martes, 10 de enero de 2012

33- Teleología y teleonomismo




                                                           
33- TELEOLOGÍA Y TELEONOMISMO

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"-Pero ¿que quieren que sepa la gente?
-Que hay un secreto. Si no para que vivir, si todo es tal como aparece.
-¿Y cuál es el secreto?
Lo que las religiones reveladas no han sabido decir. El secreto está más allá."

Umberto Eco (El Péndulo de Focault)



                   Causas finales y Materialismo


                   Desde tiempo inmemorial ha existido una tendencia histórica a considerar el mundo como poseedor de causas finales. Así para Platón, las estructuras físicas del llamado mundo real están subordinadas a una inteligencia ordenadora, que dirige todas las cosas y Todo "del mejor modo". Aristóteles por su parte, elaboró el finalismo en su Física como justificación decisiva del fenómeno de la permanencia de las especies vivas. Si de un animal nace siempre otro animal de la misma especie, este hecho, como todos los que ocurren siempre en la naturaleza, no podría explicarse si ésta estuviera regida por el azar. Por ello, según Aristóteles la finalidad es la única alternativa al azar, y eso valdría también para los cuerpos inorgánicos que tenderían a ocupar sus "lugares naturales" hacia los que se moverían espontáneamente, y por último, a los mismos astros cuyo movimiento estaría determinado por una voluntad de perfección divina.
                   Sin embargo, otros filósofos antiguos (muchos de ellos presocráticos) y contemporáneos no admiten más sustancia que la material. Niegan que la espiritualidad constituya una entidad propia, es decir, desligada de las actividades físicas del individuo. Niegan también la causa primera y cualquier ley metafísica. No es una línea definida de pensamiento, pues entre Leucipo o Demócrito, los epicúreos o los estoicos, y muchos siglos después, Hobbes, el materialismo dialéctico y los conceptos actuales de las ciencias naturales hay diferencias considerables en la explicación materialista de la realidad. Podemos resumirla básicamente en que para ellos la materia existe de por sí, sin más explicaciones. Es decir, sin causación ninguna y sin principio ni fin. Mediante una evolución mecánica y dominando por todas partes el azar y una necesidad muchas veces indeterminista, de cualquier modo, siempre sin propósito, las cosas llegan a diferenciarse unas de otras de manera accidental, no siendo más que aspectos diversificados, apariencias o modos de la masa madre originaria, de carácter exclusivamente material.
                   Lo cierto es que el materialismo tomado como una definición cerrada, no puede ser probado ni "desprobado" (en palabras de Lenin). Únicamente el concepto de materialismo antiguo, basado en la sensación primaria, en la cual el hombre adopta una posición de pasividad (meramente recibe impresiones del mundo exterior) ha pasado a ser una curiosidad que todavía se encuentra en los libros de filosofía. Y en lo que respecta al instrumentalismo, como lo calificó Russell, de la materia efectuado por Marx para la acción transformativa, es una febril búsqueda de la lógica de la naturaleza, no un hallazgo epistémico en si mismo.
                   Desde luego, en el extremo está el materialismo, que niega absolutamente la existencia de la mente como entidad propia. Los materialistas creen que las operaciones y los estados mentales no son más que procesos físicos. La psicología materialista, por su parte, (cuyo adelantado fue Schopenhauer y su representante actual más conspicuo es Skinner) convierte todo eso, en lo que se conoce como conductismo, es decir, fundamentalmente en la afirmación de que los seres humanos se comportan mecánicamente en respuesta a estímulos externos de todas clases.
                   En realidad, el materialismo puede considerarse como un sistema dogmático que surgió casi espontáneamente para oponerse al dogmatismo espiritualista ortodoxo. El materialismo no se basa en el método científico empírico, sino en una metafísica apriorística que dice saber lo que hay detrás de las apariencias. Pero la interpretación materialista de la realidad es incapaz, por ejemplo, de explicar que es la conciencia. La fisiología de la sensación y la propia psicología, han permitido demostrar que el mundo estudiado por la física depende de nuestros modos de percepción, y que, por lo tanto, no depende de su misma conformación como pretenden los materialistas. Por si fuera poco, el materialismo recibió un golpe muy duro con la teoría de la relatividad. La materia, para el sentido común, era aquello que persistía en el tiempo y se movía en el espacio. Además, ahí estaba la vieja sustancia de los filósofos que le daba carta de naturaleza en el pasado. Sin embargo, la noción tradicional de sustancia  que desde los tiempos de Hume y Kant ya no se consideraba como metafísicamente válida, persistió en la práctica de la física hasta que esta modernamente fundiera el tiempo en el espacio-tiempo y dañase aparentemente a aquélla en su concepción tradicional hasta hacerla inservible epistemológicamente. En consecuencia, la materia dejó de ser considerada como una cosa persistente con aspectos variables y se transformó en un sistema de acontecimientos relacionados complejamente entre sí. La materia que era antes sustancia en espacio y tiempo es ahora con la nueva física, una serie de acontecimientos que se relacionan según unas leyes no siempre comprendidas adecuadamente.
                   Pero ahora se plantea un nuevo debate en torno a la cuestión de si este mundo es fruto o no del azar. Si así fuera, parecería a primera vista que se vendría a dar la razón a un cierto tipo de materialismo de nuevo cuño, sustentado en los conocimientos de los últimos decenios en campos tan diversos como la cosmología física o la física cuántica. Lo que podríamos llamar neomaterialismo, fruto del empirismo científico reciente experimentaría cierto auge. Pero no hay nada que nos obligue a suponer que cuando, por ejemplo, las moléculas orgánicas se mezclan unas con otras, ya sea en un caldo orgánico o en el espacio interestelar se combinen por la acción del azar puro. De acuerdo con lo que Isaac Asimov denominó en alguna ocasión azar impuro, entendemos que hay un azar condicionado a la existencia de ciertas leyes naturales que por el momento desconocemos. Debido a esa circunstancia, no hay manera de hacer estimaciones de probabilidades razonables. La evolución cósmica implica que las partículas elementales que surgieron en los primeros momentos de la Gran Explosión tenían unas propiedades que, por seguir estando vigentes (al menos en parte) unos miles de millones de años después, les permitirían dar lugar a estructuras biológicas que posibilitaron nuestra misma aparición.
                   No se puede dejar de considerar que un aspecto tan importante como es el de la creación de nuestro universo, a partir del hecho singularmente explosivo en el que la materia y el tiempo hicieron su aparición simultánea, con una eventual trayectoria histórica posterior de ambos estrechamente unidos, invalida uno de los conceptos fundamentales del materialismo, el de la inmutabilidad de la materia. Si nuestro universo nació entonces, también podemos pensar que lo hizo la materia que lo constituye, en el sentido que tiene la nueva y masiva colección de sucesos acontecidos. Conjeturar sobre si la materia tenía una existencia anterior a la de la Gran Explosión es solo eso, una especulación (no infundada, pero sí, inverificable) que se sale del marco del universo cronorretrogradamente observable. Pero las leyes de la física nos permiten sustentar la idea de que la materia nació con unas propiedades determinadas en un instante preciso. Que el mundo está hecho de manera que es comprensible para las criaturas a que da lugar estamos dispuestos a admitirlo. Siendo esa su virtualidad, también posee reglas de juego que no pueden transgredirse. Una de ellas la constituye el horizonte de sucesos que acompañó a la singularidad original de la que salió todo.
                   Aprovechando esa circunstancia, es decir, centrándose en la naturaleza de la Gran Explosión, se han elaborado algunas sutiles teorías teleológicas. Entre ellas destaca la de los físicos que piensan que no podría haberse producido un universo en el que ciertas constantes fundamentales, como la constante de Planck, la constante de estructura fina (número llamado de igual manera, que caracteriza la intensidad de las fuerzas electromagnéticas, y que no ha cambiado a lo largo de miles de millones de años) o la tasa de expansión del universo hubieran tenido valores distintos de los que tienen. Alegan para ello que si se variaran ligeramente algunas de esas constantes, se obtendrían modelos de universos en los que no se podrían formar ni galaxias, ni estrellas, ni planetas, ni posiblemente nada de lo que conocemos.
                   Sin embargo, aunque más elaboradas, estimamos que esas pruebas teleológicas son bastante endebles, casi tanto como las conocidas antes de Darwin. Sabemos gracias a John Wheeler y otros físicos, que podría haber perfectamente un desarrollo de miles de millones de explosiones simultáneas en el hiperespacio y sucediéndose eternamente. Esas explosiones podrían producir unos universos en los que se combinasen de todas las formas posibles las constantes fundamentales, dando lugar a sucesos "materiales" absolutamente desconocidos e inimaginables por nosotros. La mayor parte de esos universos carecerían de vida y sólo habría algunos en los que el muy raro acontecimiento que es la vida, se generase. Así ya no sería necesario pensar en qué o quién ajustó con precisión la bola de fuego primigenia para crear un cosmos capaz de producir vida inteligente. Si el espacio y el tiempo no tienen límite alguno para su expresión material, como tampoco hay límite alguno al número de universos que puedan nacer y extinguirse, siempre puede haber algún universo "extraño" con vida, aunque la probabilidad de que ésta se dé, sea muy baja.
                   Si nos centramos en lo que nos ocupa, podemos decir que la materia pudo tener algún tipo de entidad previa a la existencia de nuestro universo, pero es su configuración estructural presente con todo lo cambiante que es, la que permite un estudio más minucioso. A pesar de ello, la imaginación es muy fértil y las hipótesis proliferan sobre lo que ocurrió antes del surgimiento del universo. Lo primero que nos viene a la cabeza es que el paso pudo ser de la "nada" a materia organizada. A menudo se califica la aparición espontánea de materia en el espacio vacío, como "a partir de la nada". Pero para un físico, el espacio vacío no puede ser identificado con la nada, sino que se trata de una parte muy considerable del universo. No basta con suponer que el espacio vacío estaba presente desde el principio del surgimiento del universo. También habría que explicar de dónde procede el mismo espacio. Un problema difícil que se plantea en estos intentos de comprender el origen del universo es dar con la clave del hecho de que el cosmos fue creado en el estado de falso vacío. Si el espacio-tiempo recién creado se hubiera hallado en el vacío auténtico, la inflación cósmica nunca hubiera ocurrido, la Gran Explosión hubiera quedado reducida a algo insignificante, el espacio-tiempo hubiera desaparecido sin dejar rastros, y, por supuesto, sin dejar tras de sí un universo en formación. Es muy posible que el estado de falso vacío se viera potenciado por las condiciones extremas que predominaban en aquél momento. Dada esa circunstancia y a las temperaturas extremadamente altas de que se partió, el universo, cuando llegó el enfriamiento suficiente, se quedó varado en un falso vacío.
                   Como todos los sistemas cuánticos excitados, el aparente (falso) vacío es inestable y tiende a la desintegración. Entonces, cabría preguntar que por qué quedó varado y tomó el relevo el llamado espacio vacío real. Se supone que el vacío cuántico es el medio hipotético de repulsión cósmica y la única forma que se les ocurre a los científicos de que esa poderosísima fuerza
(10¹² -diez elevado a ciento veinte- veces superior a la que Einstein necesitaba para que no se desmoronase su primitivo y también hipotético modelo de universo estático) no acabase en desintegración total, sería dejando el universo bajo control de la fuerza de gravedad normal. A partir de ahí las cosas evolucionaron como las conocemos, en cierto modo, con el telón de fondo de las mencionadas constantes cosmológicas. Su ajuste es tan perfecto que si hubiera un ligero giro en un sentido o en otro, que las hiciera moverse de su situación actual podría ocurrir que todas las estrellas fueran tragadas por hiperdesarrollados agujeros negros, o al revés que se evaporaran sus átomos, destruyendo todas las posibilidades de desarrollo biológico. Pero para tranquilidad de todos, no parece que vaya a suceder ni una cosa ni otra, al menos, durante algunos miles de millones de años más.
                   El problema principal en la investigación de un fenómeno como el de la creación, es que hasta la fecha no hemos podido remontarnos lo suficientemente cerca del momento justo del comienzo de la existencia cósmica. Los experimentos de laboratorio no permiten obtener unas temperaturas y unas energías de las partículas tan grandes como las que debieron generarse en aquellos precisos instantes, y es dudoso que puedan lograrse alguna vez.
                   A partir de los 0,001 segundos hacia atrás es todo un mundo extraño en el que sólo nos podemos guiar por ideas teóricas. Además, estamos tan condicionados por las leyes naturales que rigieron el momento de la Gran Explosión, que estas siguen vigentes desde entonces, como puede comprobarse experimentalmente. Por eso mismo nos vemos impedidos en nuestros intentos de establecer cualquier tipo de condiciones especiales detalladas que supuestamente imperasen en el inicio exacto de la creación.
                   Por lo que se sabe, los rasgos fundamentales del mundo físico emergieron de manera automática por la concurrencia de las leyes de la física, sin necesidad de suponer que el universo fue situado inicialmente en un estado particularmente especial. La nueva cosmología asegura que el estado cósmico inicial tiene una importancia irrelevante. Es más, toda la información que tenía ese estado inicial fue borrada durante la etapa inflacionaria previa del llamado falso vacío. El universo que conocemos lleva consigo solamente las débiles huellas de los procesos físicos ocurridos desde el comienzo de la inflación hasta nuestros días. Como diría John Wheeler, "el universo creó y ahora contiene espacio y tiempo: el espacio y el tiempo no crearon o contuvieron el universo”. Eso nos plantea varias disyuntivas de difícil respuesta. En efecto, no sabemos si el universo creó las leyes de la física que se basan en el espacio y el tiempo, o si las leyes de la física crearon el universo. Tampoco sabemos si hay leyes en algún lugar, que de alguna forma sean independientes del espacio-tiempo o del propio universo, o si son las leyes según las cuales se rige éste, las que nos imponen una visión unívoca del mismo, como parte que formamos de él. En suma, vivimos porque (y donde) podemos vivir, aunque estas afirmaciones también pueden ser discutidas.
                   Lo que si sabemos es que la evolución cosmológica del universo tuvo un comienzo determinado, casi puntual (¿o fue puntual?). El grado de precisión al que podemos llegar en el conocimiento exacto de ese instante será tan grande como podamos llegar a saber, e incluso como queramos suponer, si nuestra capacidad imaginativa se desborda. De todas formas, lo único que se puede decir con un grado razonable de certeza, llegado ese límite de aprehensión es que la solución al enigma, aunque esté barajada en todas las posibilidades que se manejan, estamos casi seguros de que no podremos señalar cuál es la carta verdadera, porque no es una verdad que se pueda empíricamente demostrar. De momento no hay maqueta posible que reproduzca el acontecimiento en sus exactos términos. Y decimos, que estamos casi seguros. En ciencia nada es inamovible ni definitivo. Todo sería dar con la receta adecuada al problema planteado, pues, como diría Poincaré: "Luego si las recetas científicas tienen un valor como normas de acción, es porque sabemos que son acertadas, al menos en general. Pero saber eso, en verdad es saber algo. Y entonces ¿por qué venís a decirnos que no podemos conocer nada?" El escepticismo del matemático y filósofo francés Augusto Comte sobre la capacidad de la ciencia para encontrar recetas le llevó a efectuar la desacertada predicción según la cual, nunca sabríamos nada de la composición del Sol y de las demás estrellas; además, sería vana empresa, ya que eso no influiría sobre la… sociología.
                   Si la astronomía y la física han hecho tanto por la humanidad, proporcionándola una posición en el cosmos, tal vez, a pesar de su auxilio no sea suficiente para llegar a apurar hasta las últimas consecuencias el conocimiento del principio y el fin del universo. En cualquier caso, siempre serán poderosos instrumentos que nos hacen capaces de elaborar analogías que, a su vez, nos posibiliten adivinar más que demostrar. Distando mucho todavía de saber el "cómo" del principio cósmico, la ciencia actual no trata de negar (ni afirmar, porque no es esa su misión) a priori la teleología, sino de explicar las pautas del universo, desterrando la idea acientífica del designio.
                   Aunque muchos científicos utilizan actualmente argumentos teleológicos, algunos se ocupan solo de los resultados finales, en tanto que otros, le dan el significado de los fines previstos. Desde luego la raíz "telos" y la palabra final siempre pueden tomarse de alguna de las dos maneras y también pueden considerarse intercambiables en su significación más neutra, pero si se hace con el sentido estricto de la primera de ellas, debe saberse que se está haciendo hincapié en el de su intencionalidad. En cualquier caso, presuponen un plan en las obras de la naturaleza. Como sólo podemos sobrevivir y desarrollarnos en un universo cuyas estructuras permitan que nos encontremos aquí, tenemos la tendencia a imprimir un orden al mundo para darle un sentido. La idea no es muy nueva. Incluso ese tipo de razonamiento fue ensayado por Kant al principio, en el comienzo de sus disquisiciones filosóficas.
                   Nuestros cerebros, que forman parte del mundo, están obligados a organizar complejas informaciones de modo que podemos servirnos de ellas con efectividad, en nuestras relaciones con el propio mundo. A tal efecto, la mente se siente inclinada a descubrir conexiones en medio de un conjunto heterogéneo, e incluso heteróclito, de datos. Son éstas, formas subjetivas de búsqueda de orden, que están muchas veces al margen de la determinación real en el mundo que nos envuelve. La imaginación de nuestros antepasados, por ejemplo, organizó todo un sistema de constelaciones astrales trazando figuras de animales en el cielo uniendo puntos de luz, que hoy sabemos perfectamente que están distribuidas al azar. Todavía hoy hay muchos coetáneos, que fascinados por la aparente persistencia de esos pseudoorganizados haces de luz, confeccionan sus cartas astrales con fruición. Esos "diseños" de apariencia coherente, constituyen el paradigma de la observancia ilusoria y selectiva de un orden donde realmente no lo hay.
                   No obstante, cuando se estudian las relaciones que existen entre las cosas de la naturaleza desde un punto de vista científico, se puede comprobar que si hay orden en los sistemas físicos. Es más, en la física fundamental se encuentran leyes que expresadas matemáticamente tienen una aplicación sistemática al denominado mundo real. Seguramente, la descripción matemática que surge al analizar un sistema físico, se debe a que nuestros cerebros también son sistemas físicos susceptibles de ser descritos en términos de estructuras matemáticas, lo cual no dejaría de implicar, que aún habiendo otros ordenes perfectamente coherentes que pueden ser descritos en términos no matemáticos, (pero no alógicos) eligiéramos éstos precisamente por darnos una idea muy clara de su total difusión cósmica y eficacia explicativa. Este tipo de orden no es algo que se imponga desde fuera para la comprensión de la naturaleza, sino que como decimos, se desvela después de descubrir las complejas interrelaciones que hay establecidas objetivamente en esta última, tras largos análisis matemáticos que suponen una adecuación o concordancia entre el método de estudio y la construcción lógica del mundo.
                   A pesar de lo dicho, toda organización compleja puede surgir espontáneamente sin que sea preciso un diseño o plan previo. La coherencia organizativa de los materiales previos (que hay que presuponer por el hecho de su mera existencia) más las evoluciones física o biológica, según los casos, pueden hacer el resto. Consideremos, por ejemplo un caso sencillo, el de un cristal en el que los átomos se encuentran agrupados en una disposición perfectamente regular con un alto grado de simetría y formando una estructura geométrica. Esa simetría manifestada en variadas formas geométricas puede aplicarse tanto a un cristal cúbico de sal marina como a las maclas de yeso o a las formas regulares casi microscópicas de los copos de nieve. La simetría atómica es, en última instancia, una concreción modal de la necesidad determinante, que es la responsable de esos tipos de estructuras físicas tan difundidas.
                   Análogamente, en el caso biológico, el inmenso depósito de reservas genéticas y mutaciones favorables fijadas en estructuras biológicas cuasiestables o metaestables, proceden de la capacidad de experimentación con todo tipo de alternativas que tiene la naturaleza sobre los miles de millones de organismos que existen y han existido distribuidos en millones de generaciones que se han sucedido a lo largo de la historia de la evolución de la Tierra. En el gran yacimiento genético, libre de condicionantes previos, que había dispuesto para la combinación y experimentación no prefiguradas, pudo originarse casualmente una mutación favorable al surgimiento de una estructura biológica. Así pudieron desarrollarse cosas tan dispares como las aletas de los peces, las alas de las aves, los caparazones de las tortugas o los sistemas visuales de casi todos los animales conocidos. La acumulación de muchos y pequeños cambios accidentales ventajosos, permite establecer un lento avance hacia complejos mecanismos de adaptación al medio.
                   Debido a que la compleja organización que es la vida, depende de la forma exacta en que las leyes de la física se combinan, adquieren para nosotros una relevancia especial, pues requerimos para nuestra supervivencia de que esas mismas leyes se articulen en condiciones especiales y precisas. Las más insignificantes variaciones en los valores numéricos de las constantes fundamentales harían la vida imposible tal como la conocemos. De ahí, que algunos estudiosos estén persuadidos de que el universo se puede considerar como una obra dirigida. Pero si es atractivo suponer que un universo complejo sólo es posible si las leyes de la física son muy parecidas a las del nuestro, también es lícito objetar que podrían variar muy ligeramente las leyes físicas en otros tipos de universos y originar otras formas de vida o no originarlas en absoluto. Nosotros damos cuenta o testimonio de las características de un universo que es capaz de crearnos gracias a ellas, pero nadie podría hacer lo mismo de un universo que no estuviera habilitado para crear seres capaces de estudiar su estructura física. Ésta podría ser coherente, susceptible de ser descrita matemáticamente, ordenada en muchos de sus aspectos, pero el dilema seguiría siendo irresoluble. El dilema que muchos plantean es, o bien las estructuras físicas del universo son el resultado de procesos casualmente encadenados y naturales, o bien las "coincidencias" que parecen ser necesarias para que las complejas estructuras del universo se constituyan y desarrollen, requieren de un diseño apropiado cuyos rasgos no se acierta a descifrar. En realidad, que el universo esté habitado o no, es un dilema hipotético menor. Lo que generalmente más importa es si existe por si mismo, es decir, derivado de procesos naturales, o si su existencia obedece a algún tipo de proceso organizativo identificable en el desarrollo de dichos acontecimientos.
                   Por supuesto, es difícil imaginar un universo mucho más simple que el actual y que sea consistente con la inexistencia de observadores vivos, aunque al imaginarlo ya seríamos observadores de su realidad virtual. Ciertamente, antes de nosotros, en la época de los dinosaurios no había nadie capaz de hacer ni una cosa ni la otra. Ahora, en cambio, podemos ver que las instrucciones para edificar un cosmos coherente se imparten según las leyes de la física. Pero las leyes de la física ya existían independientemente de quien se dedicase a investigarlas. Desde un punto de vista objetivamente "humano" un universo capaz de crear dinosaurios pero no de momento, personas, no se consideraría probablemente teleológico, pues ¿como iba a obedecer a un plan el surgimiento de unos seres tan horribles? ¿Qué sentido iba a tener tal cosa? Y mucho menos lo tendría, si la súbita desaparición en un cataclismo de los mismos por el choque de un meteorito gigante, a cuyos efectos perniciosos secundarios se atribuye su desaparición, hubiera provocado la destrucción integra del planeta Tierra. Ahora sí, claro, ya podemos decir que de algún modo fueron nuestros antecesores. No se repara en que es una reconstrucción evolutiva realizada a posteriori que permite demostrar otra vez que es mucho más fácil diagnosticar el pasado cuando ya lo conocemos.
                   La idea de que el universo ha sido construido para evolucionar hacia un objetivo final se basa, como vemos, en la concatenación de hechos ocurridos en el pasado con una orientación definida y pretende abarcar tanto el orden de la simplicidad como el de la complejidad (siendo esta considerada una derivación igualmente simple, de aquella). Sin embargo, la principal objeción a la idea de proyecto en ambos casos, aparte de que habría que aclarar cuando hay un orden simple y cuando un orden complejo, es que los sistemas con un orden y una estructura determinados se pueden explicar, de hecho, como el resultado de procesos naturales perfectamente lógicos en si mismos y carentes de enigmáticas connotaciones esotéricas.
                   En cuanto al otro argumento teleológico, de que todo cuanto existe ha sido producido por algo previamente existente, podría ser cuestionado por la teoría del estado estacionario. En ese modelo, el espacio y el tiempo nunca han empezado a existir, sino que están ahí desde siempre. Ahora bien, como este modelo está en franca decadencia hemos de remitirnos a la supuesta vaguedad causal de la teoría cuántica. Si se acepta que los sucesos cuánticos no obedecen individualmente a una causación directa, es porque cada partícula individual surge de una forma imprevisible y abrupta, aquí y allá, en algún momento no precisable. Aunque muchos físicos están inclinados a creer que el universo entero está sujeto a los principios de la física cuántica, con las incertidumbres que eso conlleva, es preferible dejarlo de momento a un lado, y centrarnos en la crítica tradicional de una de las también tradicionales premisas del argumento cosmológico que se esgrimen, ya que suscita muchas adhesiones entre la generalidad de los científicos. En efecto, la persistente creencia de que la sucesión infinita de causas no es posible, y que, por tanto, la cadena debe detenerse en algún punto es, tal vez, aplicable a cierto número de cosas o sucesos individuales dentro del universo (y eso, más que nada, porque nuestra imaginación es finita y nuestros métodos de comprobación limitados) pero no a él en su totalidad. No hay por qué suponer que la causación de una cosa que nos es más o menos familiar, es como la causación del universo. No parece que sea analizable como una cosa "muy grande", sino que se asemeja más bien a una colección de sucesos que escapan a nuestra capacidad de aprehensión absoluta. Tampoco sería estrictamente necesario recurrir a pensar en causaciones externas al propio universo, cuando, por otra parte, no hay una imposibilidad lógica de aducir la producción autocausal aunque, a primera vista, parezca una hipótesis contraria al sentido común y no sea tampoco una creencia generalizada en la comunidad científica.
                   Lo que queremos decir es que la teleología es una hipótesis sostenible en términos filosóficos pero no científicos, porque la lógica estructurada en torno a las matemáticas de que se sirve la física cosmológica y, naturalmente, la biología molecular, no puede traspasar los límites de la estricta observación experimental y ésta no permite dar pábulo a semejantes interpretaciones.                                
                 

                   Ortogénesis y Principio Antrópico



                   En lo que todos los investigadores están de acuerdo es en que los fenómenos que afectan a los sistemas, ya sean, por ejemplo, geológicos, físicos o bioquímicos, no los dejan inalterados, sino que, por el contrario, lo que eran antes de operar el cambio se manifiesta con una mayor o menor diferencia, con lo que son después de haber entrado en juego e influido sobre dichos sistemas, los diversos factores cósmicos aunados de algún modo, que transforman el conjunto de una situación A, a una situación B.
                   Así, cuando se contempla la materia, no pueden por menos que observarse sus distintos matices evolutivos en general y muy diversos procesos transformativos más particularizados en los que el propio juicio del observador se ve involucrado decisivamente. A ese respecto, haríamos bien en fijarnos en la siguiente advertencia de Gilles Deleuze, "Si es cierto que el entendimiento proporciona una <<suma discontinua>>, ésta no es sino la materia de generación de las cantidades: sólo la <<graduación>> o continuidad constituye su forma, que pertenece a las ideas de la razón. De ahí que las diferencias no corresponden ciertamente a ninguna cantidad engendrada, sino que son una regla incondicionada para la génesis del conocimiento de la cantidad, y para la generación de las discontinuidades que constituyen su materia, o para la construcción de series."
                   Hay, pues, una dinámica natural actuando (lo que nos recuerda la idea fundamental de Heráclito) que hace que no podamos hablar de estatismo, de perennidad. Esto ha dado pie a la existencia de ideas finalistas biológicas en algunos pensadores que tratan de probar que la evolución avanza a partir de organismos más simples y en dirección a organismos considerados más complejos a causa de determinados imperativos internos no definidos. Las dos teorías que más notoriedad consiguieron fueron la de la ortogénesis y la del principio antrópico.  
                   A manera de introducción, digamos que todas las cosas sin excepción tienen algo en común y es la presencia de su conatus. Por él, tienden a perseverar en la existencia. Eso mismo traducido, quiere decir que todos los seres vivos persiguen mantenerse vivos y transmitir la vida, sin admitir, en principio, que eso suponga una forma de vitalismo que implique algún tipo de conciencia dirigista más o menos difusa. Según la formulación de Herbert Spencer, la evolución trata de un movimiento de la materia, no imprescindiblemente continuado en todo momento, desde un estado homogéneo a otro estado más heterogéneo. Pero la evolución de la materia que los científicos observan, es interpretada según dos corrientes de opinión que adquieren cuerpo, en torno a Lamarck por la idea de una finalidad, o bien en torno a Darwin por la ausencia de ella. En línea con las ideas del primero, se sitúa la corriente ortogenetista que es una forma de contemplar la evolución suponiéndola con un desarrollo rectilíneo y controlado por alguna fuerza directriz orientada hacia un fin. La otra gran corriente, la darwinista, se aúna en torno al concepto de que en la evolución hay ciertos mecanismos que son interpretados como procesos de acumulación y multiplicación que engendran movimientos de condensación y amplificación estructural.
                   La base de todas las ideas ortogenéticas en el evolucionismo es la de una tendencia en todos los organismos hacia el progreso. Sería algo así como aquella propiedad manifiesta que posee la materia viva para formar un sistema, en el seno de la cual los términos se suceden experimentalmente según unos valores constantemente crecientes de centrocomplejidad. De ese modo trataron de explicar la formación de formas superiores, a partir de formas inferiores apoyándose tanto en el orden lógico como metodológico. Ya en 1884, por ejemplo, Carl von Nägeli enunció su Teoría mecánico-fisiológica de la evolución, influido todavía por un fuerte componente teleológico. A pesar de que no presentaba prueba experimental alguna en apoyo de su teoría, sostenía que su visión era racionalista y mecanicista y daba perfecta cuenta de todos los procesos evolutivos. Por una acumulación continuada de propiedades, aunque no se conozca el mecanismo exacto de esa herencia, su efecto en "bola de nieve" permite acumular caracteres sobre caracteres en el protoplasma celular. Seguramente que Nägeli era el primer ortogenetista de la historia, pero no se utilizaba este término cuando él difundió sus ideas en público. Algo después, Haake introdujo la expresión que se iría haciendo progresivamente popular.
                   El fundamento esencial de todas las teorías ortogenetistas era su firme creencia en la existencia de una ley dentro del mundo orgánico. La hipótesis de pulsaciones vitales independientes permitiría justificar sin problemas la diversidad morfológica de las principales ramificaciones reconocidas por cualquier sistemática. No era imaginable por ellos que pudieran darse las actuaciones indiscriminadas de múltiples fuerzas en la naturaleza orgánica. Lo fortuito era raro, y por tanto, incomprensible. La selección natural era considerada más bien una fuerza conservadora en lugar de innovadora. "¡Cuántas fuerzas que considerábamos muertas para siempre en la Naturaleza han demostrado, bajo un análisis más minucioso, estar todavía en acción!", clamaba su más conspicuo representante. Así, Berg en su libro publicado en la década de los años treinta del pasado siglo y titulado Nomogénesis o evolución determinada por la Ley, nos lo sugiere todo ya de entrada. Aunque la evolución en línea recta que él propugnaba se acercase a las concepciones aristotélicas tradicionales, no le preocupaban nada las implicaciones que este hecho tenía.
                   No se puede negar que había razones empíricas para el desarrollo de las teorías ortogenéticas. El campo abonado del que disfrutaron lo constituía fundamentalmente el conjunto de observaciones paleontológicas de series evolutivas aparentemente continuas o de líneas de descendencia entre algunos tipos de fósiles. En efecto, las series de fósiles de los elefantes o los amonites, parecían mostrar una clase de evolución en clara línea recta que indicaba la existencia de tendencias o direcciones parecidas al desenrrollamiento (ese es el sentido profundo de la palabra evolución) de una alfombra cuando se la extiende sobre el suelo. La ortogénesis se aferraba tozudamente a la idea de la evolución de "grupos de organismos" que parecían seguir líneas paralelas. No se percataban de que eso implicaba dar por buena una explicación biológica sobre cualquier valor adaptativo de cualquier carácter en su ambiente original.
                   Verdaderamente aquí es donde se advierten las debilidades epistémicas relativas al hecho evolutivo, situado en el contexto más amplio de la evolución. Sería preciso responder a algunas preguntas como son: ¿Cuándo comenzó la evolución? ¿Sobre qué clase de material y en que circunstancias operó por vez primera? La idea de evolución es la de un "todo continuo" pero carecemos del eslabón (el quantum) inicial de la gran cadena de los seres vivos. La incorporación de una teoría estrictamente biológica a la biopoyesis o nacimiento de la vida sería muy beneficiosa para la aceptación incontestable de la teoría de la evolución y eliminaría suspicacias en torno a ella, ya que ésta, es estrictamente biológica y en ese sentido se encuentra sin los elementos de apoyo suficientes que le proporcionarían una adecuada defensa.
                   No obstante, contando con esas deficiencias en el conocimiento, observaciones más rigurosas demuestran que hay una dependencia extremadamente sensible de diferencias casi inapreciables e inconmensurables en las condiciones iniciales, lo que conduce a resultados claramente divergentes partiendo de situaciones mínimamente dispares en el origen. Algo que confundió a los antiguos ortogenetistas, fue la creencia en el ambiente externo como fuerza coactiva trascendente que gobierna la evolución de los organismos. También les desorientó la persistencia de órganos rudimentarios incipientes mucho antes de que se desarrollara su fase útil. Si no se usaban ¿para qué estaban allí? Su problema fue que no llegaron a comprender el grado de contingencia en el que se desenvuelven los organismos. Todo estado actual se debe a un largo encadenamiento de estados antecedentes sucesivos, que aunque lógicamente son posibles, no se pueden predecir. No hay una determinación inmediata de la naturaleza que actúe siguiendo leyes eternas, al menos, no en estos casos.
                   Los evolucionistas modernos rechazan los aspectos ortogenéticos que apelan a imperativos que no sean estrictamente de constatación empírica. Toda extensión o prolongación de la argumentación en un sentido teorético es inadmisible, pues sería tanto como reconocer la existencia de una cualidad oculta que otorga a la materia la posibilidad de alguna preferencia en los objetos de las mutaciones.
                   Según los viejos ortogenetistas había una imagen poética que podría describirse así: "Las mismas fibras de la Cosmogénesis en un envolvimiento de la duración, piden continuarse en nosotros, por razones de coherencia y de homogeneidad, en algo que es más profundo que la carne y el hueso". Como puede verse, la "razón leibniziana" se resiste a desaparecer, y aun cuando, más modernamente, los ortogenetistas han acotado su campo de actuación práctico a la paleontología, como término descriptivo en filogenética o para las series de fósiles, no resisten la tentación de conjeturar que esa disciplina aporta pruebas fehacientes de impulsos controlados por tendencias internas o externas. Cuando se estudian los fósiles en mayor número y profundamente, se ve que su desarrollo evolutivo no tiene ningún parecido con el seguimiento de una o varias líneas rectas, sino con un auténtico laberinto enmarañado. Eso se vio muy claramente ya, en el ejemplo clásico de la evolución de los antecesores del caballo. Hace tiempo que se creía que el caballo actual, el Equus, procedía en línea recta de una pequeña criatura llamada Hyracotherium. Más tarde se pudo comprobar que este animal no evolucionó únicamente en una dirección, sino que también dio lugar a numerosos géneros y especies de caballos, algunos muy parecidos al conocido Equus actual, y otros muy alejados de él. Pues bien, eso quiere decir que todas esas familias de animales están relacionadas genéticamente de modo retrospectivo, más o menos, como las más o menos sinuosas varillas de algunos abanicos que confluyen en un centro único, común y remoto. Es cierto que sí, sí están relacionados genéticamente, pero que no se diga que son en línea preferentemente recta por que hay muchas otras líneas rectas colaterales perdidas por el camino, que debilitan el presupuesto del sentido de dicha preferencia.
                   Otra objeción que cabría hacer a los ortogeneticistas sería que circunscriben su campo de atención a la materia viviente, como si la materia de la que se ocupa la física no evolucionara, o les fueran indiferentes sus consecuencias. El caso es que a sensu contrario, se permiten extrapolar sus ideas al mundo prebiótico o mineral como algo aparte, de forma que luego sea posible autoconcederse el beneficio de su argumentación.
                   El ortogeneticista más famoso es, seguramente, Teilhard de Chardin, quien con el propósito de dotar a la ortogénesis de una mayor amplitud contemplativa sobre la evolución, la confirió el sentido más laxo posible. A la manera del geoquímico Vernadsky (con quien llegó a tener buen trato) que había elaborado el concepto de biosfera para referirse a la envoltura biológica del planeta, él, hacia el año 1925 acuñó la expresión noosfera, o envoltura pensante del planeta, es decir, una especie de sutil red metafísica que posteriormente caló con fortuna entre los simpatizantes de la hitesis Gaia. La materia, durante largos períodos de tiempo, evoluciona siguiendo una línea de creciente improbabilidad, desde la partícula atómica más simple hasta el animal superior. Habría una ortogénesis de fondo para describir la ortogénesis general de toda la biosfera y una ortogénesis de forma que utilizada en un sentido biológico serviría para subrayar las tendencias secundarias. En el inicio del capitulo titulado "El despliegue de la Noosfera" de su libro El fenómeno humano, Teilhard nos hace una breve, sumaria y florida exposición de sus ideas al respecto: "Con el objeto de multiplicar los contactos que son necesarios a sus tanteos y almacenar la variedad polimorfa de sus riquezas propias, la Vida no puede avanzar más que mediante la progresión de masas profundas. Así, pues, cuando su curso sale de las gargantas en donde le tenía como estrangulado una mutación nueva, cuanto más apretada está la hilera de la que emerge y más amplia es la superficie que debe cubrir con su ola, tanto más necesario le es reconstituirse en multitud". Lo que nos sugiere, es que esa clase de ortogénesis de especialización, se circunscribe a la evolución que se desarrolla a través de un número muy grande de formas diferentes, y a través de una serie de cambios pequeños que se producen en todas direcciones, aunque siempre sea ella la que imponga la dirección y la que dé origen a las diversas tendencias, líneas o ramificaciones evolutivas.
                   "Ya sea por causa de la multiplicidad de sus puntos de origen, ya sea como consecuencia de una rápida diversificación a partir de algunos focos de emersión, ya sea, hay que añadir, por razón de diferencias (climáticas o químicas) en la envoltura acuosa de la Tierra, nos vemos conducidos a entender la Vida, considerada en su estadio protocelular, como un enorme haz de fibras polimorfas. Incluso, y a estas profundidades, el fenómeno vital no puede ser tratado a fondo más que como un problema orgánico de masas en movimiento". A pesar de que Teilhard no intentó sustituir la teoría de la selección por una teoría de la ortogénesis, quiere deslizar un poco subrepticiamente (como se ve en el párrafo anterior) la añadidura de un vago factor ambiental, para el cual no poseía auténticas pruebas. Basándose en consideraciones hipotéticamente estadísticas, superpuso sus propias ideas sobre la ortogénesis a las usuales explicaciones causales de la evolución, tales como la selección natural. Su conflicto de probabilidades en el que la vida se ve agónicamente sumida, no expresa cuantificación sino una mera convicción de que el azar es encauzado en una dirección mediante la búsqueda sistemática a ciegas en el micronivel de la evolución.
                   A nuestro modo de ver, no se puede ni se debe estimar como un privilegio de la ortogénesis lo que no está en modo alguno determinado por la teoría general de la evolución. La historia de ésta incluye muchas trabazones caóticas y las redes y las cadenas de acontecimientos sucesivos son sumamente intrincadas. Además, se hallan impregnadas de elementos aleatorios que abarcan multitud de objetos únicos que interactúan de modo exclusivo. La vida no apareció en la Tierra sometiéndose a axiomas de progreso y complejidad creciente, sino que se produjo en virtud de un resultado fortuito y contingente de infinidad de acontecimientos interrelacionados que evolucionaron conjuntamente. Si alguno de esos acontecimientos hubiera tenido lugar de manera diferente, la historia podría haberse dirigido hacia una senda alternativa que no hubiera conducido a un aumento de conciencia. Las leyes de la naturaleza no prefiguran en absoluto porque hay tortugas, leones o personas, y a lo sumo se puede decir que los organismos se adaptan a los principios físicos, a la vez que se hallan constreñidos por ellos, pero son datos insuficientes a la hora de evaluar los resultados tan dispares de la evolución.
                   En realidad, no es necesario invocar ningún misterioso objetivo de la naturaleza ni ningún mecanismo complicado. Tampoco es preciso indagar sobre las influencias del medio para explicar los cambios de formas. Todos los individuos de una especie son distintos entre sí y aprovechando esa circunstancia, en cada generación un carácter determinado recorre una serie continua de desviaciones alrededor de una media. Un organismo que aparece en escena se ve inmediatamente involucrado en la prueba de la vida y de la reproducción, siendo entonces el momento de la demostración de su capacidad de adaptación.
                   Si la ortogénesis fue una especie de reconvención a los científicos para que apreciaran en la idea evolutiva, la sujeción a una ley que señala una dirección, y que no se trata de un proceso caótico e inútil, es porque sus partidarios no supieron ver que entre todos los candidatos a la reproducción, son seleccionados precisamente aquellos que superaron un banco de pruebas donde lo único que cuenta son las cualidades naturales y la actuación de los individuos considerados. Quiere decirse que, sin que haya "ninguna" intención que determine la elección, esta se produce de acuerdo con lo que es más útil para una especie concreta.
                   Hay un hecho cierto, y es que el ejemplo supremo de organización compleja en el universo es la vida. Los ortogenetistas (u ortogeneticistas) hicieron hincapié en ello, y se lanzaron con brío a la tarea de descubrir las implicaciones lógicas, metodológicas y descriptivas en biología y paleontología. Pero las inquietudes en torno al fenómeno vida pueden ser ampliadas a otros estadios evolutivos de la materia. En efecto, la pregunta de hasta qué punto depende nuestra existencia de las leyes de la física adquiere un interés muy especial. Los seres vivos requieren condiciones muy especiales para su supervivencia, pero también son muy especiales las leyes de la física, y cualquier cambio en alguna de ellas, por pequeño que sea, incluidas las más insignificantes variaciones en los valores numéricos de las constantes fundamentales, harían imposible el desarrollo de procesos vitales tal como los conocemos. No cabe duda que las criaturas terrestres, surgidas y adaptadas a las condiciones imperantes en nuestro planeta, son también hijas del universo. Se han desarrollado y adaptado ocupando su lugar en el entorno a escala cósmica, aunque esto sea poco evidente a primera vista. De hecho, se replantean viejos problemas filosóficos e incluso teológicos sobre la compatibilidad de nuestro universo con la presencia de la vida. Aunque muchos científicos opinan que no tiene sentido discutir los conceptos de probabilidad, azar y resultados a posteriori, a otros les maravilla que el Sol se encuentre justo a la temperatura necesaria para mantener en el rango adecuado la de la Tierra. Y no sólo eso, sino que además el Sol sea capaz de mantener esa temperatura casi constante en nuestro planeta, el tiempo necesario para que se desarrolle la vida. También son objeto de asombro para algunos, que todos los sucesos acaecidos desde la Gran Explosión hayan sido los precisos para producir justamente el fenómeno vital. La forma en que se crearon las galaxias y las estrellas, se constituyeron los planetas e incluso se establecieron los fundamentos de cierto tipo de interacciones como la de la gravedad, parecen haber sido producidos a la medida de las necesidades de los seres vivos terrestres.
                   En ese punto, los escépticos replicarían que si el universo no hubiera estado como está organizado, nosotros no estaríamos aquí tampoco para maravillarnos ante él. Cualquier universo que es percibido por criaturas inteligentes, tiene que estar altamente ordenado porque sino sería incapaz de crearlas. De hecho, lo que ha ocurrido es que han sido las criaturas las hechas a la medida para encajar en su entorno, incluida la fuerza de la gravedad, las galaxias, las estrellas y la temperatura del Sol. Sus formas de vida dependen de delicados y sutiles mecanismos y de algunas coincidencias (siempre descubiertas a posteriori, no lo olvidemos) aparentes en determinadas leyes de la naturaleza que condicionan el funcionamiento del universo. Sin esas coincidencias descubiertas después de haberse producido, nosotros no estaríamos aquí intentando resolver el problema de su existencia, ni tampoco, si tiene o no sentido, discutir sobre un universo en el que no hubiera observadores conscientes. Todo universo que haya de existir proporcionará misterios a resolver a los observadores conscientes que sea capaz de crear, porque solo ese tipo de seres serían capaces de evolucionar eventual y adecuadamente en esa clase de universo lógico.
                   Una variante relacionada con esa idea la constituye el denominado principio antrópico fuerte, concebido primeramente en detalle por el astrofísico Brandon Carter y muy debatido en sus proposiciones por físicos y astrónomos. Según él, el universo debió surgir con el grado de orden adecuado para la aparición de la vida. El principio antrópico fuerte depende en gran manera de la existencia de observadores inteligentes que puedan constatarlo.
                   Sin entrar en pormenores, digamos que algunas de las coincidencias relevantes en el universo se pueden explicar en términos simples. Si nos fijamos en el principio del universo, en la Gran Explosión, los cálculos ponen de relieve que, cuando se transformó en helio aproximadamente el veinte por cien del hidrógeno que había en el seno de la masa ígnea original, si hubiera habido un pequeñísimo cambio en la constante de estructura fina (no ha variado sensiblemente desde hace miles de millones de años, y determina la velocidad de nucleosíntesis), se habría originado un modelo de universo totalmente distinto, es decir, con muy poco helio o con muy poco hidrógeno. Cualquiera de las dos situaciones, haría impensable la formación de estrellas clásicas de nuestro universo. Sin ellas, la vida habría sido radicalmente diferente, si es que hubiera podido surgir. El universo es también el producto de una pugna entre la fuerza expansiva de la Gran Explosión y la fuerza de la gravedad que intenta agrupar de nuevo las partes dispersas que lo componen. Hace pocos años que los astrofísicos se percataron de lo delicado que es el equilibrio entre estas dos tendencias radicalmente opuestas. Si la Gran Explosión hubiera tenido menor entidad, el cosmos hubiera detenido su expansión, precipitándose sobre sí mismo y acabando por terminar todo en una Gran Implosión. Pensando en el otro extremo, si hubiera sido mayor, los objetos estelares y toda la materia cósmica se habrían dispersado con tanta rapidez que las galaxias no hubieran podido formarse. Con todo esto, quiere decirse que la estructura del universo parece depender muy ajustadamente del preciso equilibrio entre la fuerza gravitacional y la fuerza expansiva.
                   La base del principio antrópico es lo extraño que nos parece el modo en que está organizado nuestro universo, pero eso no nos impide pensar que puede haber muchos tipos de universo en los que la probabilidad de que se dé la vida sea muy baja, y que no tiene por qué haber ningún límite al numero de universos que puedan desarrollarse y morir, si el espacio y el tiempo pueden organizarse sin ningún límite. Por pequeña que sea la probabilidad de que ocurra, siempre habrá un universo en el que el raro acontecimiento acontezca, y como es el caso bien conocido, aquí estamos para corroborarlo.
                   Existen muy buenas razones, por ejemplo, y siguiendo el principio antrópico, por las que una criatura como el hombre en nuestro planeta deba tener precisamente el tamaño que tiene. Esas razones podrían ser los valores de las fuerzas eléctricas y gravitacionales de nuestro universo. Según eso un cosmólogo que se preguntase a si mismo por las condiciones necesarias de su existencia, podría explicar de paso ciertas clases de propiedades de la Tierra, el sistema solar, la galaxia, o incluso la masa de fuego primigenia. Con su proceso reconstructivo, el cosmólogo estaría haciendo un análisis retrógrado parecido al que hacen los arqueólogos cuando inspeccionando una momia hallada en una excavación, reconstruyen muchos aspectos de la vida y costumbres funerarias en el antiguo Egipto. Desde cualquier punto de vista que se mire, solo una civilización avanzada sería capaz de elaborar un ritual mortuorio tan complejo que le permitiera legarnos una forma tan singular de embalsamamiento que perdura a través de los milenios hasta nuestros días. Pero sería más apropiado que en el proceso reconstructivo pudiéramos razonar al revés. Dado el profundo sentido religioso de aquella sociedad y el trato exquisito que daban a sus difuntos, hemos de encontrarnos consiguientemente, pruebas que confirmen lo que estamos intuyendo, que el arte de embalsamar cadáveres era conocido por su perfección y refinamiento según muestran las momias exhumadas y que eso denota que nos hallamos ante una civilización que alcanzó un notabilísimo grado de desarrollo.
                   En realidad, el principio no nos dice nada nuevo y es aplicado desde hace mucho tiempo, tanto por los egiptólogos como por los aficionados al juego del ajedrez. El análisis retrógrado permite deducir, en ocasiones y dependiendo de la habilidad del jugador, la pieza o piezas ausentes analizando posibles jugadas anteriores de la partida. El reglamento del juego del ajedrez determina, en cierto modo, los pasos a seguir en las jugadas, como una suerte de solipsismo de los físicos prefigura los planteamientos de un problema al que se le suministran las soluciones de antemano.
                   De la larga lista de elementos cosmológicos que podrían haber variado en teoría a la hora de construir un universo, los físicos en sus cálculos suelen introducir pequeñas alteraciones o casi insignificantes detalles, como el de la velocidad a la que el hidrógeno se transforma en helio en el interior de la masa de fuego primigenia o la constante de la gravedad. Pero la cuestión es que no sabemos cuáles son los parámetros que pueden variar de un universo a otro, cuanto pueden variar de una sola vez y cuál es la probabilidad de la distribución de sus valores en orden al surgimiento de la vida. Por ejemplo, si tomamos la constante de la gravedad, veremos que si fuera un poco mayor de lo que es, los procesos convectivos en el interior de las estrellas se dificultarían en grado sumo, inclusive hasta un grado en el que las inestabilidades que originan las explosiones de supernovas, nunca se desarrollarían, ni, en consecuencia, llegarían a difundirse por el espacio los elementos pesados que componen habitualmente los planetas. Así, se podría llegar a caer en la tentación de suponer que hay una auténtica elección exacta de las leyes físicas y constantes de la naturaleza que propician que el universo sea como es. Una conclusión trascendente, haría hincapié en que un universo adecuado para la vida resulta un fenómeno excepcional. Quienes apoyan el principio antrópico alegan que podría haber un número indeterminado de posibles universos, con muchas configuraciones distintas gobernadas por la casualidad. Cualquier variación teórica simulada en una ecuación matemática, por pequeña que sea, siempre nos lleva a la misma conclusión, la de que describimos un universo plausible, pero en el cual, la vida tal como la conocemos, no puede darse.
                   Pero, siempre habría que considerar que un universo tan excepcional como el nuestro, bien pudo ser la consecuencia de un accidente cósmico muy improbable. Y otra posibilidad es que aquello que nosotros llamamos universo, no sea en realidad más que una pequeña porción de algo mucho mayor que nos rompiera los esquemas. Podría suceder que en numerosos sitios alejados de nuestra zona del cielo se den diferentes leyes físicas que no sean apropiadas para la vida.
                   Los fundamentos científicos del principio antrópico fuerte y del principio antrópico débil, en consecuencia, han sido muy cuestionados. Así, Steven Weinberg de la universidad de Texas, físico de partículas y premio Nobel, es uno de los más destacados teóricos que han aceptado el principio antrópico con mucha reticencia y asegura que lo hace acuciado por la necesidad de explicar el nudo de relaciones más enmarañado que se pueda imaginar. En cambio, para John Peacock, cosmólogo de la universidad de Edimburgo, el principio antrópico supone un gran avance en la física, pues la existencia de conjuntos de universos con distintas propiedades da idea de la existencia también de un mecanismo regulador capaz de producir variaciones. Seria digno de consideración según él, ver la forma de establecer una suerte de código genético cósmico, de la misma manera que la evolución biológica comporta la existencia de genes.
                   Los detractores del principio antrópico lo han atacado empleando el mismo concepto de probabilidad, en torno al cual pivota el principio en sus dos versiones. En el tema se hace referencia a la probabilidad relativa de las pequeñas fluctuaciones ante las grandes fluctuaciones. Por alguna razón no aclarada, la formación de las galaxias está, de algún modo, vinculada a la estructura a gran escala que muestra el universo. La probabilidad teórica de que se formen miles de millones de galaxias sería infinitesimal comparada con la probabilidad, por ejemplo, de que se forme una galaxia sencilla o, incluso, una estrella capaz de generar vida. Y sin embargo, esto no es lo que se observa. El porqué vemos un universo cuajado de galaxias y perfectamente ordenado y estructurado debe tener que ver con la forma peculiar de comportarse el propio universo. Según la teoría razonable y apriorística de los múltiples universos, podrían existir miles de millones de ellos con una sola galaxia por cada universo que tuviera dos galaxias; a medida que se considerasen universos con más galaxias, aumentaría la improbabilidad razonable de la existencia de ellos. Pero habitamos en un universo de infinidad de galaxias, lo cual nos permite estar en la certeza de que aunque sea inconmensurablemente grande, es posible de facto gracias a las leyes de la lógica interna que lo rigen. Sería una trivialidad imaginar universos que fueran imposibles debido a contradicciones lógicas, aunque no carecieran de posibilidades empíricas. De análoga manera, es una trivialidad componer universos teóricos que deban adaptarse o cumplir las propiedades ontológicas que rigen en el nuestro. Si suponemos por un instante que existen tantos universos como elecciones cuánticas y que cada posible distribución de materia y energía se ha de dar en alguna parte de la infinita colección de mundos paralelos, estamos habilitando un lugar teórico de la razón, no de la praxis, para todos aquellos elementos de un universo que se pueden poner juntos desde un punto de vista físico, sin que ello implique contradicción con las características físicas de nuestro universo. Casi estaríamos haciendo como Leibniz, que empleaba el término "composible" como un modo de restringir las posibilidades estructurales no contradictorias de cualquier universo capaz de existir.
                   Otro punto aparentemente débil del principio antrópico basado en las elecciones cuánticas, es que existirían "demasiados" (¿quizá, infinitos?) universos en relación con las distintas distribuciones de materia y energía, lo que supondría la selección por conveniencia de un universo muy atípico entre una colección enorme, quizás infinita, de mundos paralelos. Además, tampoco es compatible con el principio de la navaja de Ockham, pues su explicación no es ni mucho menos la más sencilla ni la que menos hipótesis contempla. Eso, por no decir que sería empíricamente inverificable desde cualquier punto de vista que pudiéramos adoptar.


                   "Fulguraciones" y teleonomismo



                   Ortogenetistas, finalistas e incluso partidarios del principio antrópico, no se dan cuenta de que han tirado del hilo de un "ovillo ya desenrollado". La Tierra, y por tanto, la naturaleza con sus características, propiedades y cualesquiera otras condiciones cósmicas acompañantes impusieron previamente sus normas a nuestro surgimiento, estando, en consecuencia, hechos por el mundo sin la implicación de que él esté a nuestro servicio.
                   No es que no se pueda extrapolar y sacar conclusiones de una sucesión de hechos que han tenido lugar, pero es peligroso porque no podemos desembarazarnos totalmente de nuestra subjetividad. Tendemos a conferir el valor de lo probatorio a lo que puede ser (lo cual no quiere decir que lo sea) un fenómeno aislado. Tenemos una imagen interiorizada del universo demasiado antropocéntrica. Han sido muchos siglos creyéndonos el centro del mismo, como para hacernos la idea en su justa medida, a pesar incluso de saber por los estudios astronómicos que la Tierra no es más que una partícula de materia insignificante girando alrededor de un sol mediocre en tamaño desplazado a una región apartada de la galaxia, y que es sólo una de tantas de los cien mil millones de estrellas que le acompañan.
                   La ortogénesis, lisa y llanamente, como ha sido descrita, no es propugnada hoy por casi nadie. Sólo entre algunos vitalistas adscritos a ideas metafísico-religiosas conserva algunos partidarios. Es, más bien, el principio antrópico el que ha conseguido para sí, ir aumentando poco a poco a costa de las ideas ortogenetistas el número de sus defensores.
                   De alguna manera, la evolución "desenrollada" hasta la actualidad parece como si prefigurase el sendero de sus composiciones  futuras, pero eso no es así en absoluto. La imagen no resulta adecuada porque no hay un sendero marcado, es el propio desenrrollamiento quien lo crea. Corregir esta imagen de la evolución es lo que se proponen algunos científicos como Konrad Lorenz, quien aplica a los cambios de nivel críticos, tales como la aparición de la vida, o la generación del fenómeno reflexivo el término fulguración. En efecto, tanto la aparición de la vida en general, como la vida reflexiva en particular, significan la sucesión de una serie de saltos cualitativos en los que la materia adopta nuevas formas con propiedades desconocidas hasta entonces. Las fulguraciones de Lorenz suponen la integración de facultades preexistentes que alcanzan un nivel superior de organización no jerárquica, sino emergente. La comprensión de ese nuevo nivel no requiere de fuerzas misteriosas ocultas en el interior de la materia. Tampoco son ciegamente mecánicas o azarosas en un sentido pleno, puesto que no existe el "todo vale" si se sigue un camino determinado, o "todo vale" siguiendo cualquiera de ellos. Tanto la repetición como la diferencia tienen sus reglas y son éstas las que debemos observar.
                   La modestia de la visión teleonómica es suficiente para saber cual pudo ser y como pudo ser la evolución de la materia. Si nos circunscribimos al fenómeno vital, que es en el que más diatribas ha habido, vemos que para los partidarios de la ortogénesis y del principio antrópico (con un sentido genético más amplio) es algo concluyente o terminante, mientras que para un teleonomista constituye sólo un suceso más dentro de la marcha evolutiva de los sistemas. Entiéndase bien, no es que para unos tenga un significado superior al del otro. No deja de ser la vida, un hito excepcional (sobre todo para nosotros, como seres vivos y conscientes), sino que difieren en la vía del seguimiento de los hechos. Así, se llamará a un proceso teleonómico, cuando es analizado desde el punto de vista de las etapas que incluye, y final si de él se extrae exclusivamente el "resultado". Esta matización es importante hacerla, porque tanto la ortogénesis (por mucho que se niegue) como los partidarios del principio antrópico (por mucho que digan que se ven forzados a hacerlo) se apoyan claramente en la teleonomía, convirtiéndola en su auxiliadora en orden a la extracción de conclusiones. La posición teleonómica contempla al organismo, no como un juguete del ambiente sino como capaz de seleccionar de manera activa las condiciones más favorables para la consecución de sus tres objetivos primordiales: conservación, desarrollo y propagación. Pero dado que el teleonomismo se inspira en leyes estadísticas, admite que los organismos no siempre llegan a alcanzar esos objetivos: tal cosa supone admitir que las mencionadas leyes están desprovistas de la necesidad que alegan los ortogenetistas y que, en cambio, caracteriza a las leyes causales. En palabras de Christian Léurier, "el inconveniente resultante de la confusión consiste en que teleonomía y finalidad, aunque correspondan a un mismo proceso, no designan la misma perspectiva. Si nos situamos en el punto de vista de la finalidad no retendremos de cada etapa sino lo que anuncia de las siguientes, ya conocidas y privilegiadas. El punto de vista teleonómico, por el contrario, sigue el desarrollo cronológico de las etapas partiendo de la primera y describiendo todo lo que se encuentra en cada una de ellas, aun cuando no tenga relación con la finalidad".  
                   La teleonomía, por consiguiente, no saca conclusiones, constata los hechos tal y como se van produciendo, y si bien es cierto que se la puede acusar de cortedad epistemológica, también es verdad que no se la puede achacar osadía reconstructora y proyectiva. De hecho, la diferencia no está en las etapas descritas, sino precisamente en las mismas descripciones que, por lo demás, no resultan contradictorias, sino que como diría Niels Bohr, presentan una relación de complementariedad vinculada a nuestra condición de observadores (implicados) de la naturaleza. Es importante, en consecuencia, que contemplemos el aspecto subjetivo de esa dicotomía que puede causar estragos en el tratamiento epistémico de la realidad de los hechos.              
       
  
    























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