martes, 10 de enero de 2012

22- Una versión verosimil





22-UNA VERSIÓN VEROSÍMIL


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            "Es más, si escrutamos el calido resplandor del verano  con el telescopio de la ciencia encontraremos su origen en la más portentosa pesadilla del Universo: el enorme e ígneo Sol, un mundo de fuego centelleante, tumultuoso y atronador, hostil a la vida. El Sol basta por sí solo para que a un ser humano le repugne el lugar que habita; y nadie podría imaginar que en un rincón del Universo tan horrorosamente iluminado existe un lugar verde y habitable. Sin embargo, son las llamas de este infierno en comparación con las cuales el incendio de Roma no fue sino un chispazo, las que permiten dedicarnos a nuestras ocupaciones triviales y celebrar fiestas bajo los emparrados."

                                                                                 Robert Louis Stevenson (1850-1894)



Hoy en día, se realizan mediciones que indican con bastante precisión el tiempo transcurrido entre el momento en que la nube protosolar fue alimentada en su composición de esa clase de átomos radiactivos por las explosiones finales, que marcan el instante de la desintegración de las estrellas masivas, y el período en que se produjo la solidificación del  grupo planetario. No se quiere decir con eso que el Sistema Solar sea, lisa y llanamente, un subproducto giratorio de una explosión de una supernova que ha lanzado intensas ráfagas de radio, pues sería injusto llamar residuos y no planetas a algunos de sus objetos orbitales. Además, tampoco parece probable que sobrevivieran a la explosión de una supernova capaz de crear una estrella de neutrones. Seguramente la estrella original tenía una compañera de parecidas características, en asociación binaria, que desapareció por algún motivo inexplicado y con sus restos ayudó a crear los planetas. El estudio de los púlsares o estrellas radiofaros, quizás pueda ayudar a desentrañar el origen de nuestro planeta y otros cuerpos espaciales de la misma índole.
                   En cualquier caso, la formación del grupo planetario tuvo una duración que vendría a coincidir con el periplo realizado por un brazo espiral de la galaxia girando en torno a si misma, en el que el Sol todavía no estaba formado, al siguiente estadio, en que ya estaba perfectamente constituido. Ese lapso de tiempo, sin embargo, no indica que la condensación comenzase desde el primer  momento de la circunnavegación, sino que se fue desarrollando, primero suavemente, y luego con creciente intensidad a lo largo de la misma. En el momento en que una nube abandona una región inter-brazos de la galaxia, con más laxas interrelaciones de la materia, y se adentra en un brazo de la misma, se puede producir el desencadenamiento de la condensación de nube en estrellas. Al proceso de frenado o deceleración por su ingreso en una zona de distribución más densa en materia, le sigue una compresión intensa, que es el preludio del inicio del precipitado estelar. La energía gravitatoria liberada por la contracción de la nube, o mejor, una fracción de ella, se transforma inicialmente en energía de rotación. Cuando esas dos cantidades de energía son equiparables, la nube se presenta como un disco muy aplanado y crecientemente magnetizado. Las líneas de fuerza del campo magnético de la masa nubosa que todavía están en firme conexión con el medio interestelar se ven sometidas a tensiones, arrastradas por la revolución de la nube, y producen un importante fenómeno de frenado muy eficaz sobre todo en la periferia del disco. A la par que se produce una evacuación de la gran sobrecarga energética, la nebulosa prosigue su contracción acercándose más a las dimensiones que se entienden adecuadas para la formación de un disco solar. Como resultado de la supresión del aporte de nuevos átomos radiactivos procedentes de la nube protosolar externa, los que han quedado aprisionados en el brazo se desintegran de acuerdo con sus vidas medias, aproximadamente antes de los cien millones de años.
Una fracción muy considerable de este período de tiempo no tiene coincidencia alguna con la condensación propiamente dicha de la nube y no puede, por tanto, asociarse directamente a una cronología genética del Sol y los planetas que lo circundan. La diferencia de edad del Sol y su corte planetaria, estaría así notablemente restringida y refuerza más si cabe la idea reiterada del nacimiento casi simultáneo de todos los objetos astronómicos que pueblan el Sistema Solar. En consecuencia, la composición de la Tierra y del resto de los planetas, aunque presente cierto grado de heterogeneidad entre ellos, se puede considerar un producto secundario de la cogeneración y difusión de energía y materia en las estrellas a la que se han sumado previos y sucesivos ciclos de génesis y extinción de estrellas en nuestra galaxia. 
                   Cuando el Sistema Solar primitivo se contrajo por efecto gravitatorio, experimentó un calentamiento y un aplanamiento. Las masas de polvo y gas mezclados formaron átomos y a su vez moléculas. Al ser la densidad mucho mayor cerca del protosol, la materia circundante estaría más caliente que en las regiones exteriores y, consiguientemente, la temperatura del gas habría sido de varios miles de grados más, cerca del centro del sistema en contracción, que en la periferia donde debió ser sólo de varios centenares de grados. Mientras que el protosol continuó contrayéndose y calentándose, las regiones externas del sistema originario siguieron enfriándose, y eso dio como resultado que los elementos pesados que estaban en una posición distante del centro comenzasen a cristalizar y a pasar de la fase de gas más caliente a la fase más fría y solidificada. Pasando el tiempo la temperatura disminuyó en todas las regiones, excepto en el mismo centro donde se estaba originando el Sol como estrella independiente. Mas allá del centro, los átomos volvían por todos sitios a un estado de reposo, tras de lo cual algunos colisionaron y se unieron formando moléculas constituyentes de nuevos granos de polvo.
                   Es necesario tener en cuenta las distintas temperaturas que se iban sucediendo en las series de acontecimientos descritos. La diversidad de condiciones físicas en los primeros años del Sistema Solar es probablemente responsable del gran contraste entre los planetas terrestres y jovianos. Está claro que los planetas originarios debían haber sido químicamente homogéneos, puesto que los propios planetesimales de los que procedían lo eran, pero qué ocurrió para que, por ejemplo, los componentes densos de hierro y níquel se separasen de los silicatos. La explicación de esto fue que los interiores de los planetas se calentaron por la acción de los minerales del radiactivo uranio con el resultado de una fusión, en la que la decantación gravitatoria hizo el resto. Los componentes de hierro y níquel de los planetas se hundieron en el interior formando los densos núcleos, mientras que los silicatos y otros minerales de uranio menos densos se elevaron en forma gaseosa hasta convertirse en el manto externo. Pero aún se carecía de la prueba directa de que las cosas se habían producido de la manera descrita. Los meteoritos que llegan a la Tierra constituyen la información más valiosa e interesante para averiguar las condiciones termodinámicas que imperaban en el momento de su formación. Su clasificación, subclasificación, desmenuzamiento y análisis por parte de mineralogistas, geólogos, químicos y físicos, nos ha ilustrado mucho sobre aquellas primeras condiciones iniciales tan determinantes en el desarrollo posterior de los principales cuerpos espaciales de nuestro Sistema Solar. Se observa, por ejemplo, que meteoritos relativamente frecuentes como las condritas ordinarias poseen sulfuro de hierro (Fe S) pero no óxido férrico (FeO) lo que significa que estos meteoritos se han originado a partir de la condensación de átomos no volátiles de una nube gaseosa de materia interestelar. En general, indican formaciones más superficiales (meteoritos rocosos) los que están compuestos por silicatos, magnesio y cantidades progresivamente decrecientes de hierro, calcio y elementos pesados como el uranio. En cambio, los meteoritos metálicos pueden estar compuestos de hierro y níquel casi puros (más de un noventa y nueve por cien) y cantidades mucho más pequeñas de cobalto. La forma en que se segregaron los compuestos de hierro y níquel y los silicatos en nuestro planeta y en el resto de los planetas interiores, se ve así confirmada en sus fundamentos al comprobar que intervinieron las mismas fuerzas que produjeron también las dos clases básicas de meteoritos.
                   El geofísico estadounidense Harrison Brown señaló en 1950 que en el Sistema Solar se produjo un riguroso orden de solidificaciones en función de las temperaturas reinantes. En las regiones exteriores del primitivo sistema planetario, la temperatura sería idónea para la condensación de determinados gases y su precipitación en materia sólida. Según eso, el orden más probable sería el siguiente: materiales rocosos, tales como silicatos, aluminatos y titanatos; óxidos metálicos, materiales ligeros y líquidos como agua, metano y amoníaco; y por fin los gases, como hidrógeno, helio y neón. Los fragmentos ancestrales que estaban destinados a convertirse en los planetas jovianos se formaron en condiciones francamente frías, gracias a inestabilidades gravitacionales sumamente determinantes.
                   Se parte siempre hipotéticamente de una imaginaria mezcla de esas sustancias en estado gaseoso. Las condiciones, dada la elevada temperatura de 2.500 º Kelvin de la que partimos, serían similares a las de la nebulosa solar natural. Hay, sin duda, en ese estado un equilibrio químico entre gases, pero es cambiante al variar la temperatura. A ese respecto hay que considerar las propiedades globales de los planetas, en particular la densidad. A medida que nos alejamos del Sol, los planetas son cada vez menos densos. Este hecho es fácilmente explicable si se admite que la temperatura existente en el momento de su nacimiento disminuía con la distancia al Sol. Mercurio, por ejemplo, se habría formado a una temperatura tan elevada (unos 1.500º K) que sólo el hierro y algunos silicatos especialmente refractarios fueron capaces de solidificarse. Un descenso por debajo de los 1.500º K implica la condensación de partículas sólidas, de compuestos metálicos como silicato magnésico, titanato cálcico, hierro, alcalinosilicatos y aluminosilicatos. Las cortezas de la Tierra y de la Luna están constituidas por rocas y menas metálicas de esa clase de compuestos y probablemente también lo estén, el resto de planetas interiores. 
                   A menos de 1.250º K. los átomos de sodio y potasio abandonan su estado gaseoso y pasan a combinarse con silicio, aluminio y oxígeno formando compuestos sólidos de silicatos alumínicos. A temperaturas inferiores a 1.000º K, pero por encima de 500º K, les tocaría el turno formativo a los sulfuros de hierro (presentes en casi todos los meteoritos) a partir de hierro metálico que se combina con el azufre. Asimismo se harían presentes silicatos ferromagnesianos por combinación de moléculas de óxido ferroso, que provendría de una condensación previa en la que intervinieron magnesio y óxidos de silicio. También serían reseñables las producciones de abundantes cantidades de silicatos hidratados de calcio. Venus, por ejemplo, formado a unos 1.000º K y dadas sus peculiaridades propias, podría contener además compuestos alcalinos y aluminosilicatos, de menor densidad. La Tierra, aunque sea un planeta casi gemelo, se formó a unos 550º K y eso originó además la presencia de S Fe y otros compuestos de menor importancia. A temperaturas inferiores a los 500º K, se traspasa el umbral en el que el talco que es un silicato hidratado de magnesio, alcanza las mayores posibilidades de formación en grandes cantidades.
                   Esta descripción del orden de las deposiciones minerales da una idea bastante precisa de la composición geoquímica de los planetas interiores. Se observa que los ritmos de las reacciones químicas implicados en las deposiciones de materia, dependen en primer lugar de la temperatura, pero también debieron jugar un papel importante, aunque en un grado inferior, la presión y, por tanto, la densidad.
                   Para temperaturas aún más bajas las mezclas gaseosas se empobrecen progresivamente, y llega el momento de la segregación de líquidos como el agua, el amoníaco y el metano hidratado, que forman los materiales que constituyen las cortezas de los planetas jovianos. Hoy ya sabemos que la mayor parte de esta clase de planetas la integran compuestos gaseosos y helados, junto con átomos de helio e hidrógeno capturados por la fuerte atracción de los protoplanetas. Los últimos compuestos fluidos que pueden condensarse lo hacen a unos 150º K, como es el caso del metano. Seguramente que los planetas de mayor masa se formaron de modo parecido a como lo hizo el Sol. Lo que les diferencia de nuestra estrella, es que ninguno de ellos tiene la masa suficiente para provocar la combustión nuclear y en consecuencia no evolucionan más allá de lo permitido por sus características propias.
                   Si seguimos descendiendo en la escala termométrica, a temperaturas más bajas se producen condensaciones de gases de poca importancia cuantitativa, como el argón, pero sería preciso aproximarnos cerca del cero absoluto para que lo hiciera el helio y el hidrógeno. Lo cierto es que la condensación de estos gases no tiene excesiva importancia en la génesis de los objetos que componen el Sistema Solar; sólo los mencionamos por completar el cuadro íntegro de condensaciones posibles.
                   En la actualidad la mayoría de los científicos están de acuerdo en que la formación de un sistema planetario debe verse influido notablemente por el nacimiento de una estrella. Sin embargo, un problema no resuelto es saber con mayor precisión cómo se juntaron los átomos y granos de polvo para crear los planetas y satélites ahora conocidos. Las claves del medio ambiente en que nació nuestro planeta están borradas de los materiales fundidos y erosionados por el transcurso del tiempo; no se puede todavía probar experimentalmente la historia geológica de los quinientos millones iniciales de años del planeta "verdeazulado". Solo a partir de 1973 se han revisado algo los conceptos genéticos sobre el Sistema Solar, al descubrirse que no es homogéneo como se creía, en lo que a variaciones en la composición de isótopos se refiere. Particularmente anormales son las distribuciones isotópicas del oxígeno, que demuestran que no está uniformemente distribuido.
                   También se han encontrado irregularidades o anomalías en la distribución del magnesio, al detectarse la presencia del isótopo 26 del aluminio. Además, la identificación de distintos oligoelementos en la composición de inclusiones meteoríticas estudiadas más recientemente, permite suponer que durante la formación del Sistema Solar, tuvo lugar en las proximidades de la nube protosolar un proceso importante de aceleración de nucleosíntesis, que pudo consistir, por ejemplo, en la consabida explosión de una supernova. La masa actual de nuestro sistema planetario es de aproximadamente una milésima de la masa solar. Sin embargo, este valor solo representa un límite inferior de la masa nebular, ya que ésta perdió una gran parte de su componente originario volátil. Podría haber, por tanto, dos tipos de material en el Sistema Solar: el que existió primitivamente, de mayor importancia genética, que procedía de viejas explosiones estelares, y un segundo componente que no llegó a mezclarse totalmente con el material preexistente. La fase de condensación inicial pudo verse interferida por una onda de choque de origen explosivo, que condicionó en cierto modo la secuencia de acontecimientos posteriores. El hecho cierto es que los planetas terrestres no han conservado más que la componente refractaria del material interestelar que componía la nebulosa, lo que representa la milésima parte de la materia inicial. La parte complementaria, compuesta sobre todo por hidrógeno y helio se disipó en el espacio, expelida seguramente por el intenso viento solar provocado por el vigoroso sol naciente. Se obtendría así, por fin, un nuevo límite inferior de alrededor de una centésima de la masa solar.
                   Como consecuencia de todo ello, el Sistema Solar está compuesto por una enorme variedad de objetos astronómicos: planetas, satélites, asteroides, meteoritos, polvo, etc., que son los elementos bien conocidos de las cercanías de nuestro "hogar planetario". La amplia variedad de propiedades físicas y químicas existentes entre los cuerpos más importantes como los planetas y sus satélites nos sugiere que el Sistema Solar está repleto de restos diseminados, procedentes de una era convulsa y generadora de nuestro medioambiente local.
                   El modelo de la condensación nos permite entender con ciertas limitaciones por qué nuestro Sistema Solar posee una simetría en forma de disco. También explicaría a grandes rasgos por qué los planetas se mueven en una misma dirección y por qué sus órbitas están todas en el mismo plano. Como ya sabemos, Plutón es una excepción, pero podría tratarse de una luna de Neptuno que escapó a su atracción o un asteroide que se salió de su órbita. Primero podrían haberse formado Júpiter y Saturno a partir de helio e hidrógeno y más tarde Urano, Neptuno y muchos cometas. Las bajas temperaturas acompañantes por su excesiva lejanía del Sol hicieron que se quedasen como mundos a "medio formar". Se supone (y esto se confirma cada vez más, gracias a las exploraciones de las sondas artificiales que se envían periódicamente) que están compuestos de agua, metano y amoníaco helados que se entremezclan con polvo estelar.
                   A temperaturas mucho más elevadas y en las proximidades del Sol se produjo una vaporización de los elementos más ligeros. La enorme presión solar de radiación los expulsó hacia el exterior y sólo se quedaron algunos elementos pesados, lo que permitiría explicar las diferentes composiciones de Mercurio, Venus, la Tierra y Marte reflejadas en sus distintas densidades medias. Así Mercurio, Venus y la Tierra las tienen parecidas, mientras que la de Marte es algo menor. En eso se ve claramente la transición a los planetas exteriores que muestran también entre sí, valores muy similares.
                   Como vemos, en principio, todos los cuerpos del Sistema Solar siguieron una evolución muy parecida. Después de la condensación a temperaturas más bien bajas, la energía liberada debido a la gravitación y la radiactividad del interior de esos cuerpos posibilitaron un calentamiento. Esa circunstancia hizo que se modificasen en gran medida las estructuras originales y particularmente sus características químicas. Así tenemos el caso de los planetas terrestres, en los que se formaron núcleos de hierro, envueltos por mantos de silicatos ferromagnesianos y ambos recubiertos por cortezas de silicatos. Estos procesos se interrumpieron pronto en los planetas más pequeños y cercanos al Sol, en los asteroides y en algunas lunas de poca masa aunque aún no han cesado en la Tierra y seguramente en Marte y Venus. Han conformado las estructuras superficiales de los planetas y también han influido considerablemente en el desarrollo de su estructura interna. La fusión y solidificación posterior fueron los desencadenantes de una cristalización fraccionada o selectiva y, simultáneamente, desplazamientos en sentido vertical. Además, estos procesos dieron origen también al vulcanismo y los movimientos tectónicos de placas. Los seísmos, las múltiples manifestaciones volcánicas, las derivas continentales, los desplomes de las cavidades internas son otros tantos fenómenos que alivian las tensiones de una actividad planetaria sumamente activa, que no cesa de manifestarse en todos los órdenes.                     
        











  

 

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