49-LA
AGONÍA DEL ORDEN TEMPORAL
õ
"Nada me produce tanta perplejidad como el tiempo y el
espacio; y sin embargo nada me preocupa menos, puesto que nunca pienso en
ellos."
Charles Lamb (1775-1834)
La
adopción "casi" generalizada del "tiempo lineal"
Sabemos, porque lo experimentamos a
menudo, de la angustia (en
ocasiones opresiva) generada en lo que llamamos la lucha por la vida diaria. Habitualmente tenemos una más o menos larvada desazón, probablemente derivada del hecho de que el tiempo se nos va consumiendo. Quisiéramos preservarlo,
retenerlo... Confinados
en el tiempo
lineal que transcurre entre el nacimiento y la muerte, la mayoría de las personas nos sentimos obsesionados por la sensación de que
entre esos dos hechos trascendentales consumimos
o "quemamos" nuestra vida sin poderlo evitar. Ese fluir del tiempo nos anuncia, aunque difusamente, que algún día, siempre más cercano, llegará un suave declive físico
(en el mejor
de los casos)
al principio,
que irá acentuándose más y más hasta desembocar en aquello de lo que todos estamos seguros: nuestra propia defección vital. El paso del tiempo da a
los cuerpos en orden
sucesivo, juventud, madurez, senilidad y muerte. Toda la vida de un ser humano está
condicionada por esa perspectiva que impone una forma de obrar. La nostalgia que se siente de
los tiempos pasados, no es
seguramente por que hayan sido mejores, sino
de la capacidad
que entonces teníamos de abolir el tiempo. Sólo los niños, algunas razas
de culturas primitivas y los místicos son capaces (sin siquiera saberlo) de vivir al margen de la duración del tiempo; de hecho, son los que encajan con las visiones beatíficas de la existencia.
El común de los humanos, sin
embargo, está pillado entre la "espada" de
los cuidados que debe prestar a su salud y
la "pared" de la percepción cada vez más nítida de que la vida está abocada a
un mismo fin.
Nuestra visión del mundo es como una película, en la que a veces, somos protagonistas. Pasan (y nos pasan) cosas, ocurren (y se nos originan)
cambios, los
acontecimientos futuros llegan a hacerse
realidad en el presente y se sumen en el pasado y de nuevo vuelven a pasar (pasarnos) cosas. Estudiar para labrarse un "porvenir", someternos a múltiples experiencias,
aprendizajes y
entrenamientos, encontrar ocupación, casarse, tener hijos, ahorrar para la jubilación y la enfermedad...., son cosas que hacemos de buen grado o a regañadientes, debido al imperativo que subyace de trasfondo en nuestras vidas.
La muerte (o el desorden final) impone
su ritmo. La muerte
no necesariamente presentida, sino
interiorizada anímicamente por ejemplificación empírica. Esa experiencia de imaginar lo
que ha de sucedernos, extraída del "cuerpo ajeno", hace que el
transcurso del tiempo tenga un gran valor; que le consideremos como "oro" que vamos dilapidando
poco a poco sin poderlo remediar.
Independientemente de la sensación de que el tiempo pase y de que los tres
segmentos en que lo dividimos (presente,
pasado y futuro) no contribuyan decisivamente
a la comprensión de un
mundo objetivamente organizado, esos conceptos son imprescindibles para organizar nuestros
asuntos personales y desenvolvernos en nuestra vida cotidiana. Aún así, hemos llegado
a esa expectativa psicológica casi enfermiza, en
la que los hechos naturales
son vistos con inusitado temor. Parecería como si el estado de indefensión espiritual que caracteriza nuestra
cultura, formase parte también del estado natural de los seres humanos.
A
ese respecto, los intentos de encontrar
respuestas apropiadas han sido muchas pero casi todas inciden, más o menos, en lo
mismo. Klages supone que la angustia es un estado cuya esencia y sentido sólo pueden ser comprendidos como un presentimiento del hecho vital, que llamamos muerte. Este
pensamiento de que toda angustia es angustia ante la
muerte, es común a muchos autores. Stekel, por ejemplo, dice que: "La humanidad
está recargada de angustia. Dondequiera que miremos tropezamos con la angustia. Angustia
ante sí y
ante los demás.
Todas las
alegrías vitales están amenazadas de
hundirse en el
mar de la
angustia.
La alegría de la vida es una sensación que
tienen pocos hombres y en determinados momentos;
siempre se interpone el espectro de la angustia, que en el fondo es angustia de la muerte o del aniquilamiento...La
conciencia de culpabilidad de la humanidad es desmedida. La angustia es el manómetro de ella."
De
todos modos, la diferencia entre angustia y
miedo, no está muy precisada. Para Heidegger, el miedo se tiene ante algo existente en las cercanías, ante algo
concreto, amenazador. En cambio, la angustia se tiene ante
algo indeterminado, ante una amenaza que no se
sabe de donde proviene. Se angustia el hombre de su propia
existencia, de su estar en el mundo. Freud sostiene
que es una situación de peligro la que genera la angustia, y ésta sobreviene en el momento del parto. El feto ha dejado de verse satisfecho en las necesidades de su libido.
La angustia primordial es el resultado de un equilibrio que se ha roto.
Aunque la angustia se siente ante algo, se ve que Freud no
identifica bien de qué se trata, pues la caracteriza por algo de
origen indeterminado y con falta de objeto.
Quizás, esta estrategia
de comprender la muerte, mediante la
adecuada comprensión de las cualidades de la vida requiera, a su vez, la reforma de la noción que poseemos acerca de la percepción
consciente de los
acontecimientos que se suceden en el tiempo. Tales acontecimientos no nos permiten construir la realidad por una vía directa, sino que sólo
nos posibilitan una construcción de expectativas no del todo adecuada a la misma, a partir de las impresiones de
nuestros sentidos. Es seguro que nuestra
percepción no constituye exactamente nuestra propia realidad pero, a cambio, sí se
ha convertido en nuestra poderosa verdad con la consecuente trascendencia
psicológica que conlleva. Lo que hay que aclarar, en definitiva, (como diría Jaspers) es
si se confirma en la práctica mediante la utilidad, porque "la verdad del existente está en funciones de la conservación y engrandecimiento del existente."
Con la ciencia moderna llegó la convicción generalizada de que los sucesos corporales
deben ser tratados con el mismo fundamento lógico que el que se utiliza para
comprender cualquier otro fenómeno natural. Los datos y hechos fisiológicos no tienen nada de especial con relación a otros
procesos físicos que pueden observarse en la
naturaleza. El universo, hoy lo sabemos, es asimétrico en la dirección del tiempo y no es asimétrico con relación a las direcciones del espacio, porque está
relacionado con un rasgo suyo de
carácter estadístico, expresado por la segunda ley de la termodinámica.
Todos los
cuerpos (incluso el cuerpo humano) del universo, pues, se ven
sometidos a ese condicionante de presencia insoslayable.
Pero ese énfasis analítico de que el cuerpo humano puede ser
considerado como una máquina más, como una perfecta construcción geométrica, tiene, seguramente, orígenes muy remotos (según Pitágoras, "Dios es un
geómetra"), aunque fue Descartes el que dio un impulso fundamental a la idea de que los procesos naturales, en general, están intrínsecamente
relacionados con los números y las matemáticas. Su
modelo surgió de una intensa experiencia, casi mística, en la que se le manifestó muy vivamente
que la clave
del universo residía en su orden lógico. Consecuentemente, dedujo que para
comprender ese orden lógico nada mejor que perfeccionar su propia lógica asociándola al más poderoso
instrumento conocido, el de tipo matemático.
La siguiente labor consistió en buscar formulaciones matemáticas que se adaptasen a los múltiples aspectos en que se expresa esa lógica de la naturaleza. El modelo que obtuvo
además de estar sumamente ordenado, se movía con la precisión que
caracteriza a la maquinaria de un reloj. En la generación
siguiente a Descartes, se vieron corroboradas sus ideas por el genio de sir Isaac Newton, quien
enunció leyes según las cuales se pudo describir el
funcionamiento universal de ese mecanismo, tantas veces impropiamente asimilado al funcionamiento de
un reloj.
Las ideas cartesianas apoyadas por tan insigne sucesor y la enorme capacidad de
predicción de acontecimientos naturales que poseen al ser desarrolladas en
amplitud, no solo permitieron imponer el modelo lógico y ordenado de universo que conocemos, sino que se tomaron literalmente calcadas (y no sólo como metáfora)
del modelo
macroscópico para aplicarlas también,
intensivamente, a los seres humanos. Si el universo es como un mecanismo de
relojería, el cuerpo humano en
cuanto que posee su propia dimensión física (o res extensa) debería
considerarse una
máquina con esas mismas características. Lo que se pudiera decir
del cuerpo no
afectaba para nada a la mente, puesto que ese era el imperio separado y espiritual de la res cogitans. Así, durante varios siglos el enfoque dualista cartesiano funcionó sin
problemas. El nuevo paradigma tuvo
efectos muy positivos pues fue capaz de despejar el camino de prejuicios y supersticiones para
poder examinar los cuerpos sin restricción y desmenuzarlos incluso mediante la disección anatómica. Si el cuerpo y el espíritu eran dos
cosas nítidamente separadas y distinguibles, como suponía Descartes, resultaba claro deducir que el alma no podía sufrir
ningún daño si lo que diseccionaba no era más que meramente los cuerpos. Pero ese sistema que
se reveló tan fructífero como método de aprendizaje sobre el funcionamiento de la "maquinaria
corporal", tuvo consecuencias no tan benéficas ni previstas en un principio. La concepción, a efectos prácticos, casi
exclusivamente fisicalista del hombre implicó la adopción definitiva del modelo racionalista-matemático, que tomó las derivaciones empiristas
propias de la investigación
científica, combinadas con una concepción lineal y mensurable de la fluencia del tiempo. En las sociedades modernas, una perspectiva futurible tan habitual como la de "tal cosa ha de
suceder", determina la adopción de maneras de vivir, edificios sociales, nociones
culturales del mundo y hasta construcción de
filosofías, con sus correspondientes
efectos asociados sobre la interpretación de la experiencia del tiempo. Si a eso le añadimos el de la aceleración de los procesos productivos y los cambios tecnológicos tan profundos que se
suceden, podemos darnos cuenta de que nuestras vidas están completamente
dominadas por
el sentido cronométrico del tiempo lineal,
divisible en
los consabidos presente,
pasado y futuro.
Si a la popularización (impulsada por Newton, Leibniz y Locke) creciente de la concepción lineal del tiempo, se le añaden los instrumentos precisos
de la supuesta
medición del
mismo que se fueron inventando con posterioridad en los siglos siguientes,
hasta llegar a los extremadamente precisos relojes
atómicos de la actualidad, nos podemos dar cuenta
de qué modo, en general, se considera como algo intuitivo y evidente al primer golpe de vista la imagen del mundo en el que el tiempo es algo cinético que realmente "fluye" de una manera lineal. Y sin embargo, lo probable es que sea la
noción intuitiva del tiempo cíclico la que se ajuste más a la realidad de la psiquis humana, como lo demuestra que todas las sociedades primitivas creen en ese modelo inspirado en la sucesión sin fin de las estaciones. Las
cualidades repetitivas de la naturaleza, aunque se tradujeron en un principio en las sucesiones
cíclicas mecánicas de los relojes de péndulo, no
llegaron a sugerir un tiempo cíclico, seguramente por otras
cuestiones psicológicas de mayor enjundia. Cuando el científico holandés Christian Huygens inventó el
reloj de péndulo a mediados del siglo XVII, su tic tac machacón y repetitivo no hizo más que
reforzar la
idea ya arraigada del tiempo lineal como algo monótono, homogéneo, continuo e indefinido. Realmente es
nuestra sensación psicológica de un tiempo que
se "mueve" la que, dada la estrecha asociación
preestablecida del reloj con el tiempo, otorga erróneamente al reloj la facultad de medir el paso del tiempo. Pero el reloj es un método muy regularizado,
uniforme y
convencional de asignación de fechas a los acontecimientos, que
aunque nosotros lo percibimos como un movimiento del tiempo, es en realidad un movimiento gradual a través del espacio, que se
traduce en una significación temporal representada simbólicamente alrededor de
la esfera del
reloj.
En realidad, no es tan evidente el axioma moderno de que el tiempo, además de mensurable,
es también lineal. De hecho, colisiona
frontalmente con los ritos y creencias del hombre primitivo, que,
encuadrados en un
sistema relativamente coherente y unitario para nuestra
comprensión, Mircea Eliade resume y denomina procesos de "regeneración del tiempo". Las sociedades arcaicas sienten la necesidad de
reordenarse periódicamente mediante la anulación del tiempo: "En
realidad, si se mira en su verdadera perspectiva, la
vida del
hombre arcaico (limitada a la repetición de actos arquetípicos, es decir a categorías
y no a los acontecimientos,
al incesante volver
a los mitos primordiales, etc.)
aun cuando se desarrolla en el tiempo, no por eso lleva la carga de éste, no registra la irreversibilidad,
en otros términos, no tiene en cuenta lo que es precisamente característico y decisivo en la conciencia. Como el místico, como el hombre religioso en general, el primitivo vive en un continuo presente. (Y es ése el sentido en que puede decirse
que el hombre
religioso es un
primitivo;
repite las acciones de cualquier otro, y por esa repetición vive sin cesar en un presente
atemporal)".
La idea del tiempo circular estaba entroncada con los datos astronómicos
registrados en los albores de la humanidad por los babilonios, que inspiraron más tarde a los antiguos griegos en
sus especulaciones sobre el "Gran Año". Así,
aunque la
definición aristotélica del tiempo como medida del movimiento "según el
antes y el
después" fue adoptada por muchos filósofos posteriores, serían Platón y sus seguidores quienes
divulgaron la
concepción de la temporalidad, que hace alusión al devenir y la intemporalidad que se refiere a la esencia o el ser. Según Platón, la
temporalidad o el Gran Año, tocaría a su fin cuando todos los planetas volvieran a
la posición que habían ocupado en un tiempo remoto. Entonces
se iniciaría otro Gran Año, que a su vez, tendría culminación cuando todos los planetas volvieran a su posición inicial. Su visión del movimiento de los planetas era, paradójicamente,
como el que describen las manecillas de un inmenso reloj. Por supuesto que en
tiempos de Platón no se conocían los relojes
mecánicos, pero eso no le impedía imaginar que los planetas volvían a su
posición original transcurridas doce horas. El
tiempo, para él, era una asimilación al movimiento de los planetas y le importaba más indagar
en la propia
naturaleza de ese devenir que en una teoría
cíclica de los
sucesos. Todo el pensamiento griego hizo suya
esa teoría de que el tiempo es inseparable de los movimientos periódicos que se
observan en el cielo. Y, como siempre se asociaba el tiempo al movimiento circular, se consideró como algo lógico que el tiempo tenía forma de círculo.
Al completar el Gran Año o "ciclo de ciclos" no sólo
los planetas volvían a su punto de partida, sino
que el tiempo
habría de hacerlo también.
Con frecuencia se ha
asociado la noción del tiempo circular a
la doctrina del eterno retorno. El último y más genuino representante de esta idea es Nietzsche,
aunque lo
que pretende en su filosofía del eterno retorno no es tanto afianzar la circularidad del tiempo, como negar un tanto
ambiguamente su linealidad y sentido de trascendencia. Para
el filósofo
alemán, si el universo era finito y
el tiempo infinito,
necesariamente habrían de repetirse una y otra vez los acontecimientos.
Nada de esto es muy nuevo, pues los filósofos sucesores de
Platón sostuvieron que los mismos acontecimientos se repetirían una y otra vez con variaciones en
pequeños detalles. Ese era un sentimiento general entre los pitagóricos y estoicos, aunque
Aristóteles objetaba que no todas las cosas volvían sobre si mismas de la misma manera. Según creía, los seres humanos debían seguir un esquema lineal, no cíclico,
argumentando que "si bien nuestra
generación presupone la de nuestros padres, la
suya no presupone la nuestra". Pero descontada esa importante excepción, todos los demás acontecimientos
estaban sometidos a la teoría del tiempo circular y por eso, llega a apuntar en sus célebres Problemas
que el tiempo
no tiene ni
principio ni
final. Quizá, pudiéramos estar viviendo antes o después de la época del
esplendor ateniense. De ser un círculo (y al no tener ni principio ni fin) la sucesión de vidas
humanas, no tenemos por qué ser anteriores a quienes vivieron en los tiempos de la Atenas clásica, ni ser ellos anteriores a
nosotros por estar más cerca del principio. Por
consiguiente, en un tiempo circular carecerían de significado absoluto las expresiones "antes" y "después".
Puede
parecernos extraña la creencia en el tiempo circular hoy en día, pero en ausencia de un ambiente social de evolución progresiva, sólo los movimientos de los astros sugieren cual es la naturaleza del devenir cósmico. Para
entender el
punto de vista de los griegos, debemos retrotraernos a su ambiente e imaginarnos que sus
conceptos se extienden a sucesos que abarcan muchos miles de años. No sólo la alternancia del día y la noche y la sucesión de estaciones
del año
presentan un
esquema cíclico coherente, sino que era muy
fácil hacerlo extensible a todo el cosmos. Los propios dioses morían y volvían a nacer,
identificándose con los ciclos cósmicos de creación y
destrucción que se prolongaban eternamente.
En cierto modo, la idea del tiempo cíclico aparece en casi todas las culturas debido a
que todos los hombres
de todas las
épocas han observado los acontecimientos cíclicos, como
la salida y la puesta de Sol, la alternancia de las estaciones, las fases de la Luna e incluso el flujo y reflujo de las mareas. Además, al observar las estrellas sobre el fondo celeste, también se
dieron cuenta de que éstas se movían con periodicidad regular. Lo ilógico es pensar que después de tantas evidencias a
favor de un tiempo cíclico,
hubieran discurrido aceptarlo como un fenómeno lineal. Por lo demás, la asociación con el mito del paraíso primordial, tal como lo evoca Platón, es
también perceptible en los ritos ceremoniales hindúes, conocido por los hebreos, (por ejemplo, en el ilud tempus
mesiánico de Isaías) y reflejado en las tradiciones de la antigua Persia y las tradiciones grecolatinas. También los antiguos chinos,
imaginaron el
Cosmos como una ligera variante de las mitologías vecinas y suponían que su funcionamiento se regía por una interacción cíclica
entre el yin y el yang. Los mayas y los aztecas, a pesar de pertenecer
a unas civilizaciones, que nada tenían que ver con las del viejo mundo conocido, creían en el tiempo cíclico y las catástrofes periódicas. No
muy diferente era la mitología de los países del norte de Europa: en ella se incluía la creencia en los ciclos del mundo y en la alternancia en la destrucción y nueva creación del cosmos.
La división del tiempo
que nos es tan conocida, en pasado, presente y
futuro es una elaboración
de ideas mucho más sofisticada que las simples relaciones entre fechas, como es la afirmación de que
tal o cual batalla naval es anterior o posterior al siglo XIX o bien que nuestro reloj
marca la
hora del
desayuno antes del almuerzo o de la hora de la cena después de la de este otro. Estos
últimos ejemplos indican relaciones de antes-después absolutamente
independientes del momento temporal en
que los examinamos y
rompen con la idea de circularidad o eterno retorno, tan arraigadas en la experiencia humana. La noción del tiempo lineal se fue difundiendo en el pensamiento
occidental gracias al judaísmo y el cristianismo, a los que más tarde, se les sumó el
islamismo. Esto se debió, fundamentalmente, a que son religiones que se centran
en acontecimientos históricos únicos. Recordemos
que en el
cristianismo el
tiempo es una
entidad real porque tiene un sentido, es decir, la Redención del hombre. El desarrollo de la historia se ve así requerido
y orientado
por un hecho único acontecido entre otros hechos únicos, no sólo
radicalmente singulares sino capaces de distinguirse con nitidez de los hechos monótonamente repetitivos de los ciclos. En
consecuencia, tanto el destino de cada uno de nosotros como el de toda la humanidad se juegan una sola vez, en un momento concreto e irrepetible que, definitivamente, imprime al tiempo un
sentido lineal en el que se suceden los acontecimientos históricos. Sin embargo, a pesar del
propicio ambiente en el que se fraguó la noción generalizada de tiempo lineal en la que estamos
inmersos en la actualidad, el descubrimiento del pasado y la idea de progreso es un descubrimiento bastante reciente. La gente que vivió en la época renacentista todavía no había desterrado del todo las ideas medievales
sobre el
tiempo. Sólo cuando se produjo la invención del reloj mecánico y se extendieron las ideas de poetas
como Dante y
Petrarca, o
estudiosos de los
fenómenos naturales como Galileo, el tiempo comenzó a volverse paulatinamente una entidad
abstracta con
la que se podía ordenar la vida diaria. No por ello
se le ocurrió a nadie que pudiera extenderse
indefinidamente hacia el pasado y hacia el futuro. El concepto
realmente moderno de un tiempo que es extenso o incluso sin límites, se impuso de una forma bastante
indirecta en el pensamiento occidental. Aunque
ya hemos dicho que Descartes y Newton fueron los artífices del cambio decisivo en la concepción lineal del tiempo, previamente y poco a poco la noción empezó a cambiar, no
como pudiera pensarse por un rechazo de plano de la cronología de la Biblia, sino porque se
iba conociendo mejor la naturaleza de las leyes de la física. De ese modo es
como la
nueva noción de tiempo fue tomando carta de naturaleza hasta extenderse de
manera imperceptible y casi subrepticia.
La consolidación del tiempo lineal en el sentido abstracto que
tiene hoy en día, aunque empezó con Galileo y sus investigaciones en torno a la caída de los cuerpos, fue a partir de Descartes cuando se generalizó el debate sobre las "leyes de la naturaleza"
como concepto enteramente nuevo, y el tiempo fue transformándose gradualmente en el tiempo sin limitaciones que forma parte de la moderna visión del mundo. Sin embargo, hubo muchas
aportaciones desde distintos campos del saber y por muchos estudiosos hasta llegar donde estamos. La limitada cronología
del mundo bíblico
comenzó a "estirarse" más y más hasta alcanzar proporciones colosales. Si bien
Descartes y
Leibniz discutían sin problemas sobre la existencia de esos periodos de tiempo tan largos, y posiblemente
inabarcables, la mayor parte de sus contemporáneos se atenían fielmente a
las indicaciones de los textos religiosos y fue preciso esperar
hasta bien adentrado el siglo XVIII para que empezase a abrirse paso la idea de que el mundo tuviera una existencia muy superior a
los seis mil años oficialmente admitidos. En ese sentido, no
podemos olvidarnos de la labor divulgativa del geólogo Hutton, fundador de la geología
moderna, quien sostenía acertadamente que el mundo no podía tener
sólo unos
miles de años de existencia como mantenía la hipótesis
catastrofista, porque los cambios en el pasado de la superficie terrestre,
se debían a fuerzas geológicas que seguían actuando en el presente de manera
uniforme y
permanente (teoría uniformista). También hay que mencionar al
geólogo británico Charles Lyell, quién en su
obra Principios de Geología (publicada en 1830) no sólo aportó las pruebas necesarias
para reforzar las ideas de Hutton, sino que además revolucionó
la ciencia de la geología y proporcionó el estímulo necesario a
Darwin para concebir su teoría de la evolución. La importancia de los Principios de
Lyell radica en que se probaba que había transcurrido un tiempo suficiente como
para producirse la evolución. De no haber
existido nuestro planeta más que desde unos pocos millares de años atrás, como aseguraban los partidarios de la teoría de las catástrofes geológicas,
no hubiera podido producirse ningún cambio apreciable
con rasgos evolucionistas y trascendencia biológica. Así,
dejó bien establecido, que cualquier proceso
que incluyera erupciones volcánicas, sedimentaciones, erosiones y diversas formas de
transporte de materiales geológicos, podían
explicar convenientemente todas las formaciones observadas, por
lo que no
había ninguna necesidad de recurrir a alteraciones catastróficas, ni que
actuasen en el pasado
ningún tipo de fuerzas geológicas extraordinarias, que no pudieran observarse
en el presente. Desde entonces, el tiempo geológico se alargó hasta decenas y decenas de millones de
años y, en la década de los años sesenta del siglo XIX, los geólogos llegaron a estar persuadidos de que había que hablar
de periodos de tiempo referidos a la evolución de la Tierra, cuantificables en centenares de millones de años. Debido a su carácter de extremada gradualidad, a la teoría de Darwin le venían muy bien esos
centenares de millones de años en los que la selección natural
realizaba las modificaciones estructurales y de adaptación general de las especies.
El
"ocaso" del tiempo absoluto
Para
quienes vivieron los cambios en todos los ordenes registrados en el Reino Unido, propios
de la era victoriana, los términos evolución y progreso eran prácticamente sinónimos. La gente estaba tan
impresionada por la revolución industrial, que el principio de la evolución se consideraba
mucho más que una ley biológica. Poco después de ser aceptada en mayor o menor
grado la teoría de Darwin, los antropólogos empezaron a hablar de la evolución de las
costumbres y de las sociedades humanas. Incluso,
el filósofo
Herbert Spencer propuso que la evolución se elevase a la categoría de principio cósmico, ya que gobernaba todos los procesos naturales
observables en el Universo. Es difícil explicar en
pocas líneas por qué el progreso se transformó casi en un ideal religioso en los últimos años del siglo XIX y primeras
décadas del
XX. Sin
embargo, parece que tiene su origen en
el concepto de las
leyes de la naturaleza que Descartes aplicó
en todos los órdenes de la
vida. El
universo, según esas ideas era una gran máquina que se movía de acuerdo con unos principios
fijos y así habría de hacerlo indefinidamente en el
futuro. Había mucho tiempo por delante...todo el
que se quisiera. En esas condiciones, el
progreso, ya fuera científico, técnico, social, biológico, etc., era no sólo una consecuencia de
la noción de tiempo
lineal, sino también de la ausencia
de vestigios de que éste hubiera tenido un
comienzo o indicios que presagiasen un final.
Así pues, a partir del siglo XVII la linealidad del tiempo
combinada con la concepción progresista de
la historia,
se reafirmaron conjuntamente cada vez más instaurando la confianza en un progreso infinito.
La nueva fe proclamada por Leibniz,
dominó el siglo de las luces y se difundió extensamente gracias al triunfo de las ideas evolucionistas durante el
siglo XIX. Por lo demás, aunque durante el siglo XX ha habido ciertas
reacciones contra la linealidad histórica rehabilitando
ciertos conceptos como periodicidad, flujo, ciclos, oscilaciones, etc., (es
decir, los
que antaño contribuyeron tanto a la creencia en el tiempo circular) no dejan de ser considerados cierta clase de "vaivenes" que
no son capaces de cerrar la línea del tiempo sobre si misma.
Sólo son ondulaciones, rizamientos, que no permiten
hablar de una
rehabilitación de las teorías cíclicas sino de pequeñas alteraciones en la línea infinita de los sucesos cósmicos.
Pero
ha habido más variaciones a lo largo de la historia en nuestra apreciación sobre las cualidades de
lo que hemos dado en llamar el transcurso del
tiempo. Hasta comienzos del siglo XX y por las muchas razones apuntadas,
la gente
creía en el tiempo absoluto. Es decir,
que por su propia naturaleza, debía fluir (aunque se desconocía,
en este caso, cual era el significado exacto de la
palabra) de una manera regular sin relación
con nada exterior a él. Cada suceso podía ser fijado a una fecha determinada, a un número llamado "tiempo", de una forma única. Los relojes "probaban" su existencia indicando fiel y obedientemente el mismo intervalo de tiempo
transcurrido entre dos sucesos. Esa idea tan monolítica que partía de Newton, se demostró errónea al descubrirse que la velocidad de la luz resultaba ser la misma para todo
observador, independientemente de cómo
estuviese moviéndose éste. La teoría general de la relatividad condujo al abandono del tiempo absoluto único. Quedó claro, que si algo había
absoluto en el
universo, no
era el tiempo, sino precisamente la velocidad de la luz.
No sólo cada observador tendría su propia medida del tiempo, es decir, el que marca el reloj que él lleva consigo, sino que no
coincidiría necesariamente con las medidas de los relojes correspondientes a diferentes observadores.
El punto de partida fue
al descubrirse
que la
expresión simultaneidad es muy ambigua cuando se aplica a
sucesos de lugares muy diferentes. Diversos
experimentos, (especialmente el de Albert Michelson y
Edward Morley realizado en 1887) llevaron a la conclusión de que la velocidad de la luz es la misma para cualquier observador cualquiera que sean las condiciones de su
movimiento. Esto parece una imposibilidad lógica en nuestro mundo habitual. Si vamos en un automóvil que se mueve a
cincuenta kilómetros por hora y nos adelanta otro que va a cien kilómetros por hora, su
velocidad relativa con respecto a nosotros será de cincuenta kilómetros por
hora. Pero si en una autopista
imaginaria se moviera a la velocidad de la luz, su velocidad con respecto a nosotros sería la misma que su
velocidad relativa con respecto a cualesquiera otros puntos fijos del planeta Tierra. De esa ambigüedad del término simultáneo,
se desprende que se da una ambigüedad paralela en el concepto de la distancia. Si dos cuerpos están en un movimiento relativo, la distancia que les separa cambia
continuamente, mientras que en la física prerrelativista se
creía que había una
magnitud mensurable que era la distancia en un instante dado. Porque un observador hará una medición y otro hará otra, pero no
hay ninguna razón para preferir ninguna de ellas. En realidad ocurre que tanto las distancias espaciales, como los intervalos de tiempo, son
hechos dependientes del movimiento del cuerpo observado. Hay, por tanto, una subjetividad física, no
psicológica (pues también afecta a los instrumentos) en las mediciones separadas de espacio y tiempo. En consecuencia, ahora
se formulan las leyes de distinta manera y
se dice que una partícula o punto material es una serie de puntos
espacio-temporales que tienen unos con otros una relación causal, que no
tienen con
otros puntos espacio-temporales.
Antes que nada, hay que decir que la idea de la fluidez del tiempo es sólo
psicológica o al
menos se trata de un flujo que no puede
medirse experimentalmente. El desplazamiento desde el presente al futuro parece ser un fenómeno subjetivo
que la física no puede refrendar, ya
que no existe la noción de momento presente.
En consecuencia, no hay ningún patrón con el que pueda
medirse el paso del tiempo.
Las leyes de la ciencia no
distinguen el pasado
y el futuro aunque los científicos hablen de las "flechas del tiempo" ¿Pero qué es una flecha del tiempo? Podemos empezar por trazar una flecha arbitrariamente. Si al ir siguiendo la flecha nos encontramos cada vez menos elementos en los que
interviene el azar, quiere decir que la flecha está apuntando al pasado; si los elementos de azar aumentan, la flecha apunta hacia el futuro. Esta es la única distinción real y
práctica que la física conoce. Cuando los físicos intentaron
unificar la
teoría de la
gravedad con
la de la mecánica cuántica
tuvieron que introducir la idea de tiempo imaginario que es indistinguible
de las direcciones
espaciales. No hay diferencias
significativas entre las direcciones hacia atrás y
hacia adelante en el tiempo imaginario.
Pero en el tiempo real sí, hay una diferencia muy grande entre las direcciones hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, que aunque solo sea por nuestra condición de seres
mortales, afecta profundamente a nuestra psicología.
Paradójicamente,
cuando hablamos de las "flechas del tiempo" nos referimos al tiempo real, pero
sólo queremos indicar que el mundo se ve diferente en un
sentido que en el otro, no que
fluya de una dirección a otra. Un acontecimiento no está separado de otro
acontecimiento porque el tiempo fluya del primero al segundo,
sino que en el papel de observadores particulares nos adscribimos a un sistema referencial que
depende de nuestro estado de movimiento. En
nuestro estado particular de movimiento observamos que un acontecimiento precede
al otro pero el orden puede invertirse en el
sistema de referencia de otros observadores.
El tiempo es, como vemos, una cuestión relativa,
y cuando
apreciamos una relación de precedencia o de un "antes" y un "después", se trata de la percepción de un cambio por parte de la experiencia y también de la memoria. Así, pues, lo que denominamos el paso del tiempo no es más que un fenómeno psicológico, no es un hecho natural. Los experimentos diseñados para detectar el paso del tiempo no lo consiguen porque los acontecimientos no se
suceden, se producen, y la impresión de escalonamiento secuencial a lo largo del transcurso unidireccional del tiempo se la confiere el carácter físicamente asimétrico de los fenómenos naturales.
Sin embargo, todas las personas tenemos la sensación del paso subjetivo del tiempo y también somos
conscientes de que existe un momento que llamamos ahora. Es evidente que la flecha temporal que
orienta nuestro pensamiento señala en igual dirección que la flecha temporal del exterior. Las formaciones
geológicas terrestres guardan un registro del pasado. También lo guardan las células de nuestro cerebro. Esto debe ser así porque
nuestros cerebros están formados de la misma sustancia que el universo, porque sus
partículas interaccionan de acuerdo con las mismas leyes. Pero el ahora forma parte del presente especioso de nuestra experiencia momentánea. Es un espacio de la percepción que no
forma parte del
espacio de la
física y un tiempo de la percepción que no
es identificable con el tiempo de la física. Sí tiene más que
ver, a lo que
parece, con un estado atemporal de la conciencia o de la autopercepción
consciente. Tampoco cuando hablamos del pasado que aconteció,
puede ser confundido con la evocación que hacemos de él, ya que la historia objetiva que tuvo un tiempo describible como
"objetivo" en el pasado, difiere de
la historia
evocada (y,
por tanto, subjetiva) de los recuerdos que, por otra parte, se dan objetivamente en la experiencia del ahora sin ubicación física.
Dicho
de otro modo, la
física desconoce el paso del tiempo. Lo único que la física nos dice (que
no es poco) en realidad es que algunas experiencias perceptivas son altamente
improbables que se produzcan. Debido a que hay una gran diferencia entre las direcciones hacía adelante y hacía atrás en el tiempo real de la vida cotidiana,
cierto tipo de acontecimientos físicos son muy
asimétricos en su relación genética con respecto a un "antes" y un después". Imaginemos
una estatuilla de porcelana cayéndose de una mesa y rompiéndose en pedazos en el suelo. Si el incidente lo filmamos en una película, se puede
asegurar fácilmente, al proyectarla, si se hace hacia adelante o hacia atrás. Si se
hace hacia adelante, no choca con la lógica ordinaria y vemos la estatuilla romperse y fragmentarse como lo haría en el "tiempo real", pero
si se proyecta hacia atrás veremos repentinamente, como los trozos del suelo se reunifican y saltan hacia atrás
hasta recomponer la estatuilla original.
Este tipo de comportamiento no se observa en la vida diaria más que
como truco cinematográfico.
La explicación que se
da usualmente de por qué no vemos ni un solo ejemplo de pedazos de estatuilla rota
recomponiéndose ellos solos en el suelo y saltando hacia atrás sobre la mesa, es que lo
prohíbe la segunda ley de la termodinámica. En realidad, no lo prohíbe pero lo dificulta
extraordinariamente. Aquí es cuando vemos la diferencia entre un "antes" (estatuilla intacta sobre la mesa en un estado de orden
elevado) y
un "después"
(estatuilla rota en el suelo, o lo que es lo mismo, estado desordenado en el que ha aumentado la entropía). Se puede ir desde la estatuilla que está sobre la mesa en el pasado hasta la estatuilla rota en el suelo, en el futuro, pero no al revés. El que con el tiempo aumente el desorden o la entropía es un ejemplo de lo que se llama la flecha del tiempo, algo que permite la distinción conceptual del pasado
y del futuro, dando una dirección al tiempo.
Así es como éste, en
física, se considera una dimensión que
sumada a las
tres dimensiones del espacio, se representa
mediante una
línea que se prolonga indefinidamente en ambas direcciones.
El aumento del desorden (o la entropía) con el tiempo, se identifica con una "flecha del tiempo". Es la prueba que nos permite distinguir psicológicamente el pasado del futuro dando una
dirección al
tiempo. Decir que la flecha temporal apunta siempre desde
lo que
llamamos pasado hacia lo que conocemos por futuro es una verdadera tautología,
porque precisamente, pasado y futuro están
definidos por esa flecha. Pero la cuestión es que la flecha, tiene dos extremos muy diferentes. Aunque los físicos señalan la existencia de hasta cinco clases de flechas del tiempo,
la de aumento del desorden o entropía es la más importante (junto con la de la expansión del universo), porque es
la que más directamente nos afecta. Cuando
observamos el deterioro
de las
casas, de los automóviles,
de las
personas, de todas las cosas en general, nos damos cuenta de que siempre se
produce siguiendo el esquema del "antes" y el "después" (y nunca a la inversa). Antes, nuestra casa era más nueva, el automóvil no tenía averías y nuestra cabeza era más
pilosa, todo ello en correlación (siempre la misma) con el transcurso del tiempo o la del aumento de desorden. En
consecuencia, la forma de percepción de la realidad está condicionada por la propia
configuración de la realidad de la que formamos parte. Así,
nuestro sentido subjetivo de la dirección del tiempo, está
determinado, por tanto, en nuestro cerebro por la flecha termodinámica del tiempo. Al igual que un ordenador recordamos las cosas en el orden en el que la entropía aumenta.
Recordamos el pasado. No
recordamos el futuro.
La segunda ley de la termodinámica define esa situación, y sin embargo, es de una trivialidad tan
increíble, que sólo nos permite decir que medimos el tiempo en la misma dirección en la que el desorden crece. Y cuando se nos pregunta
a qué velocidad crece el desorden, la única
respuesta científica posible es a la de un segundo por segundo, un minuto por cada sesenta segundos, un día por cada
venticuatro horas terrestres o un siglo por cada cien años; es
decir, con la
que convencional y tautológicamente nos
hemos dotado en forma de reloj para organizar nuestra vida secuenciadamente con
soltura.
Para nuestras consideraciones filosóficas, la aportación más
interesante de la teoría de la relatividad es la abolición del tiempo cósmico y del espacio persistente, siendo
sustituidos modernamente por el espacio-tiempo. El cambio es de gran importancia, pues pertenece al núcleo de la teoría de la relatividad restringida la noción de que la percepción
consciente de una sucesión de acontecimientos en el tiempo, no depende de los
acontecimientos externos en sí mismos, como se creía hasta las
primeras décadas del
siglo pasado, sino
de las impresiones que
producen en nuestros sentidos. Los físicos prerrelativistas, de acuerdo con el sentido
común, creían que si dos acontecimientos se producían en distintos lugares, era
posible, teóricamente, una respuesta precisa
en el caso de que se preguntase si eran
simultáneos o no. Pero ese planteamiento ha
resultado completamente equivocado. La luz tarda un tiempo en llegar desde el suceso que lo provoca o la refleja hasta nuestros ojos, de modo que nos resulta imposible percibir el momento exacto en que algo sucede en el universo.
Partiendo
de una idea distorsionada del tiempo por el sentido
común, pensamos en el
universo como si permaneciera en cierto
estado en un
momento determinado y en otros estados en distintos momentos. Pero la realidad externa no es algo que esté aguardando
a que nosotros la percibamos. El tiempo cósmico no sólo
no existe en un
sentido convencional, sino que, además, tampoco podemos hablar del estado del universo en un tiempo determinado.
Cualquier acontecimiento percibido, es el
resultado de un entrelazamiento complicado de
conciencia, espacio, luz, duración e impresiones
de los sentidos, que, además, sólo es posible
situarlo en la respectiva secuencia temporal
propia de cada
uno. Planck,
descubridor del
quanto o "paquete" fundamental de la
energía, insistía
en que: "no hay nada observable en una descripción del mundo. Lo observable pertenece
al mundo de las experiencias sensoriales".
El tiempo es algo realmente ligado
a nuestros sentidos,
es parte de
nosotros, no es algo que exista fuera. Por ello, parece apropiada la conjetura que hace
J. C. Smart, de que es el flujo de la información a través de nuestra memoria a corto plazo el que se confunde con el flujo del tiempo mismo.
Pero en ese caso, el funcionamiento
de la
memoria no debería verse como un proceso de redistribución de experiencias pasadas a lo largo de una línea del tiempo, dado que no
puede constituir un mero depósito en el que se almacenan conocimientos y experiencias, sino un proceso de recategorización (que diría Edelman) del "ahora", que
tiene lugar sobre la base de categorizaciones anteriores. No existe esa
cosa denominada "recuerdo del pasado"
en el sentido de que, por el hecho de ser recordado, el
pasado conservase alguna capacidad entitativa propia. Supongamos
que yo recuerdo que: "ayer vi una película".En ese enunciado está implicada no sólo la experiencia y conciencia del ayer,
sino también diversos conceptos y creencias, como
"proyector", "pantalla", "argumento",
"dirección", etc., es decir, cosas todas ellas que hacen
referencia a existencias independientes del
fenómeno de la
conciencia de mi
captación visual.
En consecuencia, no
sólo está involucrada mi experiencia presente sino la totalidad de la misma, lo que, como hemos
dicho, implica la continua recategorización
de todas ellas desde la perspectiva del presente especioso. A
efectos filosóficos prácticos el pasado
carece de existencia, salvo en la forma en que aparece
registrado en el
presente.
A ese respecto, Einstein nos dice que las nuevas ideas
del espacio y el tiempo tienen un alto valor transformativo en nuestra vida cotidiana:
"Para nosotros, físicos convencidos, la distinción entre
pasado, presente y futuro no es más que una ilusión, aunque contumaz". En la nueva concepción, la materia (incluido nuestro cuerpo), ha dejado de ser algo absoluto y se ha convertido
en una colección de sucesos. Es un proceso de
transmutación energética en otras formas de energía. Compuestos como estamos de
un flujo incesante de sucesos que tienen lugar en el espacio-tiempo, no podemos ser considerados como objetos localizables en
puntos determinados de la línea del tiempo, ya que éste el único papel que desempeña es el de impedir que en la
naturaleza todo suceda a la vez, pero en si mismo carece de entidad. Somos haces de sucesos pautados que no pueden describirse
de forma apropiada con términos precisos. El que nuestra propia
noción de identidad esté profundamente ligada a la experiencia duradera
y a la memoria explica las grandes connotaciones religiosas y emocionales del asunto. Pero la denominada teoría
especial de la relatividad no deja lugar a dudas. En
particular, el
comportamiento de las señales luminosas, parece
violar de manera flagrante el antiguo
principio de que todo tipo de movimiento uniforme es relativo. También, como nos dice Larry Dossey, debemos cambiar
nuestro concepto ordinario de la muerte por estar basado en dos conceptos erróneos: que el cuerpo ocupa un espacio en particular, y
que dura a lo largo del transcurso de un tiempo lineal. La posibilidad de
localizar el
cuerpo en el
espacio, igual que podríamos hacer con una mesa o con una roca, no se compadece con la relación dinámica que
sabemos mantienen todos los seres vivos con el universo de que forman parte. Además, el tiempo tampoco es un mero trasfondo sobre el cual se proyectan a su paso los acontecimientos. El tiempo sólo
"pasa" en nuestra mente como un concepto de valor práctico en el
sentido corporalmente organizativo de la vida. Fuera de la mente,
nunca ha podido comprobarse su existencia lineal en el mundo y dentro de la mente carece de entidad propia.
El hecho de abandonar
(o mejor trascender)
el concepto lineal del
tiempo, no quiere decir, por supuesto, que
volvamos a recaer en la idea del tiempo cíclico. Será
pertinente, en cambio, que apliquemos a los problemas con los que hemos empezado, la idea de subjetividad como temporalidad. La mayor parte de las personas encontramos tan difícil resolver las cuestiones que se refieren a la vida, como las que atañen a la muerte, pero si nos damos cuenta, en el mundo en sí, como nos dice
Merleau-Ponty, "todas las direcciones, lo mismo que todos los movimientos son
relativos, lo
que equivale a decir que no los hay". Eso sugiere
la idea
de que tanto con respecto a la muerte, como con respecto al espacio, el tiempo y la materia, estamos
completamente equivocados. Si el cuerpo no ocupa un espacio objetivo en
particular, fijo y determinado, ni tampoco dura objetivamente a lo largo del transcurso del tiempo lineal, no
podemos decir con propiedad que la vida sea un acontecimiento
temporal limitado por los extremos de nacimiento y
muerte. Será
otra cosa. Somos nosotros quienes, con la ingenuidad del sentido
común, hemos introducido esa concepción lineal del
tiempo sumamente perturbadora de nuestra psicología, cual
es la del tempus fugit.
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