2-PREFACIO
Creía Descartes (siglo XVII) que para reflexionar
sobre el infinito (aunque sea inabarcable y no podamos comprenderlo) tenemos
unos puntos de partida o unos principios evidentes. No reparaba en que se da el mismo problema tanto para los elementos,
como para su conjunto; en la medida en que no se conoce éste es imposible
conocer aquéllos. A pesar de todo y teniendo en cuenta que hay que adoptar una
postura pragmática, podemos decir que tenía razón; sólo podemos servirnos para
explicar lo que nos rodea y explicar nuestra presencia en el mundo, de aquellos
elementos que tenemos más a mano, y articularlos de manera comprensible de modo
que permita una descripción satisfactoria de los mismos, así como la
descripción más perfecta posible del conjunto creado.
Se presenta una dificultad adicional, y es como
entresacar de una realidad tan compleja esos principios, que de evidentes solo
tienen el nombre. Hacer del pensar un principio de la evidencia de nuestro
existir, como hacía tan ilustre filósofo, es algo que no proviene de la
proposición, "todo lo que piensa existe". Cuando nos percatamos de
que somos cosas que piensan, no lo deducimos mediante un procedimiento
silogístico, sino que lo conocemos por propia e inmediata introspección. Por
descontado, que no excluimos que otras cosas puedan existir aunque ni siquiera
piensen. La proposición "pienso, luego existo" es una simple
hipótesis (permítasenos llamarla así) metafísica, a la que llegamos mediante
una captación inductiva que realiza el ser bajo la determinación del
pensamiento. Sin embargo, Parménides había enunciado ya mucho antes (a finales
del siglo V a. de J.C.) la identidad del ser y el pensamiento: "Lo mismo
es, a la vez, ser y pensamiento" pero, al revés que Descartes, concebía el
pensamiento a partir de la determinación del ser, es decir, fuera del ser no
podría descubrirse, según él, el pensamiento. Tanto en un caso como en otro, y
dado que se parte de la misma identidad, "ser y pensamiento", resulta
realmente imposible pasar directamente del "pienso...." al establecimiento de las ciencias, y sobre
todo especialmente de la física, que es el "más acá de la
metafísica".
En ese punto, hemos de ser muy cuidadosos. Los
principios elegidos ¿deben ser físicos o metafísicos? Una respuesta fácil e
improvisada sería que cualquiera de ellos, siempre que fuesen los acertados;
pero no haríamos más que diferir el planteamiento del problema. Dado que somos
incapaces de distinguir claramente, y por tanto de elegir, entre "ciertos
principios" o "principios
ciertos" nos vemos obligados a prescindir de tan insólitos juegos de
palabras. Quisiéramos seguir la hipótesis del "mundo material", como
aparentemente lo más cercano y claro que tenemos, pero no es seguro que sea
física, ya que además de estar inmersos en ella con la implicación perceptiva
que eso supone, no hay una estricta correspondencia con lo observable, sino con
lo impresionable, es decir, con aquello que impresiona los sentidos, lo que
dota a la imagen de un claro componente metafísico. ¿Como se podría así captar
la esencia de algo, si a lo sumo accedemos a verdades más o menos creibles? La
esencia de una cosa parece haber
significado "el conjunto de sus propiedades que no pueden cambiar sin que pierda su
identidad" pero ¿cuándo se podría decir que hay un cambio esencial de
propiedades? En la actualidad, la ciencia estima que la esencia de la cosa es
la cosa misma, y semejante a la "cosa en si" kantiana, no valiendo la
pena recurrir a otras disquisiciones epistémicas, que no sean las estrictamente
comparativas. Así, la forma de soslayar dificultades es fijarse en parejas de
objetos. Es sobre esa base, como la percepción sensorial u objeto, percibe y
trata de observar, mientras que la causa o consecuencia material, es decir, el
otro objeto, independientemente del hecho perceptivo que tenga lugar, es añadido
exclusivamente mediante la imaginación. Como diría Schrödinger, "este mundo se muestra a sí mismo sólo
allí <<dónde>> y <<mientras>> únicamente se
desarrolla, donde se generan nuevas formas. Las áreas pasivas escapan al brillo
de la consciencia, se petrifican, y sólo aparecen por su interacción con las áreas
de la evolución". La dificultad de decisión sobre que objetos son
emparejables, nos remite a la vieja cuestión del procedimiento silogístico ya apuntado, que se
emplea profusamente sin necesidad de decir, ¡atención! ahora vamos a utilizar
un silogismo al modo aristotélico. Por eso mismo, apelamos al
sobreentendimiento o reconocimiento tácito
de que "juntar" o "poner" cosas en un mismo plano de
análisis, es sólo una cuestión instrumental, útil para extraer conclusiones relativas a todo
aquello que nos envuelve cósmicamente con repercusiones cognoscitivas.
La ciencia sabe que el universo conocido tuvo un
comienzo, en el que nacieron, además de él mismo, "continente", todo
lo que había en su interior, "el contenido". Así nacieron las
partículas subatómicas, los átomos, las moléculas, las galaxias, los planetas,
la vida, etc.; e incluso algo que es consustancial al propio universo, el espacio
y el tiempo. Es decir, el "todo" y sus "componentes"
surgieron en cierto sentido, todos al unísono, sólo que, unos, realmente y
otros potencialmente reales. Después la organización del "todo y sus
partes" es la que ha variado,
evolucionando constantemente en sus interacciones. Pero casi nos atreveríamos a
asegurar que esa capacidad de evolución incluso nació también entonces, si
hemos de fiarnos en los diversos modelos cosmogónicos que se proponen.
Explicar de qué se compone el universo, cómo se ha
ensamblado, cómo funciona y que repercusiones tienen esos procesos para
nosotros y nuestro entorno, requiere que nos fijemos en los objetos y en los
hechos que les mantienen relacionados en una permanente diversificación de
sucesos, acontecimientos y situaciones. Comenzaremos justamente, estudiando los
supuestos objetos físicos del mundo y las virtudes o eficacias naturales que
les son propios, proporcionando al mismo ese extraño aspecto unitario que,
habitualmente, muestra de por sí.
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