martes, 10 de enero de 2012

48- Voluntad y deseo





48-VOLUNTAD Y DESEO

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"Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica la voluntad."

Albert Einstein

"El Deseo, S.A."  (Productora cinematográfica de los hermanos Almodóvar)
                                                                                     

                   El mentalismo reprocha a los conductistas el ser poco partidarios de las palabras "conocimiento" y "memoria" y ser excesivamente proclives al estudio de la conducta manifiesta, es decir, al conjunto de las reacciones del organismo animal o humano que son observables desde fuera del mismo, y por tanto, verificables subjetivamente. El conductismo por su parte, acusa a su vez, a algunos mentalistas de utilizar ciertos términos, tanto para referirse a las condiciones que afectan a la susceptibilidad del refuerzo, como al grado de fortaleza del comportamiento ya reforzado. Desde el punto de vista del conductismo, no son científicas todas las  psicologías  que hacen uso de conceptos como "motivación", "intencionalidad", "conciencia", etc. El conflicto que subyace en esta disputa se refiere a si hay una correlación entre el deseo y el conocimiento, siendo como son, ambos, definibles en términos conductistas. Pero frente a esta tradición conductista, hemos de admitir que los animales racionales además de tener una capacidad sobresaliente de introspección, pueden hacer ciencia, y hacer ciencia, presupone también, y casi fundamentalmente, elaborar hipótesis sobre aquello que no es directamente observable.
                   No podemos negar que en el reino animal la fuerza de la conducta operante, aumenta cada vez que está seguida de un estimulo de refuerzo. Según la ley de Hull (destacado conductista) del "refuerzo primario", si a una asociación estímulo-respuesta le sigue una reducción del estado de necesidad del organismo, existen muchas probabilidades de que ese mismo estímulo provoque la misma respuesta. La susceptibilidad de ese refuerzo se debe a su valor de supervivencia y el hecho de que el condicionamiento operante, como todos los procesos fisiológicos, sea un producto de la selección natural, sugiere mucho sobre las consecuencias que son reforzadoras y por qué lo son. Esto puede aclararse haciendo referencia a los reforzadores que desempeñan un papel en el conocimiento de los reflejos. El estímulo del hambre es una condición corporal que hace perfectamente al caso. Cuando un animal se encuentra en esa situación, se agita incesantemente, si ve o huele el alimento experimenta una estimulación química y actúa de manera que, en las condiciones a las que está acostumbrado, puede conseguir el alimento; si lo logra, lo ingiere; y si es en cantidad suficiente, cesa su excitación y se queda tranquilo hasta la próxima estimulación.
                   Es importante reconocer que el animal que experimenta la urgencia tiene una particular probabilidad de reforzarse con alimento y de emitir las señales típicas del comportamiento que previamente le hayan reforzado con alimento. Pero un hecho no es reforzador porque reduzca una necesidad (que, además, tiene carácter subjetivo). El alimento es reforzador independientemente de que se sacie o no se sacie el hambre del animal que la experimenta y, con seguridad, la relación entre un estado de privación y la intensidad de un comportamiento determinado se debe al valor de supervivencia de la especie. Por eso, a diferencia de Hull, Skinner (uno de los principales representantes del conductismo contemporáneo) define el refuerzo en términos puramente objetivos, es decir sin referencia alguna a la reducción del impulso.
                   Ahora bien, refiriéndonos a nosotros como seres humanos, podemos decir que el alimento es reforzador también, porque sentimos hambre. La diferencia con el animal, es que "tenemos conciencia" de ello y nuestro comportamiento puede diversificarse con relación a la conducta esperable, porque incluso "deseando" el alimento, y de hecho, teniendo mayor posibilidad de seguir un comportamiento reforzado en busca de comida, podemos también, una vez puesto a nuestra disposición el alimento y obedeciendo a un deseo de orden superior, rechazarlo totalmente (un ejemplo) por motivos de orden religioso, como el ayuno, o parcialmente (otro ejemplo), por seguir un régimen adelgazante. Los conductistas, que son muy estrictos, se niegan a asociar la palabra "deseo" con el motivo o el incentivo del proceso reforzador y centrarlo casi exclusivamente en el nivel de privación o de estimulo por aversión, porque estiman que aquél es un sentimiento asociado con las consecuencias más que con los motivos del comportamiento. Pero aunque admitiéramos esa forma reductora de pensamiento, habría que reconocer que la capacidad de evaluación de las consecuencias, es muy superior en el organismo humano que en el organismo animal.
                   Por otra parte, ponernos de ejemplo y extender nuestros comportamientos a todo el reino animal, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Como animales superiores que somos, tenemos una mayor proporción de conducta aprendida y una menor proporción de conducta derivada del automatismo de los reflejos, que los animales inferiores. Así que si seguimos esta idea, nuestra capacidad de conocimiento influiría directamente en nuestra capacidad deseante, los conductistas tendrían razón y el deseo no sería el desencadenante de procesos reforzadores. Podría tratarse sencillamente de una circunstancia seleccionada en la evolución de la especie e involucrada de forma muy inmediata en el refuerzo operante.
                   Sin embargo, si consideramos el conocimiento con más amplitud de miras, y le suponemos como una característica de un proceso global que va desde el estímulo hasta la reacción, o en casos más específicos, desde un objeto externo hasta la reacción, dando por cierto que el objeto externo está en conexión mediante una cadena causal física en el mundo exterior, veremos que el conocimiento no es una exclusiva del hombre, ni siquiera de otros animales superiores, sino una simple cuestión de grados. En ese sentido y tomando como base de partida la observación directa, se puede atribuir conocimiento a los animales que se encuentran en la zona inferior de la escala evolutiva. Es cierto que suele tratarse de una clase de conocimiento peculiar y que lo inferimos al observar su reflejo. Si tocamos levemente los cuernos del caracol común, vemos que rápidamente los retrae; luego, es fácil deducir que conoce el estímulo. Naturalmente, éste no es el sentido usual de la palabra conocimiento, y por eso los conductistas dirían que se trata simplemente de un caso de estimulo por aversión. Pero no puede discutirse que es el germen del que ha nacido el conocimiento en el sentido habitual. Es más que probable que sin esa clase de elemental reacción característica y muy próxima a la sensibilidad ante un estimulo determinado, no sólo el conocimiento fuera imposible, sino que no habría tampoco comprensión intima o entendimiento ulterior  de por qué cierta clase de cosas ocurren.
                   Por otra parte, cuando se dice que hay un valor de supervivencia en la relación entre un "estado de privación" y la intensidad de un comportamiento apropiado, debería aclararse que, por ejemplo, en el caso del hambre, el comportamiento apropiado es el que por observaciones anteriores esperamos que cualquier animal exhiba ante el estado de privación (aparente), más o menos prolongada de alimentos. Pero si somos realistas, hemos de concebir un estado de agitación inmanente que hace posible una clase de comportamiento en el que se provoca una eliminación gradual de todos los actos que no conducen a su objetivo, conseguir comida. Esa pulsión, urgencia, perentoriedad o como quiera que lo llamemos no termina cuando comienza la acción. Por ejemplo, si vemos a un leopardo perseguir a un antílope pueden ocurrir dos cosas: que alcance su presa y la devore con fruición, es decir, hasta que sacie su hambre (en términos no conductistas, su apetito); o que fracase en su acción de caza. En este último caso, veremos que el felino sigue inquieto por su estado de privación interna (su apetito no satisfecho) y que pronto iniciará otra acción o conjunto de acciones tendentes a su eliminación.
                   Lo que se dice para el hambre vale igualmente para otras formas de apetito y tanto para los animales como para los seres humanos. La mayoría de los animales se aparean lo más pronto posible cuando están en celo o buscan alimento afanosamente cuando tienen hambre, porque están a merced del sexo o del hambre de una manera directa y biológicamente urgente. Pero en el hombre, aunque esos deseos primitivos constituyen también las centrales generadoras de energía (en palabras de B. Russell), se distribuyen ampliamente por una clase de actividades muy diversas que, a primera vista, parecen no tener relación directa con ellos. Para el común de los humanos, todavía, trabajar para ganarse la vida aunque no le apetezca, está relacionado de forma indirecta con la satisfacción de deseos primarios mediante la obtención de dinero, y en el seno, generalmente, de formas de convivencia socialmente regulada.
                   Hasta aquí, creemos haber esbozado ya un deslindamiento entre las disposiciones e impulsos generales a obrar de los organismos animales, y los impulsos más específicos, frecuentemente derivados de procesos mentales no observables desde el exterior, propios de los organismos humanos. Pero por un afán de claridad, se hace necesario que precisemos aún más, sobre la tipología de las cualidades diferenciales que configuran lo que podríamos llamar nuestra realidad de seres humanos frente a la realidad del mundo. Así podemos sentir, observar o deducir, aparentemente sin ningún orden previo, algunas de las condiciones asociadas con la probabilidad de que una persona se comporte de una manera específica. Por ejemplo, puede decir que tiene "ganas de ir al cine", que "debe ir a trabajar a la oficina" o que "quiere" a determinada persona. Todas ellas son cosas distintas, pero tienen algo en común: generan comportamiento.
                   Las fuentes generadoras de comportamiento siempre han subyugado a los estudiosos y es muy probable que se deba a su gran variedad y dificultad interpretativa. Por lo general, la evidencia de las causas es muy palpable cuando se denomina involuntario al reflejo y mucho más difíciles de concretar, si al comportamiento operante lo llamamos voluntario. Pero sería bueno tener en cuenta que existe cierta artificialidad convencional en el aislamiento de los elementos que constituyen el proceso estímulo-reacción. Claro que también se dan casos en los que parece que baste con atribuir el comportamiento, que de otro modo sería inexplicable, a un acto en el que interviene la voluntad, para que se resuelva el conflicto.
                   A ese respecto, por ejemplo, el eminente filósofo Schopenhauer (quizá el primer conductista, que además inspiró a todos los posteriores), manifiesta con absoluto convencimiento que la negación de esa potencia ciega y ateleológica que para él es la voluntad, se puede y se debe identificar con la negación del deseo. Ese sería el método idóneo para proporcionar una intensa felicidad a la mente (él la llama alma): "Es preciso que un sufrimiento inmenso destroce nuestra voluntad antes de que llegue a la renunciación de sí misma. Cuando ha recorrido todos los grados de angustia creciente, cuando, después de una suprema resistencia, toca en el abismo de la desesperación del hombre, se reconcentra súbitamente dentro de sí mismo, se conoce, conoce el mundo, transformase su alma, se eleva sobre sí misma y sobre todo sufrimiento. Purificado entonces, santificado en cierto modo con un sosiego y una felicidad inquebrantable, con una elevación inaccesible, renuncia a todos los objetos de sus deseos apasionados y recibe la muerte con alegría. De la purificadora llama del dolor brota repentinamente, cual pálida luz, la negación de la voluntad de vivir, o sea, la libertad de este mundo."
                   El llamado filósofo del "pesimismo", en su digresión de la realidad, ha sacado fuerzas de flaqueza y de la renuncia ha hecho una virtud. Y no sólo eso, sino que de la renuncia a todo, ha hecho el núcleo generador de su propia felicidad. No cabe duda que el pensamiento oriental (o, para ser más exactos, cierta clase de pensamiento oriental) ha influido mucho en él. Scheler ha advertido sobre las teorías negativas del hombre. Algunos mentores han ejercido importante influencia y son extraordinariamente conocidos: Buda, Freud y Schopenhauer tienen de común el que propugnan el paulatino sofoco de los impulsos humanos, aunque difieren mucho en los métodos.
                   Mencionamos también a Buda por razones que luego veremos y a Freud, porque su hipótesis (núcleo de sus teorías) del instinto de la "necesidad de reconstruir un estado anterior" (a la vida, se entiende) que él sostiene, es asimismo de clara inspiración oriental, aunque tomada derivativamente de Platón, que a su vez la hace desarrollar Aristófanes en el Symposium. La suprema felicidad, según esos sistemas filosóficos, (a los que hay que añadir el hinduismo) consiste en disolverse en Brahma o Atman, origen de todo ser. El alma vive en ilusión o maya  hasta que no acepte esta suprema verdad, por lo que vive en el mundo del mal y el sufrimiento. El alma experimenta sucesivas reencarnaciones hasta que logra alcanzar la "verdad suprema". Los primitivos maestros del Vedanta, Samkara y Badarayana, aunque con algunas distinciones, afirman la realidad de lo único, de lo Brahmánico. Los fenómenos pertenecientes a esa realidad aparecen como múltiples y distintos debido a nuestra ignorancia individual que repercute en las ilusiones pertenecientes a la esfera social de la descripción y el pensamiento.
                   Sin embargo, desde nuestro punto de vista es objetable que deba considerarse al hombre como ignorante. Todo hombre es instintivamente sabio; lo único que ocurre es que, en muchas ocasiones, "ignora" que lo es. A ello contribuye, sin duda, la redefinición o construcción social de los instintos, que son desviados de sus tendencias originales. Pero, centrándonos concretamente en esa clase de filosofías orientales, vemos que su propuesta podría resumirse en una sola frase:<<ya que no sabemos manejar nuestras tendencias, sofoquémoslas con buena disposición de ánimo>>. Los Vedas, que transmiten un sistema de filosofía hinduista, tienen el prestigio de lo milenario, así como sus apéndices los Upanishads, a pesar de que éstos sean mucho más recientes (fueron escritos hacia el año 900 de nuestra era) y aunque su influencia directa esté muy restringida geográficamente, por diversos caminos indirectos, se han expandido lo suficiente como para influir con cierto grado de sutileza en muy diversas culturas.
                   No sólo la filosofía de Schopenhauer se hace eco de esas ideas que, en principio, nos parecen tan ajenas. Aunque con otra significación ya Kant nos había advertido antes que, "todas las dificultades que afectan al enlace de la naturaleza pensante con la materia provienen sin excepción únicamente de aquella representación dualística subrepticia: de que la materia como tal, no es fenómeno, esto es, mera representación del espíritu a la cual corresponde un objeto desconocido, sino el objeto en sí mismo tal como existe fuera de nosotros e independientemente de toda sensibilidad." Un mundo de ilusión es el que, consecuentemente, también nos propone Kant en su teoría de la "no percepción" de la cosa en sí, tal vez remotamente influenciado por el lenguaje convencional aristotélico de marcado carácter bivalente. Según él, la imagen de un árbol se proyecta en nuestra alma, pero eso no quita para que el árbol sea otra cosa, la "cosa en sí", con la que establecemos la misma relación que en los cuentos de hadas. No tenemos acceso a esa realidad que es el árbol, pues los sentidos son mediadores entre ella y nosotros, pero no nexo de unión. Según nuestro parecer, es cierto que nunca sabremos lo que es la "cosa en sí", pero tampoco hay que acabar concluyendo que nuestras percepciones sensoriales inducen a nuestras mentes a poseer ideas respecto del mundo exterior que difieran por su misma naturaleza de la realidad, o que exista una incompatibilidad inherente entre el mundo exterior y nuestras percepciones sensoriales del mismo. Al fin y al cabo, la introspección que realizamos de nosotros mismos es la de la propia "cosa en sí". La "cosa en sí" no se refiere a sí y por sí, excluido todo lo demás, sino en relación con todo lo demás (el resto del mundo).
                   En consecuencia, ¿es que nosotros no constituimos una realidad también? Por supuesto que no hablamos de autorreferencia. Cualquier tipo de autorreferencia implicaría que el universo existiese subjetivamente, es decir, por referencia al ser, mientras que la introspección reorganizativa se fundamenta en un tipo peculiar de habilidad incidental sobre el universo que tenga en cuenta, cómo él pueda hacerlo sobre el ser. Como dice Roland Fisher, acerca de los estados creativos, sicóticos y extáticos, "las sensaciones inmediatas <<brutas>> y no interpretadas <<las sensaciones alógicas>> forman el contenido de la experiencia en el espacio-tiempo sensorial, hiperbólico y no euclidiano; mientras que en el espacio-tiempo de supervivencia es el campo de la experiencia despierta activa. Se trata de un espacio sensorial, construido por la experiencia de la vida y que al mismo tiempo la refleja. La geometría euclidiana, el lenguaje bivalente y la lógica funciona en él y la actividad dominante la constituye la toma de decisiones con respecto a la supervivencia".
                   Sin embargo, el "resto del mundo" o las otras "cosas en sí", son inaccesibles para Kant y ficciones engañosas para Buda y los Upanishads. Estos últimos proponen negar nuestra realidad o, mejor, "diluirla". Ambos tienen una idea no positiva (ya que no decididamente negativa) del espíritu (aunque de los Upanishads y sus antecesores, los Vedas, surgiera algo tan positivo como el yoga), ni del hombre, ni del fundamento del universo. No es nada raro, dado el contexto en el que se desarrollaron estos sistemas filosóficos. Buda se horrorizó por la miseria de los esclavos, de los campesinos, de las comunidades pobres y sometidas y de lo que lo resumía todo: las castas inferiores. Si aquello tan penoso era vida, más valía negarla en su conjunto. Sus prescripciones éticas y morales suponían un rechazo del mundo y procurar librarse de la cadena de transmigraciones para evitar el sufrimiento. Como bien dice Ortega, "si Buda no hubiese creído en la doctrina tradicional de las reencarnaciones, su único dogma hubiese sido el suicidio". Cierto es que la anulación de la existencia en el Nirvana búdico no coincide con un estricto nada. Para los occidentales, la anulación de la existencia equivale a la total inexistencia. El asiático le da un carácter positivo a lo que para él sería una existencia no objetiva, sino más bien "transubjetiva" (en afortunada expresión de Ortega) de calma profunda.
                   Comprendemos mejor el Nirvana de los Upanishads, puesto que ya de antemano hay menos rigor ascético. El sabio acepta los placeres sensuales cuando vienen, pero con corazón desprendido. No es victima del "deseo". En este caso no se trata de la aniquilación de la vida, no es la muerte absoluta. Lo que se anula es la pluralidad por la disolución en el Uno. Aun así hay que objetar que la susceptibilidad de refuerzo del deseo por su valor de supervivencia, se prolonga incluso a lo tras vital. En consecuencia, el orden mental no apetece su disolución de ninguna manera, por lo que la idea de los "nirvanas" nos parece incompatible y desintegradora del orden adquirido tan dolorosamente. Y no solo eso; además la creencia en la reencarnación o la metempsicosis se puede justificar desde un punto de vista de una ética purificadora, pero no está muy fundamentada si tenemos en cuenta la supuesta unidireccionalidad del tiempo en nuestro universo, si es que ese dato puede constituir una pista.
                   Si de nuevo nos reencontramos con Schopenhauer y lo analizamos un poco más, comprenderemos por qué se le ha llamado con razón "el primer conductista". También él es el primero de los aún escasos filósofos occidentales que han puesto en relación su pensamiento con ideas hinduistas y budistas. El punto de partida para su solución del "enigma del mundo" se inspira en una forma de "idealismo trascendental" que él debe a su predecesor, Kant. Sin embargo, su más importante contribución a la filosofía consiste en haber insistido en que la "Voluntad" es la potencia básica, (más incluso que el pensamiento), tanto en la naturaleza como en el hombre. Esa potencia no es ni buena ni mala, es amoral. Su única estrategia es (¡le parece poco!) permanecer en el ser. En su búsqueda ciega se encuentra con el placer, el dolor, el dimorfismo sexual, el "deseo",....pero no tiene teleología ni persigue fin alguno. Sólo nos encadena a esa parte de Voluntad que somos. El mundo natural es, pues, la aparición de la Voluntad ante si misma, cuando ella genera al sujeto del conocimiento como una afección propia.
                   Pero según nuestro parecer, Schopenhauer en un afán totalizador hace que "su voluntad" abarque demasiadas cosas de un modo excesivamente forzado y grandilocuente: "Cada individuo, cada figura humana, con su existencia no es más que un breve ensueño de la eterna voluntad de vivir, del genio inmortal de la Naturaleza"... "La afirmación de la voluntad es ese querer perpetuo, no contenido por la inteligencia y que llena la vida humana en general".
                   Observemos primero que hay un trastrocamiento de lo que en el budismo y los Vedas era una crítica del "Deseo" que luego reconvierte en una crítica de la "Voluntad", ocasionando que aquél quede subsumido en ésta. La única razón para hacerlo, es, a nuestro modo de ver, tratar de traer al primer plano de la discusión con otro ropaje filosófico más occidental su diatriba contra las religiones monoteístas. Con tal propósito hace suyo el legado de esas dos corrientes filosóficas, acentuando incluso su carácter determinista. Así, admite que los motivos, que son lo que determina la manifestación del carácter, la conducta, obran por medio del conocimiento. Pero como éste es mudable, oscila frecuentemente entre el error y la verdad. De ahí se deduce que la conducta de un hombre puede cambiar notablemente, sin que de la mudanza deba inferirse una mutación en su carácter. Porque lo que el hombre realmente quiere, la tendencia de su ser íntimo y el fin que, por consiguiente, persigue es cosa que ninguna influencia externa ni enseñanza alguna puede modificar. El hombre en cuanto que cumple con "su voluntad" que es lo más acendrado y profundo de su carácter, es irregenerable.
                   Del análisis de su Mundo como Voluntad y Representación”, se desprende que busca más apoyos para refrendar sus tesis en el "otro" modelo determinista de "perseverancia en el ser", que no es más que el viejo conatus remozado y vigorizado por Spinoza, de cuya elaboración filosófica se hace eco y alaba sin reparo (quizá en detrimento de la de Descartes). "El hecho de que en el hombre la facultad de deliberación dependa de la abstracción, y por consiguiente, de la de juzgar y sacar conclusiones, es lo que parece haber inducido a Descartes y a Spinoza a identificar las decisiones de la voluntad con la facultad de afirmar y negar (juicio). Descartes deducía de esto que debe atribuirse también la culpa de todo error teórico a la voluntad, dotada según él de libertad de indiferencia; Spinoza, por el contrario, deducía que los motivos determinan a la voluntad, de igual manera que los principios determinan necesariamente el juicio. Eso es exacto y nos presenta el caso de una conclusión verdadera sacada de premisas falsas." Sin embargo, para Schopenhauer, la voluntad es mucho más. Ésta no puede hallar una satisfacción que le permita no comenzar de nuevo a no querer, como el tiempo no puede concluir ni comenzar. No existe para la voluntad una realización duradera que satisfaga para siempre su aspiración. Sólo cuando el conocimiento aniquila su querer aparece la negación de la voluntad de vivir. Los fenómenos aislados que percibe no obran ya sobre la voluntad como motivos para estimularla; por el contrario, en la concepción de las ideas que reflejan su propia imagen y le facilitan el conocimiento de la esencia del mundo, encuentra un calmante, un aquietador, que la serena y la impulsa a anularse libremente ella misma.
                   El aquietador de Schopenhauer, en cuanto que niega el deseo de vivir, es una variante del conocido Nirvana búdico (aunque lo presente más bien con las características del Nirvana védico) al que él nos lleva de nuevo, tras un largo y voluntarioso rodeo. "Entonces el egoísmo, consecuencia de ese principio, se desvanece con él; los motivos antes tan poderosos pierden su poder, y en su lugar el conocimiento perfecto de la esencia del mundo, obrando como aquietador de la voluntad, produce la resignación y la renuncia, no sólo de la vida, sino hasta de la misma voluntad de vivir. Así es como vemos en la tragedia a los seres más nobles renunciar, después de largos combates y de prolongados dolores, a los fines perseguidos hasta entonces; sacrificar para siempre los goces de la vida y hasta desembarazarse voluntariamente y con alegría de la existencia." Como la esencia del mundo es la voluntad y todos los fenómenos voluntad objetivada, todos los males provienen de ella. La única perspectiva que puede consolarnos lentamente, nos dice Schopenhauer, "es cuando nos hallamos convencido de que el inexorable dolor y la infinita miseria son la esencia de ese fenómeno de la voluntad que llamamos mundo, es ver el mundo desvanecerse quedando ante nosotros la nada, cuando la voluntad ha llegado a suprimirse a sí misma". Las últimas líneas de su "El mundo como voluntad y representación" son un resumen de su filosofía: "Sí, lo reconocemos abiertamente; lo que queda después de la supresión total de la voluntad para aquellos a quienes la voluntad anima todavía no es más que la nada efectivamente. Pero, a la inversa para aquellos en quienes la voluntad se ha suprimido y convertido, este mundo tan real, con todos sus soles y sus vías lácteas, es verdaderamente la Nada." Esta nada a la que nos lleva Schopenhauer tras un exhaustivo paseo filosófico es lo que constituye el punto transubjetivo que está más allá del conocimiento, es decir donde el sujeto y objeto se extinguen, también llamado el Pratschna Paramita por los budistas.
                   Pero, ¿Nirvana, es igual a la anulación de la voluntad? o ¿Nirvana, es igual a extinción del deseo? Se puede muy bien entender un ascetismo por la voluntad, pero ¿se puede comprender un ascetismo del deseo? Siendo como fue un gran estudioso de Spinoza, y habiendo hecho suya (al menos en parte) la definición de <<voluntad>> sorprende que Schopenhauer haga caso omiso de su definición de <<deseo>> (apetito con conciencia de él) que no desmerece en importancia comparativa. A pesar de los circunloquios, la erudición de la que hace gala y los esfuerzos de Schopenhauer para hacernos ver que son términos equivalentes, e incluso reducibles a una afirmación y negación del deseo de vivir por la voluntad, ambos son impulsos de muy distinta naturaleza. Porque la voluntad o entendimiento es la facultad de afirmar o negar, y no el deseo; es decir, así lo entiende Spinoza, otro "asiático" que nos es más familiar, "por la voluntad la mente afirma o niega lo verdadero o lo falso, y no el deseo por el que la mente apetece o aborrece las cosas". Como vemos, la voluntad es "bajada" por Spinoza del limbo de las cosas magníficas, ateleológicas e inasequibles, al mero juicio desde una perspectiva humana, sobre los hechos concretos, por más que dicho enjuiciamiento (eso es otra problemática) pueda ser equivocado. 
                   La confusión sobre el mundo y lo que somos capaces de percibir de él influye en nuestros sentimientos hacia lo que nos rodea y, en consecuencia, abordamos el "problema metafísico" desde perspectivas muy diversas. El problema metafísico central, después de todo lo dicho, parece estar bastante claro; es el que se da en la relación "la cosa y sus apariencias". En cuanto que entendemos algo acerca de la "cosa", establecemos una relación volitiva con ella, es decir, afirmamos o negamos sobre las cualidades que supuestamente posee. Pero otro tema es el "deseo" en torno a las cualidades de la "cosa", que queda prendido en las apariencias de la misma. Es verdad que al hablar de las apariencias (o las "ilusiones" de Kant) se sugiere que hacemos la distinción entre la cosa y sus apariencias, y eso, además de dar origen a errores, no es más que una desfiguración lingüística que se ejercita por costumbre, pues, como dice Ayer: "El análisis lógico demuestra que lo que hace a esas apariencias las apariencias de la misma cosa, no es su relación con una entidad distinta de sí mismas, sino sus relaciones recíprocas."
                   A primera vista podría pensarse que el problema metafísico desaparecería si siguiéramos el consejo de Quine, quien sostiene un poco irónicamente que estamos autorizados para tratar los objetos físicos como entidades postuladas. Pero hay que reparar en la dificultad de la eliminación de nuestra aprehensión del mundo físico y de los predicados que entendemos que son aplicables a los propios objetos de ese mundo físico. Porque nuestra implicación perceptiva en ese mundo, nos priva de libertad para decidir lo que es una "entidad postulada". Negar, por ejemplo, que el mundo exista, es algo que podría fundamentarse en una negativa experimental. Pero entonces, ¿podría darse un empirismo sobre la inexistencia del mundo?
                   El empirismo de la existencia del "Mundo físico" y el de la existencia del "mundo de nuestros deseos", no tienen por qué ser incompatibles. En el fondo, parecería como si hubiera una abyección en los deseos que puedan experimentarse, por lo que el moralismo actúa con vigor tratando de erradicarlos. Hay una simplista identificación del deseo con el apetito sensual y, consiguientemente, una ética social, tanto en el Este como en el Oeste, que a fuerza de serlo, se ha hecho también individual, fustigadora del "deseo" por tratarse de algo inescrupuloso. Por eso se suelen mencionar o describir de forma impropia aunque convencionalmente admitida, aquellos hechos que teniendo un origen coactivo en la elección de los comportamientos posibles, se contemplan como una restricción operativa en los planes del sujeto para llevarlos a cabo. Así, es frecuente oír decir cuando alguien es coaccionado a hacer algo "que actuó contra su voluntad o forzando su voluntad", cuando lo que se debería decir es "que actuó siguiendo un deseo de satisfacción prioritaria, en relación con la urgencia de cualquier otro".
                   En la larga tradición establecida, el deseo ("voluptas") es impuro, la voluntad ("voluntas") es pura. El deseo va contra alguna "Moral" porque es irreductible. La voluntad es benéfica, porque es domeñable por la propia voluntad. Los actos moralmente reprobables son fruto de los deseos incontrolados; los dignos de encomio, según esa misma moral, son fruto de una voluntad bienhechora. Decididamente, el deseo y la moral (que no es más que voluntad "cristalizada" en forma de normas o pseudonormas) no "hacen buenas migas".
                   Sin embargo, cada animal o, mejor dicho, cada especie disfrutan y/o padecen de un conjunto de deseos congénitos que le impulsan hacia una actividad o grupo de actividades en orden a la realización del reflejo. Esos son los hechos. Qué caracteriza el deseo, en general, tal vez no sea precisable, pues en la medida que se autoexperimenta con muchos grados de intensidad y matices diversos según las ocasiones, no es definible en términos objetivos. De lo que no cabe duda, es que como diría Wittgenstein "sí determina, por así decirlo, el tema de un hecho; tanto si éste cumple el deseo como si no". Según nuestro punto de vista, eso quiere decir que la naturaleza es consecuente con los "deseos primordiales" de los seres que crea, aunque no lo sea en muchas ocasiones con sus voluntades de satisfacción de esos mismos deseos. Los deseos "primordiales" no incluyen, por supuesto, solamente a aquellos que revisten gran importancia instintiva, sino a todos los que están incluidos en el "paquete congénito" de una especie. Un deseo "primordial" no se distingue por incluir un "gran" deseo y desestimar un "pequeño" (cualitativamente hablando) deseo, sino que meramente se corresponde con una cualidad (no importa de la que se trate) difundida por la generalidad de los miembros de una especie, aunque no tiene por qué limitarse su presencia al ámbito de ella solamente; otras especies pueden poseer paquetes congénitos de deseos, análogos o muy similares.
                   Si hemos de perseguir o guardar el debido rigor científico-filosófico, de la disquisición sobre el conjunto de los deseos "primordiales", surge la aparente necesidad de segregar o excluir, lo que podrían denominarse las extravagancias imaginativas o caprichos, siempre puntuales, que en relación con una "disposición deseante", suelen hacer gala los miembros aislados o poco numerosos de cualquier especie. Por ejemplo, no es muy normal que agrade el olor a <<huevos podridos>>. Su fétida aversividad viene provocada por una hediondez aborrecible o indeseable. La calidad de lo indeseable es la misma que la de un deseo negativo, como muy bien nos hace ver también Spinoza. En cualquier caso eso es un hecho común. No obstante, en el ancho mundo siempre puede haber alguien con olfato "especial" que asegure que su mayor deseo es embriagarse con el "aroma" que despide tan pestilente perfume.
                   Es cierto que, por así decirlo, los deseos caprichosos nos permitirían calificar a nuestra vez a la naturaleza (puesto que estamos hablando asimismo de un fenómeno natural) de "caprichosa", lo que supondría adoptar una actitud paracientífica o pseudocientífica hacia ella. Pero no debemos olvidar que todo deseo obedece en su génesis a la percepción de un conjunto de datos de la realidad, no postulada, si no vivible, y aún más, a la elaboración de un significado de los mismos, lo cual supone el planteamiento de otra problemática. Pensemos que, una vez aceptadas las premisas de un argumento deductivo válido, no podemos poner en duda su conclusión, aunque también hay un sentido en el que podemos dudar, ya que no podemos estar seguros de haber sacado la inferencia correctamente. Así podría ser ya, incluso a priori, en el proceso deductivo seguido en el caso que nos ocupa. Pero si admitimos que la naturaleza no es "caprichosa", el argumento se endereza. Diríase que el "estado de la pituitaria" de un individuo "caprichoso" en sus sensaciones olfativas, sería una razón posible de su "exquisitez" a la hora de interpretar de forma sui generis los (sus) datos sensoriales. Aun así, la ausencia de regularidad sensitiva, podría hacernos dudar de la regularidad misma de la naturaleza. Sin embargo, esta advertencia nos parece un tanto fuera de lugar, porque se estaría sugiriendo que los datos sensoriales dependen necesariamente unos de otros, como si poseyesen propiedades causales del mismo modo que los objetos físicos (naturaleza, en general, y pituitaria, en particular), cosa que, desde luego, ni tiene por qué suceder ni es exigible que suceda desde un punto de vista científico.
                   Dejadas de lado excepciones que denotan una notoria confusión de los objetos "deseados e indeseados" con los "deseables e indeseables", fijémonos en que, dado un nivel de deseo consciente explicito, los seres están empujados desde su interior y en virtud de su naturaleza, aunque a nosotros personalmente nos parezca que nos atrae lo deseable como un objetivo que hay que alcanzar. El conocimiento de lo que es "deseable", eso sí que es un objetivo. Pero ¡atención! lo "deseable" no tiene por qué identificarse con la carencia de algo cuyo alcance es o debe ser penoso (o por extensión: pecaminoso) pues como dicen Deleuze y Parnet: "Si desear no es nada fácil es precisamente porque en lugar de carecer da, <<virtud que da>>. Los que ligan el deseo a la carencia, la larga cohorte de los cantores de la castración, no sólo testimonian de un gran resentimiento, sino también de una interminable mala conciencia."   
                         Lo "deseable" en función de reflejos incondicionados o reflejos condicionados, nos llevaría a consideraciones pavlovianas. Pero la reflexividad es la otra fuente del conocimiento de lo "deseable". Ese es un descubrimiento bastante olvidado de los cartesianos, que Schopenhauer y los conductistas, se encargaron de minusvalorar. El reflejo es la forma de respuesta más simple del sistema nervioso. Un hecho del mundo que Pavlov puso de manifiesto. La reflexividad es la forma de búsqueda de respuesta más compleja del sistema nervioso. Un hecho que Descartes y luego Spinoza (incluso en mayor grado) pusieron de manifiesto. La reflexividad orienta (o desorienta) un reflejo, que actuando a una o varias bandas (como en el juego de billar, pero en un sentido lógico) desemboca inevitablemente en fijación sobre "objetos de deseo". No importa que no haya conexión lógica alguna entre el deseo y su satisfacción, como asegura Wittgenstein. Lo verdaderamente importante, es descubrir qué clase de relación fenomenal hay entre el deseo y su objeto empírico o hipotético. Sabemos, por ejemplo, la clase de relación fenomenal que hay entre, sentir deseo (apetito con conciencia de él) y un árbol cargado de manzanas.
                   Es decir, nuestra urgencia de alimentarnos y la fruta están puestos frente a frente, sugiriendo una expectativa razonable de satisfacción y fundamentada en la experiencia. Si otras veces hemos comido manzanas y se satisfizo nuestra apetencia, suponemos que ahora ocurrirá igual. Pero dado que no hay un prototipo definido de satisfacción y que el deseo nos encubre a nosotros mismos las propiedades reales de lo deseado, no puede esperarse que las expectativas de satisfacción tengan un carácter predictivo, sino meramente programático. Según eso, tan programada podría estar la persecución de posibles presas por un felino en la sabana de África, como los esfuerzos necesarios para la conquista de Marte por el hombre en el siglo XXI. Eso sí, la captación de los objetos de deseo se realiza por vías muy distintas en ambos casos; “el reflejo y la reflexividad" intervienen respectivamente, resaltándose dos facetas singulares del mismo fenómeno.
                   En cuanto a los errores en la captación del objeto de deseo, sólo hemos de referirnos a los derivados del mal uso de la reflexividad, pues son los que tienen peores consecuencias epistémicas. En ese sentido, hay que decir que aunque haya errores en la captación del objeto de deseo específico, no se invalidan por ello, ni los deseos que puedan experimentarse en torno a él, ni la relación volitiva consiguiente que lleva implícita su satisfacción. Si algo falla es precisamente el proceso reflexivo, con lo que el deseo no resulta así "erróneo" dado que de hecho, hay una experiencia física o emocional asociada, sino, paradójicamente, "equivocado" pues no debería experimentarse desde un punto de vista "lógico". 
                   La tarea fundamental, por tanto, en el proceso reflexivo, consiste en establecer cuál es la verdad a la cual la mente pueda asentir, de manera que teniendo la voluntad ante sí un objeto del que poder afirmar o negar sobre sus propiedades empíricas o hipotéticas, no desdiga el deseo del suyo propio y en relación con aquél. Es decir, el deseo es "orientable" en justa correspondencia con el interés que gobierna la mente por su voluntad de adecuarse a la verdad. Examinar las cosas, tratando de comprender como son realmente y no concluir con apresuramiento que son como las imaginamos o como nos las han enseñado a imaginar, es una prueba práctica que aconseja John Locke, tendiendo siempre a aproximar lo máximo posible nuestra "verdad mental" a la "verdad real", ya que fusionarlas parece imposible.         






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