martes, 10 de enero de 2012

45- Mundo físico y mundo mental





45-MUNDO FÍSICO Y MUNDO MENTAL

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            "Me parece sorprendente que habiendo dedicado tanta atención al problema de cómo son las cosas materiales y cómo se perciben, tan pocos filósofos hayan intentado dar una  explicación clara precisamente de cómo suponen que conocen ( o juzgan, en el caso de que hayan sostenido que no conocemos que tales proposiciones sean verdaderas, o incluso que ninguna de tales proposiciones es verdadera) cuando conocen o juzgan cosas tales como <<esto es una mano>>, <<esto es el sol>>, <<esto es un perro>>, etc., etc."

George Edward Moore (Defensa del sentido común)


                   Cuando hacemos la distinción entre mundo físico y mundo mental, seguimos una tradición iniciada en el siglo XVII por Descartes y Galileo, que fueron quienes establecieron dos modelos de realidad convencional. La realidad física, según su punto de vista, es aquella que es susceptible de descripción por la ciencia; mientras que la mente no sólo está fuera del alcance de esa investigación científica, sino que es un tipo de sustancia efímera y totalmente intangible, muy diferente del tipo tangiblemente físico de materia que compone nuestros cuerpos, aunque estén en perfecto acoplamiento con ella. Por cierto, que lo que no dijeron es si la diferencia entre lo tangible de la materia y la intangibilidad de la mente fue una conclusión a la que llegaron por procedimientos físicos, por procedimientos mentales o a base de una mezcla de ambos.
                   En el siglo XIX, no obstante, se vio que el mantenimiento de ese dualismo era un grave inconveniente para la comprensión de la conciencia, ya que, aparentemente, colocaba a ésta y otros fenómenos de carácter mental fuera de la realidad física ordinaria con capacidad científica de ser estudiada. En la actualidad hay muchos partidarios de abandonar ese dualismo y son proponentes de la idea de que la conciencia es un fenómeno biológico como otro cualquiera, sin ningún privilegio o rango más elevado de estatus espiritual. Así, los estados mentales vendrían a ser un atributo más de la materia (o del mundo físico), ya sea distribuido por toda ella (como sostiene el panpsiquismo) o reservada a un estado especial de la misma como el existente en los muy complejos sistemas nerviosos de algunos animales superiores, entre ellos, el hombre. Ahora bien, también hay muchos científicos notables que no han descartado totalmente el dualismo. El más destacado de ellos es seguramente, el neurobiólogo John C. Eccles, para quién el mundo de la materia-energía no está completamente sellado, lo que es un principio fundamental de la física clásica (es decir, la ley de la conservación de la energía). Según él, el cierre total del mundo material o físico (cerebros incluidos) se ha salvaguardado con excesiva ingenuidad por todas las teorías materialistas de la mente, porque es muy posible que haya una frontera no precisable entre el mundo físico y el mundo de todas las experiencias subjetivas y mentales, a través de la cual exista una interacción en ambas direcciones, que puede concebirse como un flujo de información y no de energía.
                   Nuestros problemas provienen paradójicamente de que conocemos el carácter intrínseco del mundo mental en cierta medida, pero no sabemos absolutamente nada del carácter intrínseco del mundo físico. La paradoja se manifiesta con toda su intensidad, porque el mundo mental es el mismo mundo físico vivido desde su interior, mientras que el mundo físico propiamente dicho, o sea el externo a nosotros, simplemente le mensuramos, le tabulamos... En definitiva, dada nuestra incapacidad gnoseológica en relación con la materia, no pasamos por el momento, de la periferia de su observación. Sin embargo, si nos fijamos en la circunstancia de que en el estudio de la física no hay ningún aspecto de la misma que nos permita probar que el carácter intrínseco del mundo físico difiere, en el sentido que sea, del carácter intrínseco del mundo mental, podemos pensar que ambas clases de sucesos, físicos y mentales, tal vez formen un todo causal, que no conste de cualidades y propiedades radicalmente diferentes. Con esto no estamos sugiriendo que la mente sea una estructura de uniones materiales, porque incluso en el supuesto de que el conjunto de los sucesos cerebrales constituyese la mente, no es ni por asomo, factible su agrupación por haces o conjuntos de sucesos de la misma forma que, por así decirlo, lo son en el campo de la física.
                   Lo único claro es que la mente debe ser un grupo de sucesos mentales (no una entidad simple) regidos por una ley de asociación. Pero para esclarecer definitivamente si los sucesos cerebrales y mentales están unidos por algún complicado proceso causal, no basta con que los conceptos neurofisiológicos se refieran a los patrones altamente distribuidos de las descargas neuronales. También debería probarse que dado un cerebro con una serie de propiedades enumerables, hay un correlativo estado métrico (no simbólico) de conciencia o de estados mentales. Dado que la característica más central de la mente, el fenómeno que parece ser, más que ningún otro, la quintaesencia mental (en palabras de Dennett) y no física, es la consciencia, una neurobiología debería decirnos, a propósito de esto, qué características específicas del cerebro producen determinados tipos de estados conscientes y también cuales son las particularidades anatómicas y fisiológicas propias de las estructuras cerebrales que originan la conciencia.
                   Es posible dar un giro radicalmente distinto al razonamiento. Como el problema de las relaciones cerebro-mente sigue sin resolverse, podríamos considerar la materia como una estructura compuesta de unidades mentales. Esta posición no es nada descabellada, dado que, si todo lo que podemos decir de la materia tiene que ser definible en términos de contenidos sensoriales, es porque los datos que obtenemos de ella son pura y simplemente percepciones. En consecuencia, el edificio mental que construimos en torno al mundo físico, no tendría mucho que ver directamente con la materia, y habría que reconocerle un carácter inicialmente metafísico. El más destacado defensor de esta idea fue Berkeley, quien sostuvo que la materia sólo existe en cuanto que es percibida (esse est percipi). Los llamados seres materiales, deberían su existir exclusivamente a la percepción divina de los mismos y eso permitiría excluir que detrás de cualquier tipo de idea que pudiera originarse, existiese sustancia material alguna, ya que las ideas son consideradas meras representaciones, sin realidad alguna transubjetiva. Desde ese punto de vista, la dualidad cerebro-mente no tendría sentido, puesto que si admitimos que el cerebro es materia es porque lo percibimos como tal y por tanto, se trata de una idea que esta en nuestra mente.
                   La "eliminación" de la materia como referente perceptivo no hace desaparecer el problema pero sí lo simplifica, pues los objetos físicos son considerados como algo que tiene que ver con las experiencias sensoriales y ante lo cual debemos, de algún modo, hacer inferencias. Las mesas, las manzanas e incluso el propio cerebro son grupos de ideas, estimando por idea un dato sensorial de amplio y significativo contenido. Una imagen mental, siguiendo a Berkeley, sería una copia de un dato sensorial, o bien, un conjunto de dichas copias. El árbol del patio no sería más que un cúmulo de ideas (o sea, conjuntos de copias de datos sensoriales) que para otros tipos de empiristas (por ejemplo, Ayer, que adopta el fenomenalismo de Berkeley sin su teísmo) son meras colecciones de sucesos sin conexiones genéticas entre sí. Pero para Berkeley, que era un empirista muy peculiar y consecuente, el árbol existiría tanto si los seres humanos u otras criaturas lo percibieran como si no. Porque el garante, en última instancia, de la percepción es Dios. El árbol no existiría si no fuera percibido exactamente como es y aunque nosotros no lo percibamos, Dios sí lo percibe. El argumento es ciertamente irreprochable, pero incurre en un círculo vicioso pues obliga a vincular la existencia de los objetos con que haya una mente perceptora de los mismos. La percepción o no percepción de los objetos físicos por parte de seres finitos (en cuanto que son perceptores temporales) se vuelve así irrelevante, y todo el estatus ontológico del mundo físico lo hace depender permanentemente de una mente perceptora, que no podría ser más que la formada por los datos sensoriales de la Divinidad.
                   A nuestro entender es conveniente precisar las características más representativas de los mundos físico y mental a fin de no perdernos en sus difuminados contornos. El mundo físico es en gran medida, un mundo accesible para el común del público y observable por cualquiera de nosotros. En él los objetos materiales de todas clases ocupan lugares en el espacio y en el tiempo y poseen propiedades (siguiendo con la terminología de Locke) como la extensión, la masa, la carga eléctrica, etc. Esos objetos no son inertes (ni siquiera las rocas millonarias en años, permanecen inalteradas eternamente en un lugar), se mueven, evolucionan y cambian de acuerdo con las leyes de la dinámica, que es una de las ramificaciones de la física. En cambio, el mundo mental puede ser considerado en palabras del físico cuántico Margenau "como un campo en el sentido físico aceptado del término; pero como campo no material, su análogo más cercano quizá sea un campo de probabilidad". En otras palabras, el mundo mental no se compone de objetos materiales percibibles, sino de pensamientos, y en una afirmación inicial, el conjunto o la totalidad de los eventos mentales es susceptible de tener una existencia tan autónoma como el mundo de la materia y la energía. Los pensamientos a pesar de que no tienen localización en el espacio, ni masa ni otros tipos de propiedades primarias (tan propias de la física) parecen componer un universo propio, inaccesible a otros observadores, dada su privacidad. Los pensamientos también manifiestan un gran dinamismo, pueden evolucionar, cambiar, interactuar. A través de los sentidos, la mente recibe una gran cantidad de información que genera oleadas de actividades mentales, tanto modificando los pensamientos ya existentes como generando otros nuevos. Un inventario de las características mentales de un individuo adulto incluye, además de los pensamientos, otras muchas cosas, sensaciones, percepciones, memoria, creencias, deseos, voliciones, emociones, cualidades temperamentales, etc.


                   Mentes, cerebros, materia....


                   Tal como lo planteamos, el problema mente-cuerpo o mente-cerebro o mente-materia, se identifica con un problema que tiene que ver con la relación entre dos cosas. Algunos científicos conductistas tienen un punto de vista sobre el problema mente-cuerpo que no está basado entre dos cosas distintas, sino que se trata más bien de la manera en que se relacionan las características mentales y corpóreas de una persona. Para el conductismo, la mente no se halla detrás de la conducta, sino formando parte de ella. Pero realmente es difícil pensar que los estados mentales sean causa de sus propios elementos conductuales, porque sería tanto como decir que aquellos son causa de si mismos. También habría que investigar el hecho de que aunque hay alguna conexión general entre el tamaño del cerebro y la complejidad de comportamiento, según cabe inferir que el cerebro humano actual sea unas tres veces mayor que el de cualquier mono antropomorfo, no parece que exista una relación directa entre tamaño cerebral y capacidad conductual individual. Es más, los cambios de mayor trascendencia en el desarrollo de las sociedades humanas han ido acompañados de un correlativo descenso progresivo de los tamaños cerebrales. Lo que si parece cierto es que las funciones cerebrales en las que el lóbulo frontal desempeña un papel decisivo (raciocinio, previsión, lenguaje) representan diferencias cognitivas importantes entre el resto de animales y nosotros. Por lo tanto, la idea de que el lóbulo frontal se expandió desmesuradamente durante la evolución de los homínidos resulta convincente.
                   Pero la cuestión central para el doctor Keith Campbell de la universidad de Melbourne, Australia, es que mientras que se niega que los temas de descripciones mentales y conductuales coincidan "exactamente", se considera necesaria la existencia de alguna forma de retención del enlace conceptual entre mente y conducta. Sin embargo, algunos filósofos del pasado, especialmente Parménides creyeron superar definitivamente ese dualismo, gracias al trasfondo mentalista de sus concepciones. En ellas queda patente que las mentes, aunque aparentan ser distintas, en realidad son sólo aspectos o manifestaciones circunstanciales de un único universo divino. Otra alternativa a cualquier tipo de interacciones es la del "paralelismo cuerpo-mente". En su forma más simple se la debemos a Spinoza, quién dice que la materia y la mente son dos aspectos de la misma sustancia. Un trozo de corteza de naranja mirado desde su interior es cóncavo. Si se observa desde su exterior el mismo trozo es convexo. Pero la convexidad y la concavidad son dos aspectos de la misma realidad. Para Spinoza, ésta última, es mente si la miramos desde el interior y es materia si la miramos desde el exterior. Quizás sea la explicación más preclara sobre la relación mente-materia, que nunca se haya dado. 
                   Sin embargo, se sigue argumentando que si hemos de creer en la continuidad y uniformidad de la naturaleza, deberíamos tener en cuenta que lo que ésta nos muestra es que los seres humanos y los organismos unicelulares poseen las mismas características básicas, y podríamos deducir de esa circunstancia que, dado que las células individuales no tienen espíritu, las personas humanas tampoco deben tenerlo. Nosotros y la idea que nos hacemos de nuestra identidad personal y de nuestro libre albedrío no serían otra cosa, según eso, que el comportamiento derivado de una asociación corporativa formada por un vasto agregado de moléculas y células nerviosas conectadas entre sí. La totalidad de la vida mental se localizaría en el cerebro y sus mecanismos específicos responsables de esa actividad serían las neuronas y determinadas moléculas a ellas asociadas, por ejemplo los neurotransmisores. En consecuencia, las únicas propiedades aceptadas del sistema nervioso, serían las aceptadas por la química y la física, junto con las que se derivan de ellas. Esa es la clase de respuesta materialista que uno puede esperarse de quien sigue fielmente y sin desviacionismos el curso de los fenómenos naturales. Pero invirtiendo los términos del razonamiento, muy bien podríamos deducir, que puesto que hay una naturaleza común entre los seres humanos y los protozoos, como partimos de la base de que los seres humanos tienen espíritu, si invocamos la uniformidad de los sucesos de la naturaleza, también los protozoos deben tenerlo. Es decir, la secuencia continua de complejidad cada vez mayor que va desde las simples agrupaciones materiales, sigue por los virus y moléculas proteínicas, luego prosigue por los seres unicelulares y llega a alcanzar a los animales superiores, nos puede llevar a un materialismo de mayores o menores evidencias científicas, o al punto de vista de que absolutamente toda la materia comparte con los seres humanos unas características que sobrepasan lo meramente físico. Podría afirmarse que toda la materia, independientemente de su forma de organización, posee otras propiedades aparte de las más comunes, físico-químicas, pero que sólo en la compleja organización nerviosa, afloran o se hacen ostensibles. La doctrina de que todo en la naturaleza posee mente se denomina panpsiquismo y propugna que nada material puede describirse por completo exclusivamente en términos físicos. No está hoy en día muy en boga, pero hay que reconocer que es una especulación que extiende el campo de lo mental hasta donde la lógica lo permite, aunque es una opción bastante rebuscada y no haya evidencias que la avalen.
                   Cualquier forma de interpretación dualista de la naturaleza tiene graves inconvenientes desde un punto de vista científico, porque si se supone que en algún momento de la historia de la vida, el espíritu apareció súbitamente en el mundo, habría que dar cuenta de como un antepasado nuestro desprovisto de cualidades mentales pudo tener descendientes, que sí las tenían, y no sólo eso, también habría que explicar el procedimiento mediante el cual un embrión al desarrollarse adquiere sus características inequívocamente mentales. También cabría preguntarse, en qué lugar quedan de esa escala bipolar o cuál es la "situación espiritual" de los animales superiores para los que existe una evidencia convincente de un conocimiento consciente. Aunque no se observa en ellos indicios de una consciencia introspectiva, parece que están dotados de atributos mentales como percepciones, sentimientos, cierta capacidad volitiva, memoria e incluso pensamientos elementales. Pero como, por otra parte, no hay fundamentos serios para hablar de interacciones físico-mentales directas, también es lógico que el dualismo sea una forma recurrente para explicar la naturaleza de la conciencia. La mente nunca sabrá, por ejemplo, qué cosa es "el color verde", ni tendrá otra explicación que no sea la puramente monosensorial (su sabor) sobre la diferencia entre los aspectos respectivos de la sal y el azúcar, ni tampoco poseerá otra explicación que no sea la emocional sobre el supuesto romanticismo de una puesta de sol, aunque la física sí puede dar muy buenas explicaciones al respecto, de por qué se producen todos esos fenómenos. No hay acuerdo, pues, en la manera de integrar las sensaciones subjetivas en una concepción general del mundo como realidad objetiva. Las asociaciones entre mente y materia, si acaso se dan, tienen que ser muy distintas de otras. Tan distintas, que a menos que el panpsiquismo tenga visos de ser tomado en consideración, se dan únicamente en fragmentos pequeñísimos (aun contando con que haya muchos planetas habitados por seres inteligentes en distintos sistemas galácticos) del universo.
                   Lo que si es cierto es que cada sensación subjetiva específica está asociada a un tipo de estado consciente, designado, en ocasiones, con el nombre de quale o qualia ¿A qué se debe, por ejemplo, que cuando un individuo ve el color violeta (que físicamente hablando son ondas electromagnéticas de una frecuencia determinada) tenga también un sentimiento subjetivo sobre lo violáceo? La cualidad dolorosa del dolor y lo violáceo del violeta son eso que los filósofos llaman qualia y que deja un tanto perplejos a los científicos.
                   El vacío entre la supuesta objetividad de la ciencia material (las ondas electromagnéticas en el caso de los colores) y la subjetividad de la experiencia humana (los qualia) ha llevado a algunos filósofos a concluir que el salto se puede salvar mediante una explicación materialista. Si un estado actual de conciencia está causado por procesos cerebrales de nivel inferior no queda más remedio que admitir que ese estado no constituye una entidad distinta del cerebro que lo sustenta. Consecuentemente, el espíritu grosso modo no sería otra cosa que el funcionamiento de la materia cerebral y cualquier estado mental podría identificarse con un rasgo específico de un cerebro en un momento dado. Ahora bien, esa interpretación que nos parece tan materialista (y tan monista), lo es en el sentido de que identifica un estado mental con el patrón de sus manifestaciones, pero no lo es tanto en la medida que debe admitir que toda operación mental va acompañada (posiblemente) de la intervención especial de un conjunto de neuronas y de unas importantes modificaciones fisicoquímicas de sus conexiones.
                   Por otra parte, las personas que se adhieren a la creencia monista del origen de la conciencia, de tal modo que los procesos cerebrales son causa de la misma, incurren en dos nuevos dualismos, el ya descrito de que los procesos cerebrales son la causa de los estados conscientes (efectos), y el más sutil de la influencia de los estados psicológicos de la conciencia en los estados cerebrales que los sustentan. Piénsese, a modo de ejemplo, si una situación de peligro en la que esté en juego nuestra supervivencia y de la que somos conscientes, ha de tener o no consecuencias físicas en el funcionamiento de nuestras neuronas.
                   Algunos autores como Penrose asumen y preservan el dualismo desde un punto de vista teorético al estimar que no vivimos en un mundo unificado. Según él, aunque hay un mundo mental distinto que se basa en el mundo físico, ambos son distinguibles por separado. A ellos habría que añadirles un tercer mundo formado por los objetos abstractos, como los números y otros tipos de entidades matemáticas. En realidad es una ligera variante de los tres mundos de Karl R. Popper, que a su vez, es una reelaboración de las antiguas teorías platónicas al respecto. Así, habría un Mundo uno: Objetos físicos, que incluyen a los organismos inferiores. Mundo dos: Experiencias mentales conscientes. Mundo tres: Productos de la mente humana, como teorías e hipótesis. Sin embargo, por mucho que se quiera asumir una tradición filosófica inmemorial, la presencia de este Mundo tres además de parecernos un poco espectral, sólo las mentes son capaces de manejar semejantes objetos con cierta soltura y muy bien pueden considerarse un capitulo incluido dentro del propio Mundo dos.
                   Para el premio Nobel Francis Crick, nuestras experiencias conscientes se pueden y deben explicar por el comportamiento de las neuronas y son propiedades emergentes del sistema de neuronas y de las moléculas a ellas asociadas. Eso quiere decir que, como en el caso de Penrose, también el mundo mental "se basa" en el mundo físico. La totalidad de la vida mental está localizada materialmente en el cerebro, y todas las sensaciones complejas que experimentamos, dice Crick, son propiedades emergentes producidas en el cerebro a partir de la interacción de numerosos elementos.
                   Por otra parte, Crick declara que los procesos neuronales representan los objetos del mundo. Además niega la posibilidad de un conocimiento perceptivo inmediato de la realidad externa. Dado que las ideas que surgen son provocadas por las impresiones del propio cuerpo, supone (como los filósofos del siglo XVII) que hay un asombroso proceso de elaboración mental de algo que debe tener algún "parecido" con la realidad. Esta idea es rechazada por el filósofo estadounidense John R. Searle por considerarla anticuada y desprovista de fundamento. Pero dado que cuando nuestras percepciones adquieren un carácter significativo, es cuando hay de por medio determinados procesos cerebrales y, en general, aquellas están sujetas a diversas formas de ilusión, es suficiente para que, en este asunto concreto, estimemos correcto el punto de vista filosófico de Crick. Al hilo de esta cuestión, debe considerarse la significativa prótasis de que la mente se "siente como tal", es decir, exclusiva y excluyente. Su unicidad funcional no debe inducirnos a creer en su óptima capacidad perceptiva. Lo mental como dice Sherrington, "no puede examinarse como una forma de energía". El "producto mental" se obtiene de elementos que no son objeto de experiencia, lo que les hace irreconocibles e ilocalizables para la mente, y eso produciéndose una intensa utilización de los mismos durante el "hecho perceptivo".
                   Es cierto que las áreas cerebrales del lenguaje, de la visión, de la audición son reconocibles y localizables en su porción cerebral correspondiente, pero es la combinación de la sensibilidad con la reproducción asociativa lo que nos induce a llamar mentales a unas determinadas clases de sucesos. Esto nos lleva a pensar que si la presencia de un objeto es esencial para certificar la existencia de un acto de percepción, es "por completo" tan mental como el acto de la percepción misma. El acto mental que denominamos percibir incluye al propio tiempo la relación de perceptor y percibido, puesto que no se puede percibir sin percibir algo. Por consiguiente, ambos términos de la relación son igualmente mentales. Ahora, si nos paramos a pensar en el cerebro como sede de nuestra autoconciencia (igualmente percibida), podemos reconocer que gran parte del mismo no es esencial como para que esta se vea menoscabada o destruida. Por ejemplo, la extirpación del cerebelo provoca un grave deterioro en la capacidad de movimientos de una persona, pero eso no quiere decir que se vean afectadas otras funciones. En cuanto a los hemisferios cerebrales, éstos están íntimamente ligados a la consciencia de las personas, pero no al cincuenta por cien. En la inmensa mayoría de los individuos existe una dominancia del hemisferio izquierdo, que es el hemisferio que se considera ligado al área del lenguaje por estar asociado a la comunicación lingüística. Si se realiza su extirpación en las personas adultas acarrea una destrucción grave de la persona humana, pero no su aniquilamiento. Y si se realiza la extirpación del hemisferio derecho (que generalmente es el menor) se produce la perdida de movimientos y la visión del lado izquierdo del cuerpo, pero por otra parte la persona no se encuentra gravemente trastornada. Otras lesiones de otras partes del cerebro también pueden alterar gravemente la personalidad de los individuos, seguramente por la pérdida de aferencias neuronales que son capaces de generar la base mínima necesaria para la actividad de los hemisferios cerebrales. Con todo esto, lo que queremos decir es que el fraccionamiento o la extirpación de las funciones cerebrales no provoca una transición de lo mental a lo inframental, lo que parece sugerir que al menos no se detecta un interregno entre lo mental y lo material.
                   Cabe plantear la hipótesis de si la aparición de los sucesos mentales en la evolución se puede entender como una consecuencia de la integración de una amplia variedad de aferencias a los cerebros de los animales superiores altamente desarrollados. Los organismos con sistemas nerviosos más simples y aferencias sensoriales y soluciones conductuales más limitadas, no precisan lógicamente de una integración que vaya más allá de lo que su sistema nervioso central pueda aportar. Y aunque esta hipótesis no contribuye en nada al esclarecimiento de la, hasta ahora, misteriosa aparición de las experiencias mentales en un mundo definido exclusivamente por sus atributos físicos, si que sugiere bastante sobre las ventajas evolutivas de ese surgimiento. Como continuación de la hipótesis y en su búsqueda de una explicación causal de la conciencia, Crick, además de ilustrarnos, pretende encontrar los correlatos neurales de la misma, utilizando a esos efectos un modelo que además de ser más asequible, es común entre muchos grupos de animales. Se trata de la forma en que los procesos cerebrales producen la conciencia visual inmediata. Se sabe que el sistema visual está constituido por células, o incluso áreas, especialmente sensibles a determinadas características de los objetos, como las formas, los colores, la estructura general, los ángulos, las líneas, los movimientos. Pero ese conjunto de cosas, en cierto modo heterogéneas, son reunidas por el cerebro y gracias a un "hecho mental" básico, en una sola percepción unificada del objeto. Es posible que se produzca una sincronización de las señales emitidas por neuronas distribuidas espacialmente y capaces de impresionarse por las distintas características de un objeto. Una estimación hecha por Wolf Singer y otros investigadores alemanes asigna a las neuronas correspondientes al color, la forma y el movimiento, (sirva como ejemplo) una activación sincrónica de unas cuarenta veces por segundo (40 Hz). Crick va aun más lejos y sugiere que el correlato cerebral de la conciencia visual, podría estar situado en la frecuencia de cuarenta Hz en la que la actividad sincronizada de las neuronas alcanza su nivel adecuado. Como, además, la conciencia parece depender de los circuitos que unen el tálamo y el cortex, Crick aventura la hipótesis de que sea precisamente, a la reiterada frecuencia de cuarenta Hz, cuando la activación sincronizada de las redes que unen el tálamo al cortex coinciden con el correlato mental que denominamos "conciencia".
                   Es posible que tal como nos dice Crick, esa correlación exista, sea real, pero eso no responde a la pregunta de cómo funciona la conciencia. Estamos muy lejos de averiguar cuáles son los mecanismos de los que depende que los correlatos neurales se emparejen con los estados conscientes. Es más, ni siquiera sabemos si esos mecanismos existen. A ese respecto, tanto la teoría neodarwinista de la evolución como la solución cartesiana son defectuosas o inaceptables. En el primer caso por que no se reconoce siquiera el grave reparo científico que puede hacerse a la teoría de que los seres vivos adquieren experiencias mentales de carácter no material, en el seno de un mundo de materia-energía que antes se entendía como un todo. Y en el segundo caso, porque es difícil seguir sosteniendo que los seres humanos tienen experiencias conscientes atribuibles a la creación divina de las almas, mientras que el resto de los animales superiores son simples maquinas o autómatas desprovistos absolutamente de experiencias mentales. Tal vez, como nos dicen por separado los físicos Paul Davies y Margenau, los fenómenos asociados o complejos requieran una explicación en términos de conceptos abstractos, como el de la energía o el de campo.


                   Diferentes versiones funcionalistas


                   En las llamadas ciencias cognoscitivas, informática, lingüística, inteligencia artificial, cibernética y psicología se estudian sistemas que procesan información de una u otra forma. El desarrollo de unos conceptos y un lenguaje asociados a los ordenadores ha obligado a los científicos a pensar en términos más rigurosos sobre la mente y ha abierto nuevas perspectivas en lo que respecta a la naturaleza de la conciencia y el pensamiento. A tenor de los avances científicos producidos desde mediado el siglo XX ha surgido una filosofía de la mente, estrechamente ligada a las ciencias que hemos enumerado. Según las ideas del funcionalismo (que así se llama), el componente esencial de la mente no es la materia cerebral sino el modo en que se organiza (está programado) ese material. El cerebro tiene centenares de estructuras especializadas y nuestro saber está representado de diversas formas, almacenadas a su vez en distintas regiones cerebrales. Aunque desconocemos cual es el aspecto de estas representaciones son utilizadas frecuentemente en diferentes procesos. Según los funcionalistas, a pesar de esas dificultades es posible admitir dos niveles distintos de descripción causal, sin tener que preocuparnos de cómo actúa el uno sobre el otro. Así, el viejo enigma de qué forma actúa la mente sobre el cuerpo es considerado una confusión de planos conceptuales. Si nos es indiferente el modo en que el programa de un ordenador logra que sus circuitos resuelvan una ecuación, tampoco debemos preguntarnos de qué modo los pensamientos activan las neuronas capaces de producir respuestas corporales.
                   Para Paul Davies, el funcionalismo borra de un plumazo la mayoría de las inquietudes tradicionales del alma. "¿De qué está hecha el alma? La pregunta tiene tan poco sentido como preguntar de qué está hecha la nacionalidad o de que están hechos los miércoles." La mente, según él, es un concepto holista y no está hecha de nada. La relación entre la mente y el cuerpo es semejante a la que existe entre el argumento de una novela y las letras del alfabeto y no son dos componentes de una dualidad, sino dos conceptos enteramente distintos que pertenecen a dos planos diferentes de una jerarquía descriptiva. El funcionalismo pone el acento en que los estados mentales tienen dos tipos de efectos. Cuando hay un estado mental, en la mayoría de los casos, se modifica la conducta. Además, generalmente, se produce la creación de otros estados mentales, que también tienen un impacto sobre nuestras expectativas y nuestra forma de enfrentarnos a ellas al determinar la conducta y crear a su vez, nuevos estados mentales. El mundo físico, mecánico, la materia electroquímica cerebral componen los miles de millones de neuronas ignorantes del orden general al que sirven. Pero el mundo mental, en un plano superior u holista, no es más consciente de las células cerebrales. Nuestros pensamientos no son conscientes de la existencia de nuestras neuronas, y el hecho de que el nivel inferior esté regido por una necesidad lógica quizá derivada de un equipamiento genético de grupos neuronales que se han desarrollado mediante un mecanismo comparable al de la selección natural darwiniana, no tiene por qué contradecir el hecho de que en el nivel mental superior pueden darse procesos complejos en términos de subelementos que en sí son funcionales.
                   Los funcionalistas, además de considerar que la mente tiene un comportamiento holista, no excluyen la posibilidad de que mentes artificiales, máquinas pensantes y demás artilugios inteligentes capaces de realizar funciones, puedan ser construidos en el futuro. Esas posibilidades incluyen la de encontrar las combinaciones de subunidades que deban tener los artefactos si se quiere que funcionen adecuadamente en conjunto. Nada de eso es objetable, pero sí lo es la conclusión de que hay un paralelismo psicofísico al establecer de antemano una interdependencia funcional. Porque aquí se plantean dos clases de funcionalismos: el de inspiración mentalista y el de origen fisicalista.
                   Cuando se afirma que una serie de estados psíquicos es paralela a la de otros estados fisiológicos, se mantiene implícitamente la existencia de una relación funcional simbólica con una condición eventual de que la función sea uniforme. Esto es justificable si lo que se quiere es asegurar una coordinación inequívoca entre alma y cuerpo, pero infundado en la práctica ya que pasa por alto el proceso de conexión genética entre ambos. El funcionalismo presupone que los factores implicados en la dependencia funcional están dados simbólicamente como si fueran entes matemáticos. Tales asertos indican, como dice Marwin Minsky una "envidia de la física", que además produce graves limitaciones: si nos fijamos en los programas informáticos, que utilizan una sola representación, vemos que si fallan, pueden provocar que todo el sistema se venga a bajo. Sin embargo, puede hacerse la salvedad de que las funciones son formas matemáticas que pueden ser aplicadas a infinidad de condiciones, que "no necesariamente" tienen por qué incluir enunciados científicos. Así, la concepción funcionalista del problema mente-cuerpo se vuelve "cómodamente" compatible con el monismo neutral, el dualismo y la (con ésta la que más) armonía preestablecida, pero la cuestión que se plantea a continuación es cómo pueden existir mentes separadas del cuerpo. La concepción funcionalista hace plantear un interrogante a Mario Bunge, que queda en el aire: "¿es compatible con la observación elemental de que podemos dejar de pensar sin necesidad de aniquilar nuestro cerebro, mientras que la destrucción de éste hace imposible el pensamiento?" Hasta este punto confuso puede llevarnos el funcionalismo de raíz mentalista al propugnar que lo mental tiene una relación esotérica con la materia.
                   En la versión materialista del funcionalismo no se identifican estrictamente la mente y el cerebro, sino que, más bien, aquélla se encarna o concreta en éste. La mente y cualquiera de sus rasgos específicos se encuentran circunscritos a lo que ocurre en el cerebro que actúa a modo de estructura física. En ese sentido, si todos los aspectos de la mentalidad tuvieran (demostradamente) una encarnación física, el fisicalismo sería correcto. Ahora bien, si las características mentales no fueran identificables con características físicas, (y eso es lo más probable) ¿cuál sería la naturaleza de la relación que salvaguarda las características mentales frente a su propio entramado físico? El problema del funcionalismo es que, por un lado subraya las diferencias entre los conceptos ordinarios de lo mental (que es neutro) y lo físico. Pero luego afirma que los procesos y estados mentales son de naturaleza física, expresando para ello una dependencia mutua entre cosas o cualidades definibles en términos lingüísticos conceptualmente neutros (mentales) referidos al mundo físico, sin siquiera cuestionarse que quizá puedan coexistir sin estar genéticamente relacionadas entre sí, o que aún estándolo, requieran de una cantidad tan enorme de factores intervinientes que hagan imposible su análisis.  
                   De todas formas estas cuestiones ya no preocupan tanto hoy en día, pues actualmente no estamos tan inclinados a aceptar de modo tan literal la comparación entre la mente y el ordenador. Para los valedores de esa analogía, la relación de la mente con el cerebro es del mismo orden que la que hay entre los programas y los equipos físicos implicados en el proceso computacional. En el modelo de inteligencia artificial fuerte, por ejemplo, la mente no es otra cosa que un programa informático. Pero, en eso estamos de acuerdo con el filósofo John R. Searle, un ordenador es un aparato capaz de utilizar símbolos formales y, en consecuencia, los cálculos así definidos reducen su papel a una serie de operaciones puramente sintácticas. Pero la mente no funciona así y, por tanto, no es reducible a un programa de un ordenador. El que, en un sentido corriente, a nosotros nos resulte tan sencillo pensar y a los ordenadores tan complicado, parece ser que tiene que ver con la flexibilidad de nuestros cerebros. Estos, rara vez se valen de una única representación. Más bien, ponen en funcionamiento varias tramas o argumentos a la vez, con lo que siempre tienen disponibles distintos enfoques. Puede verse claramente lo que decimos, en que los vocablos que utilizamos en cualquier idioma lingüístico conocido no son sólo símbolos formales no interpretados, sino que sabemos lo que significan. En la actividad de la mente hay un contenido semántico que se diferencia muy considerablemente de cualquier agente capaz de dar una interpretación numérica a determinados datos físicos. En el pensamiento eficaz se desarrollan procesos múltiples que ayudan a describir, predecir, explicar, abstraer y planificar cuáles son las acciones convenientes a seguir. En puridad, nada tiene características de ordenador y sólo pueden ser denominados como tales aquellos instrumentos de cálculo que están asociados a una interpretación numérica. Si se quiere asociar a un cerebro una interpretación numérica, es evidente que puede hacerse, como podemos hacer una tabla de distancias en kilómetros entre Madrid y todas las capitales de provincias de España sin que la distribución geográfica de los agentes implicados implique que haya alguna correlación predeterminada. Es una característica notable de la naturaleza (y el cerebro es una parte de ella) que no puede encontrarse ningún proceso numérico independiente de la interpretación humana, dado que ningún proceso físico se realiza intrínsecamente de acuerdo con una normativa operacional abstracta. El cálculo, que es un proceso matemático abstracto, no es inherente a la naturaleza y sólo existe en relación con observadores e intérpretes conscientes de esa observación. En el caso de los ordenadores se ha logrado asociar con notable éxito diversos tipos de máquinas electrónicas (ni siquiera electroquímicas, que se asemejarían más a la configuración estructural de los cerebros) con procesos numéricos. Pero eso no quiere decir que si se relaciona un proceso físico con una interpretación específica con el fin de considerarlo un proceso numérico, conozcamos el proceso físico mismo, sino que, a lo sumo, simulamos el proceso físico con mayor o menor destreza.
                   Generalmente hoy en día, los nuevos expertos en inteligencia artificial han invertido la analogía y reconocen que para poder imitar bien el cerebro humano, es preciso conocer mucho mejor éste. Apenas sabemos un poco de lo que hacen o como lo hacen los cientos de regiones especializadas del cerebro. La mayor parte del conocimiento que atesoramos está alojado en las diversas redes que hay en su interior y consisten en enormes cantidades de pequeñas células nerviosas y de estructuras más diminutas todavía, las llamadas sinapsis, que a su modo, dirigen la forma en que las señales pasan de unas células a otras. Pero no sabemos como responden esas estructuras a los diversos campos eléctricos, flujos hormonales, aportes de nutrientes, neurotransmisores y demás compuestos químicos que hay en su entorno. Los billones de sinapsis que hay implicados en el funcionamiento de un cerebro humano, dificultan el desentrañamiento de los procesos causales que se desencadenan en él. Según el diseñador de programas para demostrar nuevos teoremas en geometría, Hao Wang, "la dificultad  estriba en que no sabemos qué estamos simulando, no sabemos bastante del objeto (o sea, la mente) que estamos modelando, como para tener ideas lo suficientemente precisas para ser puestas a prueba en el ordenador." De todas formas, ese inconveniente no tiene por qué desalentarnos demasiado. El que un fenómeno no pueda simularse por ordenador, no quiere decir que no pueda explicarse por nada que pueda ser simulado. Así como tampoco podemos caer en la interpretación restringida de la inteligencia fuerte tradicional, que postulaba que todo lo que fuera objeto de simulación por ordenador se podía (e incluso, se debía) considerar extrínsecamente un ordenador.
                   También podría suceder que, inconscientemente, siguiéramos las instrucciones de (o fuéramos) un programa tan largo y complejo, que no podamos alcanzar sobre él una comprensión inmediata. Si sus etapas se contasen por miles, es posible que individualizadamente fueran cognoscibles por nosotros, pero no tendríamos acceso a una comprensión global de carácter definitivo e inmediato. A ese respecto, Penrose utiliza un enfoque cognitivo algorítmico. Dado que los ordenadores basan su funcionamiento en la utilización de algoritmos (series de reglas muy precisas que definen las etapas a seguir en orden a la resolución de un problema o demostrar lo acertado de una proposición), si nuestro conocimiento de ciertas verdades no deriva de la aplicación de alguno de ellos, nosotros, concluye Penrose, no somos ordenadores. Pero cabe pensar que no hay una razón de peso para que tengamos que comprender los programas que supuestamente utilizamos al resolver inconscientemente problemas cognitivos, pues tampoco exigimos a un ordenador que comprenda en todos sus términos el programa que utiliza para probar un teorema. Tal vez sea difícil hacer la distinción entre "seguir un programa" y "ser un programa" la que provoca errores conceptuales. Por eso habría que matizar que, ni todos los algoritmos tienen por qué estar destinados a probar teoremas, ni tenemos por qué utilizar los algoritmos del mismo modo que los utilizan los ordenadores para llegar a determinadas conclusiones. La modelización exacta o la simulación de los procesos que se desarrollan en un cerebro cuando reflexiona, tal vez requieran de la utilización de algoritmos que a los matemáticos y programadores no se les han ocurrido o sobrepasan su capacidad de imaginación. Aún así, si se les llegaran a ocurrir alguna vez, nos aventuramos a decir que no descubrirían el comportamiento causal del cerebro sino que simularían la obtención de los productos cerebrales que (en parte) ayudarían, a su vez, a simular el comportamiento de los seres humanos. Gödel conjeturó en conversaciones que mantuvo con el citado Hao Wang sobre estas cuestiones, que seguramente no existen suficientes células nerviosas para realizar todas las operaciones observables de la mente. En ese contexto de operaciones observables habría que incluir las actividades de la memoria, la imaginación, la reflexión, etc., que sólo son directamente observables por introspección. Aunque la conjetura de Gödel no sabemos si es cierta o es falsa porque no sabemos el valor intrínseco que tienen las evidencias introspectivas, sirve para alentar el posible camino a seguir para la resolución de la controversia entre mentalismo y materialismo.


                   Cualidades emergentes


                   Es probable, por tanto, que en el capitulo de las analogías hayamos ido demasiado lejos. Pero puede que una comprensión de sistemas más simples nos sirva para explicar cómo la emisión de señales neuronales provoca la clase de estados mentales que habitualmente llamamos conciencia. En general, los neurobiólogos estiman que las neuronas son los elementos activos de la función cerebral. Como las demás células, las neuronas poseen una membrana celular y un núcleo central, son capaces de automantenerse y de producir energía química; pero, a diferencia de las demás, no pueden reproducirse, y tienen una función específica, que es la transmisión del influjo nervioso y la liberación de mensajeros químicos, llamados neuromediadores. Aunque, por supuesto, existen muchas variedades de neuronas, la forma más corriente consta, en un extremo, de una prolongación de forma cilíndrica, llamada axón, y en el otro, una especie de arborescencia espinosa de filamentos cortos y puntiagudos llamados dendritas. El cerebro humano contiene alrededor de unos 10¹¹ (10 elevado a once) o 10¹² (10 elevado a doce) de esos elementos conmutadores llamados neuronas y, como ya hemos dicho, existen muchas más sinapsis que neuronas. Por termino medio una neurona del cerebro humano posee entre mil y diez mil sinapsis o puntos de contacto con las neuronas más próximas. En el supuesto de una analogía elemental en la que cada sinapsis responda cuestiones simples con un o un no, como hacen los elementos de conmutación de los ordenadores electrónicos, daría como resultado que el máximo de respuestas en un sentido o en otro (o bits de información) que podría desarrollar el cerebro sería, aproximadamente de cien millones de bits, o de mil millones de bits, si partimos de diez mil sinapsis por neurona. Las cifras aunque son siempre muy altas, oscilarían entre varios millones hacia arriba y varios millones hacia abajo, pues parece que muchas neuronas de la médula espinal poseen esa cantidad de conexiones sinápticas y otras, como las neuronas de Purkinje, situadas en el cerebelo, tienen todavía más.
                   Continuando con la analogía, si ahora partimos de la suposición de la existencia de dos estados mentales por cada sinapsis y de una prudente estimación de unos cien millones de bits de información contenidos en el cerebro humano, haciendo un cálculo sencillo vemos que el número de estados mentales que puede alcanzar el hombre es de dos multiplicado por si mismo, cien millones de veces. La cifra es tan inimaginable que para que nos hagamos una idea, diremos que es muy superior a la del número de átomos existentes en el universo entero. En realidad, el número de posibles conexiones en el interior de nuestro moderno cerebro es prácticamente infinito. Como nos dice Anthony Smith de la universidad de Oxford, "de una manera u otra un mono bípedo, bastante lampiño, cazador y carroñero adquirió esta increíble posesión y nos la traspasó". Nadie sabe cómo se hizo ni por qué se hizo, pero se hizo. Existe tal cantidad de configuraciones mentales posibles, que es seguro que a lo largo de la historia de la humanidad, no se ha experimentado más que un número insignificante de ellas. Ese número ingente de configuraciones se ha quedado pequeño, al descubrirse en los últimos años que las neuronas constituyen auténticos microcircuitos electrónicos capaces de obtener una gama de respuestas mucho más amplia que la de los escuetos sies o noes de los elementos conmutadores de un ordenador. Sus respuestas precisas y complejas se derivan de que pueden responder a estímulos de una magnitud que es la centésima parte de la que se necesita para estimular una neurona común. La superabundancia de elementos conmutadores en el cerebro que realizan actividades muy concretas, hace que el número de estados cerebrales dependa del comportamiento de unas neuronas que no hacen otra cosa que aumentar o reducir su nivel de actividad.
                   Otra cuestión importante es la de extender la explicación del desarrollo de las categorías de la percepción a una concepción general de la conciencia. De alguna manera, los estímulos recibidos en distintas áreas cerebrales son reunidos coherentemente, con el resultado de una percepción singular unificada, por ejemplo, la visión consciente de una mesa. Parece ser que, según los estudios divulgados por Edelman, las redes de neuronas se unen sistemáticamente por algunos de sus puntos a los puntos correspondientes de una red de células, formando una especie de mapas conectados a otros mapas (o redes neuronales). Los mapas neuronales envían señales a otros mapas, que a su vez se las devuelven, pero no con características de retroactividad, sino con la activación simultánea de múltiples canales paralelos.
                   En el desarrollo de las categorías de percepción en el que está implicado el cerebro influyen numerosos estímulos correspondientes a otros tantos aspectos apreciables en los objetos físicos. De los colores, las formas, la textura, el movimiento de todas las cosas captadas por los sentidos es preciso abstraer ideas generales. La amplia variedad y repetición de estimulaciones hace que en el cerebro se seleccionen tramas adecuadas de grupos neuronales. Pero eso es sólo el comienzo; como las operaciones de las distintas tramas neuronales son susceptibles de conexionarse entre sí por canales de reentrada, las señales activarán no sólo los grupos neuronales correspondientes a una determinada distribución zonal, sino también los configurados por otros mapas o grupos de mapas. Es decir, las distinciones resultantes de la actividad de unos grupos neuronales o mapas, redundan en beneficio de la actividad cognoscitiva de otros grupos. Así, los mecanismos de reentrada permiten a unos conjuntos neuronales definir, por ejemplo, las formas de objetos a partir de sus contornos y movimientos, debido a que, previamente, unos mapas muy específicos permitieron distinguir los movimientos de los objetos, mientras que otros se encargaban de hacer otro tanto con sus contornos.
                   A pesar de que, como vemos, las diversas categorías que componen la representación de los objetos del mundo físico están sometidas a procesos que se distribuyen por muchas regiones diferentes del cerebro, el dispositivo permite conseguir una representación unificada en la conciencia de los individuos. Ello es debido a que las distintas agrupaciones neuronales diferenciadas zonalmente en forma de mapas, se comunican recíprocamente por medio de canales de reentrada hasta constituir una especie de cartografía global, en palabras de Edelman.
                   Ahora bien, suponiendo que la representación de los mecanismos de reentrada que producen el desarrollo en el cerebro de categorías correspondientes a los estímulos de entrada, sea correcta, aún estamos lejos de averiguar de qué manera se producen los estados de conciencia. Un estado mental cuya descripción sea, por ejemplo, centrarnos en mirar una cebra pastando en la sabana, nos permite decir que tenemos un dato sensorial blanco con rayas negras. Pero la experiencia que describimos como tener una imagen o dato sensorial blanco con rayas negras, es tan esquemática y elemental que un ordenador acoplado a una lente o cámara fotográfica también podría dar razón de ella, sin necesidad de que haya una experiencia en sí misma blanca con rayas negras. La que es blanca con rayas negras es (un diagnostico) la cebra que pasta tranquilamente. De ahí, que aunque no haya en nuestro cerebro nada parecido a algo blanco con rayas negras, el simple hecho de tener un dato sensorial blanco y con rayas negras y, lo que es más importante, ser conscientes de ello, tiene todo el aspecto de ser un proceso cerebral. Claro, que siempre puede objetarse que, aunque no haya cosas blancas y con rayas negras en nuestro cerebro (y ni siquiera en nuestra experiencia), es posible que haya algún quale o cualidad indefinida en nuestra experiencia, del que sí somos conscientes. Pero es que el problema de la explicación de los estados cualitativos interiores, también llamados mentales o de conciencia (simplificando, los quale) no constituyen un tema menor del problema de la conciencia sino el punto capital de la cuestión, ya que todo estado consciente es meramente cualitativo y la expresión quale (o qualia), además de provisional y no definida estrictamente, es inapropiada para hacerla extensible a todas las conciencias propias de los seres que llamamos conscientes. Podríamos, por supuesto, realizar un tratamiento reduccionista de la cuestión y limitarnos a comprender qué ocurre en el plano neurológico cuando la conciencia existe, pero siempre quedará la duda filosófica de la función de la subjetividad. Porque es muy distinto ver los "blancos" y los "negros" de las rayas de la piel de la cebra (que físicamente hablando son ondas electromagnéticas de frecuencias determinadas), ser conscientes de esa visualización y tener sensaciones subjetivas acerca de la blancura y la negrura. Es seguro que unas cosas se siguen de las otras por sus pasos contados, pero eso no explica el vacío entre la objetividad de la ciencia material (representada en este caso por las ondas electromagnéticas) y la subjetividad de las experiencias, en cierto modo trascendidas, que suponen los qualia.
                   Resumiendo, diremos que aunque las experiencias de tener imágenes o datos sensoriales son sin duda procesos físicos del cerebro, en un sentido interno, cuando somos conscientes de que uno de estos qualia puede tener algún grado de conexión con la realidad externa, lo cierto es que sólo somos conscientes de determinadas semejanzas y diferencias entre nuestras actividades internas. Tal determinación tiene un carácter emergente y además de ser imposible de explicar desde un punto de vista físico, es también irreductible psíquicamente.  
  
      





           
                  

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