martes, 10 de enero de 2012

29- Experimentos prebiológicos en laboratorio






29-EXPERIMENTOS PREBIOLÓGICOS EN LABORATORIO

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".....Vive, vive como el mismo rumor de que has nacido;
escucha el son de tu madre imperiosa;
sé tú espuma que queda después de aquel amor,
después de que, agua o madre, la orilla se retira."
                                            
Vicente Aleixandre (Hija de la mar)



                   Fue Charles Darwin quién, a partir de la década de los sesenta del siglo XIX, intentó hacernos ver que un principio tan sencillo como el de la evolución, es el responsable de que se hayan desarrollado y se estén desarrollando las más bellas y portentosas formas. El gran científico británico imaginó que la vida pudo comenzar cuando algunas sustancias químicas estimuladas por el calor, la luz o la electricidad reaccionaron entre sí generando compuestos orgánicos de creciente complejidad. Con eso no quiso propagar, ni mucho menos imponer, la idea de que fuera a partir de una unión aleatoria de ciertos compuestos químicos como surgió espontáneamente un organismo celular, sino que sugirió que hubo un suceso relativamente simple que, desde el principio, entró en un proceso evolutivo que luego se fue acelerando tras una sucesión de acontecimientos, ninguno de los cuales se produjo alocada o caprichosamente.
                   Un avance importante en la comprensión de los hechos lo constituyó, justamente, el enunciado de la teoría de la selección natural. Conforme a dicha teoría, elaborada por Darwin y Alfred Russel Wallace (inmerecidamente algo olvidado), podría haberse llegado por evolución a organismos muy complejos, a partir de otros muy simples. La teoría implica, consiguientemente, que todas las formas de vida actuales proceden de un progenitor simple y exclusivo que puede ser denominado como último antecedente común de la vida. Se dice que es el último y no el primero de los que le sucedieron, por tratarse de una forma de vida común a todos los organismos actuales y porque ella misma debió tener antepasados más remotos. El proceso evolutivo comenzó debido a la existencia de algunas diferencias hereditarias lo suficientemente importantes y significativas entre los individuos de una población. Al producirse cambios en el entorno, los individuos dotados de rasgos que les proporcionaban una mejor adaptación a las nuevas circunstancias poseían las posibilidades mejores de reproducción. Una generación posterior de individuos contendría un porcentaje mayor de los mismos con características adaptativas útiles para la perpetuación.
                   En textos poco conocidos, Darwin, sugirió la posibilidad de que la vida surgiera de un proceso químico, en charcas calientes y poco profundas, en presencia de todo tipo de sales amoniacales y de ácido fosfórico, así como también, de luz, calor, electricidad, etc.
                   Gran parte de los investigadores posteriores a Darwin han tratado de desentrañar la hipótesis menos divulgada de él, es decir, elucidar de qué manera la interacción libre y espontánea entre moléculas bastante simples, disueltas en mares y lagos del planeta dio como resultado al último antepasado común de la vida. Durante más de un cuarto de siglo, fueron las ideas (divulgadas en 1924) del bioquímico ruso Alexander I. Oparin las que tuvieron más preponderancia. Su teoría, (a la que poco después se añadió otra muy similar, elaborada y publicada por Haldane en el año 1928) sí daba prioridad (de acuerdo con la línea ideológica imperante entonces en la Unión Soviética) al hecho de que las reacciones químicas que dieron lugar al origen de la vida, se habían producido de manera aleatoria en muchas direcciones. Determinadas reacciones lograron encadenarse en la dirección adecuada, por si solas, hasta desembocar en algunas combinaciones de biomoléculas, que debido precisamente a las reacciones que las producían, les daban un mayor componente de estabilidad. Esas moléculas se acumularon en mares primitivos y siguieron reaccionando y combinándose entre sí, dando lugar a moléculas cada vez más complejas que desembocaron en verdaderos sistemas vivos.
                   Podemos decir, que la teoría de Oparin (más impropiamente conocida por la de Oparin-Haldane) estaba influenciada tanto por las ideas del filósofo Friedrich Engels como por las de Charles Darwin. De este último, eligió su mecanismo de la selección natural porque lo estimó idóneo para dirigir la acción del azar escogiendo lo mejor adaptado entre aquellas variantes producidas aleatoriamente. De Engels tomó su componente, más bien teórica, de que el abismo existente entre la materia inorgánica y los seres vivos, se salvaba cubriendo una serie de etapas de complejidad creciente y no en un único salto.
                   Pero a ese respecto, no conviene ser excesivamente mecanicistas. Una cuestión decisiva es la de precisar qué se entiende por antepasado. En primer lugar, habría que decir que debía contar con las instrucciones hereditarias sobre cómo operar y reproducirse con las informaciones genéticas adecuadas al respecto. Además, cómo es obvio que debía haber descendientes, necesitaría poseer algún modo de replicarse y ejecutar las mencionadas instrucciones. Y, por fin, que fuera factible la selección de nuevos caracteres origen de nuevas especiaciones, teniendo como base un sistema de replicación del material genético que permitiera una variabilidad aleatoria de los rasgos hereditarios de las copias.
                   Si se estudian los organismos actuales, se descubre que determinados rasgos complejos que están presentes en todas las variedades de vida contemporáneas, también estaban en dicho antepasado. Ciertamente, resultaría casi imposible que determinados rasgos directores universales hubieran evolucionado separadamente. Pensemos que todos los seres vivos están formados por parecidos compuestos orgánicos y por casi las mismas proteínas, que, a su vez, se forjan a partir de veinte aminoácidos típicos. Pero de la misma forma que hay aspectos comunes, hay aspectos sumamente específicos que pueden desconcertarnos. Así, entre las proteínas más importantes se incluyen los catalizadores biológicos (o enzimas) que son imprescindibles en todos los procesos vitales. La forma, o configuración, de la enzima particular que se considere desempeña un destacadísimo papel. Cada enzima posee una superficie que se ajusta especialmente a un sustrato bioquímico particular, al que se adapta como una llave lo hace sólo a su cerradura correspondiente.
                   Por cierto, que los organismos contemporáneos están determinados en su naturaleza -tanto común como específica-, en última instancia, por su información genética. Dicha información es portada en los ácidos nucleicos, ARN y ADN. La estructura que esa circunstancia implica, dicta las diferencias entre los tipos de organismos en organización y particularidad. Las instrucciones están en forma de secuencias específicas de nucleótidos, que son los fragmentos constitutivos de los ácidos nucleicos. Empleando esencialmente el mismo código genético, se singularizan las secuencias específicas de nucleótidos, que son los fragmentos constitutivos de los ácidos nucleicos. Estos ácidos son llamados así debido a que fueron descubiertos en los núcleos biológicos de las células. Los ácidos nucleicos, al igual que las proteínas, son largas formaciones en cadena de moléculas ricas en carbono. A pesar de que conocemos una gran cantidad de ellos, los ácidos nucleicos sólo tienen un reducido número de componentes básicos. Las llamadas bases nucleótidas constituyen el segundo grupo de bloques básicos de la materia vital. Los nucleótidos constan de una clase de azúcar (ribosa en el ARN y desoxirribosa en el ADN), un grupo fosfato y una base nitrogenada seleccionada entre cuatro distintas. Así, por ejemplo, las moléculas de ADN están hechas de cuatro bases fundamentales: adenina, citosina, guanina y timina. Existe un quinto nucleótido llamado uracil, que se usa en la construcción de otros ácidos nucleicos, aunque no en el ADN.
                   Podríamos deducir de todos estos datos, que nuestro último antepasado común poseía una información genética en ácidos nucleicos que permitían especificar todas las proteínas necesarias. Éstas, se ocuparían también de dirigir la mayoría de las reacciones requeridas por su perpetuación. Curiosamente, la síntesis de proteínas requiere la presencia de la secuencia de nucleótidos correspondiente. Pero, al mismo tiempo, la síntesis de ácidos nucleicos requiere la intervención de proteínas. Es decir, el ARN actúa de receta o prescripción para la construcción de moléculas proteínicas, aunque la misma receta se origina en el núcleo de la célula con la propia molécula del ADN. 
                Ante esta incómoda situación, aparentemente contradictoria, Carl R. Woese, Francis Crick y Leslie E. Orgel convinieron en sugerir, que tal vez el ARN fue el primero en aparecer, actuando como catalizador de reacciones útiles y previas en la organización de la vida de un precursor del último antepasado común de la vida que fuera capaz de sobrevivir y reproducirse. También, posteriormente, pudo haber desarrollado la capacidad de ensamblar aminoácidos entre sí susceptibles de formar proteínas. Las cosas encajarían satisfactoriamente, si el ARN prebiótico por su parte, hubiera sido capaz de replicarse sin ayuda de proteínas y también de catalizar cada una las etapas de la síntesis de proteínas.
                   Aprovechando los conocimientos obtenidos por el tratamiento directo in situ de la realidad biogeológica, muchos científicos se aprestaron a realizar experimentos de laboratorio que corroborasen de manera fehaciente las ideas que se iban suscitando sin interrupción a lo largo del siglo XX. Así, con una metodología muy simple, el investigador Harada, partiendo del amoníaco, agua y gas metano, tres derivados volcánicos que debieron ser muy abundantes en la atmósfera primitiva, los sometió en un recipiente a temperaturas (similares a las de las emisiones volcánicas) de mil grados centígrados. Los resultados superaron con creces las previsiones más optimistas, pues llegaron a formarse de catorce a dieciocho aminoácidos proteínicos.
                   En el año 1950, en la universidad de Berkeley, Melvin Calvin y sus colaboradores se decidieron por realizar un experimento que incluyera toda la gama posible y probable de fuentes energéticas. Partiendo de moléculas primitivas de agua, monóxido de carbono, anhídrido carbónico, amoníaco, hidrógeno y metano, las sometieron a la acción combinada de todas esas fuerzas que mencionamos: rayos ultravioleta, radiaciones ionizantes provenientes de materiales radiactivos de la corteza terrestre, energía térmica debida al recalentamiento de los gases fluyentes que al friccionarse unos con otros crean electricidad estática, chispas, relámpagos y rayos cósmicos. Como era previsible, en seguida se formaron nuevas agrupaciones atómicas, originadas por la rotura previa de moléculas irradiadas. Los nuevos enlaces establecidos revelaron una notable estabilidad, al estar regidos por leyes de recombinación que dependen intrínsecamente de las propiedades atómicas. De este modo, se obtuvieron cantidades diversas de formaldehído, ácido acético, ácido glicólico, etc.
                   Sin embargo, hay una fuente energética que destaca con fuerza sobre todas las demás. Con ella los científicos querían extraer, en sus experimentos, conclusiones verificables de cómo pudieron desarrollarse los fenómenos transformativos en las agrupaciones atómico-moleculares, con una orientación claramente prebiótica: esa fuente era la electricidad. En una atmósfera primitiva, altamente ionizada, las tempestades con gran cantidad de descargas eléctricas debían ser extraordinariamente frecuentes. En ese ambiente tan prometedor, por fin, las hipótesis de Oparín y Haldane, iban a ser adecuadamente contrastadas. El famoso experimento que Stanley L. Miller llevó a cabo recreando las condiciones físicas que Oparin y su profesor Harold C. Urey (premio Nobel de química en 1934 por el descubrimiento del deuterio)  propugnaron para la primitiva atmósfera terrestre, marcó en 1953 (cuando fue divulgado) el inicio de la era prebiótica estudiada en laboratorio experimental. Ese mismo año Watson y Crick daban a conocer en la revista Nature la estructura tridimensional del ADN con lo que las investigaciones sobre el origen de la vida alcanzaron un desarrollo nunca conocido anteriormente. Podemos decir que hay un antes y un después del año 1953 en cuanto a investigaciones prebiológicas y biológicas.
                   Miller y Urey trataron de reconstruir cuidadosamente el tipo de reacciones que ocurrieron cuando la Tierra estaba aún recubierta por una atmósfera reductora. En un aparato cerrado (ideado por Miller) y partiendo de una atmósfera creada con características muy reductoras (metano, agua, amoníaco e hidrógeno) suministraron energía en forma de periódicas y relampagueantes descargas eléctricas de sesenta mil voltios. Transcurridos varios días, analizaron el contenido del modelo de la masa acuosa.
                   Ellos mismos quedaron impresionados al observar la enorme eficacia de la utilización de la energía eléctrica, al constatar que en una sola semana la sexta parte del metano había pasado a formar parte de compuestos orgánicos de nueva creación. Sobre poco más o menos, un diez por ciento del conjunto se había transformado en cierto número de compuestos orgánicos identificables; un dos por ciento del carbono se empleó en fabricar aminoácidos semejantes a los que constituyen las proteínas. Éstos fueron glicina, alanina, ácido glutámico y ácido aspártico. Éste último descubrimiento fue de capital importancia, ya que indicaba que los aminoácidos necesarios para la construcción de las proteínas y, en consecuencia, para la propia vida, abundaron en las primeras fases del planeta. Además, dentro de los compuestos orgánicos se detectaron también una serie de moléculas orgánicas, que, con frecuencia, forman parte de la materia viva, como son la urea, el ácido láctico, el ácido succínico, etc. 
                   El experimento permitió deducir muchas de las reacciones químicas que podrían haber tenido lugar en el ambiente prebiótico del planeta. Así, por ejemplo, los gases atmosféricos reaccionaron originando compuestos orgánicos sencillos, como cianuro de hidrógeno (HCN) o aldehídos (compuestos del grupo CHO). Rebuscando en el líquido anaranjado del fondo del tubo de vidrio que había utilizado, Urey pudo observar que los aldehídos se combinaron a continuación con amoníaco y con el cianuro de hidrógeno, obteniendo aminonitrilos, que, a su vez, interaccionaron con el agua de la masa produciendo aminoácidos y amoníaco. De la combinación de formaldehído
(CHO), amoníaco y agua resultaba el aminoácido más abundante, la glicina. También se formaron un sorprendentemente alto número de los veinte ácidos típicos, en menor cuantía, pero que nunca faltan en este tipo de reacciones.
                   No obstante, surgieron algunas dudas sobre si la composición original de la atmósfera fue tan favorable a la consecución de tantas y tan variadas biomoléculas. Algunos datos sugieren que la primitiva atmósfera reductora fue sustituida rápidamente por otra de carácter más neutro, incluso antes de que surgiera la vida. Dadas esas supuestas condiciones, las biomoléculas ya no se obtenían con tanta prodigalidad. Además se empezaron a sugerir otros planteamientos con nuevos escenarios que complicaban la cuestión. Uno de ellos se refería a los ambientes de tipo volcánico, como las surgencias de aguas a altas temperaturas en los fondos marinos, en las que se obtienen moléculas reducidas, cosa que por lo demás, sucede en la actualidad. Y otros hacían mención de aquellas épocas de composición atmosférica controvertida, cuando una cantidad de energía nada despreciable podría haber provenido de las radiaciones ultravioleta, pues los rayos solares incidían sobre la superficie terrestre sin ningún filtro interpuesto que atenuara su fuerza. El agua de los océanos, actuando como un reactivo eficaz, creaba en su seno un ambiente acogedor, moderando a los ultravioleta en su acción de forma selectiva y restringiendo la creación de moléculas a una zona sumergida, donde los rayos ya no fueran nocivos, es decir, en una zona de energía atenuada.
                   En cualquier caso, los variados experimentos llevados a cabo utilizando diversas fuentes de energía, bien juntas, o bien por separado, daban siempre aceptables resultados. Las moléculas simples, a medida que ganaban en complejidad, parecían apuntar en dirección a la vida. Las combinaciones de gases y materiales diversos de los que partían los investigadores, se fueron haciendo más imaginativos y más raros. Ya no se conformaban sólo con la obtención de aminoácidos; ensayaban nuevas fórmulas, partiendo de materias primas menos comunes. Además los tratamientos energéticos de las sustancias se volvieron más complejos y duraban largos períodos de tiempo.
                   El bioquímico Juan Oró, en 1961, trató de determinar si los aminoácidos podían obtenerse por procesos químicos más simples que los que se requerían en el experimento de Miller y Urey. Mezclando cianuro de hidrógeno con amoníaco en una solución acuosa, calentándola a 90º C. y en ausencia de aldehído, se dio cuenta que se formaban igualmente aminoácidos. En efecto, obtuvo una copiosa cantidad de aminoácidos e incluso algunos péptidos y purinas, como la adenina, un componente esencial en los ácidos nucleicos.
                   La adenina es especialmente importante por tratarse de una de las cuatro bases nitrogenadas presentes en el ARN y el ADN. Además es un componente esencial del trifosfato de adenosina (ATP) que es considerada como la principal molécula suministradora de energía en bioquímica. Poco tiempo después, el mismo Oró, partiendo de formaldehído como uno de los componentes iniciales, obtuvo los glúcidos ribosa y desoxirribosa, las otras moléculas presentes también en los ácidos nucleicos.
                   Cualquiera que fuese el proceso mediante el cual se formaron los constituyentes de los ácidos nucleicos, debería posibilitar una explicación de cómo se generó ARN autorreplicante a partir de elementos tan fundamentales. La más sencilla a la que se puede recurrir, es la de que los nucleótidos del ARN provendrían de reacciones químicas directas que condujeron a la unión del azúcar ribosa con bases de ácidos nucleicos y con fosfato. A continuación, los ribonucleótidos se ensamblarían espontáneamente en polímeros, de los cuales uno por lo menos, habría conseguido reproducirse.
                   Posteriormente, en 1963, Ponnamperuma, junto con Ruth Mariner y Carl Sagan, añadieron la adenina a una solución de ribosa con el fin de someterla a la acción de los rayos ultravioleta. Así obtuvieron uniones de adenina y ribosa, originándose adenosina. Si además de eso se encontraba el consabido fosfato en la mezcla primaria, se generaban uniones más complejas de trifosfato de adenosina (ATP), que como sabemos, es un compuesto básico en los intercambios energéticos de los seres vivos. Añadiendo siempre más productos adicionales, como cianamida (CNNH) y etano (CHCH) a las materias primas de que se parte, los resultados confirman invariablemente la presencia de mayores concentraciones de sustancias prebióticas.
                   De los estudios realizados se desprende que es muy posible que la Tierra tuviera una reserva de aminoácidos en sus primeros ciclos geoquímicos, que contribuyeron de forma decisiva a dar el primer paso que condujo a la vida y a su evolución desde las primitivas estructuras unicelulares hasta nosotros mismos. La generación espontánea de aminoácidos ya se ha comprobado que es relativamente sencilla de lograr. En cambio, no ocurre lo mismo con los nucleótidos, que si bien se pueden sintetizar artificialmente, debe hacerse en condiciones muy estrictas y precisas. Con el tiempo, después de los primeros años de euforia, nos hemos dado cuenta que los intentos de sintetizar nucleótidos directamente en condiciones abióticas, a partir de sus componentes, han alcanzado resultados, hasta cierto punto, decepcionantes. Es cierto, que con algunos experimentos se han obtenido unidades compuestas de ribosa y una base púrica, pero sin el esencial grupo fosfato de rigor, presente en el núcleo completo. Además, tampoco han podido obtenerse eficazmente nucleótidos pirimidínicos o combinaciones de ribosa con citosina, sin ayuda de enzimas.
                   Por lo demás, procesos químicos similares a los que realizó Miller en sus probetas sabemos hoy en día que han tenido lugar en apartadas regiones extraterrestres, como evidenció el citado bioquímico Cyril Ponnamperuma, examinando un meteorito que había caído en Australia en 1969. Después de minuciosos análisis, se observaron algunos vestigios de diecinueve clases de distintos aminoácidos, entre ellos glicina, alanina, ácido glutámico, valina y prolina. Entonces se utilizó una nueva técnica, dependiente del hecho de que existen por cada compuesto orgánico dos isómeros que son imágenes especulares exactas una de otra. Como ya señalamos, la diferencia entre el isómero orgánico habitual en nuestro planeta, levógiro (tipo L) con su réplica dextrógira (tipo D) muy escasa en la Tierra, se establece por la forma de desviar el plano de polarización de la luz polarizada hacia la izquierda y hacia la derecha, respectivamente. 
                   Las muestras meteoríticas analizadas por Ponnamperuma, y en especial la mencionada anteriormente, permitieron demostrar que existían cantidades prácticamente iguales de isómeros de las dos manos, lo que hace descartable algún tipo de contaminación, provocada accidentalmente en la Tierra, porque todos los compuestos orgánicos producidos en este planeta son levógiros. De esto puede concluirse que en el espacio exterior se producen aminoácidos espontáneamente en condiciones físicas muy diversas. Parece, pues, bastante sugerente dirigir las pesquisas hacia otros sistemas de acumulación de constituyentes de proteínas y ácidos nucleicos en la mezcla original prebiótica.
                   De todas formas, el abanico de posibilidades que nos sugiere el espacio exterior es muy amplio y no sujeto a comprobación en el laboratorio. Podría haber sucedido que el polvo interestelar, los meteoritos o los cometas hubieran suministrado las bases nitrogenadas y los aminoácidos necesarios para la vida. Durante los primeros quinientos millones de años de historia de la Tierra las lluvias de meteoritos y cometas debieron ser muy intensas. Enormes rocas atravesando la atmósfera pudieron generar con sus ondas de choque un calor a menudo suficiente para originar reacciones químicas. Bien es cierto que la cantidad de material orgánico que pudo sobrevivir al impacto suscita algunas dudas, pero pudo ser suficiente que, en un momento dado y con carácter local, una aplicación energética bastante intensa como para romper y formar enlaces moleculares, actuase en puntos aislados y distintos de la Tierra primitiva.
                   Cualquiera que fuera el sistema por el que se originaron los constituyentes de los ácidos nucleicos, habría que encontrar una explicación coherente de como se generó el ARN autorreplicante a partir de la presencia de ciertos elementos fundamentales. Los científicos no saben con seguridad si hubo o no intervención de catalizadores inorgánicos que asegurasen la formación exclusiva de nucleótidos apropiados. Si hubo adsorción de ciertos componentes de los nucleótidos sobre la superficie de algunos minerales específicos, tuvieron que combinarse únicamente con determinada orientación, en cuyo caso la posibilidad de que ciertas clases de minerales sirvieran de catalizadores es real. Cabe también la posibilidad de que reacciones no enzimáticas, condujeran a la síntesis eficaz de ribonucleótidos. No es probable que los fósiles nos muestren alguna vez el camino exacto seguido por la agregación gradual de moléculas orgánicas, hasta desembocar en la vida propiamente dicha. Pero el calentamiento, la electricidad, la congelación y la catálisis son agentes plausiblemente catalogados como responsables de la autoconversión de aminoácidos y bases nucleótidas en las bases de la vida, las proteínas y los ácidos nucleicos.         
    
  

                  
           

    






















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