un carácter emergente y además de ser
imposible de explicar desde un punto de vista físico, es también irreductible
psíquicamente.
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