martes, 10 de enero de 2012

2- Prefacio


     
    
2-PREFACIO



                   Creía Descartes (siglo XVII) que para reflexionar sobre el infinito (aunque sea inabarcable y no podamos comprenderlo) tenemos unos puntos de partida o unos principios evidentes. No reparaba en que se da el  mismo problema tanto para los elementos, como para su conjunto; en la medida en que no se conoce éste es imposible conocer aquéllos. A pesar de todo y teniendo en cuenta que hay que adoptar una postura pragmática, podemos decir que tenía razón; sólo podemos servirnos para explicar lo que nos rodea y explicar nuestra presencia en el mundo, de aquellos elementos que tenemos más a mano, y articularlos de manera comprensible de modo que permita una descripción satisfactoria de los mismos, así como la descripción más perfecta posible del conjunto creado.
                   Se presenta una dificultad adicional, y es como entresacar de una realidad tan compleja esos principios, que de evidentes solo tienen el nombre. Hacer del pensar un principio de la evidencia de nuestro existir, como hacía tan ilustre filósofo, es algo que no proviene de la proposición, "todo lo que piensa existe". Cuando nos percatamos de que somos cosas que piensan, no lo deducimos mediante un procedimiento silogístico, sino que lo conocemos por propia e inmediata introspección. Por descontado, que no excluimos que otras cosas puedan existir aunque ni siquiera piensen. La proposición "pienso, luego existo" es una simple hipótesis (permítasenos llamarla así) metafísica, a la que llegamos mediante una captación inductiva que realiza el ser bajo la determinación del pensamiento. Sin embargo, Parménides había enunciado ya mucho antes (a finales del siglo V a. de J.C.) la identidad del ser y el pensamiento: "Lo mismo es, a la vez, ser y pensamiento" pero, al revés que Descartes, concebía el pensamiento a partir de la determinación del ser, es decir, fuera del ser no podría descubrirse, según él, el pensamiento. Tanto en un caso como en otro, y dado que se parte de la misma identidad, "ser y pensamiento", resulta realmente imposible pasar directamente del "pienso...."  al establecimiento de las ciencias, y sobre todo especialmente de la física, que es el "más acá de la metafísica".
                   En ese punto, hemos de ser muy cuidadosos. Los principios elegidos ¿deben ser físicos o metafísicos? Una respuesta fácil e improvisada sería que cualquiera de ellos, siempre que fuesen los acertados; pero no haríamos más que diferir el planteamiento del problema. Dado que somos incapaces de distinguir claramente, y por tanto de elegir, entre "ciertos principios"  o "principios ciertos" nos vemos obligados a prescindir de tan insólitos juegos de palabras. Quisiéramos seguir la hipótesis del "mundo material", como aparentemente lo más cercano y claro que tenemos, pero no es seguro que sea física, ya que además de estar inmersos en ella con la implicación perceptiva que eso supone, no hay una estricta correspondencia con lo observable, sino con lo impresionable, es decir, con aquello que impresiona los sentidos, lo que dota a la imagen de un claro componente metafísico. ¿Como se podría así captar la esencia de algo, si a lo sumo accedemos a verdades más o menos creibles? La esencia de una  cosa parece haber significado "el conjunto de sus propiedades  que no pueden cambiar sin que pierda su identidad" pero ¿cuándo se podría decir que hay un cambio esencial de propiedades? En la actualidad, la ciencia estima que la esencia de la cosa es la cosa misma, y semejante a la "cosa en si" kantiana, no valiendo la pena recurrir a otras disquisiciones epistémicas, que no sean las estrictamente comparativas. Así, la forma de soslayar dificultades es fijarse en parejas de objetos. Es sobre esa base, como la percepción sensorial u objeto, percibe y trata de observar, mientras que la causa o consecuencia material, es decir, el otro objeto, independientemente del hecho perceptivo que tenga lugar, es añadido exclusivamente mediante la imaginación. Como diría Schrödinger,  "este mundo se muestra a sí mismo sólo allí <<dónde>> y <<mientras>> únicamente se desarrolla, donde se generan nuevas formas. Las áreas pasivas escapan al brillo de la consciencia, se petrifican, y sólo aparecen por su interacción con las áreas de la evolución". La dificultad de decisión sobre que objetos son emparejables, nos remite a la vieja cuestión del  procedimiento silogístico ya apuntado, que se emplea profusamente sin necesidad de decir, ¡atención! ahora vamos a utilizar un silogismo al modo aristotélico. Por eso mismo, apelamos al sobreentendimiento o reconocimiento tácito  de que "juntar" o "poner" cosas en un mismo plano de análisis, es sólo una cuestión instrumental, útil  para extraer conclusiones relativas a todo aquello que nos envuelve cósmicamente con repercusiones cognoscitivas.
                   La ciencia sabe que el universo conocido tuvo un comienzo, en el que nacieron, además de él mismo, "continente", todo lo que había en su interior, "el contenido". Así nacieron las partículas subatómicas, los átomos, las moléculas, las galaxias, los planetas, la vida, etc.; e incluso algo que es consustancial al propio universo, el espacio y el tiempo. Es decir, el "todo" y sus "componentes" surgieron en cierto sentido, todos al unísono, sólo que, unos, realmente y otros potencialmente reales. Después la organización del "todo y sus partes" es la  que ha variado, evolucionando constantemente en sus interacciones. Pero casi nos atreveríamos a asegurar que esa capacidad de evolución incluso nació también entonces, si hemos de fiarnos en los diversos modelos cosmogónicos que se proponen.
                   Explicar de qué se compone el universo, cómo se ha ensamblado, cómo funciona y que repercusiones tienen esos procesos para nosotros y nuestro entorno, requiere que nos fijemos en los objetos y en los hechos que les mantienen relacionados en una permanente diversificación de sucesos, acontecimientos y situaciones. Comenzaremos justamente, estudiando los supuestos objetos físicos del mundo y las virtudes o eficacias naturales que les son propios, proporcionando al mismo ese extraño aspecto unitario que, habitualmente, muestra de por sí.


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